#2: Thunor

Thunor observaba con orgullo y placer el dolor que él y sus tropas habían provocado. Hombres humillados y violados delante de sus familias, niños devorados vivos, mujeres llenando de alegría los oídos jotnar con sus llantos desesperados. Aquello era el festejo del triunfo de aquellos salvajes.

—Thunor —se escuchó una voz en el viento, serena pero firme—. Ven ahora mismo.

El señor de las tormentas gruño mientras sujetaba su mazo de guerra, alzándola a los cielos para impulsarse y volar. La cabeza de aquella arma se ilumino mientras abría un portal, como si fuera un agujero de gusano con los vibrantes colores del arcoíris. Y en cuestión de segundos, el terrible jötunn apareció en un reino místico y desconocido para los mortales. Grandes lagos y bosques se alzaban por el lugar, junto a cientos o miles de inmensas montañas a la lejanía. Algunas de piedra, otras de hielo. Pero mientras más se aproximaba uno a estas montañas, más se daba cuenta de que en realidad eran castillos y fortalezas. Aquello era Jotunheim, la tierra de los gigantes.

Thunor aterrizó en un amplio balcón, caminando a paso firme hacia donde se alzaba un trono digno del rey supremo de aquellas tierras. Y el varón infló el pecho al pararse justo en la parte más baja de los escalones que llevaban al asiento real.

—¿Me llamaste, padre?

El hombre allí sentado era alto y delgado, con vestimentas que mezclaban el verde, el dorado y el negro. Un casco con enormes cuernos curvos adornaban su cabeza, haciéndolo ver incluso más alto. Recibia muchos nombres aquel jötunn: Lengua de Plata, Ragnarök, Hijo de Laufey, Bastardo de los Aesir, Loki.

—¿Se puede saber qué has estado haciendo en Midgard? —preguntó Loki, observando con ojos fieros a su hijo.

—Mostrándoles a esos débiles mortales cual es su lugar, y porque hacen bien en temernos.

—¿Por eso ordenaste la violación, matanza y tortura de esos mortales? ¿Para qué nos teman más?

—No, eso lo hice porque me resulta divertido.

—Eres un salvaje —exclamó con molestia Loki, poniéndose de pie—. No actúas diferente a como los Aesir trataron a nuestra gente.

—Y por eso, los mortales deben sufrir el mismo destino —exclamó Thunor, atreviéndose a poner un pie sobre el primer escalón—. Ya deben entender que los Vanir ya no los pueden proteger. Y si para hacer salir a esos cobardes que lograron esconderse debo exterminar a sus mortales, entonces lo hare.

—Ya nos llevaste a una guerra contra los Vanir, Thunor. ¿Cuándo detendrás tu sed de sangre?

—Y los aplastamos, ¿o no es así? —preguntó el señor de la tormenta, con creciente ira en su voz—. Yo mismo derribe sus murallas, incendie Vanaheim, y le arranque las piernas a Freyr. Inicie la guerra, y la termine.

—¿Y eso te da derecho a iniciar otra guerra?

—¿Me lo vas a decir tú?

—¡La guerra que yo inicie fue para liberar a los jötunn de la crueldad de los Aesir! —vociferó Loki, apuntándole a su hijo con el dedo índice—. ¡Tú inicias guerras por el simple placer de hacerlo!

—Sí, así es —afirmó Thunor—. ¿A qué le temes, padre? Cualquier dios que exista más allá de estas tierras debe saber el peligro que representamos, y que no deben meterse con nosotros.

—Lo que temo, Thunor, es que un día te encuentres con alguien más fuerte y más cruel que tú. Temo que un día te encuentres con esos dioses que derrocaron a Buri, y que no seas capaz de enfrentarlos.

—Tus miedos son injustificados, padre. Nada en los Nueve Mundos que pueda soportar mi fuerza. Dioses, hombres, jötunn o elfos, todos caen ante mí.

—Eres demasiado cabeza dura —exclamó con resignación Loki, sentándose de nueva cuenta—. Haz lo que quieras, Thunor. Pero la próxima vez, no iré a salvarte.

—Nunca lo he necesitado —exclamó Thunor, antes de darle la espalda a su padre.

El poderoso señor de las tormentas se adentró en los pasillos de aquella inmensa fortaleza, no tardando en sentir como obtenía compañía no tan deseada.

—¿Otra vez discutiste con nuestro padre? —preguntó un enorme lobo negro, tan alto como el propio Thunor.

—No es tu asunto, Fenrir.

—La próxima vez ten la descencia de invitarme a la matanza —exclamó el lobo, sin mover las mandíbulas—. La sangre tibia de los midgardianos siempre es un deleite.

—La última vez te comiste a todos los midgardianos tu solo —le recrimino Thunor—. Y a sesenta y tres jottun.

—Ellos se metieron en mi camino —exclamó Fenrir.

—Tengo asuntos que atender, Fenrir. Luego planearemos nuestro próximo asalto a Midgard, quiere nuestro padre o no.

Thunor se apartó de su medio hermano, y siguió por un oscuro y solitario camino de descenso. Minutos pasaron hasta que el señor de la tormenta se detuvo frente a una gran y pesada puerta, que el abrió como si nada. Esta puerta rechino un poco, pero no fue capaz de resistir el empujo del primogénito de Loki. Y allí, apenas iluminado por el fuego de las antorchas, se encontraba un hombre colgado de los brazos con cadenas. Su estado era deplorable, pues estaba famélico y con una enorme barba descuidada. Tenía claros signos de tortura en todo su cuerpo, desde cortes hasta quemaduras o aéreas donde directamente le faltaban pedazos de piel. Lo que antes fue un falo viril, símbolo de su masculinidad y fertilidad, ahora era un trozo de carne carbonizada. Y algo que resaltaba, era que le faltaban ambas piernas.

—Hola, Freyr. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó el siniestro señor de las tormentas, con una gran sonrisa—. Te he tenido un poco abandonado, pero he venido a que nos divirtamos.

Thunor sujetó bruscamente del rostro al que antiguamente fue el señor de los elfos, y lo obligó a que lo mirase. Aquel rostro antes bello y varonil ahora estaba demacrado, y esos resplandecientes ojos azules se encontraban apagados por el dolor y el cansancio. Thunor sonrió, antes de que un jadeo de furia y dolor lo hiciera voltear hacia el costado.

—Freyja, casi olvido que estabas aquí.

En la otra pared, se encontraba encadenada la que antiguamente fue la más bella de las diosas. Freyja se encontraba en un estado tan o más deplorable que su propio hermano. Su brillante cabello rubio ya no existía, y su cuero cabelludo estaba repleto de cicatrices. Sus hermosos ojos como el mar, ya no estaban. En su lugar, grandes manchas de sangre seca los habían reemplazado. Sus delicadas manos, que se habían endurecido al tener que usar las armas de la guerra, ahora estaban rotas y sin dedos. Su lengua, que en antaño la había dotado de una voz melodiosa, le había sido arrancada. Sus generosos pechos, deseados por dioses, mortales y gigantes, le habían sido extirpados y la herida había sido cauterizada. La diosa de la magia, la belleza, el amor y la sensualidad, había sido despojada de todo lo que la representaba.

Aquel era el destino que le aguardaban a los dioses que caían en las crueles manos del señor de las tormentas. Un destino peor que la muerte, y carente de toda gloria.

El joven niño que se había visto forzado a convertirse en hombre se encontraba sentado a la luz del Sol, afilando una serie de flechas algo rudimentarias. El joven tenía grandes ojeras, y en su rostro se veía reflejado el inmenso cansancio que se había apoderado de él. Pero se negaba a dormir, simplemente tenía demasiado miedo para hacerlo. Y en su cansancio, no se dio cuenta que alguien se aproximaba a él.

—Deberías dormir, niño —exclamó Perun, sentándose al lado del joven.

—No puedo —dijo el joven, apenas mirando al dios—. Si duermo...

—No te despertaras en el bosque, te lo aseguro —dijo Perun, apoyando su enorme mano sobre el hombro del niño—. Y los gigantes no se atreverán a cruzar hasta aquí. Hare caer fuego del cielo sobre ellos si lo intentan.

—¿Me lo juras?

—Así es. Te doy mi palabra de dios.

—Dios —dijo el niño, como si pensara sobre aquella palabra—. Nuestros dioses nos fallaron. Ellos no pudieron salvarnos de los gigantes. ¿Por qué tú si?

—No sé porque tus dioses no pudieron, pero sé que yo y los míos los protegeremos.

—¿Y por qué no nos protegiste antes? ¿Es qué solo te importan los que habitan en tus tierras?

Perun quedó sorprendido por dichas palabras, guardando silencio unos segundos para recapacitar sobre aquello.

—Nunca me aventure a las tierras del oeste ni del norte —exclamó Perun, alzando un poco la mirada—. No conozco mucho de esos lugares, más que rumores. Pero te aseguro que voy a cambiar eso. Por eso vine a hablar contigo. Cuando el gigante que te perseguía me vio, me llamó Thunor. Ningún otro gigante lo había hecho. ¿Quién es ese Thunor?

—Es un gigante que apareció hace pocos inviernos —dijo el joven—. Nunca lo vi en persona, pues casi nadie sobrevive a su encuentro. Dicen que es el más cruel y poderoso de los jötunn. Dicen que controla el rayo y el hielo, y su arma es un mazo o un hacha. Dicen, que es más que un jotnar común; es un dios.

—No sé como sea ese Thunor, pero no es un dios. Cualquiera que se comporte como se comportan esas bestias es indigno de llamarse dios. Es solo un monstruo, y lamento que tu familia haya tenido que pasar por todo eso.

Perun se puso de pie, habiendo obtenido la información que necesitaba para continuar. Y mientras caminaba, una enorme águila empezó a volar a su alrededor. El dios alzó el brazo para permitir que esta se apoyara en su antebrazo, haciéndole compañía.

—¿Dónde está? —le preguntó al ave.

En los frios bosques de la región que en un futuro se llamaría Ucrania, se encontraba cazando una bella doncella. Su cabello castaño se movía con el viento y se sacudía cada vez que ella corría. Su cuerpo era cubierto por un vestido blanco que solo tenía detalles rojos en sus largas mangas. Su espalda estaba cubierta por una capa con piel de oso, y el carcaj con flechas colgaba de su cintura. En sus manos portaba un gran arco, y a su lado corrían libres dos feroces lobos.

La mujer se detuvo y mantuvo la mirada fija en un gamo de pelaje rojizo y enormes astas. Además del tamaño descomunal de dicho animal, que parecía estar cerca del metro noventa en altura, estaba el hecho de que sus astas resplandecían de un extraño color plateado. Este mamífero comía directamente el tronco de un árbol, arrancando varios pedazos con sus grandes dientes. La fémina alzó su arco con una flecha ya preparada, y apunto durante unos segundos. Su flecha surco el aire y atravesó el cráneo de aquella bestia, tras lo cual ambos lobos se abalanzaron contra este.

—Puedo olerte a kilómetros —exclamó la mujer, mientras se erguía—. No entiendo porque insistes en querer aparecer por sorpresa.

—¿Tan mal huelo? —preguntó Perun, en tono relajado mientras salía de la maleza.

—Todos tienen un olor en particular —dijo la mujer, observando al hombre que ante ella se alzaba—. Tú hueles a metal mojado y a los rayos.

—No sabía que los rayos tenían olor.

—Los rayos, el fuego, la luz misma. Simplemente que no todos pueden sentirlo.

—Veo que te has estado divirtiendo, Devana.

—Solo hago lo que una diosa de la caza sabe hacer —exclamó la mujer, colgando el arco de su hombro—. Han estado llegando muchos animales extraños desde el oeste, supongo que del mismo lugar de donde llegan los gigantes.

—Te extrañamos, hija —exclamó Perun, intentando aproximarse—. No digo que no debas pasar tiempo en el mundo de los hombres, pero debes recordar que perteneces al mundo de los dioses.

—Volveré cuando tenga interés en hacerlo —exclamó Devana, caminando hacia donde sus lobos se daban un festín—. Por ahora, estoy feliz aquí. El bosque necesita protección, tanto de las nuevas bestias como de tus nuevos mortales.

—¿Qué han hecho los mortales para molestarte?

—No tengo problema en que cacen para alimentarse, pero repudio que lo hagan por simple diversión sin sentido. Y su creciente número, está poniendo nerviosos a los animales.

—Hablare con ellos, si eso quieres. Pero también vine a pedirte un favor.

—¿Además de volver a Vyraj?

—Tal vez desaparezca un tiempo —exclamó Perun, sorprendiendo a la diosa joven—. Voy a ir al oeste. Quiero ver de primera mano lo que esos gigantes les están haciendo a los mortales.

—¿Quieres que te acompañe?

—Quiero que te quedes aquí y protejas estas tierras de los invasores en mi ausencia. Sé bien que con tu fuerza y tus habilidades podrás lidiar con eso. Yo intentare terminar con esta amenaza desde su origen, antes de que sea muy tarde.

—Ten cuidado, padre. No sabemos bien que pueda haber en esas tierras.

—Estuve recolectando algo de información, y parece que hay dioses entre los jötunn. Veré que tan real es eso, y tomare cartas en el asunto de una vez por toda.

Perún tomó con cuidado a su hija de la cabeza y le dio un pequeño beso en la frente, tras lo cual le dio la espalda. El poderoso dios del trueno se alzó a lo alto, envuelto en rayos y atravesando los cielos. La joven Devana lo observó marcharse, antes de voltear la cabeza levemente hacia atrás.

—¿Tú también estas aquí?

De la rama de un árbol descendió una enorme serpiente, en cuya boca cargaba una manzana. 

La serpiente observó fijamente a la diosa, que le arrebató el fruto de un tirón.

—Espero no la hayas envenenado —dijo Devana, antes de darle un mordisco.

—¿Te crees que yo sería capaz de algo así? —preguntó el reptil, mientras se desplomaba en el suelo.

—Eres extraño, Veles, e impredecible.

La serpiente cambio de forma, adquiriendo el aspecto de un hombre maduro pero joven, de espesa barba y largo cabello oscuro en contraste con su blanca piel, y extraños ojos amarillos. Grandes cuernos salían de su cabeza, y la cabeza de un animal estaba sobre la propia.

—Ya ni siquiera sé cuál es tu verdadera forma. Cambias de apariencia cada que nos vemos.

—Tal vez, mi bella cazadora, yo no tengo verdadera forma. Soy solo un espíritu divino que vaga buscando un cuerpo con el cual se sienta cómodo.

—Ajá —exclamó la mujer, dándole otro mordisco a la fruta—. ¿Por qué una manzana?

—Me pareció divertido —dijo Veles—. Ciertos pueblos del sur mencionan que la humanidad cayó en desgracia cuando la primera mujer comió el fruto prohibido; una manzana.

—¿Y quieres que yo caiga en desgracia?

—Más bien, que te rindas a la tentación.

Veles tomó a la joven de la cintura y la atrajo hacia su propio cuerpo, mientras su rostro se aproximaba ferozmente al ajeno. Devana quedó en silencio por la sorpresa, incluso con un leve rubor sobre sus mejillas. Veles sonreía, pero de pronto se detuvo en seco. Y allí, fue cuando la diosa sonrió.

—Sigue acercándote, y mi cuchillo subirá con fuerza. Tal vez seas un dios, pero igual te va a doler.

—Já —dijo Veles, mientras se apartaba para ver el cuchillo de caza entre sus piernas—. No tengo ganas de esos juegos hoy. Para ser casta, eres muy perversa.

—Solo defiendo lo mío, hasta que alguien se gane el honor de obtenerlo.

—¿Yo no me lo gane ya? —preguntó Veles con una sonrisa burlona—. ¿O te da miedo que papi se enoje?

—Tal vez mi cuchillo debería apuntar a tu lengua —dijo la mujer con una sonrisa, mientras pasaba por al lado de su contrario.

En los fríos bosques germanos, un grupo de guerreros y sus familias eran puestos de rodillas en el húmedo fango, con la lluvia golpeando sus cuerpos y el aire frio cortando la piel de sus rostros. Los gigantes a su alrededor estaban ansiosos de castigar a aquellos humanos y destrozar tanto sus cuerpos como sus espíritus. Un trueno destrozó el aire y un rayo cayó a la tierra, de donde emergió el poderoso y temible Thunor; señor de las tormentas.

—Encontramos a estos huyendo al este, gran Thunor. ¿Quiere divertirse hoy?

—Al este —exclamó Thunor, aproximándose a uno de los pocos niños que allí se encontraban—. ¿Por qué tantos de ustedes huyen al este?

Thunor apoyó su mazo en el mentón del niño, obligándolo a levantar la mirada. Este derramaba amargas lagrimas de terror, al punto que de sus temblorosas piernas emergió un liquido amarillo y caliente.

—Por favor —rogó un hombre, de gran barba pero cabeza calva—. Es mi único hijo. Por favor, al menos déjalo ir.

—¿Por qué, huyen al este? —volvió a preguntar—. Sé que los están expulsando del sur, pero no pareciera que ocurra lo mismo en el este. ¿Qué hay allá?

—Te lo diré todo, pero deja ir a nuestros hijos. Por favor, al menos permite que ellos vivan.

Thunor observó fijo a aquel niño, mientras escuchaba los llantos y suplicas de los demás mortales.

—Te doy mi palabra de que no les hare nada —exclamó el hijo de Loki, ante las quejas de sus congéneres.

—Hay rumores de una tierra al este, donde habitan dioses benevolentes. Dicen que le dan la bienvenida a los mortales, y que hay una gran ciudad protegida por hombres y dioses.

—Dioses —murmuró Thunor.

—Bah, simples cuentos de miedosos midgardianos.

Pero Thunor guardó silencio, pues bien sabia que algunos gigantes se habían aventurado a las tierras del este en busca de humanos que huían, y jamás se los volvió a ver. Nunca le había dado mucha importancia, pues no era extraño que algunos gigantes simplemente se aventuraran muy lejos, principalmente para tener menos competencia. Pero la posibilidad, aunque fuese mínima, de que hubiera dioses en aquellas tierras lejanas le parecía muy llamativa.

—Nuestros hijos, por favor...

—Cumplire mi palabra. Yo no les hare nada a sus hijos —exclamó el jotnar antes de empezar a caminar, pasando de largo a los humanos—. Pero mis compañeros no prometieron nada. Comiencen con los niños, obliguen a los padres a mirar.

Para un padre, no hay peor dolor en el mundo que ver a sus hijos lastimados. Preferirían cambiar de lugar con ellos, protegerlos con sus vidas, todo con tal de tener la más mínima esperanza de que aquellos pequeños a los que criaron pudieran tener una vida larga y buena. Pero esa esperanza les fue arrebatada delante de ellos. Ningún padre debe sobrevivir a sus hijos, pues aquello es estar muerto en vida. Mientras los pequeños cuerpos eran desgarrados, y la impotencia de los padres aplastaba sus dañados corazones, Thunor observaba hacia el este. Y en su rostro, se formó una pequeña sonrisa.

En las tierras eslavas, un brillante carro blanco recorría los cielos. Sobre este había un dios, joven y apuesto, de cabellos largos y prolija barba rubia que resplandecía de momentos. Noble y poderoso aquel dios observó por el rabillo de sus ojos azul cielo como un rayo parecía seguirlo, y una pequeña sonrisa se dibujo en su rostro.

—Perun.

A su lado, rodeado por pequeños rayos que le permitían permancer en el aire, se hayaba el poderoso soberano divino, volando a la par de aquel carro.

—Quisiera hablar un momento, Dazbog.

El hombre tomó las riendas de sus caballos y les indicó que aterrizaran, emprendiendo la acción a una velocidad estrepitosa. Los grandes caballos detuvieron su andar con elegancia, relinchando un poco. Perun aterrizó de forma un poco más brusca, levantando algo de polvo.

—Dime lo que te aqueja, hermano.

—Debo marchar, a las tierras del este. Tú, que te mueves con el Sol, ¿has visto algo de lo que allí acontece?

—No realmente —dijo Dazbog, caminando un poco por la yerba—. Nunca quise ver tan allá. Solo sé lo que tú sabes.

—Y ahora sé más —dijo Perun—. Hay dioses allí, o uno al menos. Un dios cruel, que tortura a los mortales junto a esos gigantes. Ya he estado posponiendo por mucho mi viaje a aquellas tierras oscuras.

—¿Quieres que vaya a tu lado? —preguntó Dazbog con tono serio—. No olvido que tú me ayudaste en el pasado.

—No vine aquí por eso, viejo amigo. Vine para pedirte que vigiles nuestras tierras desde los cielos. Mi hija, Devana, se encargara de cuidar que ningún gigante entre más allá de sus límites, pero agradecería si le ayudas en su tarea.

—No tengas dudas de que lo hare, Perun —exclamó Dazbog, inflando el pecho con orgullo—. Sé que Devana es orgullosa, así que no le hare saber mi presencia. Tú me ayudaste a mí y a mis hijas a detener a Semargl, la bestia devoradora de estrellas. Yo cuidare de tu hija.

Ambos dioses se tomaron del antebrazo para sellar su petición, con fuerza y honor cual guerreros que ambos eran. El dios del trueno y la guerra, junto al dios del Sol y el fuego.

Perun finalmente marchó hacia el este, mientras Thunor mantenía fijada su vista hacia el oeste. Dos dioses tan diferentes y similares. La deidad germánica de la tormenta y la matanza, y el dios eslavo del trueno y la guerra. Un enfrentamiento por el destino de la humanidad, que repercutiría en los siglos venideros. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top