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Dormitorio del duque

Patrick despertó de su sueño a la mañana siguiente. Miró a la joven dormir con tranquilidad pero cuando su mirada bajó y observó con desconcierto y terror la sábana blanca, pensó lo peor. Se acercó más a ella para saber si se encontraba bien.

―¿Elizabeth? Despierta ―la sacudió un poco para que abriera los ojos.

―¿Qué sucede? ―preguntó y al ver su rostro, supo de qué manera tenía que actuar frente a él a pesar de odiar tener que fingir.

―¿Te encuentras bien? No recuerdo nada de lo que pasó anoche. Es como si hubiera caído en un sueño y cuando me desperté, me encontré con las sábanas rojas.

―¿De veras no recuerdas nada? ―cuestionó fingiendo estar incómoda―. No ha sido lo que esperaba, y me temo decírtelo pero has sido bastante bruto ―dijo con vergüenza.

―¿Qué te he hecho como para que esto terminara así? ―formuló con énfasis y angustiado―. No he bebido demasiado alcohol, tampoco creí que iba a perder el control sabiendo que eras virgen ―confesó con voz solloza.

Elizabeth quedó desecha por la manera en cómo había reaccionado Patrick y le dio pena. Ella se sintió como una arpía.

―No te preocupes ―trató de calmarlo.

―Me preocupo porque no debía pasar así. Debía de ser más que perfecta para ti, sin embargo parece que no fue lo que tú esperabas y ni mucho menos lo que yo esperaba también, porque no recuerdo nada. Me siento como el peor hombre, me considero una bestia por haber terminado haciéndote daño ―expresó con pesar―. Discúlpame, duquesita.

Se levantó de la cama y se fue a higienizar. La muchacha ante semejante vergüenza prefirió refugiarse en su alcoba, no podía creer lo que había sucedido, quedó desconcertada y falta de ideas ante la reacción de Patrick. En vez de enfurecerse o algo parecido, se había indignado con él mismo por considerarse una bestia. Terminó por sentirse la peor mujer habiendo engañado de aquella manera tan vil a su esposo, solo para que no la tocara. Tan solo por miedo a decirle la verdad, que no quería acostarse de manera íntima con él por el momento. Un pavor que no quería sentir si se enfurecía con ella.


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Comedor

Durante el desayuno mantuvieron una conversación agradable, y aunque los familiares sabían que podían quedarse por más días, decidieron que aquel mismo día por el mediodía se irían, para dejar a solas a la pareja de recién casados.

Entre los preparativos de los viajes, Patrick ordenó disponer dos carruajes y un navío. Las calesas, una para sus padres, y otra para sus tíos y primos, y el barco para sus suegros y cuñados. Para después del mediodía, el castillo quedó en silencio y el duque prefirió quedarse dentro de su despacho trabajando.

Era más que factible que él se ocultaría allí, y ella se lo tenía bien merecido, por bobalicona y miedosa.


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Hall del palacio

Para la tarde, Patrick salió del despacho dirigiéndose hacia la entrada para tomar la capa que colgaba del perchero y un par de guantes de cuero negro.

―¿Te vas? ―formuló la joven saliendo del salón de té.

―Sí. Tengo unos asuntos y no sé a qué hora volveré ―habló pero ni siquiera la miró.

La culpa en ella la corroía.

―No tienes que irte, y supongo que tus negocios pueden dejarse a un lado por unos días ―se acercó a él.

―No puedo hacerlos a un lado.

―No te vayas ―dijo angustiada.

―Debo hacerlo ―la miró de reojo.

Él se dio media vuelta y caminó hacia la entrada para abrir la puerta.

Elizabeth se arrepintió en ese preciso instante de lo que había hecho la noche anterior.

―Patrick... no ha pasado nada ―admitió con voz trémula.

El hombre quedó de piedra y se giró para enfrentarla.

―¿Qué dijiste? ―cuestionó sorprendido.

―Que no ha pasado nada anoche... Lo que viste no fue verdad ―admitió con vergüenza y nerviosa―, preparé un té de pasionaria para que te durmieras, y el líquido rojo fue un tinte casero ―confesó con la voz quebrada―. Cuando vi la manera en cómo te pusiste hoy, supe que realmente habías creído que me habías hecho daño, pero no me tocaste ―se mordió el labio inferior sintiéndose acongojada.

―Te doy asco... Te da asco que te toque ―comentó afirmando su respuesta ante las palabras de ella.

―No, sabes que eso no es verdad ―replicó con pesar y las cejas caídas.

―Eres una arpía ―dijo con seriedad.

Elizabeth quedó petrificada ante sus palabras. La barbilla comenzó a temblarle.

―No lo soy.

―Sí lo eres, de no haberlo sido, no habrías actuado como lo hiciste anoche. Y las arpías no son bienvenidas en el castillo ―manifestó el duque con voz seria y tajante.

Con aquellas palabras sonando en el aire y sobre todo en los oídos de la joven, se fue de allí dejándola sola. La duquesita salió detrás de él y aún cuando le gritó su nombre varias veces, él no giró la cabeza para mirarla. Misterio y Patrick se perdieron de su vista al poco tiempo.


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Ducado de Covent Garden

Interior de la residencia

Una semana entera había acontecido desde la última vez que se vieron, y a pesar de los esfuerzos de Clarissa y James en que debía comer algo, ella no tenía ganas, o bien comía pero no lo suficiente, el apetito se le había ido desde la tarde en que le confesó que había sido todo un engaño.

Patrick llegó al palacio cuando cayó el sol y en el octavo día. Se vieron a los ojos a una distancia prudencial, ella salía del saloncito de té con un bordado en las manos, mientras que él se había quitado los guantes y la capa. Con la vergüenza que aún tenía encima, volvió a refugiarse en el salón de donde había salido y él decidió meterse en el despacho antes de cenar.


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Oficina del duque

James que lo había visto por la ventana de la cocina, se encaminó hacia allí donde sabía que iría a estar su patrón. Y luego de darle la bienvenida de regreso a su residencia, comenzó a notificarle de lo que había sucedido en los días que se había ausentado.

―¿La duquesa cómo está?

―Demacrada. Desde que usted se fue que no prueba bocado y si lo hace es muy poco. Tengo miedo que se termine por enfermar.

―Las arpías no se enferman, ¿lo sabías?

―¿Las arpías? ―Levantó las cejas asombrado.

―Sí, Elizabeth es una de ellas.

―No sea bruto, debe de haber algún motivo ―quiso defenderla.

―Me engañó haciéndome creer otra cosa, cuando no fue nada cierto ―escupió con rabia.

―¿Usted le preguntó porqué lo hizo? ―sugirió―. Una buena razón habrá tenido.

―¿Justificas el hecho de que me durmió y echó un tinte rojo sobre el colchón en la noche de bodas?

―No lo justifico, milord ―negó con la cabeza también―, pero tampoco usted debería calificarla como lo hizo. Milady no tiene maldad y si ha hecho lo que hizo, estoy más que seguro que una buena razón habrá tenido.

―Qué zalamero saliste en defenderla.

―Desde que me la mostró por fotografía que me agradó para usted. No puedo mentirle, milord.

―Entiendo, James... ―dijo sabiendo que no podía hacerle cambiar de opinión porque sabía que la jovencita era muy querida por la servidumbre y por su mayordomo―, en un rato me gustaría cenar, estoy cansado.

―De acuerdo.

―¿Dónde suele quedarse en este horario? ―se refirió a su esposa.

―Dentro de su cuarto.

―Entonces me llevaré la cena al dormitorio.

―¿Pido que preparen dos platos?

―Por favor, de alguna u otra manera, va a tener que comer algo.

―Muy bien, milord. Con su permiso ―comentó haciendo una reverencia.

La duquesita abrió la puerta del saloncito y sacó la cabeza para inspeccionar el corredor y más allá de su vista. No había nadie y fue aquella la oportunidad para caminar hacia las escaleras y refugiarse en el interior de su dormitorio.


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Recámaras ducales

Suspiró de alivio y comenzó a desvestirse para ponerse el camisón y el salto de cama para leer un rato y luego irse a dormir. Quince minutos después, una nota apareció debajo de la puerta contigua, el sonido que hizo el papel deslizándose por el piso hizo que los ojos de la muchacha fueran hacia aquella dirección.

Patrick al no tener respuesta, le envió una segunda nota. Ella la ignoró, deslizó una tercera nota y se resignó suspirando al no escuchar movimientos en la alcoba de al lado, y dejó la pluma en el tintero sobre la mesa.

La francesita se levantó de la silla y caminó para leer las notas.


«Es imperioso que hablemos.»

«Tarde o temprano vamos a tener que hablar, quieras o no.»

«Quiero verle la cara a la arpía.»


Se mordió el labio cuando leyó la última palabra y la barbilla volvió a temblarle. Respiró hondo y exhaló con calma, intentando tenerla pero sabía que cuando se verían las caras, los nervios se le iban a acumular en su estómago y en todo su cuerpo.

Dio un solo golpecito y la voz de él, seria y distante le pidió que entrara.

―Siéntate ―pidió―. Vas a cenar conmigo.

―No tengo apetito.

―Pues vas a comer igual ―dijo serio y le acercó el plato con utensilios.

La francesita tomó en sus manos tenedor y cuchillo, y de a poco empezó a comer junto a él.

―¿Qué fue lo que me pusiste en verdad? ―preguntó pero no la miró a los ojos.

―Preparé una infusión de la flor de la pasión.

―¿Y el líquido rojo?

―Fue un tinte casero que mi hermana y yo se lo preparábamos a nuestros hermanos para disfrazarse. Solo contiene agua, remolachas y rosas.

―¿Ella te ayudó en todo?

―Sí, aunque no estuvo nunca de acuerdo.

―Fue más sensata.

―Lo sé, porque creí que nunca lo irías a saber, pero la conciencia me carcomió.

―Porque sabías que estabas haciendo algo malo ―admitió con sequedad y mirándola pero ella por vergüenza no lo observaba―. Si hubiera sido otro hombre, te habría golpeado ―levantó una ceja con altanería.

Elizabeth levantó la cabeza y lo observó al fin, quedó miedosa y entró en pánico.

―Me pasaré toda la vida pidiéndote perdón ―admitió con lágrimas en los ojos y secándolas con las manos―. Pero entenderé si no lo quieres aceptar. Actué por impulso sin medir las cosas. Si durante la semana que pasaste fuera de aquí, estuvo en algún momento el pensamiento de la anulación de matrimonio, la acepto también, porque me lo busqué.

―Vaya... no pensé que dirías eso, eres flojita para pelear ―dijo con sarcasmo.

―No puedo pelear contra ti.

―¿Por qué no? Esa lengua la sigues teniendo larga aparte de arpía.

La duquesita agachó la cabeza mirándose las manos temblorosas.

―Conmigo no vas a agachar la cabeza, no te lo permito ―la sujetó de la barbilla para levantar su cabeza haciendo que lo mirara a los ojos―. Vas a decirme porqué lo hiciste.

―Tuve muchas razones.

―Me las dices, Elizabeth ―emitió tajante.

―Tenía miedo ―replicó y su conversación trató de dirigirla hacia otra pregunta que la carcomía demasiado―. ¿Te consideras un canalla como para haberme elegido como tu esposa? ―cuestionó con seriedad.

―¿De qué estás hablando, Elizabeth? ―la miró lacónico sin entenderla.

―Es la verdad, solo un insensato comete semejante locura, en casarse con una mujer de campo que ni una dote tiene. No tengo nada, nada ―admitió.

―Esta conversación acaba de cambiar, ¿de qué me perdí? ―Parpadeó un par de veces―. Porque hasta hace poco estábamos discutiendo sobre infusiones y tintes ―dijo confundido―. ¿Crees que no lo he pensado antes de casarme contigo? Tengo una incalculable fortuna que podría llegar a comprar siete países enteros si quiero e incluso me sobraría.

―¿Te has puesto a pensar que si consumáramos el matrimonio podría quedar embarazada? Eso me aterra también y por eso no quise estar contigo.

―No siempre sucede eso.

―Pues si sucedería en ese mismo momento o más adelante, tus hijos serían mestizos, bastardos, no lo sé, pero no nobles... y eso acarrearía problemas, podrías ser desterrado de tu título nobiliario ―dijo tratando de hacer que razonara.

―¿Crees que eso me preocupa? ―Rio ante la pregunta y se levantó de la silla.

La joven lo emuló y lo tomó de la camisa para sacudirlo y que reaccionara.

―A mí me preocupa... porque no puedes pensar así, entiendo que quisiste hacerle un bien a mi familia pero no puedes perjudicarte de esta manera ―negó con la cabeza mientras lo miraba a los ojos.

―Mi título viene desde generaciones atrás y es algo otorgado por los reyes, nadie podría quitarme lo que por siglos perteneció por orden real a nuestra familia ―la dejó atónita y sin palabras.

El duque ansiaba tocarla, a pesar del encuentro que tuvieron la última vez que se vieron y puso sus fuertes manos en la cintura de la joven, lo único que llevaba puesto era un camisón de lino y el salto de cama. La piel le quemó cuando él puso las manos allí. Ella quedó presa de las sensaciones que estaba sintiendo y apretó un poco más la tela de la camisa que aún mantenía entre sus puños.

―Qué terco eres ―fue lo único que pudo decirle.

―No lo soy, te estoy haciendo que comprendas que nada ni nadie puede desterrarme ―confesó―, ardo por ti Elizabeth... y no me esperaba de tu parte que hicieras eso ―habló casi inaudible―, me hiciste creer algo que no era, algo que nunca pasó, me sentí el peor hombre, porque se supone que la primera vez de una mujer debe ser dentro de todo, agradable y placentera ―el aliento le golpeaba el rostro y sobre todo su boca―. Y no te creo del todo que esa sea una razón.

―La es, es una de las razones por las que no quise acostarme contigo en la noche de bodas. Fui una cobarde.

La estaba poniendo muy nerviosa, la embriagaba, haciéndole nublar los sentidos. A pesar de sentirle el aliento a brandy, tenerlo tan cerca y que la tocara de aquella manera, ya era un suplicio tener que ponerse firme como si no la estaba afectando.

―Usted disculpe, milord ―la formalidad se hizo presente de nuevo.

―¿Usted disculpe? ¿Milord? ¿Volvemos a las formalidades Elizabeth? ―unió las cejas cuestionándola con algo de seriedad en su voz―, no quiero nada formal entre nosotros.

―Perdón... ―abrió las manos cuando se dio cuenta que había arrugado la tela de la camisa―. No fue algo que he querido hacer...

―Pero lo has hecho ―arrastró de tal forma las palabras que la joven de pronto se sintió sofocada y sin escapatoria.

―¿Quieres que te pida perdón de rodillas? ―formuló y esperó por su fatídica respuesta.

Si en verdad se lo pedía, iba a quedar más humillada que antes.

―¿Vuelves a tutearme ahora? ―Rio por lo bajo sin dejar de mirarla.

―Ya ni sé cómo dirigirme a ti ―habló con frustración en su voz.

―Patrick, solo Patrick ―frunció el ceño con molestia―, no necesitas más, o como más te guste llamarme ―reiteró con seriedad―, pero no vuelvas a hablarme con formalidad o decirme milord.

―¿Y con lo otro? ¿Quieres que me arrodille para pedirte perdón? ―Su voz sonó trémula.

―Si te pediría que te arrodillaras frente a mí, únicamente sería para que me hicieras una felación... ―sonrió de lado―, no tienes idea cómo fantaseo con esa boca tuya.

―Creo que... has bebido demasiado brandy ―miró la botella de cristal tallada, quedaba un dedo de alcohol.

―Me estás condenando, Elizabeth ―sus ojos se llenaron de lágrimas.

Era precioso.

―Tú no me dices la verdad ―respondió despejando su rostro de los mechones negros que le caían―. He visto que recibes cartas y entiendo que es posible que sean de tu amante.

―Hace meses que dejé de verme con ella ―admitió y se alejó de la muchacha―. Te lo he dicho muchas veces ya. Puede que veas que llegan aquí pero James tiene la orden de romperlas.

Se sirvió lo último que le quedaba de brandy y empinó el vaso hasta el fondo.

―Viendo tu estado... es mejor que me vaya a mi cuarto ―dijo con aprehensión al verlo.

―¿De qué tienes miedo? Estoy ebrio pero aún coordino lo que digo y hago ―la miró de reojo teniendo apoyada una mano sobre la garganta del hogar a leña.

El fuego hacía maravillas en el color de sus ojos y Eliza había vuelto a quedarse muda de los nervios que volvía a tener en aquel momento.

―Soy un arrogante y soberbio, y algunas veces un canalla pero no pienses que podría llegar a golpearte, crees eso, ¿verdad? ―Observó el fuego crepitar y las leñas quemarse, y volvió a girar la cabeza en su dirección―. Si no tuve intenciones de golpearte por lo que me hiciste, menos lo haría ahora.

La joven ni siquiera pudo responderle, solo se limitó a asentirle con la cabeza.

―¿Quién te mete esas cosas en la cabeza? ¿La servidumbre? ¿James? ¿La gente de la ciudad?

―Nadie... son cosas mías y por la manera en cómo te pones, pienso que el golpe llegará en cualquier momento.

―Intenta disipar eso que piensas... tu voz tiembla, y presiento que no me estás diciendo la verdad. Alguien más te debe estar llenando la cabeza, quien quiera que sea, te está mintiendo.

―¿Cómo sabes que miente? ―Lo enfrentó delatándose también.

―Con preguntarme eso, ya sé que no eres tú quien lo piensa sino que es otra la persona que te está haciendo creer algo que no soy en verdad ―giró en sus talones para mirarla a los ojos―, y si tú no me lo dices, lo averiguaré. No puedes creer cosas así. Me importa muy poco la forma en cómo viven los demás hombres de la aristocracia ―dijo tajante―, no me rijo por reglas y jamás sometería a mi esposa a hacerle algo que no quiera, eso incluyen los golpes. Debiste saberlo bien antes que hacer semejante disparate en la noche de bodas.

Elizabeth quedó callada pero pronto cuestionó quedándose con lo primero que él le había dicho.

―¿Y la mujer debe aguantarse a la amante escondida de su marido? ―escupió con ironía.

―Ya sé quien te dijo esas mentiras de mí ―levantó una ceja al tiempo que sonreía de lado―, los demás hombres, que hagan lo que quieran, no soy igual a ellos.

―¿Quién... a tu criterio me lo ha dicho? ―Alzó una ceja desafiándolo.

―Mi examante.

Fue directo y sin aviso, y era verdad. Aquella mujer en cada oportunidad que tenía de encontrarla, por las calles de Londres, se las ingeniaba para decirle algo referente a Patrick y no precisamente para algo bueno.

―Debería darte una bofetada, eso te mereces ―casi gritó desesperada.

―Dame la cachetada, pero te aseguro que no atraviesas esa puerta ―la risa que le dedicó fue gutural, seductora y misteriosa.

Elizabeth en vez de acobardarse y retroceder por miedo a que la golpeara, caminó en su dirección y lo enfrentó para darle el sopapo, y lo hizo. El sonido sordo se escuchó en toda la alcoba.

―Arpía... ―sonrió de lado cuando la miró de reojo.

―A ver si ahora te atreves a golpearme ―su vocecita sonó histérica y burlesca.

Con un brazo alrededor de su cintura, la aprisionó contra su macizo cuerpo y tomó su mandíbula con la otra mano para darle un beso de lleno en toda su boca. Salvaje, apasionado y oscuro, tan oscuro como la noche. Forcejeó en sus brazos e intentó separarse de él, pero su brazo se mantenía firme y posesivo. Llevó la mano de la cintura a la nuca para sujetarla mejor.

A un embriagador veneno sabía su beso y a maderas, bosque, musgo de roble y lavanda él, y oliendo aquello, la muchacha se derritió en sus brazos dejando que la besara como quería, pero Patrick no fue más allá de lo que estaba dispuesto a ir.

El cálido aire del ambiente golpeó su cara cuando se dio cuenta que ya no estaba más frente a ella. Quedó desolada.

―Vete a dormir ―comentó atizando el leño para que el fuego durara toda la noche.

―Patrick... Perdóname ―caminó hacia él pero se lo impidió.

―Vete a dormir, Elizabeth ―se secó las manos con la toalla luego de enjuagarlas en la palangana al tiempo que se lo decía.

―No seas así conmigo, por favor... ―sollozó―. Te he pedido perdón ―respondió con la voz quebrada.

―No me tienes confianza, te estoy diciendo la verdad en la cara, y prefieres creerle a quien fue mi amante. ¿Acaso prefieres que vuelva a ir con ella o quieres que vaya con alguna de las del burdel? ―cuestionó sarcástico―. Si eso quieres, complaceré a la duquesita ―volvió a mofarse de ella.

Si le respondía iba a ser peor, y decidió darse la vuelta, y salir de allí. Irritada y mucho, y llorando golpeó la puerta que daba a su dormitorio. Patrick sonrió cuando supo que aún seguía furiosa con él.

«Pronto caerás y cuando lo hagas, jamás volverás a dudar de mí. Respirarás mi mismo aire, me respirarás, Elizabeth», pensó él.

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