3
HARPER
Y él me miró, como si
hubiera algo en mí que
valiera la pena mirar.
El despertador comenzó a sonar a la misma hora que solía hacerlo meses atrás. Ya lo estaba esperando. En el fondo, no había podido pegar ojo en toda la noche: cada hora que pasaba era peor que la anterior.
Me rasqué los ojos y suspiré con pereza antes de detener la alarma del móvil y levantarme. Nika se revolvió a los pies de la cama y soltó un débil gemidito, como si lo hubiera importunado.
Antes siempre estaba muy preocupada por el primer día, mis nuevos compañeros, las nuevas clases, mi aspecto y lo fabulosa que debía estar para causar buena impresión...
Me dirigí hacia el baño y me deshice del pijama con pesadez. Cuando pasé frente al espejo no pude evitar desviar la mirada para echarme un vistazo. Lo que me mostró fue que mi cara seguía siendo la de la misma Harper: los mismos ojos azul grisáceo, el mismo cabello rubio, largo hasta la mitad de la espalda y sin una punta abierta, el mismo cuerpo que llamaba la atención de los chicos y envidiaban las chicas, definido y fuerte gracias al ballet, aunque mis pechos eran un poco más grandes de lo habitual en una bailarina, lo que alguno de mis profesores me había reprochado y yo había compensado con más horas de entrenamiento y el doble de esfuerzo.
Aparté la mirada cuando los ojos se me humedecieron y un enorme nudo se me formó en la garganta.
No sentía mi cuerpo como mío. Ya no. Siempre que contemplaba el daño que me habían hecho regresaba el nudo al estómago, la misma presión en los pulmones que me impedía respirar...
Permití que el agua caliente corriera por mi piel y relajase mis músculos en tensión. Cerré los ojos con fuerza al sentir de nuevo la presión bombardearme el pecho.
Me obligué a dejar de pensar, solo respirar y espirar, liberar mi mente.
Cuando terminé me enrollé en una toalla y abrí el cajón del lavabo, donde guardaba la insulina. Llevaba haciendo aquello desde que era una niña, así que decir que estaba acostumbrada era quedarse corta; los moretones no terminaban de curarse en una zona cuando tenía que coger una nueva.
Mierda, era un desastre. Tal vez debería contemplar la idea de los difusores...
Saqué el uniforme que la tía Ethel me había dado la noche anterior. Estábamos a inicios de diciembre, a semanas para preparar exámenes finales antes de las vacaciones de Navidad. Era casi imposible conseguir plaza en un colegio nuevo, además de que siempre había estudiado en una Academia que preparaba a artistas, así que no creía estar al nivel que exigía el Saint Judas, a pesar de que toda la vida había sacado excelentes notas.
Solo por el uniforme pude deducir que se trataba de un centro exclusivo..., y caro...
Era bonito, elegante y sofisticado: camisa blanca, americana negra con el emblema del colegio, raya diplomática granate del mismo color que la corbata, falda plisada negra, calcetines del mismo color hasta las rodillas y unos Mary Jane de tacón ancho.
Me maquillé para ocultar las ojeras y usé una cantidad considerable de rubor, ya que estaba un poco pálida. Después me recogí el cabello en dos coletas con lazos blancos y me puse las gafas en busca de ocultar lo máximo posible mi expresión.
La idea principal era pasar desapercibida, así que solo tenía que seguir dos sencillas reglas:
Uno: No destacar entre el resto.
Dos: Concentrarme en el ballet.
Cuando bajé las escaleras descubrí que era la única que estaba despierta, lo que hizo que pasara de largo de la cocina y fuera hacia la puerta. Anoche, tras la cena de temática coreana la tía Ethel me dio una copia de las llaves para que pudiera entrar y salir cuando quisiera; un detalle por su parte.
Debo reconocer que fue divertido escucharla hablar sobre sus aventuras, los problemas que había tenido con los idiomas y los choques culturales a los que tuvo que enfrentarse en busca de inspiración y nuevas técnicas pictóricas. Percy estaba fascinado, como si se tratara de una superheroína; estaba feliz e incluso sonrió. Y si él era feliz, yo también lo era.
Abrí la puerta y cerré con cuidado. El susto fue colosal al encontrar a Addie sentada en las escaleras mientras se comía un croissant a cachitos con un abrigo rosa encima del uniforme y una boina francesa del mismo color.
Me dio la bienvenida con la mano.
—Buenos días, Harper —saludó con una animada sonrisa.
—Hola —murmuré, todavía algo tímida ante su apabullante efusividad.
No quería ser desconsiderada con mi prima y su amabilidad, pero tenía la sensación de que Addie era todo lo contrario a mí con respecta a eso de llamar la atención; estaba segura al noventa por ciento que era una chica súper extrovertida.
Addison no le dio importancia y me hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera, levantándose mientras me señalaba con su delicada mano enguantada un lateral de la mansión.
—Este es el mío —comentó, señalando un Cadillac rosa palo.
Joder, era exactamente como uno de los que tenía Elvis Presley.
Asentí con la cabeza, intentado no parecer impresionada cuando abrió la puerta y se deslizó en el asiento del conductor. Yo la seguí segundos después y cerré. Coloqué la mochila negra sobre mi regazo y me froté las manos la una contra la otra para intentar entrar en calor.
Addison volvió la cabeza en mi dirección y me sonrió con diversión.
—¿Lista para el primer día? —inquirió con una sonrisa que me recordó a la del Joker.
—Sí, supongo que sí —le respondí.
Saint Judas estaba a casi media hora de Kensington si el tráfico estaba bien, por lo que no me dio tiempo a planificar lo que haría cuando tuviera que separarme de Addison.
Encontramos donde aparcar casi de inmediato. Y como no, todos los coches que nos envolvían eran tan lujosos o incluso o más que el de mi prima.
El colegio resultaba imponente con la abadía de Westminster como fondo y alzándose sobre este el palacio con el mismo nombre. Seguimos al resto de estudiantes por el camino empedrado que llevaba a un extenso patio interior. Pronto nos mezclamos, y por suerte, ni siquiera repararon en mi presencia.
Más o menos...
Addison recibía una aclamada atención por parte del sector masculino. Sin embargo, ella ni siquiera les prestaba atención mientras parloteaba sobre las clases que debería escoger si quería aprobados asegurados.
Todas mis sospechas se confirmaron en aquel momento.
—¿No me digas que eres de las populares? —le pregunté en un susurro.
Addison hizo una fingida mueca de sorpresa y con un gesto de la mano desestimó mi pregunta.
—¿Yo...? Qué va, es porque pertenezco al equipo de animadoras. —Le dirigí una mirada escrutadora y entreabrí los labios, lo que hizo que Addie se riera de forma genuina—. Pero solo porque me gusta. Por así decirlo, lo hago por amor al arte —reflexionó para sí misma antes de reírse.
Los corredores estaban abarrotados de tablones promocionando el amplio campo de actividades deportivas y clubes disponibles para recibir a nuevo personal.
Pero nada de ballet. Ni un misero cartel que hablara al respecto.
—Mira, tenemos un club de arte dramático —me comentó, señalando con su larga uña pintada de rosa hacia un cartel—. Si te interesa...
—La actuación no es lo mío —la corté, lo que provocó que se pasara la lengua por el labio inferior, segura de que había metido la pata hasta el fondo.
—Música, entonces. Me dijiste que, suponías, te gustaba —bromeó. Aun así, negué—. Oh, y ¿qué tal las animadoras? —propuso con los ojos verdes cargados de alegría—. El ballet y las acrobacias son prácticamente lo mismo, Har —comentó.
—Seguro... —respondí con ácido sarcasmo, haciendo un mohín.
No diría que me sentía un poco ofendida ante su comparación. Si Madame Monier la escuchara era posible que le sacara un ojo con la vara...
—Estoy segura de que el uniforme te sentaría como un guante —replicó, señalando al cartel pegado en la pared, sin darse cuenta de cuanto me desasosegaba la idea—. Ya sabes que soy parte de él. Puedo hablar con la capitana, si quieres. Olivia siempre está dispuesta a recibir a chicas guapas...
—Dudo que llegue a las expectativas —mascullé, negando con la cabeza mientras le echaba un vistazo a las chicas guapísimas que había en el cartel.
—Eres como una Grace Kelly del siglo XXI. Ya quisiera yo ser como tú.
—Addie, ¿puedes dejar de hacerme sentir como si fuera apta para cualquier cosa? —refunfuñé.
¿Por qué me molestaba en discutir con ella? No tenía ninguna intención de convertirme en animadora, aunque el canon de belleza no fuera el problema.
—Bueno... Si te sirve de consuelo, tenemos un estudio de ballet, pero tiene más polvo que Matusalén: creo que nunca he visto a nadie usarlo si no es para que los de primero se enrollen. —Puse los ojos en blanco, lo que hizo que me apretara la mano en un gesto de falsa indignación—. Creo que si hablamos con Scott te dejará usarlo para entrenar —propuso con una sonrisa cómplice.
Abrimos la puerta de la oficina. Esa de sección del colegio era de madera vieja, con panales ribeteados, a diferencia del resto de los pasillos que habíamos recorrido mientras veníamos. Albergaba un ambiente clásico y pintoresco que le daba carácter.
Había un hombre detrás de la recepción que nos dirigió una mirada a través de las gafas de pasta negra. Se le resbalaban por el puente de la nariz mientras colocaba la correspondencia en los casilleros de los profesores.
No sabía cómo se las arreglaba para hacerlo al mismo tiempo que se tomaba el café.
—Hola, Addie —saludó a mi prima. Después se dirigió a mí—. Ah, tú debes ser Harper. —Distraídamente nos hizo una señal para que nos acercásemos.
Addison y yo intercambiamos una mirada para contener una risotada y nos acercamos.
—Scott, deberías tomártelo con más calma —resopló Addie, lanzándole una miradita condescendiente.
—Ya quisiera, pero si no lo hago yo, esto se acumulará —masculló, dejando de lado el café—. Señorita Beauchamp, soy el director, y si no es mucha molestia deberá firmar algunos formularios —comentó. A lo que yo asentí—. Tengo el paquete de bienvenida aquí para ti —agregó.
Me quedé un tanto sorprendida al darme cuenta de que estaba siendo atendida por el propio director para algo tan banal. Y mucho más extraño que Addie le estuviera hablando con tan poco formalismo.
«¿Eran las cosas así de extrañas aquí?».
Trasteó con algo bajo la recepción y sacó un paquete. Dentro había un uniforme de repuesto con pantalón incluido, un chándal reglamentario, una sudadera del colegio, las llaves de la que sería mi nueva taquilla y algunas otras cosas.
El director se inclinó hacia adelante, adoptando un tono confidencial que hizo que me llegara un ligero aroma a loción de afeitar.
—Asumiré que no estás familiarizada con la manera en que funcionan las cosas aquí.
—No, no lo estoy —le contesté en un susurro igual de confidencial—. Vengo de otro país, de un programa artístico y acabo de aterrizar —confesé.
El director pasó los siguientes diez minutos explicándome a qué cursos debía asistir y qué notas necesitaba para graduarme en mi último año de bachillerato.
—Hicimos un cronograma basado en las elecciones que habías hecho cuando rellenaste tu formulario de aplicación. Pero recuerda, nada está escrito en piedra, así que si deseas modificar alguna solo debes comunicármelo a mí o a tu respectivo profesor. Además, respecto a la elección de casa te hemos dirigido a Wren's —me informó.
—¡Estás en la misma que la mía! —exclamó Addie, emocionada.
Me tomó del brazo y me agitó un poco, intentando infundirme algo de su alegría, pero mi cuerpo estaba laxo, apenas pude levantar un poco las comisuras de los labios. ¿Qué demonios era aquello de las casas?¿En plan como en Harry Potter? No sabía qué pensar al respecto, ni con qué clase de personas me tocaría estar: era casi una lotería. Y a pesar de que me aliviaba estar con Addie, no era suficiente.
Scott miró el reloj en su muñeca y alzó las cejas.
—Por cierto, te acompañaré a tu primera clase para que no te pongan falta.
Addison me dio un beso en la mejilla y me deseó buena suerte antes de desaparecer por la puerta de la secretaría. De allí en adelante, todo estaba bajo mi cuenta y riesgo.
El director frunció el ceño ante la multitud de alumnos en el patio, a los que dispersó como un Border Collies reuniendo al rebaño antes de llevarme al aula de Historia.
—Harper es un bonito nombre —comentó, rompiendo el silencio.
—Gracias, lo eligió mi madre —respondí un poco tensa al hablar sobre el tema con un extraño.
—¿Sabías que significa «la que toca el arpa».
—Uhm, no. —Él corazón me latía con violencia y comencé a sentir las palmas de las manos húmedas.
Lo último que quería era hablar. Tenía que concentrarme en no hacer el ridículo, no tropezarme o decir algo estúpido. Toda la vida había estado con la misma gente, lo que me había garantizado un entorno medianamente seguro.
Mis padres siempre habían sido muy sobreprotectores respecto a ese punto debido a mi enfermedad, ya que necesitaba que estuviera controlada, y aunque siempre había sido una chica responsable a sus ojos, hacía mucho tiempo que había dejado de ser aquella niña.
El director abrió la puerta del aula, sacándome de mis pensamientos.
—Señor Bentley, aquí está la chica nueva —anunció.
El profesor de piel oscura levantó la mirada del portátil, donde hizo correr algunas notas sobre la pizarra digital. Veinte cabezas se volvieron hacia mí, provocando que me sintiera como un cachorrillo indefenso frente a una jauría de hienas hambrientas.
El señor Bentley me dirigió una mirada escrutadora.
—¿Harper Beauchamp? —preguntó a nadie en particular.
Unas risillas y murmullos recorrieron la sala, provocando que las fantásticas imágenes que tenía en mi cabeza de un final de curso tranquilo se disolvieran como el aguarrás a la pintura.
El señor Bentley esperó una respuesta.
—Sí, señor. —Apenas reconocí mi voz, demasiado inestable.
—Yo me encargo, Scott.
El director me dio un empujoncito de aliento, como si se tratara de un padre llevando a su hijo al primer día de escuela.
—Buena suerte, Harper.
Aquello, definitivamente, no iba a suceder a menos que la tuviera cuando dejara de sentirme como si fuera a desmayarme de un segundo a otro.
El señor Bentley pinchó sobre la siguiente diapositiva titulada: Holocausto.
—Tome asiento donde prefiera, señorita Beauchamp.
Las opciones eran reducidas, ya que solo había dos asientos libres, uno junto a una chica de piel pálida y mechas moradas en las puntas; le había dado su toque personal al uniforme con medias de rejilla, botas Dr. Martens y una gargantilla de cuero. Por sus rasgos deduje que era de origen asiático; el otro lugar estaba al lado de un chico con un corte en la ceja que no tenía aspecto de ser muy amigable.
Inmediatamente, lo descarté y decidí sentarme al lado de la chica asiática.
Le sonreí de forma incómoda mientras me sentaba, a lo que ella respondió con un asentimiento de cabeza a modo de saludo antes de volver la mirada hacia la pantalla donde el señor Bentley cambiaba las diapositivas.
Cuando se dio la vuelta, la chica asiática me ofreció la mano.
—Mackenzie Jung —se presentó con una sonrisa.
—Harper Beauchamp. —Le estreché la mano y asintió.
—Encantada —murmuró—. Solo tengo una regla —dijo de pronto, cambiando su semblante amable a uno neutral e incluso hostil. Mi sonrisa se desvaneció—. Este... —hizo un cuadro alrededor de su asiento con las manos—, es mi espacio, así que mantengamos la distancia. ¿Entendido?
El señor Bentley palmeó las manos para llamar nuestra atención.
—Chicos, vosotros habéis sido los pocos afortunados seres inteligentes que han podido estudiar el Holocausto. Sin embargo, después de diez años enseñando a los estudiantes de segundo no me hago ilusiones de que retengáis todo esto en vuestros cerebros. Así que, comencemos con algo sencillo...
Su pequeño discurso fue interrumpido por el chirrido de la puerta al ser empujada, tras ella apareció un chico con una sudadera negra con capucha. Su cabello tenía un aire descuidado, como si se hubiera pasado los dedos repetidas veces por él, de un tono tan negro que la luz le formaba reflejos azules en algunos mechones.
Cuando lo miré de soslayo, lo vi.
Era él.
El pirado sexy que me había acosado hacía un par de días.
Como en aquella situación, el corazón comenzó a latirme ridículamente rápido, presa de la misma sensación de pánico y excitación a la que no sabía que nombre ponerle.
¿Cuánta probabilidad había de encontrarse con la misma persona en dos malditos países diferentes?
Ninguna. NINGUNA. La posibilidad era irrisoriamente ridícula.
Pero allí estaba yo para reventar las estadísticas.
Me eché el pelo hacia delante velozmente para ocultarme cuando con una calma que me resultó ofensiva, pasó por mi lado como si no existiera, con una mano metida en el bolsillo de los pantalones y la otra apretando el iPhone como si quisiera deshacerlo en el puño.
Sus rasgos duros mantuvieron la expresión tan seria que me hizo tragar saliva con dificultad cuando se dirigió al único asiento disponible al lado de ceja cortada.
Por un instante, fue como observar a un rey paseando alrededor de sus súbditos.
El señor Bentley carraspeó para volver a llamar nuestra atención.
—¿Quién puede decirme que es el Holocausto? Y sí, quiero fechas. —Sus ojos oscuros escanearon a alumnos expertos en comportarse como avestruces, hasta que su mirada recayó sobre mí—. ¿Señorita Beauchamp?
«Dios mío».
¿Por qué ha tenido que decir mi apellido? Si tenía alguna remota posibilidad de pasar desapercibida hasta pedir el traslado a un colegio nuevo y no volver a verlo en mi vida, se habían ido a la mierda.
Comencé a sentir aquel cosquilleo en las puntas de los dedos, así que agarré el bolígrafo para distraerme.
—Mmm, el Holocausto fue un genocidio... político y religioso que tuvo lugar en Europa durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial bajo el régimen de la Alemania nazi hacia el pueblo judío... Duró desde el año 1942 hasta 1945 —le respondí, recaudando toda la información que almacenaba sobre la época del Tercer Reich.
—Dumm —«Estúpida» —masculló una voz masculina al fondo de la clase.
—¿Señor Diedrichs? ¿Algo que objetar al respecto? —inquirió el señor Bentley.
El aula se sumió en un hierático silencio al mismo tiempo que todos nos dimos la vuelta hacía el dueño de dicha voz. No entendí lo que había dicho, por lo que supuse que lo había hecho en otro idioma.
Sentí las mejillas calientes cuando mi acosador me dirigió una sonrisa torcida que podría haber resultado tierna si no escondiera tan cínica ironía en ella.
Estaba recostado sobre la silla en una pose despreocupada y los brazos cruzados sobre el pecho en un gesto fanfarrón.
—Digo que se ha equivocado, por supuesto —ironizó—. En realidad, comenzaron en 1941 y exterminaban tanto a comunistas, homosexuales, gitanos, polacos, discapacitados, tanto mentales como físicos y a prisioneros de guerra soviéticos. Por algo en Alemania lo llamamos Endlösung —finalizó con la misma perturbadora tranquilidad. Me guiñó el ojo y cruzó los brazos sobre la mesa con aire despreocupado, recostándose sobre ellos como si el asunto le aburriera—. Tal vez deba darle clases particulares a la señorita Beauchamp —comentó.
Si mis mejillas fueran un volcán, estarían en erupción. Ardía de rabia y las manos me picaban como si estuvieran al fuego mientras él me observaba con aquella intensidad que aseguraba que en algún momento me engulliría.
—Si tengo que recibir clases de ti, prefiero suspender la asignatura —apostillé sin perder el gesto amable.
Madre mía, ¿yo había dicho eso?
La clase estalló en un sonoro «Uhhh», sabiendo que había desafiado al maldito diablo, pero lejos de ofenderse, me sonrió ampliamente, aquella sonrisa diabólica y sensual.
El señor Bentley palmeó las manos, llamando la atención de la clase.
—Sabía que el nacismo causaba conflicto, pero no disputas tan ambiguas, señores —comentó, un poco excitado porque sucediera algo interesante en su clase.
—Es lo que sucede cuando junta a un francés y un alemán: hacemos el amor o la guerra —contestó mi acosador con aquel acento tan sutil como feroz—. Solo hay que mirar a Napoleón o Hitler.
Durante el descanso, Addie me explicó que cada casa tenía salas de uso personal donde podíamos relajarnos, tomar el té e incluso estudiar. Por lo visto, incluso las casas tenían una categoría elitista, y Wren's era una de la más populares y en la que estaban los hijos de papá.
En cuanto llegamos a la cafetería nos pusimos a la cola para coger la comida. Nos hicimos con un par de sándwiches de solomillo con mayonesa, mostaza y cebolla condimentada con bloomer tostado, y té helado.
Me mordí el labio inferior, incómoda.
—Addie...
—¿Qué...?
Pero sus palabras se vieron interrumpidas cuando soltó un gritito de sorpresa. Jackson la había pillado por detrás y le dio un efusivo beso en la mejilla que la hizo reír, recostándose sobre su pecho.
—Hola, Harper —me saludó Jackson con una sonrisa amable.
Sí que tenía buena memoria...
—Hola, Jack —lo saludé de vuelta.
Me gustaba ese chico para mi prima. Era agradable y amable, y por como Addie lo mirara estaba segura de que la trataba bien. Tal y como ella se merecía ser tratada.
—Oye, ¿por qué no venís a sentaros con nosotros? —le propuso Jack.
La cara de felicidad de Addie fue sustituida por una mueca de disconformidad y su ceño se frunció profundamente.
—Ya sabes que Liv y yo...
—Por Dios... Ads, tenéis que superar eso de una vez por todas —resopló Jackson, un poco fastidiado.
Levanté la mirada cuando escuché risas y parloteos animados procedentes de la entrada principal. Un grupo venía hacia nosotros. Y mi nuevo auto proclamado acosador estaba entre ellos.
Por Dios. Tenía un radar para encontrarme. Lo supe en cuanto sus ojos negros se posaron sobre los míos. Su expresión no reflejó emoción alguna, pero sentía que una parte de él estaba disfrutando de tenerme en su punto de mira; de que tal como había prometido, nos volveríamos a encontrar.
Le di un gran sorbo a mi té con limón y fruncí el ceño.
Sin contemplación alguna agarré la mano de Addie y la alejé de Jackson.
—Me gustaría almorzar con mi prima a solas. Tenemos que ponernos al día de muchas cosas —me disculpé.
Jackson parecía desconcertado por mi actitud, pero no dijo nada cuando casi arrastré a Addie a una mesa libre, —la más alejada del grupo—. En la que para mí desgracia Jackson se dirigió, sentándose al lado de mi acosador...
¿Cómo demonios alguien tan majo podía ser amigo de alguien tan... loco?
Sí, esa era la palabra adecuada para describirlo.
—Gracias —suspiró Addie, aliviada.
Tenía curiosidad por saber que problemas tenía con esa tal Liv, pero ahora lo único que quería era comer y largarme lo antes posible.
—Tengo que ir a pincharme —murmuré.
Addie frunció el ceño, confusa.
—Pensaba que usabas difusores —contestó ella tras darle un mordisco al sándwich.
—Se marcaban en la ropa de ballet: la licra —expliqué.
Tal vez podía sonar como una excusa ridícula, pero para mí significaba otra razón para sentirme diferente. Para que mis profesores me trataran diferente, para que incluso fueran un poco indulgentes cuando sabían que tenía el doble de potencial que mis compañeros por temor a que tuviera un brote.
—¿Tienes el boli aquí? —preguntó. Asentí. Se levantó rápidamente y se sentó a mi lado, cubriéndome con su cuerpo al mismo tiempo que me hacía un ademan con la mano. Saqué el neceser y se lo entregué por debajo de la mesa. Rápidamente, me levantó la camisa y me pellizcó un poco de carne—. ¿Aquí? —inquirió, mirándome por encima de las pestañas. Asentí de nuevo. Pinchó como si lo hubiera estado haciendo toda una vida y tras terminar me sonrió con tristeza—. No deberías ocultarlo, Har: estar enfermo no es nada malo —me recordó con suavidad.
Sabía que en el fondo tenía razón, pero estaba cansada de que todo el mundo me viera como alguien del que se debía cuidar.
—Estoy rota por muchas partes, Addie —murmuré.
—Y tampoco fue culpa tuya: fue un accidente —exhaló, apretándome la mano para reconfortarme.
En eso no tenía razón, pero jamás le contaría esa parte de la historia. Se moriría conmigo.
Regresó a su sitio y las dos nos pusimos a comer. Tenía un nudo en el estómago, pero me obligué comer pequeños pedazos del sándwich.
—Entonces, ¿cuéntame quién es quién? —pregunté, intentando cambiar de tema.
—¿Quién es quién? —se rio de forma despreocupada.
—Bueno..., déjame adivinar. Aquellos de allí son la élite. —Señalé al grupito. Mi acosador era parte de ellos, y a juzgar por la manera en la que se dirigían a él era de los más importantes.
—Sip, ellos rigen el nivel jerárquico en la pirámide de los nuevos ricos —coincidió Addison. Giró la cabeza hacia la mesa de la esquina y retiró hacia atrás su larga melena—. El orgullo del Saint Judas con sus súper mega fortunas, jugando a ser Dios —farfulló con cierto tono de burla.
—¿Y por qué tú no estás allí? —lancé, alzando las cejas.
Addie me dedicó una sonrisa felina y chasqueó la lengua.
—Mis abuelos me enseñaron que es poco elegante fanfarronear del dinero que tienes. Es mejor cuando sabes utilizarlo e invertirlo con pequeños gestos. Esa es la diferencia entre todos esos nuevos ricos y nosotras, Harper —me explicó, guiñándome el ojo.
Yo no era rica. Ella lo era. Para ser honesta, no tenía ni donde caerme muerta.
—Pero supongo que aquí también habrá mucho dinero viejo. Inglaterra tiene mucho de eso —aclaré tras darle un sorbo al té.
Addie asintió con un ruidito de la garganta.
—Rigen la balanza de los que merecen la pena. Los Diedrichs, los Clark, los Forbes, los Roosevelt, los Lawrence, los Astor y por supuesto los Sterling y los Huntington —explicó en un murmullo rápido—. Carson Diedrichs y Luke y Olivia Clark son los más ricos y con más influencia —agregó—. Se rumorea que Carson proviene de sangre azul, que su familia tiene más títulos nobiliarios que la reina Isabel y que su abuelo hizo una macro fortuna tras la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, todo eso sin sumar lo que ya poseían por provenir de la aristocracia germana. Por otro lado, a los Clark les pertenece básicamente media Inglaterra, de forma inmobiliaria y bienes raíces, quiero decir. Y luego, nosotras, ya sabes, los diamantes y el marquesado Sterling. Te aseguro que no hay nadie de este colegio que no tenga al menos una joya de nuestra firma. Después mi padre: tiene uno de los bancos más grandes de Inglaterra y sedes por medio mundo sin contar que es el Duque de Huntington y tiene un montón de rollos inmobiliarios. —Parecía sumamente lacónica y aburrida de contármelo, como si fuera el día a día de su vida.
Sin embargo, yo solo me había quedado con un nombre.
—¿Carson? ¿Quién es Carson? —pregunté.
—El de la capucha que tiene cara de haber besado un cactus —respondió sin mirar—. Ese es el cabrón más rico de la sala. Bueno, el tío más rico de todo el Saint Judas —cercioró, chasqueando los dedos.
—¿Uhm...?
—Oye... —llamó mi atención de nuevo, pasando la mano por delante de mi cara—. Recomendación básica: es amigo de Jackson, pero no te acerques a él —me advirtió.
¡Oh! No tenía previsto ni respirar el mismo aire que él. De hecho, ya estaba planeando cambiar todo mi plan de estudios para no tener que cruzármelo durante el resto del curso.
—No te dejes engañar por su sexy acento alemán y carita de ángel, porque si te enreda, te romperá el corazón —prosiguió, señalándome con el tenedor, donde tenía un trozo del sándwich—. Le encanta coleccionarlos. Primero se mete en tu coño y después te jode la cabeza: así de retorcido es el puto cabrón —repitió casi con ferocidad.
Fruncí el ceño y miré de nuevo hacia ellos, ajenos a como el resto los miraban, con una mezcla de respeto, envidia y miedo. Me gustaría decirle que era tarde para tal advertencia, que ya me había convertido en su objetivo, —incluso antes de saber su nombre—, y que tenía casi la total certeza de que no me dejaría escapar.
Conocía a los chicos como él. Había leído los libros suficientes para saber cómo se las gastaban los de su categoría.
Los pirados psicópatas.
A pesar de que era un claro miembro del grupo de los reyes del Saint Judas, había algo en él que lo hacía diferente. Parecía ser bastante más reservado que el resto. Estaba sentado entre un rubio de ojos azules y Jackson, con la capucha cubriéndole parte del rostro y un libro entre las manos mientras mordisqueaba un boli. Mantenía esa inescrutable expresión seria que rezumaba oscuridad, igual que la forma que tenía de sonreír cuando hablaban con él, como si fuera dos pasos por delante de lo que estabas pensando.
Como si se hubiera dado cuenta de que lo estaba mirando, levantó la vista y sus ojos impactaron contra los míos. Tenían una chispa sugerente que me hizo estremecer cuando al mismo tiempo sus labios rosados se curvaron en una sutil y provocativa sonrisa torcida.
Aparté la mirada rápidamente y seguí a lo mío.
La jornada escolar había llegado a su fin. Agotadora. Se me había olvidado lo que era pasar tantas horas sentada, reteniendo información que al final no sabía exactamente para qué me serviría en un futuro próximo.
Me deslicé con cuidado entre los estudiantes para no recibir codazos cuando salí al enorme patio principal y fui hacia la zona donde el resto de los alumnos habían aparcado sus fabulosos coches.
Una chica de piernas kilométricas y frondosa cabellera pelirroja pasó por mi lado hacia su grupo. Mientras pasaba me dediqué a observarlos con disimulo, hasta que mi mirada recayó nuevamente en Carson.
Entre los largos dedos tenía un cigarrillo del que fumaba de hito en hito, apoyado en la puerta de un Porsche 911 negro metalizado, —lo conocía porque era uno de los coches favoritos de Dennis—. Tenía la mirada perdida en ningún punto en concreto y el cabello salvaje. Por un instante, me perdí en los hilillos de humo que escapaban de sus labios rojos y suaves.
Por Dios, mentiría si no dijera que era guapo. Mejor dicho, era exótico y peligroso bajo el contraste entre la piel pálida y los cabellos y los ojos tan negros como dos trozos de carbón.
Tu cerebro te tentaba a probarlo, pero los libros me habían enseñado que eran de la especie catalogada como «loco obsesionado». Además, tampoco entendía porque me había escogido a mí. No lo había visto en mi puñetera vida hasta aquel entonces y desde luego, sus posibilidades de lo que fuera que quisiera de mí eran nulas.
Él estaba como una regadera y yo estaba rota.
Fin de la historia.
—Aquí estás. —La voz de Addie me sacó del trance. Venía hacia mí con una media sonrisa—. ¿Lo has pasado muy mal? —preguntó, arrugando la frente con contrariedad.
—Creo que no —le respondí con una débil sonrisa; pura sinceridad. Al menos, nunca pensé que mi primer día sería tan tranquilo.
—Eso suena mejor de lo que esperaba —sonrió—. Bueno..., ¿qué tienes pensado hacer ahora?
Quería decirle que no tenía más plan que pasear a Nika y dormir una semana seguida, pero justamente el coche de papá estacionó delante de nosotras.
Papá salió del coche y se dirigió a mí con una enorme sonrisa. Entorné la mirada al percatarme de que las chicas lo estaban mirando demasiado. Sí, en el sentido que solo les hacía falta un caldero para babear a gusto. Incluso a la pelirroja pegada a Carson le centelleaban los ojos al mirarlo.
Era consciente de que mi padre era atractivo, elegante y sofisticado. Bueno, vale, era guapísimo. Una versión de Alain Delon rubia y de casi metro noventa. A pesar de estar entrado en los cuarenta tenía un aspecto formidable y cuidado, y una sonrisa fresca y juvenil.
—¿Qué tal les ha ido el día a mis chicas? —nos preguntó.
—Genial, tío Dean —contestó Addie con una sonrisa radiante.
Recibí el abrazo de papá y suspiré sonoramente. Ya no era ninguna niña para que viniera a recogerme al colegio. Me encantaba cuando era pequeña, porque me gustaba presumirlo, pero al crecer, me di cuenta de todo lo demás.
Aun así, nunca dejaría de ser su pastelito.
Le di un golpecito en el pecho y fruncí los labios.
—Anda, papá, métete en el coche: te están mirando —farfullé con un mohín.
Addie y papá intercambiaron una mirada y los dos se echaron a reír. Eso fue el colmo. A alguna solo le hizo falta desmayarse en plan peli dramática de los cincuenta.
—¿No se lo has enseñado, Ads? —inquirió, señalando hacia el colegio.
—¿Enseñarme el qué? —increpé, enarcando una ceja.
—Que a tu padre lo ven todos los días, Har —sonrió Addie con una risita traviesa—. Hay un montón de fotos suyas en las vitrinas.
Si mi ceño pudiera fruncirse más, sería Frida Kahlo.
—Espera, ¿tú estudiaste aquí? —casi grazné, sorprendida.
—¡Oh, sí! Juagaba en el equipo de fútbol. Logró que ganaran una temporada entera el último año de bachillerato que mamá y él estudiaron aquí —aludió Addie.
Papá comenzó a ponerse colorado como un tomate, pero sonreía.
—¿Cómo crees si no que conocí a tu madre, pastelito? —lanzó, divertido.
Por Dios. No tenía ni la menor idea. Pero por supuesto que mis padres jamás me habían contado que habían estudiado en el mismo colegio. Pensaba que se habrían conocido en Francia, o yo que sabía, en la Conchinchina, pero no así...
Oh... Romance de instituto...
—Bueno, pues cuéntame más mientras nos vamos a casa —lo instigué, aun un poco confundida. Después me volví hacia Addie—. ¿Nos vemos allí?
—No, iré a comer con mi padre —respondió ella—. Sorprendentemente, está en Londres —canturreó, haciendo un gesto dramático con las manos.
—Pues entonces, nos vemos esta tarde. —Me despedí haciendo un movimiento con la mano antes de ir hacia el coche acompañada de papá.
—¡Hasta luego, Har! —gritó Addison a mi espalda.
Y ahora tenía seis pares de ojos puestos sobre mí, contando los de mi acosador y los de la pelirroja sexy. Por un segundo, me faltó el aliento cuando su mirada oscura me escrutó con curiosidad, como si fuera su experimento de la clase de ciencias, hasta que la pelirroja le susurró algo al oído que lo distrajo.
Abrí la puerta del coche y cerré de un portazo, tirándome sobre el asiento.
—¿Qué tal el primer día? —me preguntó papá mientras se ponía en marcha.
—Fue... mejor de lo que esperaba —reconocí mientras me ponía el cinturón.
—¿Eso es un cien?
—Es un cincuenta para ser el primer día. Mañana podría ser peor.
—Solo espero que mañana sea un sesenta, como máximo —repuso. Despegó la mirada del asfalto para sonreírme—. Tengo algo que contarte, Harper...
—¿Más sorpresas sobre tu pasado adolescente como futbolista rompecorazones? —lancé sin poder contener el sarcasmo. Papá se rio bajito y sacudió un poco la cabeza—. En serio, estoy sorprendida, papi —apunté.
—No es sobre eso, pero prometo contarte más en cuanto regrese —añadió con los ojos rebosantes de tranquilidad. No parecía emocionado, pero tampoco triste—. Tendré que volver a París para resolver algunos asuntos de la herencia de mamá y cosas pendientes con galerías que había cerrado acuerdos —me explicó.
No supe qué decir al respecto. Ni siquiera sabía que tendríamos herencia por parte de mamá. En el fondo, pensaba que ya no quedaría nada después de que nos hubiéramos declarado en bancarrota. Tampoco que papá había cerrado acuerdos cuando llevaba casi más de un año sin coger una paleta y un pincel.
—Quita esa cara, por favor. —Se rio ante mi expresión de desconcierto—. Volveré en cuanto me sea posible y prometo que os llamaré todos los días. Es dinero para la familia y para vosotros, para tu academia de baile, a la que sea que te admitan y vuestra herencia...
—Sí... —suspiré.
A mí no me importaba cuánto dinero quedara de mamá. Lo entregaría todo con tal de tenerla de vuelta. No quería que papá se fuera, no soportaría que él también se alejara de nosotros, ya no solo de forma emocional, sino física, porque a fin de cuentas era lo último que nos quedaba.
—La vida es emocionante cuando se tienen que hacer sacrificios, pastelito —me recordó la frase que solía utilizar el abuelo—. Además, me gustaría que mientras yo no esté cuidaras de Percy —pidió—. Y por supuesto, que también te cuides tú —agregó, acariciándome la cabeza con cariño.
—Papá, que no te vas para siempre —gemí, haciendo un puchero.
—No me voy para siempre, pero es cierto que no estaré con vosotros tanto como me gustaría y quiero que tu hermano esté lo más cómodo posible con la idea.
La luz de la luna se filtraba a través de la de la ventana, confiriendo sombras extrañas sobre el edredón. Estaba sentada en la cama con la espalda apoyada en el cabecero y las piernas cruzadas.
El portátil me calentaba la piel de los muslos y los ojos me escocían tras más de dos horas frente a la pantalla, leyendo todo lo que encontraba en Google acerca del Holocausto.
Maldito Carson, el idiota tenía razón; incluso albergaba la ligera sospecha de que sabía más que el profesor.
Cerré el MacBook cuando escuché unos suaves golpes detrás de la puerta.
—¿Sí? —pregunté mientras posaba un pie en el suelo.
—Harper, cielo —respondió la dulce voz de la tía Ethel.
Me puse de pie casi de un salto y fui hacia la puerta. La tía Ethel me saludó con una media sonrisa. Tenía el cabello rubio recogido en una trenza para dormir y un pijama de seda blanco bajo un batín color perla.
—Hola... —murmuré. Sostuve la puerta con una mano y apoyé la cabeza sobre el borde.
—Hola —me saludó con una sonrisa. Pequeñas y poco visibles arrugas de expresión se le formaron en las comisuras de la boca—. Tu padre me ha puesto al tanto de la situación... —comentó, incómoda—. Quería decirte que tanto tú como Percy podéis contar conmigo para lo que sea necesario, ¿de acuerdo?
—Es un detalle por tu parte, tía. Muchas gracias —contesté con una pequeña sonrisa.
—Bueno, dejando de lado ese asunto: ¿qué tal tu primer día?
—Mejor de lo que esperaba —repetí de nuevo.
—Me alegra —respondió. Los ojos se le iluminaron con genuina emoción—. ¿Has hecho amigos nuevos?
—No, aún no...
—Tranquila, encontrarás un grupo más rápido de lo que crees, ya lo verás —aseguró con una sonrisa de ánimo, lo que me hizo sentir avergonzada—. Addie puede ayudarte con eso, ya lo sabes.
—Creo que estaré bien, es decir, puedo manejar la situación.
—Bueno, entonces te dejo con lo que estabas haciendo. Buenas noches.
—Buenas noches.
La tía Ethel me regaló una última sonrisa antes de escucharla bajar las escaleras.
¿Por qué no podían creerme? Era cierto que no era mi ambiente habitual, que estaba en un país extraño y que había pasado por situaciones difíciles en los últimos años, pero era capaz de hacer cosas por mi cuenta.
Sacudí la cabeza para despejarme cuando Percy apareció por el pasillo y miró de soslayo por donde había bajado la tía Ethel.
—¡Ey, enano! —lo llamé, haciendo que levantara la cabeza hacia mí.
—Me parece muy buena, lo que me da un poco de miedo —susurró. Se estremeció como si le hubiera dado un escalofrío. Tenía los ojos hinchados de dormir y el pijama de Batman arrugado en la zona de la barriga—. Ya sabes, como el personaje en las pelis de terror que ayuda a los demás, pero que luego resulta ser el malo.
—Deja de ver ese tipo de películas. Eres solo un niño y te vas a quedar con trauma —lo reprendí.
—Es que mi compañero de pupitre, creo que se llamaba Louis... —pensó un poco arrugando la nariz pecosa—, no paraba de hablar de esa película que vio el fin de semana. Era muy pesado.
—Espera..., ¿ya tienes amigos? ¿Qué tal el colegio? —pregunté, interesada.
—Como siempre —murmuró sin la menor importancia. Se encogió de hombros, pasó a mi habitación como Pedro por su casa y se tumbó sobre mi cama de espaldas—. Y no, no es mi amigo. Ya te he dicho que es un pesado.
—¿Qué? ¿Cómo qué cómo siempre? —pregunté, omitiendo la queja en contra del otro niño.
—La atención, todo eso de los profesores conocerte y tus compañeros querer saber si tienes los mismos gustos que ellos.
A veces me sorprendía lo maduro que era para tener solo diez años. Era como ver a un pequeño psicólogo analizando las reacciones lógicas de cada persona. Incluso era más sencillo mantener una conversación con él que con muchos chicos y chicas de mi edad. No sabía si las circunstancias lo habían hecho crecer de golpe o simplemente era un clon de mamá, pero temía que la poca inocencia que le quedaba se extinguiera.
Yo solo quería que disfrutara de una infancia tranquila y feliz como la mía.
Me eché a su lado y le revolví el pelo en un gesto juguetón.
—Entonces, tu día ha sido un cien —lancé con una sonrisilla divertida.
—Eso es un cinco.
Puse los ojos en blanco y chasqueé la lengua.
—Eres un pequeño egocéntrico.
—Y tú una mimada.
💙🖤💙🖤💙🖤💙🖤
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