#1: Tormeta

Los cielos oscuros dejaban caer sobre la tierra una feroz tormenta de nieve. El aire frio y las ventiscas hacían temblar a una desesperada familia que corría con el terror como impulso. La mujer cabarga en brazos a su pequeña hija, la cual miraba hacia atrás con sus ojos llenos de lágrimas, y su garganta desgarrada por sus gritos de dolor. La madre, no ausente de lágrimas, intentaba mantener la compostura en su avance, pero el cansancio de sus músculos no le estaban ayudando. Por último, se encontraba un joven sin siquiera barba en su juvenil rostro, pero con una pequeña hacha entre sus manos. A todas vistas un niño, a quien la crueldad le había obligado a convertirse en hombre. Temblando de frío y con dolor en su mirada, las piernas de la madre cedieron y tropezó a las orillas de un lago, logrando girar a tiempo para recibir ella y no su hija el impacto de la caída.

—¡Mamá! —vociferó el joven con el hacha, aproximándose a la mujer—. ¡Levántate, eso nos está alcanzando!

Y una enorme sombra se cernió sobre los mortales, provocando que el tembloroso joven se posicionara delante de lo que quedaba de su familia. Aquella sombra poseía un tamaño imposible para cualquier ser proveniente de Midgard, y sus características ciertamente demostraban que estaba lejos de pertenecer a ese Reino. Su brazo izquierdo carecía de mano y terminaba en una afilada punta, totalmente hecho de hielo hasta el pectoral y un poco más. Su aliento gélido emanaba el hedor a mil cuerpos en descomposición, y sus fríos ojos muertos se iluminaban de un tenebroso azul. Su cabeza y rostro parecían cubiertos de metal, pero no quedaba claro si así era su piel o si resultaba ser un casco. Poseía una larga y desastrosa barba, y dos grandes cuernos sobresaliendo de su cráneo, aunque uno había sido destrozado en alguna vieja batalla.

—Huelo su miedo, midgardianos —habló aquel ser monstruoso, cuyos pasos hacían temblar la tierra—. Es casi tan dulce como su sangre tibia.

—¡A-Aléjate de nosotros, monstruo! —gritaba el niño, intentando ser hombre y ocultando su miedo.

La mujer cerró sus ojos mientras se aferraba a su pequeña hija, y su aterrado hijo luchaba contra su instinto de huir de aquel lugar. El gigante sonrió con malicia y empezó a inclinarse sobre los indefensos humanos. Lagrimas corrían por las mejillas del niño convertido en hombre, sabiéndose incapaz de defender a los que quedaban de su familia. Todo su valor, todo lo que pudo haber logrado, todo le sería arrebatado por aquella bestia sin compasión. Los pobres mortales, obligados a huir de sus tierras. Sin fuerza, sin protección, sin dioses...

Un rayo iluminó los oscuros cielos, y golpeó directamente contra el pecho del gigante. El trueno retumbó como tambor de guerra, mientras aquella colosal bestia caía adolorida hacia atrás. Con algo de temor se llevó la mano al pecho, notando la dolorosa quemadura que allí se manifestaba. Entre alaridos de dolor intentó arrastrarse hacia atrás, sorprendido por aquella sensación que hacía mucho no sentía. Por una sensación que, según él, ningún mortal podía provocarle. Y un nuevo rayo iluminó los cielos, demostrando una gran figura flotando entre las nubes. Aquel ser era más grande que un humano, pero no tanto como un gigante. Y los rayos que se generaban a su alrededor daban pequeños vistazos de su figura. No se apreciaba bien el color de su cabello y barba pero estos eran largos. En una de sus manos, una poderosa hacha era sujetada por firmeza, y de esta parecían emanar los relámpagos que rompían la oscuridad. Aunque el gigante no podía verlo con claridad, el temor se apoderó de su ser con el simple hecho de imaginar quién podría ser.

—¿G-Gran Thunor? —preguntó con temor—. No sabía que ellos eran tus presas.

—No soy Thunor —exclamó el varón, cuya voz resonó tan fuerte y tan lejos como los truenos que invocaba—. Soy el dios que protege estas tierras, y a los mortales que en ella habitan. Y te lo advierto, jotnar, no eres el primero de tu tipo en venir a buscar problemas aquí. Te doy la oportunidad de irte en paz, o teñiré el blanco suelo con el azul de tu sangre.

—¿¡Un dios!? —preguntó con furia el jotnar, empezando a levantarse—. ¿Te crees que le temo a un simple dios? ¡Enfréntame de frente, pequeño dios! ¡Esta vez no me tomarás despreve...

Las palabras desafiantes del gigante se detuvieron en seco, cuando un último relámpago reveló la figura de aquel al que se enfrentaba. Y pronto enormes rayos atravesaron su pecho y estómago hasta salir por su espalda. En cuestión de pocos segundos, el fiero gigante cayó de nueva cuenta al suelo, completamente muerto e incapaz de seguir propagando la cruel muerte. Aquella figura divina y misteriosa empezó a descender delante de los aún aterrorizados humanos, quienes lo observaban con incluso más temor que al propio gigante. Mientras más descendía, más podían apreciar que ese ser de hecho era bastante similar a ellos. Su cabello era rojo y largo, con una abundante barba rubia. Sus ojos brillaban con fuerza, pero ese brillo se fue reduciendo hasta quedar atrapado en unas pupilas verdes grisáceas. Su piel era algo pálida pero no carente de color, y su físico era enorme. Sus brazos extremadamente marcados y su altura superior a los dos metros. Espalda ancha y fuerte, y su torso cubierto por una armadura oscura.

—Están a salvo ahora —dijo el varón, con una voz poderosa y madura, sonriendo de forma cálida a la familia mientras se sacaba el casco—. Permítanme guiarlos, a donde el resto de los de sus tribus se refugian.

—¿Q-Quién eres tú? —preguntó el joven hombre, aún luchando por controlar su temblor.

—Soy Perun —exclamó aquel dios de voz serena pero poderosa—, hijo de Rod. Soy el dios que protege estas tierras. Háganme el favor de seguirme, y los pondré a salvo.

El poderoso dios empezó a caminar, y la dubitativa familia se miró entre ellos. Sabiendo que no tenían otras opciones, optaron por seguir a aquel que había salvado sus vidas. Caminaron costeando el río en un principio, para luego irse alejando de este. Algo que inmediatamente notaron fue que había varios cuerpos de gigantes esparcidos por el camino, muchos de ellos semi-sepultados por la nieve. Sea quien fuera aquel Perun, sin duda se había enfrentado ya muchas veces a aquellas criaturas. Y tras un largo caminar, empezaron a vislumbrar una serie de pequeñas casas de construcción rústica. Una resalto sobre las demás por su tamaño, siendo más parecido a un salón real que a una simple casa. El dios se encaminó hacia aquella construcción, siendo saludado con inmenso respeto por los hombres libres que patrullaban en la noche, armados con escudos y lanzas. Dos guerreros más se encontraban a los costados de la puerta del salón, pero con un mejor armamento que los demás. Estos poseían un casco que cubría parcialmente su cráneo, dejando libres sus mandíbulas y ojos pero protegiendo su nariz. Una cota de malla cubría sus torsos, y una espada se añadía a su armamento además del escudo y la lanza. Estos dos hombres se sorprendieron ante la llegada del enorme dios, a quien sin perder tiempo le abrieron la puerta. El interior del salón estaba iluminado por grandes chimeneas, y algunas antorchas colocadas en lugares puntuales. Largas mesas de madera se encontraban llenas de comida y bebidas, al alcance de los hombres y mujeres que festejaban en sus asientos. En una silla lejana y afirmada sobre un piso más elevado se encontraba un hombre maduro en edad y rostro, con una frondosa barba rubia a la cual empezaban a salirle canas, y una mirada que delataba el sufrimiento y sacrificio por el cual aquel guerrero se había visto obligado a pasar. Y cuando la puerta abierta dio paso al gran Perun, este hombre fue el primero en ponerse de pie tan pronto lo vio.

—Perun, gran dios del trueno protector y el fuego sagrado —saludó el hombre, provocando que todos los presentes se pusieran en pie.

—Hrodric, gran líder de Nóvgorod —saludó el dios, antes de señalar hacia atrás suyo—. Me he encontrado a esta familia siendo atacada por un gigante, y la he traído hasta tu salón.

—Que pasen entonces —exclamó Hrodric, extendiendo los brazos en señal de bienvenida—. Pronto, denle un lugar junto al fuego y comida caliente para que se quiten el frío de los huesos. Todo aquel que escapa de los jötunn son bienvenidos en Nóvgorod.

Rápidamente, la pequeña familia fue guiada hasta la chimenea más cercana. Tan pronto les dieron asiento, posaron grandes pieles sobre sus hombros y les trajeron las piezas de carne que recién salían del fuego. Con gran avidez empezaron a comer, pues el hambre se había acumulado durante ya demasiado tiempo. El resto del salón los observaba con silencioso respeto y curiosidad. No había necesidad de realizar largas preguntas ni tener incomodas conversaciones, cargadas en muchos casos de falsa empatía. Todos ellos sabían por lo que aquella familia había pasado. La mayoría de los que estaban en aquel salón lo habían vivido en carne propia. Cuando la bebida se acabo y la cerveza se secó, el fuego de las chimeneas se fue atenuando lentamente. Las antorchas se apagaron dejando una leve iluminación. Y de entre aquella dolorosa penumbra, los apagados ojos del niño forzado a volverse hombre brillaban a la luz del tenue fuego. Mientras su madre y su hermana dormían, el observaba con temor y negación. No quería dormir. No debía dormir.

A las afueras del salón, el enorme dios llamado Perun se encontraba apoyado contra la pared de madera mientras observaba en dirección al oeste, como si sus ojos pudieran ver más allá de lo que podría el ojo de un mortal.

—¿Perdido en tus pensamientos otra vez? —preguntó Hrodric, aproximándose por el costado izquierdo del dios.

—Me pregunto cuántos más —dijo Perun, sin despegar su mirada del oeste—. Ya han pasado más de veinte años desde que ustedes empezaron a llegar a estas tierras, y la migración no se ha detenido.

—Lo sé —dijo Hrodric, contemplando la Luna que era cubierta por una nube pasajera—. Parece que aún quedan focos de resistencia en nuestra tierra natal. No sé sinceramente cuanto más puedan durar.

Perun volteó levemente la cabeza, como si escuchara lo que estaba pasando dentro del salón.

—Ese pobre niño no está durmiendo. Tiene miedo, de que si duerme despertara nuevamente en los fríos bosques, obligado a escapar de esos gigantes.

—Es normal —respondió Hrodric—. A todos los que llegan aquí les pasa. Mi pueblo y los pueblos hermanos hemos estado huyendo de esos monstruos, cuya furia se desato cuando nuestros dioses cayeron. Nos vimos obligados a volvernos un pueblo guerrero, y es mi deber asegurarme que algún día podamos devolverles a esos monstruos todo el dolor que nos causaron.

—Ya no tiene que ser así —dijo Perun, volteando a ver al mortal—. Están a salvo aquí. Ya no tienen que luchar ni huir. Yo los protegeré de esos gigantes.

—No es por eso —dijo Hrodic, observando la luna salir de entre las nubes—. Pero no quiero que mi nombre sea recordado como el de un hombre que huyo del miedo y el dolor.

—Has hecho todo lo posible para crear una gran ciudad, en la que tu pueblo puede sentirse seguro —exclamó Perun—. Has fundado Novgorod desde el miedo y el dolor, pero la convertiste en una luz de esperanza para todos aquellos que escapan de los gigantes. Tu nombre será recordado por haber salvado a tu pueblo.

—Quisiera creer que es así —dijo Hrodric—. Pero incluso si tienes la razón, de todas formas debemos devolverles el golpe a esos monstruos. Tal vez nuestras tierras no eran las más cómodas o fértiles, pero eran nuestras. Eran las tierras de nuestros padres, y las perdimos. No es simple venganza; es una cuestión de honor. Es el pasado de mi gente, y será su legado también.

Perun se apartó de la pared y se paró erguido, tomando su hacha con su enorme mano derecha. Y sus ojos brillantes se fijaron sobre aquel hombre como si viera a un igual en vez de a un mortal.

—Lo que el destino nos aguarda muchas veces es desconocido incluso para los dioses mismos. No podemos perder de vista el presente, intentando averiguar qué nos depara el futuro —exclamó Perun, colocando su mano libre sobre el hombro de Hrodric—. Eres un gran hombre, pero muy abrumado por tus propios anhelos. Aunque la causa que persigues es justa, no debes dejarte consumir por esta.

—Gracias por tus palabras, gran Perun. Ten por seguro que las recapacitare esta noche.

Perun simplemente asintió y se apartó del mortal, empezando a generar una pequeña corriente de aire que giraba en torno a sus pies. Alzando su hacha, aquella corriente lo empujo hacia los cielos mientras un rayo lo embestía, volviendo a los cielos para alejarse del plano mortal. Aquel poderoso destello lo hizo viajar a través de un brillante tubo que parecía hecho de agua cristalina, a través del cual se llegaba a apreciar un árbol universal. Y al llegar a la cima de dicho árbol, unas enormes y majestuosas puertas de hierro dorado se alzaron para recibirlo. Pero frente a aquellas puertas se alzó una imponente criatura. Su forma era como la de un halcón feroz, pero de proporciones gigantescas, al punto de que el gran dios guerrero se veía pequeño. Esta criatura no parecía estar hecha de carne sino de fuego, similar al ave que en lejanas tierras mediterráneas era llamada Fénix pero alli era llamado Ragor.

¿Cómo te atreves a querer ingresar al terreno de los dioses, mortal? —preguntó aquel halcón, con voz cavernosa.

—No estoy de humor para tus juegos —dijo el dios del trueno, tomando su hacha sin titubear.

El halcón graznó y luego empezó a reír. Su risa no era de diversión, pues parecía ciertamente furiosa. Su tamaño se fue reduciendo rápidamente mientras su cuerpo iba tomando un aspecto más humanoide. Este poseía el cabello negro y alborotado, con una espesa barba del mismo color. Sus ojos amarillos lucían feroces y amenazantes, provocando un efecto inquietante al sumarle sus grandes cuernos sobresalientes de su frente.

—¿Este aspecto te gusta más, oh, gran señor de las tormentas? —habló el ser, con voz siseante cual serpiente.

—No quiero juegos, Veles —exclamó tajante Perun, provocando la sonrisa de su contrario.

—Entonces esta forma no —exclamó mientras su apariencia volvía a cambiar, adoptando ahora una mucho más juvenil y amigable, sin barba en su rostro y con cabello más claro—. ¿Qué tal está?

—Limítate a custodiar la entrada, Veles —ordenó Perun, ignorando a su contrario mientras se dirigía a las puertas de hierro.

—Supongo que le preguntare a Mokosh que apariencia le gusta más —dijo el oscuro dios mientras cerraba los ojos y se encogía de hombros.

Un trueno resonó, y el cuello de Veles pronto fue apresado por la poderosa mano del dios del trueno, cuyos feroces ojos observaban con genuino odio a su contrario.

—Mantente lejos de mi esposa —dijo entre dientes, obteniendo la sonrisa burlona de su contrario.

—Entonces le preguntaré a Devena —respondió desafiante.

—¡Y también aléjate de mi hija!

Perun empujó a Veles, quien cayó al suelo aún con una sonrisa desafiante, y un aura oscura emanando de su espalda.

—Vil reptil repugnante —dijo Perun, dándole la espalda—. Algún día tendré el placer de arrojarte de mi reino.

—¿Qué clase de rey eres, que no puedes expulsarme de tus dominios?

Perun se detuvo un momento, pero prefirió ignorar al oscuro dios mientras las grandes puertas de hierro se abrían. Ingresando en aquellas hermosas tierras bañadas por una luz perpetua, contempló los grandes e infinitos campos verdes rebosantes de vida. Ríos de aguas cristalinas se hacían presentes, mientras miles de pájaros volaban por los cielos o se posaban en los grandes árboles. Algunos observaban con respeto y devoción al dios que caminaba por los campos, otros incluso se atrevían a revolotear a su alrededor cual si le dieran la bienvenida. Aquel idílico lugar poseía muchos nombres, entre los cuales Vyraj resaltaba.

—Perun —exclamó una fuerte voz femenina.

Perun observó a la mujer de bello rostro y profundos ojos azules. Su cabello de un rubio rojizo, sus pechos generosos y sus caderas abundantes como la tierra que representaba y gobernaba. Y en sus manos portaba un hilo blanco, el cual tejía y destejía constantemente.

—Mokosh —dijo el varón, aproximándose a la diosa de la tierra—. ¿Dónde está nuestra hija, Devana?

—Cazando en algún lugar del reino mortal —dijo la mujer, poniéndose de pie entre suspiros de resignación—. Sabes que ya no puedo controlarla.

—¿Cómo fue que tuvimos una hija tan... salvaje?

—Hija de la tierra y las tormentas —dijo Mokosh, tomando del brazo a su esposo con una pequeña sonrisa—. ¿Qué esperabas?

—Nada más, ni nada menos.

Los dioses se quedaron observando las almas mortales revoloteando por aquel lugar que podría considerarse, bajo la mirada de aquellos cuya religión se fundó en Medio Oriente, un paraíso. Pero bajo otra mirada, era el infierno lo que se desataba bajo los cielos nocturnos de Midgard. Los pacíficos cantos de los pájaros se convirtieron en grotescos gritos de horror y sufrimiento. Los cuerpos despedazados de humanos regaban el suelo, mientras enormes y feroces bestias jotnar caminaban sobre ellos. Un guerrero germánico fue arrojado al suelo, sin ropa alguna para cubrir su cuerpo maltratado y sangrante. Risas espeluznantes llenaban el oscuro bosque, resonando incluso más fuerte que el llanto de niños y mujeres. Una enorme mano gris fue puesta sobre la espalda del guerrero, aprisionándolo contra el suelo para impedir cualquier desesperado intento de escape. Aquel hombre apenas podía ver de reojo al grotesco ser que se posicionaba detrás de él a punto de cometer un acto tan degradante como desgarrador para el orgullo del guerrero. Su garganta se desgarró en un grito cuando sintió su interior siendo invadido violentamente, y la fuerza de su agresor azotando contra su cuerpo. Aquel acto depravado era repetido hacia sus compañeros y sus familias, sin importar si fueran hombres o mujeres.

—¿Ves lo que ganas, mortal? —preguntó el jotnar al guerrero sometido—. ¡Esto les pasa por querer atacarnos! ¡Estas tierras son nuestras ahora! ¡Y ustedes no son más que mujercitas para nosotros!

Aquel que en un pasado fue el orgulloso líder de su tribu, ahora contemplaba con horror el funesto destino que les esperaba. Veía a sus soldados sobrevivientes sometidos a la misma humillación que él. Observaba como dos jötunn jalaban de los brazos y piernas de un infante, provocando que este fuera partido a la mitad para después empezar a comérselo. Veía a las madres sometidas y desesperadas intentar alcanzar a sus hijos e hijas, quienes sufrían su misma suerte o un destino peor. Un exterminio sistemático y masivo, por el simple crimen de ser humanos. Y en medio de aquella matanza, caminando con arrogancia y superioridad, se encontraba aquel que se jactaba con el título de "dios". El más terrible, feroz y poderoso de los jötunn que asolaban las tierras del norte de Europa. El asesino de hombres, el destructor de pueblos, el dios jotnar de las tormentas; Thunor.

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