Capítulo 16: Rocío.
Escondí el colgante dentro de la camiseta y el jersey, no sabía cómo reaccionaría si me lo quitaba. La verdad es que nunca, en los meses que había pasado con él, le había visto tan alterado y bipolar.
A ver, no era ciega ni estúpida, como para no darme cuenta que, ese chico escondía algo, pero estaba tan ida, con todo lo que tenía encima... Mi hermano solo en la residencia, mi abuela y su enfermedad, las mentiras o, más bien lo que me habían escondido, el accidente, la traición de Susana y... él..., que no me paré a pensar en Jaime y sus cambios de humor, sus manipulaciones y ese afán de controlar absolutamente todo lo referente a mi vida.
Sentía que le necesitaba. Yo sola, sería incapaz de hacerle frente a mi nueva realidad en este punto, pero eso no evitaba que sintiese miedo por su siguiente reacción. Y no. No necesitaba ponerme la mano encima, para crearme esa sensación. Bastaba con una palabra, un movimiento más brusco de lo normal y haría cualquier cosa, para no tener que enfrentarlo.
Los años que pasé en el hospital, había tratado con mujeres maltratadas por sus cónyuges, mujeres con golpes y marcas, anuladas completamente, sin control de sus vidas, pero... Ese no era mi caso ¿verdad? Yo no era la pareja de Jaime, por mucho que él lo deseara y no se podía considerar maltrato a sus cambios de humor... ¿No?
Tragué saliva cuando el coche se puso, de nuevo, en marcha. Mientras me mantenía en silencio con mis pensamientos. Pensamientos que me llevaban una y otra vez al momento en que el hombre al que amaba y por el que habría hecho cualquier cosa, me demostraba una vez más, lo ilusa que era, al pensar que yo podría hacerle feliz y llenar ese vacío existencial que le impedía amar a alguien.
Traté de centrarme en aparentar una felicidad, que desde hacía meses no tenía, para mi abuela. Necesitaba ser fuerte, demostrarle que estaba al cien por cien para ella y olvidar el resto o volver a empujar, al fondo de alguna parte, mis sentimientos.
¡Dios! ¿Cómo iba a lidiar con aquel lugar?
El nudo en mi garganta, incapaz de tragar, se hizo más grande, más doloroso y más opresivo. Sabía que aún deseando gritar, mi voz me había abandonado al igual que toda esperanza por recuperar lo que un día fui.
Dejé mis divagaciones cuando sentí la mano de Jaime en mi rodilla. Di un respingo y me acordé de tomar oxígeno.
-¿En qué piensas?
Me revolví en el asiento y cerré los ojos de nuevo, deseando poner los pies en tierra firme.
-Pon las dos manos en el volante, por favor.
-¿Piensas que soy un torpe conduciendo?
-No. Pero estaría más segura.
Quiso decir algo, pero dejó de mantener el contacto y me hizo caso.
-¿Piensas en él?
Otro respingo. Apreté la mano alrededor del cinturón.
-Diga lo que diga, va a haber algo que te moleste.
-Con la verdad me conformo.
-Eso no es cierto.
-Sigues enamorada de ese desgraciado que acabó con tu vida, convirtiéndote en una incapacitada. Ni siquiera puedes valerte por tí misma. Mientras que yo, te ofrezco una seguridad y una estabilidad que, creeme, nadie más va a darte. Porque yo te amo. Aunque estés rota, no me importa... Jamás dejaré que vuelvan a hacerte daño.
Escucharle decir la palabra "incapacitada" como definición física y psicológica de mí, era lo más acertado. Era exactamente eso. Una mujer que no podía valerse por sí misma, que lo había perdido absolutamente todo. Mi familia, mi hogar, mis amigos... ¿Él me amaba? Yo no. Pero quizá tuviese razón. Quizá, en el fondo, el fuese mi propio bote salvavidas y quizá y sólo quizá, algún día, podría llegar a sentir algo por él.
Y por mucho que me costase admitirlo, tuve que darle la razón. Le necesitaba.
***
<<Respira hondo. Tú puedes. Tú puedes. Nadie muere por amor. Nadie puede juzgarte. Nadie puede impedir que estés aquí.
RESPIRA>>.
Recé. Por primera vez en mi vida, recé por no encontrarme con mi pasado. Esperaba tener algo de tregua. Quizá, pudiera conseguirlo a pesar de todo.
-Dame la mano. No me sueltes.
Acababa de vender mi alma al diablo sin ser consciente de ello. La sonrisa que se le dibujó, fue, de nuevo un jarro de agua fría, pero aún así, le necesitaba. Era quien me había traído hasta aquí, quien a pesar de todo, se mantenía a mi lado. ¿Quién iba a querer a una idiota rota en pedazos? Solo él. Me lo estaba demostrando.
Sujetó mi mano, mientras pasaba su otro brazo por mi cintura para ayudarme a andar.
Paso tras paso, cojeando, más bien arrastrando la evidencia de lo que ya jamás volvería a ser o, mejor dicho, de en qué me había convertido, entramos en la casa de mi abuela.
Hiperventilé, sintiendo la falta de aliento. Sintiendo el cambio de temperatura de la naturaleza y el hogar. Sintiendo, como miles de millones de agujas, se clavaban en mi pecho, con el corazón desbocado y la mirada perdida. Sin conseguir ver con claridad.
Traté de llamar a mi abuela, pero no encontré la voz. Como un robot programado, guíe a Jaime por la casa, hasta llegar a su habitación.
La enfermera, me sobresaltó.
-¿Rocío?
Abrí los ojos ante la imagen. Mi abuela, la mujer de mi vida, quien me había cuidado, amado y criado se encontraba tumbada sobre la cama. Tan pequeña y delgada, con los ojos cerrados y la piel apagada.
Su belleza natural había desaparecido para mostrarme la visión de lo más parecido a un fantasma rodeada por agujas, maquinas y cables.
Esa imagen, borró de golpe el recuerdo de ella sonriendo, en un pasado lejano, cuando preparaba magdalenas, cuidaba de su jardín y paseaba a mi lado por el bosque. Sus manías, su voz, sus ojos llenos de vitalidad, desaparecieron, ya no existirían jamás.
Sobre la cama, había una extraña que se había cansado de luchar. El cáncer, le había ganado la batalla y yo, nunca podría cuidar de ella.
No me lo permitieron. Ella no me lo permitió.
Hasta que no entré, soltándome del agarre de Jaime, hasta el centro de la habitación, no la vi.
Alma, con una mueca parecida a una media sonrisa triste y rota, me observaba sin atreverse a acercarse.
Y fue cuando sentí todo el odio, el rencor, el dolor y la traición explotar en mi cabeza.
-Rocío...
Iba a llorar. No. Ya estaba llorando. En verdad, desde que el coche paró ante la puerta, no había podido dejar de hacerlo. Temblé, y perdí las fuerzas, las ganas, la esperanza de que todo fuese una broma gore, cruel y enferma. Lo estaba perdiendo absolutamente todo. Mi corazón me torturaba con cada latido pesado y, rompí, por fin, rompí a llorar desconsoladamente, mientras caía al suelo justo al lado de su cama.
-A...
Incapaz de pronunciar una palabra.
-Yo...
Incapaz de respirar.
Incapaz de soportarlo.
Incapaz. Era incapaz. Total e inexorablemente.
Toqué su mano fría, esperando que fuese una pesadilla, deseando despertar. Las muletas en el suelo, un rayo de sol, que iluminaba el baile calmado de las motas de polvo y, caía sobre la sabana que cubría su pequeño cuerpo, iluminándola. El sonido de la máquina que le permitía seguir llenando los pulmones de oxígeno. La vía intravenosa que le mandaba medicamentos para no sentir dolor. El pitido constante que marcaba sus constantes vitales y mi llanto que arañaba mi garganta y oprimía brutalmente mi pecho, formando un agujero vacío y negro, justo en medio.
-Te... Quiero...
Cerré los ojos. No quise, no quería separarme de ella. No quería perderme ni un segundo más de su vida. Pero tuve que hacerlo. Los cerré.
Y entre toda esa sintaxis, encontré un lugar en calma. Una cueva, un pequeño trozo de paraíso. El lugar que me mostró el día de mi cumpleaños, dónde ella y mi abuelo se dijeron, por primera vez "te amo" y dónde no podría volver jamás, para disfrutar de esa paz, de la que me habló aquel día.
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