I

—¡Link! ¡Link...! ¿Dónde se habrá metido este niño ahora...?

El joven, que había escuchado los llamados de su madre, había salido del manto de hojas caídas en el que él y sus amigos estaban jugando. Para cuando su madre lo encontró, lo halló como era la visión diaria: lleno de ramas, mugre y guijarros. Con el cabello semi largo y despeinado y la ropa desarreglada. Puso los brazos en jarra y buscó reprenderlo con la mirada, pero el niño solo sonrió, sabiendo que de su madre no recibiría más que un sermón. Se despidió de sus amigos y estos se fueron. Ya la noche había hecho su aparición, oscureciendo el cielo.

—Espero que hoy no hayas hecho destrozos, chiquillo —dijo ella, cuando iban de camino a casa. Las luces de las viviendas en la aldea Hatelia iluminaban el camino de tierra. A lo lejos, el bosque frondoso que rodeaba el pueblo formaba una cerca opaca que cubría el horizonte—. El otro día la señora Nori me dijo que rompiste los jarrones de su entrada. ¿Por qué?

—Fue sin querer —Se justificó él de inmediato, con una sonrisa nerviosa, rascando su nuca—, estaba jugando a los duelos con su hijo y no apunté bien el espadazo...

La mujer de cabello castaño entrecerró los ojos.

—Pues yo tengo muy claro lo mucho que te gusta romper cosas con esa espada de madera —evidenció ella, observando la corta y gastada réplica de arma que colgaba de la cinturilla del niño—. Pero eso déjalo para cuándo entrenes, hijo. No rompas las cosas de los demás.

—Está bien, mamá.

Cuando llegaron a casa, la madre del niño le indicó que se aseara y se preparara para cenar antes de ir a la cama. Era una rutina diaria, puesto que el joven rubio tendía a ser muy enérgico y travieso; era el dolor de cabeza de algunos vecinos. Luego de cenar bolitas de arroz, un plato típico de la región y de la aldea, Link se había propuesto a hacer tiempo en su habitación. Observaba los alrededores nocturnos por la ventana, cuando debería estar durmiendo. Con los árboles en el horizonte, era difícil visualizar algo más que la penumbra, pero él intentaba igualmente; en espera de poder avistar algún atisbo del regreso de su padre, quien les visitaba apenas periódicamente, puesto que pasaba gran parte del tiempo con sus labores en la guardia real.

Suspiró al cabo de cinco minutos, recargándose en el marco de la ventana y cubriéndose con sus cobijas. Pensó en las cosas tan geniales que su padre debía vivir como caballero en el gran castillo de Hyrule; los rufianes que combatía, los monstruos que abatía. Y se imaginó cómo sería para él cuando por fin pudiera enlistarse. Todo lo que quería, era ser un guerrero. Como su padre; como el héroe de las leyendas.

Algunas veces había buscado demostrar su valentía, metiéndose por ejemplo, al bosque. Aunque los mayores dijeran que era peligroso, o que no era un lugar para niños. Que podía perderse o que podía encontrarse con bandidos o incluso con alguno de esos monstruos que aparecían con cada vez más frecuencia por Hyrule; símbolo del resurgir del mal.

Llevaban semanas que por Hatelia se corría el rumor de que había alguna criatura o animal que se metía a las casas de los vecinos y les dejaba las bolsas de granos mordisqueadas, robaba verduras y desaparecía el pan. Sus amigos y él asumían que no podía ser un animal, tenía que ser uno de esos monstruos, ya que sus apariciones por los alrededores eran cada vez más frecuentes.

Pero a Link no le daba miedo. No le daban miedo el bosque, los maleantes o los peligros. Más bien, le hacían sentir alucinado. Tanto, que se había propuesto incluso a atrapar ese monstruo algún día. Por eso era que entrenaba con la espada. Para convertirse en un guerrero fiero y valiente, sin pizca de temor que pudiera detenerlo. Y para demostrarlo, atraparía a ese monstruo; esa era su meta.

Se recostó bien en su cama, esta vez pensando en obedecer las órdenes de su mamá antes de que apareciera en la habitación y lo descubriera despierto todavía. Entre ensoñaciones de espadas y escaramuzas, no tardó en quedarse dormido, esperando con ansias el nuevo día. Pero más tarde en la noche, sin saber si había sido justo después de haber cerrado los ojos, o quizá luego de muchas horas, unos ruidos le despertaron.

Fueron leves, pero misteriosos. Abrió los ojos medio amodorrado, pero pronto escuchó lo que parecía sonar como montones de arroz o trigo siendo arrastrados; así como sonaban cuando le tocaba ayudar a su mamá a guardar las cosas en el sótano que tenían por granero. Se puso alerta de inmediato y se concentró en los sonidos. Venían de abajo. Alguien estaba en el granero.

La idea de que se tratara de algún vándalo o del mismo monstruo le hizo palpitar el corazón bien y bien de prisa. A pesar de todo, sí sentía miedo. Pero tenía que hacer algo para evitar que le robaran y no podía solo recurrir a mamá. Debía probar su valía, pensó. Así que tomó la pequeña espada de madera de donde la había dejado; recargada como siempre contra su cama (por si las dudas). Bajó las escaleras con los pies descalzos, lento; no solo para poder seguir los ruidos y no espantar al monstruo, sino para no despertar a su madre.

Cuando se acercó a la trampilla que llevaba al sótano, empuñó el mango del arma de juguete en sus manos muy fuerte y respiró bien hondo, aunque aún sentía el latido de su corazón retumbarle en las orejas. Los ojos bien abiertos, las pupilas dilatadas, las piernas y los brazos cosquilleantes. Debía atrapar al monstruo, no había nada qué perder, en parte por ello se había quedado de guardia. Era lo que había estado esperando y en el fondo lo sabía.

Pasó por la portezuela con lentitud, pues ya estaba de por sí, entreabierta. El seguro rudimentario que le ponían, no necesariamente forzado. Parecía que su madre se había olvidado de cerrar el granero. Trataba de no sacarle ni el más mínimo crujido a las escaleras mientras las bajaba, vigilando cada sombra, cada movimiento, tratando de adaptar su vista a la atronadora oscuridad Se fue acercando lentamente hacia la zona de los sacos de arroz y legumbres, al fondo, con paso cauteloso. Tratando de contener su agitada respiración tanto como podía.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca de lo que hacía ese rumor aún constante de hurgar y raspar, se lanzó directo hacia allá con la espada bien alzada, listo para atacar a lo que fuera que estuviera ahí con su mejor estocada. Como cuando cortaba el pasto, rompía barriles o jarrones. Pero lo que lo detuvo de atacar de nuevo y con más fiereza, fue que el hecho de que sus pasos no solo lo habían llevado más cerca del «monstruo», sino también del único tragaluz del sótano. Lo que le hizo darse cuenta que no le había pegado a ningún monstruo. Sino a una niña. Eso, más el grito que esta pegó por haber sido golpeada en el hombro.

—¡Ay! ¡No me ataques, por favor! ¡No me pegues! —lloriqueó ella, soltando los champiñones grises a medio comer que tenía en las manos alejándose del chico, pegándose contra la pared, cubriéndose el rostro con miedo.

Fue ahí cuando LInk pudo verla bien. Su cabello que contra la luz de la luna brillaba con chispazos rojizos, su rostro redondito y su apariencia totalmente desaliñada. Pero la reconocía. Sí... creía haberla visto antes... Alguna vez.

Le tomó un poco salir del pasmo y manejar sus emociones, que de un momento para otro pasaron de ser adrenalina a confusión y vergüenza. Bajó la espada y miró los alrededores. Granos de arroz y otras semillas desperdigadas por el suelo también brillaron bajo la luz lunar.

—No eras... no eras un monstruo —Fue lo único que atinó a decir, aún en la sorpresa.

—¡Claro que no! ¿Por qué lo sería? —gimoteó ella, rompiendo en llanto de repente.

—Pues... te metiste en mi casa y todo el mundo decía que... había un monstruo en Hatelia y que... se metía en los graneros de la gente... —Fue uniendo él los puntos—, p-perdón, no era mi intención pegarte, es solo que... pensé...

Las palabras se le fueron de la boca. No tuvo forma de disculparse, se rascó la nuca sutilmente.

—L-lo siento...

De un momento a otro, el ruido de unos pasos apresurados se escucharon venir desde la parte de arriba. La madre de Link apareció con un estruendo, cargando un espadón bien empuñado en su mano derecha y tal como el chico, había llegado apuntando hacia la «amenaza».

—¡Link! ¿¡Estás...?! —se cortó a media frase. Tal como el niño, se dió cuenta demasiado pronto de que no era realmente una amenaza. La pobre chiquilla se puso pálida, rompió en llanto—. ¿Q-qué es todo esto?

—¡Mamá! No hay que asustarla más —se apresuró él, cubriendo a la otra, que parecía a punto de desmayarse—, p-pensé que era el monstruo, pero, creo que en realidad no hay monstruo... —Se dió cuenta de que lo que había dicho no tenía sentido, pero se sentía demasiado nervioso y apenado.

La mujer bajó el arma al momento, notando cómo la niña se ponía cada vez más pálida. Rascó su nuca discretamente, compartiendo vergüenza con su hijo. Se acercó dócil, para no asustarla.

Trató de consolarla y cuando pareció estar lo suficientemente calmada, la llevaron a la casa. Ese habría sido su primer encuentro. Fortuito, inesperado. Apenas premonitorio de la historia que le precedía.

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