I - Recuerdos
''La Guerra de los Dos Inviernos. ''
''Una guerra entre monstruos y humanos, llamada así por tan solo durar 11 meses, de un invierno al siguiente.''
''Los humanos ganaron aquella guerra y, tras vencer, encerraron a los monstruos en el subsuelo con un fuerte hechizo mágico. Nunca volverían a ver la luz del sol...''
''Sin embargo, las desgracias de los humanos no habían terminado...''
''Poco más de 100 años después, durante el aniversario del final de la guerra, una enorme ventisca empezó, tras el misterioso avistamiento de un monstruo que desapareció sin dejar rastro...''
''Desde entonces, aquella ventisca nunca se detuvo, provocando lo que hoy conocemos con el eterno invierno..''
''Para intentar detenerla, los ancianos del pueblo nos hemos dedicado durante décadas y siglos a hacer un sacrificio humano a los dioses cada 50 años.. para que así ellos escuchen nuestras suplicas y detengan este infierno de hielo...''
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El anciano dejó de hablar y miró al chico que tenía delante. Este le devolvió la mirada con sus ojos violetas.
Aquella mirada llena de perseverancia, incluso aún siendo pequeño.
El niño habló:
- ¿Porqué hacéis el sacrificio?
El señor de mayor edad suspiró.
- Acabo de decírtelo. Para suplicarle a los dioses que terminen con el Eterno Invierno. - Respondió.
- Si, pero sigo sin entenderlo. ¿Porqué para pedirle algo a los dioses hay que hacer un sacrificio?
- Porque así lo hemos hecho siempre.
- ¿Y porqué debemos hacerlo como lo hemos hecho siempre? ¿Porqué no cambiar?
El anciano suspiró de nuevo y dejó de insistir. No le importaba en lo absoluto lo que dijese el niño. Él iba a ser el próximo sacrificio, lo quisiese o no.
Tal vez en aquel momento no lo entendiese. No entendiese que sus días estaban contados, que nunca crecería hasta la mayoría de edad, ni que sus sueños y metas nunca se cumplirían. Tal vez no entendiese lo cruel que había sido el mundo con su destino.
Pero todo aquello no le importaba en lo más mínimo al anciano.
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Un chico jugaba solo en el recreo. A su alrededor, el resto de niños jugaban, o eso fingían, mientras le lanzaban miradas rápidas y furtivas al solitario personaje y cuchicheaban entre ellos.
Los adultos, lejos de evitar aquella maleducada actitud, también cuchicheaban entre ellos, exactamente como hacían los pequeños.
A los oídos del chico llegaban fragmentos de conversaciones: ''Es él...'', ''...sacrificio...'', ''...contados...'' ...
El niño suspiró y se levantó. Avanzó por el patio, en el cuál no se escuchaba ningún ruido más que sus propias pisadas. Todo se había quedado en silencio. Ya nadie hablaba, ya nadie jugaba. Miles de ojos se posaron en él. Siguió avanzando y se metió en el aula de clase.
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Un adolescente de unos 13 años estaba sentado en la mesa de la cocina, con los brazos apoyados en esta, como si durmiese. Delante suyo, una radio encendida daba las noticias del tiempo.
- ''....y, como siempre, una fuerte ventisca acecha el pueblo! Las temperaturas están bajando más que de costumbre, asique cubríos bien para salir...'' - Decía en aquellos momentos la voz del locutor de radio.
El joven se veía feliz, mientras escuchaba con los ojos cerrados. Su alma morada relucía un poco, mostrando su inmensa felicidad. Ojalá algún día pudiese ser locutor de radio. Ojalá pudiese salir lejos de aquel pueblo aburrido, recorrer el mundo hasta encontrar un lugar acogedor, donde pasara las tardes hablando sobre el tiempo o las noticias del día y la semana. Sería divertido hacer eso.
Mientras estaba perdido en sus ensoñaciones, no se dio cuenta de que alguien había entrado en la cocina.
La radio se apagó con un click, y con ella la tranquilizadora voz del locutor.
El alma del chico dejó de brillar bajo su camiseta, volviéndose imperceptible, y la calma que la radio le proporcionaba se esfumó con rapidez. Tenía miedo, no sabía quién era. O no quería saberlo. Sin embargo, aquel día del mes era cuando tocaba, y él lo sabía mejor que nadie. Hacía tiempo que había decidido dejar de resistirse.
Sin embargo, no abrió los ojos. No se movió. Se mantuvo en la misma pose, como si durmiese apoyado en la mesa. Como si todo eso fuese un mal sueño.
Pese a ello, obviamente una nueva voz habló, una que no tenía nada que ver con el suave sonido del personaje de la radio.
- Llegas tarde. - Dijo la mujer, con su áspera y fría voz.
El chico no respondió.
- Me dijeron que viniese a buscarte. Levántate y ven conmigo. - Habló de nuevo la anciana, al parecer sin importarle el hecho de que el otro no respondiese, o la posibilidad de que estuviese dormido - Levántate. - Dijo con una voz más autoritaria. Una voz que no admitía réplica ni negación - Sé que no estás dormido.
El de alma morada no habló.
En el más absoluto silencio, se levantó. Lentamente. No tenía ninguna prisa por ir a hacer aquello.
Sentía la mirada de la mujer clavada en él como una cuchilla. Pero no le importó. Hacía años que había aprendido a ignorar aquellas cosas molestas.
Hacía años que sabía que sus sueños nunca se cumplirían.
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Un chico de unos 15 años observaba el bosque en silencio. No le permitían acercarse, pero todas las noches, desde la ventana de su siniestra habitación, observaba las luces de la torre de radio que había en el bosque. De ahí venía la señal que tanto le gustaba y tranquilizaba.
Ojalá pudiese acercarse al bosque. Ojalá pudiese hablar con el que estaba en la cima de aquella torre de madera y metal.
Aunque sabía que era imposible, estaba determinado a lograrlo.
No perdería su perseverancia.
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El chico volvió a la realidad. Ya no estaba en aquellos momentos. Aquellos recuerdos eran eso, recuerdos. Cosas que solo se quedarían en su memoria. Fragmentos de días lejanos, que se niegan a hundirse del todo en ese mar del olvido.
El ruido de unos tambores resonaba en la penumbra. El chico de ojos morados observó el fondo del agujero que se abría bajo sus pies. En unos minutos, o tal vez solo segundos, tendría que saltar. O tal vez le diese miedo y simplemente le empujarían.
Y entonces el frío de la muerte lo asfixiaría en la oscuridad, mucho mayor al del invierno, que seguía presente incluso en aquel día en el cuál la ventisca cesaba debido al ritual.
El fuego de unas antorchas iluminaba la noche. Alzó la cabeza en busca de las estrellas, pero solo se topó con un cielo sin luna ni esperanzas. Era como si el propio mundo se hubiese quedado en silencio. El chisporroteo de las llamas y el sonido del viento ya no estaban.
Solo oía los tambores. No sabía si eran los del ritual, o si se trataba de su propio corazón. Tal vez eran las dos cosas. O tal vez ninguna.
De repente los tambores cesaron, y notó como su corazón dejaba de latir con ellos, presa del pánico. Aquella era la señal. Pero él no quería saltar. Tendrían que tirarle al vacío.
Sin embargo, no hizo falta aquello. Su piernas dejaron de sostenerle y su alma brilló con una fuerza inusual, al igual que sus ojos, deseando aferrarse a la vida.
Pero él ya caía, y con ello sus esperanzas y sueños.
Nunca cumpliría sus metas.
Nunca seguiría viviendo.
Pero nunca su se rompería su perseverancia.
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