El inicio del fin

Lena y tú entraron a la tienda de autoservicio tomados de la mano. Pensabas en ir por un café, pero tu novia tiró suavemente de tu mano y te recordó por qué estaban ahí. Te dejaste llevar por ella a la sección de revistas, halagado por ese entusiasmo que no desaparecía a pesar del tiempo. Tenías diecisiete años, habían pasado cuatro desde tu debut. Ya no te emocionaba ver tu rostro en publicidad, comerciales o revistas, pero a Lena sí.

—Aquí estás—dijo ella sosteniendo el ejemplar más reciente de Cosmopolitan—. "Leonid Ivanov, la nueva musa de Alexandria Dollangenger"

En la portada aparecías serio, sentado en un columpio decorado con flores. Usabas un atuendo al estilo de los años setentas, era de la última colección de la diseñadora mencionada. Ella te recordaba mucho a tu madre, y no solo por la edad o el cabello rubio.

Está obsesionada conmigo, pensaste en medio de aquella sesión. Pero estoy bien con eso mientras mantenga su distancia.

Lena y tú regresaron a su casa. La madre de Lena, quien había salido para hacer las compras, aún no volvía. Tu novia dejó la revista en la mesita de café y fue a la cocina para preparar té. Tras unos minutos regresó con dos tazas humeantes que olían a limón y miel y se sentó junto a ti en el sillón. Sentiste el impulso de decirle que tu madre ya te leyó en voz alta el artículo de esa revista y que recortó las fotos con mucho cuidado para su álbum, pero no querías romper su burbuja. Ella abrió la revista y señaló cada detalle de las fotos, embelesada.

—Pareces un sueño—dijo—. Si no te conociera y viera esta revista pensaría que no eres de verdad. Alguien así de hermoso no puede ser real.

Tu rostro enrojeció. Siempre, todos los días, había alguien allá afuera que elogiaba tu belleza; diseñadoras obsesivas como Alexandria Dollangenger, tu madre, fotógrafos, directores cinematográficos o estilistas, y tú agradecías sin sentir nada. En cambio, cada que Lena lo hacía, sentías un cosquilleo en todo el cuerpo. Durante los siguientes quince minutos charlaron sobre ese artículo y las fotos. Luego ella te habló de lo bien que le iba en la escuela y que no tenía muchas ganas de ir a la fiesta de cumpleaños de una amiga el fin de semana. Estar junto a ella te hacía rememorar esos días más sencillos, cuando todavía ibas a la escuela. Esa experiencia no se comparaba ni por asomo a tener a los profesores en casa, por muy buenos que fueran. En más de una ocasión consideraste decirle a tu madre que preferías ir a una escuela pública, más no reunías el valor para hacerlo. Polina, desde que las penurias económicas se acabaron y tú pasaste más tiempo en casa, rejuveneció y sus ojos se llenaron de brillo. Durante esa época, de tus diecisiete a diecinueve años, tu madre era todo sonrisas y luminosidad; tarareaba al cocinar, se entusiasmaba por cualquier libro que leía (sin importarle si este era bueno o no) y su energía nunca se agotaba. A ti te gustaba que siguiera así, aunque fuera a costa de algunos de tus deseos.

—Ven—dijo Lena dejando su taza vacía en la mesa y después tomando tu mano. Apretaste los labios para no suspirar. Llevabas muchos años junto a ella, sabías exactamente qué seguía a continuación.

Lena y tú subieron a su habitación. Ella ni siquiera esperaba a que llegaran a la cama, prefería besarte contra la puerta. Tú fingías un entusiasmo que jamás sentías, preguntándote cuánto tiempo pasaría antes de que ella te pidiera algo más. Hasta ese punto le bastaba con los besos y con tus caricias, si bien te reclamaba de vez en cuando que no le permitieras tocarte todo el cuerpo. Desde aquel primer beso hacía cuatro años tu situación no cambió; Lena seguía despertando en ti un amor muy profundo, una ternura intensa, pero nada más. Aterrado, pasaste varias noches en vela viendo videos eróticos protagonizados por diferentes tipos de mujeres, esperando que tu deseo despertara. Eras un adolescente, se suponía que debías tener el cuerpo encendido y la piel dispuesta, ¿acaso algo en ti estaba mal? ¿Por qué ninguno de tus intentos funcionaba? Tú amabas a Lena, querías darle todo de ti. ¿Por qué no podías?

—Tú siempre has sido muy dulce conmigo, Leo—susurró ella a tu oído. Su piel era muy cálida y olía a té de limón y a regaliz—. ¿Aunque sabes? A veces quisiera que no fuera así...

El hada Kiper hizo un camino de besos desde tu cuello hasta parte del pecho, después levantó la mirada y volvió a besarte los labios. Para ti todo esto era gris, como besar una pared. ¿Por qué la gente tiene que ser tan física con quienes ama? A ti te bastaba con acariciar el largo pelo negro de Lena, con verla sonreír. Sabes que deberías sentirte halagado de que Lena te desee así, ¿por qué no pasa? ¿Por qué...?

—Leo, ¿qué tienes?

Lena se detuvo de golpe y se apartó de tu cuerpo, viéndote con preocupación. Lamiste tu labio superior, saboreando la sal de tus lágrimas muertas. Ni siquiera te diste cuenta de que estabas llorando hasta ese momento.

—Perdón—dijiste, enjugándote el resto de las lágrimas—. Ha sido una semana muy estresante hoy.

—No creo que hayas llorado por eso—respondió ella, muy seria—. ¿Pasó algo que quieras contarme?

Forzaste una sonrisa.

—No, estoy bien. Perdón por arruinar el momento.

Ambos se sentaron al pie de su cama. En vez de mirarla a los ojos, contemplaste su tocador y la pared detrás de este, tatuada de posters de bandas independientes. Esta inquietud era cada vez más difícil de ocultar. En más de una ocasión quisiste decirle la verdad, pero sabías que, de hacerlo, ella no lo comprendería y tarde o temprano se alejaría. No podrías enfadarte con ella, después de todo no era su culpa haber nacido como una mujer normal. Tú eras raro y parecía no haber forma de arreglarlo, ¿por qué se quedaría atada a ti si no tenías todo lo que ella necesitaba?

Nuestra relación está condenada, pensaste.

—Estás muy raro, Leo. Espero me cuentes qué sucede contigo cuando te sientas mejor, quiero ayudarte—dijo ella, tomando tu mano. Tú le diste un beso breve en los labios, agradecido. No arreglabas nada con lamentarte. Lo mejor que podías hacer era disfrutar a Lena mientras estuviera cerca de ti.

Vika, la madre de Lena, volvió media hora después cargada de bolsas de compra y preparó espagueti con albóndigas. Durante la cena tu novia no volvió a tocar el tema, pero tú sabías que tarde o temprano lo haría. Polina llegó al poco rato de que terminaron de comer y sonrió al encontrarte ayudando a Lena a lavar los platos.

De camino a casa tu madre te habló de su día sin hacer ninguna pausa para hacerte preguntas sobre el tuyo. Agradeciste para tus adentros, pues no estabas de humor.

Voy a perder a Lena, dijiste en tu mente. No hay nada que pueda hacer.

O tal vez sí. La respuesta llegó de golpe. Era muy obvia. Todos tus intentos para ser un chico normal no fueron más allá de ver pornografía, tocarte a ti mismo o tocar y besar a Lena. Lo que necesitabas era a un especialista.

—Madre—dijiste sin dejar de ver al frente, interrumpiendo su soliloquio.

—¿Sí?

—Quiero una cita con un psicólogo.

Una llama interna

La sala de espera estaba en silencio. Nadie más que tu madre y tú se encontraban ahí. Polina no había dicho nada en el camino ni en los diez minutos que llevaban ahí, y preferías que así fuera. Pero, malamente, ella terminó cerrando la revista de ciencia y salud que hojeaba y te clavó sus grandes ojos claros.

—¿Qué necesitas decirle a una loquera que no puedas decirle a tu propia madre?—cuestionó.

Polina había aceptado llevarte sin hacer preguntas, mas tú sabías que en algún momento del día ya no iba a poder contenerse.

Esperaba que me dijeras algo después de la sesión, pensaste.

—Tengo...problemas, mamá. Pero voy a estar bien—te limitaste a decir.

—¿Problemas de qué? ¿Acaso esto tiene que ver con tu relación?—Polina se mordió el labio—. Dime la verdad, ¿Elena te ha hecho daño de algún modo?

—Claro que no, ella ha sido maravillosa conmigo desde siempre.

Tu madre nunca quiso del todo a Lena, eso te quedó claro desde la primera vez que los vio bailando al ritmo de Sogno Di Caspian. Podría estar sonriendo, pero en sus ojos había una frialdad que solo tú podías ver.

—Pues lo que sea que te esté pasando, espero luego puedas contármelo. Me duele mucho no poder ayudarte.

Ella tomó tu mano y le sonreíste para tranquilizarla.

—Estaré bien. Esto es lo que necesito.

—Leonid Ivanov—dijo la secretaria—. Ya puede pasar.

Te pusiste de pie y, un tanto nervioso, fuiste a la oficina. Era un lugar inesperadamente acogedor que olía a café. Annika Volkova, la terapeuta, te indicó con un gesto que te sentaras en el diván. Obedeciste casi de inmediato.

—¿Gustas café?—fue lo primero que te preguntó.

—Sí, por favor.

Ella fue a una esquina donde estaba la cafetera y volvió contigo, entregándote la taza sobre un plato pequeño con una cuchara y dos terrones de azúcar.

—Gracias. No sabía...no sabía que en las terapias se bebía café.

Annika regresó a su asiento.

—Por lo regular no. Pero esto a mí me ha funcionado bastante bien desde que empecé. ¿En qué te puedo ayudar?

Qué directa. Diste un sorbo sin saber qué más decir, no tenías ni idea de cómo empezar.

Annika te sonrió, comprensiva.

—Empieza hablando de ti si te parece bien.

—Me llamo Leonid, tengo diecisiete años. No voy a la escuela como los demás.

—¿A qué te refieres?

—Tengo profesores particulares. Mi madre dice que ahora que soy "una figura pública" puedo recibir educación de más calidad.

—¿O sea que eres famoso?

—Algo así. Soy modelo. Fuera del país suelo usar ropa femenina en pasarelas y en una que otra sesión, algunas prendas me gustan. Pero eso no me hace gay. No soy gay. Ser...ser gay no es mi problema.

Apretaste los labios. Esto era más difícil de lo que creías.

—Muy bien. Continúa.

Le hablaste a grandes rasgos de tu infancia, tu madre, tu trabajo y tu gusto por el español. El modelaje era un trabajo sencillo aunque un tanto agotador, pero gracias a él pudiste viajar a muchos lugares alrededor del mundo. Considerabas que tu vida era buena, sin muchas preocupaciones excepto una. Sentiste un nudo en el estómago, y por largo rato evadiste el asunto hasta que te dispusiste a hablar de Lena. Esbozaste una leve sonrisa, qué afortunado eras de tenerla. Sentías mucho miedo de perderla, no sabías qué solución necesitabas para que ella siguiera contigo.

—Todos los chicos de mi edad que he conocido en el trabajo, en la academia de idiomas o por internet tienen algo—dijiste—. Una llama interna. Una luz, como un fuego naranja. Y yo no.

—¿Qué los hace tenerla?

—El hambre de mujeres. No, del cuerpo de mujeres. Y yo no tengo eso.

Creíste que te daría pena decirle algo así a una desconocida mucho mayor que tú. Pero, a decir verdad, fue bastante liberador.

—¿Te refieres al deseo sexual?

—¡Sí! Quisiera tenerlo, pero no es así. Me he esforzado y sigo apagado. Y eso me asusta porque tarde o temprano Lena va a querer acostarse conmigo y no sé si podré...—tomaste aire—. El sexo no me interesa, señora Volkova. Tengo algo en la cabeza que me impide ser como los demás. Quisiera que me ayudara a cambiar eso. Deseo ser normal.

Annika se quedó en silencio un momento, analizando todo lo que le has dicho.

—Eres más normal de lo que crees, Leonid.

¿Acaso se estaba burlando de él?

—Pero es que yo...

—Faltan dos minutos para que termine la sesión, escúchame con atención—te pidió ella—. Cuando dispongas de tiempo libre investiga en Internet la palabra "asexualidad".

—¿Y eso...eso que es?

—Es lo que eres. En la siguiente cita hablaremos sobre eso.

—¿Eso me ayudará a encontrar una solución?

—Te lo aseguro.

De regreso en casa subiste a tu cuarto antes de que tu madre tuviera oportunidad de cuestionarte sobre la sesión de hoy. Pusiste seguro a la puerta y te dejaste caer en la cama, molesto. Pagaste una cantidad considerable a una de las terapeutas mejor puntuadas en la red y no avanzaste ni un poco. Era verdad que divagaste más de la mitad del tiempo, pero esperabas algo más...claro por parte de ella. Que te explicara cuál era tu problema en vez de decirte una palabra como "asexualidad". Tú no eras asexual, los asexuales son los organismos que se reproducen sin ayuda de una pareja, o algo así leiste en tu clase de biología. Echaste un vistazo a la computadora en tu escritorio.

Tal vez hay más significados, pensaste.

Tras un suspiro, te pusiste de pie y te sentaste frente al ordenador. Lo encendiste, sonriendo cuando apareció tu fondo de pantalla: una foto de Lena acostada en una manta cuando fueron de picnic el mes pasado. Abriste el buscador y tecleaste "asexualidad". Lo primero que te apareció fue la imagen de una bandera con cuatro rayas horizontales: negra, gris, blanca y violeta respectivamente.

Diste click a un artículo de una página LGBT y la primera línea rezaba lo siguiente: La asexualidad es la falta de atracción sexual hacia otros, o el bajo o nulo interés en el deseo de actividad sexual.

Te estremeciste. Eso era muy específico, como si el autor te hubiera describido solo a ti.

Conforme leíste te enteraste de unas cuantas cosas, como de que los Asexuales asisten a marchas LGBT alrededor del mundo y que, al tener una sexualidad tan peculiar, suelen ser menospreciados por su círculo cercano. Tus ojos ardían por las lágrimas, pues el primero en menospreciarte fuiste tú mismo. Terminaste el artículo sintiendo un nudo intenso en el pecho. El problema no era buscar una manera de cambiar para ser como los demás chicos, sino aprender a aceptarte.

El hogar de Taissa

Dejas de hablar, sorprendido por lo lejos que has llegado. Nunca le habías contado a fondo estos aspectos de tu vida a nadie más que a Annika, ni siquiera a Manya o Sergey. La primera vez que hablaste de Lena con tu terapeuta divagaste la mayoría del tiempo y no levantaste la mirada de tu taza de café. Era algo doloroso, sentías como si lo estuvieras viviendo de nuevo. En cambio, ante los ojos dorados de Taissa, relataste al inicio del fin con Lena como si fuera la historia de alguien más.

Taissa, tras un rato de silencio, toma tus manos y las besa, notablemente preocupada.

—Estoy bien, en serio. Todo eso tenía que pasar—dices—. Tú y yo estamos destinados, por eso aquella relación fracasó.

La sirena asiente con una sonrisa y vuelve a besar tus manos. No dices nada por un rato, solo la contemplas pasando sus dedos delicados por las palmas de tus manos, las muñecas y parte de los brazos.

Si tan solo los demás pudieran verla así, dices para tus adentros. Por fin dejarían de considerarla un animal.

—Voy a tratarte las uñas—dices, poniéndote de pie. Te diriges a la silla y tomas el frasco para luego volver con Taissa. Ella te acerca su mano con los dedos extendidos. lista para que empieces. Tú, una vez más, mueres de ternura. Abres el frasco y te dispones a pasar la brocha por sus uñas tal y como Fercho te enseñó. La sirena no aparta sus ojos de ti en ningún momento, te mira como si fueras el hombre más bello de todos. Sin poder contenerte, besas la punta de su nariz. Sientes un cosquilleo agradable en el lugar del corazón.

—Me gustaría que pudieras hablar conmigo—dices—. Has de tener muchas cosas que contar.

Terminas la primera mano y ella te acerca la otra. Escuchas una suave melodía proveniente de sus labios. Abres los ojos a toda su expresión, asombrado. Jamás habías oído algo semejante. Su voz, dulce e hipnótica, te eriza todos los vellos del cuerpo. Ella no necesita hablarte, todo su amor por ti está en la canción. Una canción que no mata, sino que te abraza y te transporta al interior de su alma; ves imágenes de su mundo, animales y criaturas más fascinantes que las de tus sueños. Hay más sirenas—Algunas muy parecidas a ella—descansando en cuevas o persiguiéndose unas a las otras.

Una vez la canción termina, ese paraíso se desvanece como el humo. Taissa suelta una leve risa, contenta de poder mostrarte un poco de su mundo.

—Eso...eso fue...—te enjugas una lágrima—. No tengo palabras.

La sirena vuelve a sonreírte.

Tras unos minutos te dispones a hablarle de tus amigos mientras terminas su otra mano. Ya lista, vas a la cocina. Fercho te dijo que en una mesa encontrarás un plato de comida para microondas y puedes usar la estufa para hervir agua y hacerte un té o café instantáneo. Al llegar te encuentras con un guisado de carne cuyo empaque te recuerda a los que solías comer cuando eras niño. También hay un par de conchas en una bolsa resellable con una pequeña nota:

No vayas a quedarte dormido, príncipe ruso :)

-Yuyu

Esbozas una leve sonrisa, halagado por su gesto. Pones a hervir agua en una de las tantas estufas y calientas el guisado. En menos de siete minutos regresas con Taissa cargando una charola con la comida, las conchas y una taza de café humeante.

—Huele muy bien, ¿verdad?—dices, poniendo la charola sobre la silla para después sentarte en el suelo. Das una de las conchas a Taissa, quien la mira con curiosidad.

—No te hará daño—le aseguras—. Aunque puede que no te guste. No has de estar acostumbrada a los sabores tan dulces.

Comes ante sus ojos atentos, los cuales siguen cada uno de tus bocados y sorbos de café. Hay un destello de asombro en su rostro, como si fuera la primera vez que mira un ser humano comer. Tiene una expresión tan infantil que te hace olvidar el hecho de que ha estado aquí por cuarenta y cinco años, y sabrá Dios cuántas décadas vivió en él océano.

Taissa, imitando tus movimientos, da una mordida al pan y mastica despacio. Una vez traga, sonríe con satisfacción y vuelve a comer otro bocado. Le toma solo unos segundos terminar la concha entera.

—Me alegra que te haya gustado—sonríes, viéndola lamerse los labios—. Mañana traeré más de estas.

El resto de la hora transcurre entre anécdotas de tu vida en Rusia y canciones de Taissa. Cuando menos te lo esperas, ya casi es hora de que abra el Rocafuerte. Tomas la mordaza con el corazón encogido.

—En serio desearía no tener que ponértela de nuevo—susurras. Taissa, todavía sonriente, te toma de las manos y besa tus dedos.

Con mucho pesar, vuelves a ponerle la mordaza y la regresas a la pecera.

—Siempre que esté aquí voy a quitártela—le prometes con las manos contra el cristal.

Los primeros en llegar son Gemma, Julieta y Alberto.

—Bienvenido oficialmente al club, señor Ivanov—dice este último, quitando la charola de la silla.

—¿Usted también es un guardián?

—Sí, el de los miércoles. ¿Le gustó el trabajo?

—Sí, demasiado. Da mucho tiempo para pensar.

Julieta ríe.

—Solo tú eres capaz de verle el lado bueno a un trabajo así. Bueno, tú y los otros seis chiflados.

—Somos un grupo de élite al que jamás podrás entrar—contesta Alberto con un exagerado tono presumido.

—¿Y cuáles son sus planes para hoy?—te pregunta Gemma.

Das un bostezo.

—Iré a la lavandería, luego compraré algo de pan y finalmente me iré a dormir. Me siento bastante cansado para haber hecho prácticamente nada.

Te acomodas la mochila, dedicas una breve mirada a Taissa y luego te despides del personal.

—Los veo mañana, espero tengan un buen día.

Gemma y Julieta insisten en que te quedes otro rato para beber café. Tú declinas con amabilidad. Ahora que estuviste tan cerca de Taissa, la compañía de los demás se te antoja una pérdida de tiempo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top