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Ducado de Covent Garden

Alcoba de la futura duquesa

Por la mañana, golpearon la puerta que separaba ambos cuartos, y Elizabeth aceptó que pasara. Sabía muy bien que era el duque, porque otra persona no osaría en entrar a su dormitorio.

―Buenos días, señorita, ¿cómo amaneció?

―Buen día, milord, muy bien, ¿y usted?

―Perfecto.

El trato parecía estirado, y creyó que él aún continuaba molesto por lo ocurrido anoche mientras el hombre se dedicaba a trenzarle el cabello. Tan solo haber recordado ese momento, a la joven se le subieron los colores.

―¿Aún sigue molesto por lo sucedido anoche con Clarissa? ―preguntó sin vueltas.

―¿Por qué tendría que estar molesto por algo así, señorita?

―Porque estoy pasando sobre usted ―comentó―, y porque es su fortuna.

―Anoche hemos dejado claro que no me molesta. Incluso, es usted quien tiene autoridad sobre ella aún cuando fui yo quién la contrató de un principio, y... no encuentro mal que tenga una amiga.

―¿Entonces por qué pienso que lo sigue estando?

―Es otra cosa lo que me inquieta, y me gustaría que me lo contara ―confesó al mirarla a los ojos.

La muchacha se sintió de repente acorralada.

―No lo comprendo, milord.

―Lo que sucedió anoche dentro de la biblioteca... el pequeño percance que tuvimos, tuve la sensación de que algo le pasó.

―No, no me ha ocurrido nada ―mintió.

―¿Está segura que no me está mintiendo? ―preguntó observándola con fijeza―. Lo voy a averiguar de todas maneras, señorita, y sería bueno que me dijera la verdad ―dijo con algo de seriedad en su voz.

―No creo que le interese demasiado, milord ―admitió.

―Yo creo que sí, estoy en todo mi derecho en saber cosas de usted, señorita. Será pronto mi esposa, necesito saber de usted ―respondió.

―¿Y si no quiero decírselo, milord? ¿Qué me hará? ―Lo desafió levantando la barbilla.

Patrick casi estuvo tentado en comérsela, sus airecitos de altanería con él, le arrancaban sonrisas y su mente iba imaginando cosas.

―Le gusta imponerse, ¿verdad, señorita? ―Levantó una ceja al tiempo que la miraba estando frente a ella.

―Si cree que diciéndome eso, le tengo miedo, se equivoca, milord ―volvió a hablarle con desafío.

―Pues entonces, si no me tiene miedo, me mira a los ojos cuando le hablo.

Elizabeth obedeció su petición y mantuvo la mirada en la suya.

―Me gusta lo obediente que es, señorita ―sonrió sin mostrar los dientes.

―Parece que se levantó con el sarcasmo en la lengua, milord.

―Siempre. Aunque me precede la perversión.

―Eso está más que claro ―levantó una rubia ceja sin dejar de observarlo.

―El enojo la hace atractiva, señorita.

―Bajaré a desayunar ―admitió y él rio ante la respuesta.

―No crea que bajando al comedor no me dirá lo que quiero saber, en algún otro momento, a solas, usted me dirá la verdad ―habló con seriedad.

―Cuando lo crea conveniente, lo sabrá, milord.

―No haga que lo averigüe.

―Siento que me está amenazando ―quedó de piedra cuando escuchó aquellas palabras.

―Está lejos de serla, no me gusta que me oculten las cosas, y peor me lo tomo si esa persona es la que será mi futura esposa, no quiero que haya secretos entre nosotros, señorita.

―Entonces, usted debió decirme que tenía una amante. Aunque eso yo misma lo creía. Con su permiso ―dijo y lo reverenció para salir de allí.

El duque apretó los dientes cuando lo dejó con la palabra en la boca. Le gustaba el diálogo con ella, sabía que no se iba a aburrir de la joven y quedó más encantado.


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Comedor ducal

En la mesa, los cuatro desayunaban con tranquilidad, hasta que el mayordomo los interrumpió.

―Disculpe, milord. En su oficina tiene una misiva.

―Gracias, James.

Cuando la joven vio que él se levantaba de la silla, ella también lo hizo pero la detuvo con una mano en el hombro. Sintió el calor por debajo de la tela y levantó la vista para mirarlo.


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Oficina del duque

Patrick caminó hacia su despacho y clavó los ojos en la carta, se le desencajó la cara cuando supo de quién era. De inmediato la tomó y sin abrirla la guardó dentro del cajón del escritorio.


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Comedor

Pronto salió y volvió a sentarse al lado de Elizabeth.

―Disculpen la ausencia. Creí que era una misiva de un nuevo cliente, pero era la confirmación de un depósito que pedí realizar en el banco de la ciudad.

―Me parece perfecto, hijo ―contestó su padre.

Dos horas después del desayuno, las dos mujeres se retiraron al salón del té para charlar y enseñar a la francesita a bordar, si ella quería.


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Salón de té

―¿Te gustaría aprender a bordar bonitas cosas, Elizabeth? ―formuló con amabilidad la señora.

―Sí, mi madre me enseñó a coser, pero no a bordar y me gustaría aprender.

―Sabiendo eso, es casi parecido el bordado, nada más con bonitos hilos de colores y siguiendo el patrón de un dibujo.

Ambas se dispusieron a bordar, la joven escuchaba atentamente a la duquesa mientras esta le explicaba con detalles la manera en cómo debía usar la aguja y los hilos. Habían pasado un rato muy agradable y divertido, hasta que Kate se disculpó con ella para retirarse a dormir un poco antes del almuerzo.

La muchacha aprovechó en redactar la carta a sus padres para acordar los días y los horarios para poder hablar por teléfono. Se encontró con el duque en el pasillo.

―¿Sería posible escribir una carta a mi familia para avisarles los días y horarios, en su despacho? ―interpeló al mirarlo.

―Por supuesto. Vaya tranquila, señorita.

Apenas se lo agradeció, caminó hacia la oficina y cerró la puerta a sus espaldas.


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Despacho del duque

Se sentó en el sillón que siempre ocupaba el duque y por un momento se sintió incómoda, sentía que estaba osando ocupar su lugar, un sitio que jamás iba a ocupar. Tomó una hoja de papel y una pluma, para escribir los días y los horarios que sabía bien que a ellos les convenían. Esperó que la tinta se secara y se reclinó en el sillón, pero la idea de descubrir lo que había dentro de los cajones del escritorio pudo más que cualquier otra cosa, y lo hizo, abrió el primer cajón encontrándose de frente con una esquela. La sacó de allí y se la llevó a la nariz, olía a jazmines y leyó las iniciales que tenía el sello. RS. Casi se le desfigura la cara cuando supo de quien se trataba. Abrió la mano para hacer caer la carta en el cajón y cerrarlo de inmediato. Intentó recomponerse, pero no pudo del todo, cuando comprobó que la tinta se había secado, dobló en dos partes la carta, y sintió que alguien entraba al despacho.

―Parece una reina sentada en el sillón, señorita ―admitió con apremio.

―Disculpe, usted. No debí sentarme aquí ―se levantó tomando en las manos la misiva.

―No lo he dicho para que se levantara ―miró sus manos―, esa carta va a necesitar un sello, que identifique de quién es.

―Iba a cerrarla con un lazo cuando estuviera en mi dormitorio.

―Si quiere, podemos agregar a ese lazo que tiene pensado usar, el sello del ducado... por el momento podemos hacer eso, solo para que el cartero sepa que debe ir a mis campos ―comentó sin dejar de mirarla.

―De acuerdo, milord.

―Antes de la boda pediré que tenga una cita aquí mismo con el diseñador de sellos, para que le confeccione uno personal, yo tengo uno propio, aparte del que es del ducado.

―No tiene porqué hacerlo, milord. Tan solo con enviar cartas con el sello del ducado, será más que suficiente ―se apresuró a decirle.

―Vaya a buscar el lazo que me dijo y luego vuelva ―esquivó su negación.

Elizabeth quedó callada e hizo lo que le pidió.

Mientras tanto, dentro del despacho, Patrick revisó el cajón donde tenía la carta, y se dio cuenta que la joven la había tomado en sus manos porque no tenía la misma ubicación de cómo la había dejado y comprendió que se negaba a tener un sello propio, porque su examante lo tenía también.

Antes de volver a entrar al lugar de trabajo del duque, suspiró para recomponerse de las lágrimas que intentaron asomarse cuando estaba en su recámara, abrió la puerta y entró.

―Venga, y siéntese otra vez ―alejó el sillón del escritorio.

La muchacha se acomodó en el asiento y Patrick la ayudó a acercarse al mueble. Sin mediar palabras, ella le dio dos vueltas a la carta y antes de que le hiciera un nudo a las cintas, él reanudó la conversación.

―No haga nudos, el lacre sellará la carta, y nadie podrá abrirla hasta que esté en las manos correspondientes ―ella lo miró buscar dentro del cajón derecho un estuche de madera―, elija el color que quiera ―clavó los ojos en los suyos y señaló la barra―, perfecto, me gusta también ―sonrió―. Sostenga esto ―ella sujetó el pequeño casquito por la asa―, ¿sabe usarlo de tener que hacerlo sola? ―quiso saber.

―Supongo que sí, milord. Si me lo muestra una vez, podré recordarlo para las demás veces ―contestó con tono normal.

―¿Qué es lo que quiere que le muestre, señorita? ―Su tono de voz sonó demasiado seductor y a ella le cayó mal.

―¿Me va a explicar cómo debo usar el lacre, milord? ―La voz le terminó por salir irritada y molesta.

Patrick rio por dentro. Estaba celosa. Eso estaba más que claro.

Enseguida él le enseñó lo necesario del uso del lacre y el sello, y cuando terminaron el hombre se ofreció a dejarle la carta a James para que se la delegara al cartero oficial del ducado.

Elizabeth se retiró del despacho dejándolo solo, y fue en aquel momento que se dedicó a escribir una esquela para ella. Cuando expresó lo que necesitaba decirle con palabras escritas, la guardó dentro de un libro que tenía sobre el escritorio y salió dirigiéndose hacia el invernadero. Eligió un pequeño pimpollo de rosa roja y volvió a encaminarse hacia la residencia para hacer uso de aquella flor. Preparó el sello y diluyó en el fuego el lacre que estaba dentro del casquito que había cortado anteriormente. Ubicó el tallo de la rosa en la apertura de la misiva y vertió la cera líquida, pronto apoyó el sello personal de él, habían quedado plasmadas sus iniciales en rojo, PL.


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Cocina

Salió de ahí, para caminar directamente hacia la cocina donde estaba más que seguro que se encontraría con la dama de compañía de Elizabeth.

―Sabía que te encontraría aquí ―sonrió de lado―, ya que tu futura señora no está contigo, necesito que me hagas un favor, Clarissa.

―Sí, milord. Dígame ―dijo luego de la reverencia.

―Quiero que le dejes esta carta sobre la mesa a la señorita, en algún momento la leerá.

―Por supuesto, milord ―la tomó en sus manos―, cuando tenga un tiempo libre, iré a dejársela.

―Estaba creído que lo tenías durante todo el día ―rio a carcajadas y ella enrojeció de la vergüenza―, no te pongas así, Clarissa... ya he hablado con Elizabeth, no tengo problema en que hables con ella si lo desea, no te echaré por algo así.

―Muchas gracias, milord ―volvió a hacerle una reverencia con alegría en su voz―. Apenas sepa que Elizabeth está por los alrededores de la residencia, o incluso antes de retirarse a dormir, en la cena podría ser, le dejaré en su cuarto la carta.

―Perfecto.


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Dormitorios ducales

Varias horas después, y luego de la cena, la joven se encontró con una preciosa misiva que yacía apoyada sobre el florero de rosas rojas. Quedó petrificada con el detalle que tenía, las iniciales en lacre eran inconfundibles y tragó saliva con dificultad cuando comenzó a abrirla.


«Te espero para hablar... de lo que sé que has visto hoy por la mañana, si estás dispuesta a hacerlo, me encuentras en mi recámara.»


Casi sintió que la garganta se le cerraba por la manera en cómo había percibido aquellas palabras del duque, y bien sabía que no podía evadir el tema, y tampoco mentirle porque él lo sabía todo. Quedó desconcertada con el trato que le expresaba a través del papel, era informal y se sintió incómoda pero de la buena manera.

Dejó la carta sobre la mesa y aspirando aire y exhalándolo de a poco empezó a caminar hacia la puerta que separaba ambas habitaciones, dio unos golpecitos y él abrió con lentitud la puerta. Sus miradas se encontraron a través del resquicio de la puerta, la hizo pasar y caminar con sigilo para encontrarse con el hogar encendido, un sillón largo frente al leño, una mesa redonda de madera lustrada, una silla, una cómoda con un espejo y un pequeño asiento, el armario y la amplia cama con dosel.

―Por un momento pensé que no vendría ―comentó volviendo a tratarla con formalidad.

―Estoy curiosa por saber qué es eso que yo vi y que usted sabe bien ―levantó una ceja y hablando con altanería.

―Afilada... veo que no se va con vueltas ―habló y extendió el brazo hacia el sillón.

Ella se sentó y él lo hizo a su lado.

―No me gusta extender algo que tanto usted como yo sabemos, milord ―clavó la vista en él y su tono de voz sonó molesto.

―No la he abierto, si eso le preocupa, como la recibí la guardé.

―La guarda porque sabe bien que luego la leerá.

―No pensé que se atrevería a mirar los cajones de mi escritorio ―alzó una ceja y extendió el brazo apoyándolo sobre el respaldo del sillón.

―Sentí curiosidad.

―¿Le gustó la carta que le envié? ―cuestionó sin responder a su comentario.

―Sí, me pareció preciosa.

―Si acepta, me gustaría entregarle cada día o noche, una.

Elizabeth quiso refutar su ofrecimiento pero supo que iría a ser en vano, por lo que solo se limitó a asentirle con la cabeza. Ella se levantó del sillón y caminó hacia la puerta.

―No he terminado con usted, y será mejor que me cuente sobre lo que hablamos esta mañana en su cuarto ―expresó y la muchacha tragó saliva con dificultad.

Cerró los ojos ante lo inevitable, en verdad no quería confesárselo, porque de hacerlo era posible que se irritara y estallara en cólera.

―No haga que se lo cuente, milord... por favor ―contestó casi con un hilo de voz y de espaldas a él.

―Si lo que piensa es que me molestaré con usted, debe saber que no lo haré. En serio, señorita... debo saber lo que le ha pasado, es mi derecho como futuro esposo que seré suyo.

Con un gran suspiro de resignación, se dio media vuelta, y volvió a sentarse en el sillón a su lado.

―Una sola vez se lo conté a mi familia y nunca más, y que usted lo sepa también, es como una humillación para mí... Si era posible callarme esto, lo habría hecho, milord ―confesó.

―Anoche sospeché que algo indebido le pasó con alguien, cuando sucedió el tropiezo al caer en el sillón de la biblioteca. Y necesito saberlo ―emitió sujetándola con delicadeza de su brazo y mirándola a los ojos.

―Sucedió en el mismo instante en que sus campos comenzaban a producir pocas cosechas y después ocurrió la semana de tormentas que azotó La Rochelle. En ese tiempo decidí empezar a trabajar como criada en una casa bastante alejada de su finca, hacía el trabajo de limpieza, era una manera de conseguir libras para pagar todo lo que se había perdido de las cosechas ―respondió mientras recordaba la escena―, el dueño rara vez se quedaba en la casa y lo empezó a hacer desde el momento en que entré a trabajar. Fueron varias las veces que intentó quedarse a solas conmigo pero yo intentaba salir más temprano de mi horario habitual o me quedaba con alguien más en el mismo lugar que tenía que limpiar ―emitió.

―¿Se encuentra bien, señorita? ―Se preocupó él al observarla con atención.

―Sí, milord... un solo día se las rebuscó para terminar por quedarse a solas conmigo, cuando supe sus intenciones, me alejé, pero me amenazó con echarme y no cobrar el mes de pago sino accedía a comportarme como era debido y dejar que me tocara ―escupió con algo de molestia y unió las manos sobre su regazo―. Lo enfrenté con un cuchillo que había sobre la encimera de la cocina, y terminó por reírse, me lo quitó con tanta rapidez de las manos que tampoco vi el golpe que me dio en la cara para intentar hacerme caer al piso ―sintió que la garganta se le cerraba―, cuando vio que no lo consiguió me sujetó del pelo con fuerza, y le empecé a dar manotazos, le arañé la cara y volvió a darme un puñetazo en la mejilla, tenía cerca un florero y no dudé en rompérselo en la cabeza, corrí para salir de la casa porque sabía que me estaba persiguiendo también. Corrí desesperada y no miré atrás. Jamás volví al lugar, y estaba más que claro que tampoco recibí el pago que me correspondía ―sonrió con ironía.

―Si pudiera... la abrazaría y le daría un beso para que borre de su mente ese mal momento que la angustia aún ―sujetó su mano entre las suyas para darle su apoyo.

Elizabeth lo miró, era terriblemente apuesto y sentía que no se lo merecía.

―Es algo que traté de dejar en el pasado, por un tiempo me afectó pero traté de olvidarlo con el transcurrir de los meses ―mencionó―, sino le molesta, me gustaría ir a dormir.

―Por supuesto ―se levantó para que ella se pusiera de pie también―, buenas noches y descanse ―besó el dorso de su mano sin dejar de sostenérsela entre las suyas.

―Gracias por haberme escuchado, buenas noches para usted también, milord ―levantó un poco con sus manos la falda del vestido para caminar hacia su dormitorio y cerró la puerta a sus espaldas.

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