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Inglaterra 1890

Puerto de Londres

Elizabeth despertó escuchando dentro de su sueño el vitoreo de los marineros que amarraban el barco con las gruesas sogas. Se desperezó y estiró en la cama. Había visto todo a su entorno cuando pestañeó un par de veces para después incorporarse en la cama y poner los pies en el suelo. Había estado demasiado cansada por todo lo sucedido que ni siquiera cenó la noche anterior.

El estómago le rugía como un león y oyó que alguien golpeaba la puerta de su glamoroso camarote. Apenas abrió un resquicio de la puerta, el primer oficial le dio los buenos días con una señal de su sombrero y le avisó que el transatlántico había atracado en puerto londinense.

Una vez que ella le agradeció, cerró la puerta y se apoyó contra la misma de espaldas, intentando calmarse ante lo inminente. Inspiró y exhaló con lentitud desmedida, lo único que decidió hacer antes de salir de allí fue asearse un poco con el agua en una jarra que vertió dentro de la palangana donde a su lado yacía una toalla. Se secó el rostro y se miró al espejo que tenía frente a ella. Tragando saliva con dificultad, volvió a inspirar y suspiró de nervios. Giró en sus talones para caminar hacia la maleta que estaba al lado de la mesa de noche y la abrió para buscar el frasquito de perfume que su madre le había hecho, depositó unas pequeñas gotas detrás de sus orejas, y a los costados del cuello, volvió a cerrarlo y lo guardó, apenas cerró la maleta, la tomó en una de sus manos y se dirigió para la abrir la puerta y cerrarla detrás de ella.

El torbellino de gente yendo y viniendo en el puerto era algo inconcebible, gritos, risas, gente que corría para alcanzar diligencias, madres que reprendían a sus hijos, y demás era una postal extraña ante los castos ojos de la muchacha. Nunca había presenciado un espectáculo de tal magnitud y en parte quiso estar de vuelta en La Rochelle, en el campo. Con aplomo dio pequeños pasos hacia la babor y poniendo una mano para protegerse de la claridad nubosa del día, miró hacia el puerto.

Un hombre la divisó a pocos centímetros de donde se encontraba y con un brazo alzado la saludó a la distancia. Aunque ella se mostró tímida ante el gesto de aquel hombre, le devolvió el saludo y caminó hacia la pasarela para bajar del navío.

El individuo se acercó a la muchacha.

―¿Señorita Elizabeth? ―preguntó el amable señor.

―Sí ―afirmó.

―¿Me permite? ―Haciendo referencia a la maleta que tenía entre sus manos.

―Claro, gracias ―admitió haciéndole una pequeña reverencia.

El hombre ante su gesto esbozó una sonrisa.

―Mientras me dispongo a conducirla al carruaje, le quiero comentar que mi nombre es James y soy el mayordomo de su señoría ―abrió paso entre las personas para que ella pudiera caminar con tranquilidad.

Elizabeth quedó perpleja del asombro, puesto que había creído que aquel hombre de mediana edad era a quien debía desposar y cuando le anunció la presentación, se tranquilizó más.

―¿Cómo estuvo su viaje? ¿El camarote ha sido de su agrado? ―cuestionó con ímpetu tratando de calmar a la muchacha.

―Sí, todo ha ido bien ―habló cuando recobró la agudeza de sus oídos para escuchar las preguntas.

Su mente divagaba. No se concentraba en lo que el hombre le decía, tan solo pensaba en todo lo acontecido desde el día anterior hasta ahora.

«Si aquel hombre no va a ser con quien debo casarme, ¿con quién entonces? ¿Quién será aquel hombre que pretende desposarme para salvaguardar los campos, las ganancias y todo lo demás?», pensó Elizabeth.

James la miró de soslayo y se atrevió a comentarle lo que veía en su rostro.

―Las expresiones de su rostro parecen contritas, señorita Elizabeth ―manifestó.

―Lo siento, no he querido importunarlo.

―No se aflija... ―apoyó la mano en la manijilla y antes de abrir la portezuela, ella clavó los ojos en el escudo heráldico que estaba a modo de decoración, eran rosas―. La ayudaré a subir.

Apenas el mayordomo entregó la maleta al lacayo para subirla al techo, ella entró a la calesa con la ayudó del hombre que le sujetaba la mano con fuerza. Cuando se sentó en el cómodo y acolchonado asiento, bajó la vista para encontrarse con un pequeño brasero que ponía el interior cálido para contrarrestar el frío otoño de Londres.

Una vez que el individuo entró, el lacayo cerró la puerta y subió para que el cochero emprendiera el viaje hacia el palacio de su amo.

Elizabeth se cubrió los hombros con el chal que su madre le había tejido para que recordara a la familia. James hizo a un lado la cortina mirando por la ventanilla para comprobar que se alejaban del bullicio del puerto y se adentraban a la zona boscosa de Londres, donde les tomaría más de cuarenta y cinco minutos llegar al Ducado de Covent Garden, parte principal del territorio ducal y lugar de residencia de su milord.

El mayordomo le echó el ojo al brasero puesto que ella se había cubierto los hombros una vez que el viaje había comenzado y cuando comprobó que las brasas estaban aún encendidas, supuso que se encontraba nerviosa.

No pudo evitar mirarla al detalle, el perfil era digno de una futura duquesa y aunque la muchacha no estaba del todo tranquila y mucho menos con sus mejores prendas, supo con exactitud que cuando Su Gracia la llenara de lujos iba a ser algo tan exótica como encantadora de ver y admirar.

No se encontraba para nada atraído a ella, si prácticamente podría ser su hija, pero con tal de que su milord sentara cabeza de una vez y por todas, iba a hacer cuanto estuviera a su alcance para que la relación entre ellos diera sus frutos. Apreciaba demasiado a su amo y quería su bienestar como ya se lo había dicho reiteradas veces, pero no siempre permanecía dentro del castillo y prefería aplacar su ardor en el famoso burdel francés Desirèe junto a su amante.

Casi exclama una imprecación al recordar la peor noche cuando se fueron a las manos porque al encontrarse ausentes sus padres, debía velar por su bienestar aunque Su Gracia, ya pasaba los treinta años. Esbozó una sonrisa, luego de haberse mordido la lengua ante lo que estaba por decir por lo bajo, porque tal parecía que a raíz de esa pelea y después de ver la fotografía de su futura esposa, milord había dejado de frecuentar dicho prostíbulo.

―¿Está cómoda aquí dentro? ¿Quiere que ponga un poco más de carbón en el brasero? ―formuló esbozando una sonrisa para que la joven estuviera más tranquila que antes.

―No, gracias señor. Estoy muy bien así, el ambiente está muy cálido.

―De acuerdo, es que... la veo tan ensimismada en sus pensamientos que intento que esté calmada, no le pasará nada, señorita Elizabeth ―ella lo observó con atención y él prosiguió a hablar―, milord es un hombre de bien y le dará todas las comodidades que existen. Estoy al tanto de todo, y le doy mi palabra que Su Gracia es un caballero ante todo.

Su voz sonó tan seria y segura que por un segundo la joven creyó lo que le estaba diciendo.

―¿Caballero ante todo? ―resumió ante la incertidumbre de la confesión.

―Es un caballero, por completo ―aseguró―. Aunque algunas veces es arrogante pero sabe manejar su temperamento ―unió las cejas en señal de preocupación.

Eliza tragó saliva con dificultad, si su temperamento era ser arrogante también podía llegar a golpearla y pensar aquello la dejó pasmada de miedo. Porque de serlo, nunca estaría segura allí.

―¿Su arrogancia pierde los estribos? ―quiso saber.

―No, jamás. ¿Qué le preocupa señorita? ¿Que la llegue a golpear? Tranquilícese, su temperamento no llega lejos.

―No es que lo quiera pensar... pero... sé que algunas veces los hombres ingleses no se les conoce precisamente por su fama de delicados con el sexo opuesto.

James rio ante su respuesta.

―La entiendo, nací, crecí y sigo viviendo aquí, sé cómo se comporta un hombre inglés y le vuelvo a decir que milord no es lo que parece o lo que su mente esté cavilando ahora mismo.

―¿Y entonces? ¿Cómo es su milord? Porque de ser buena gente, jamás habría permitido esto... un cambio por otro ―declaró mirándolo con fijeza a los ojos.

Milord vio la mejor manera para resolver el problema. Su padre mucho antes lo tuvo al tanto de cómo iban las cosechas, pero cuando casi dos años atrás les azotó la tempestad que dejó prácticamente a los campos secos, no sabía qué más hacer ―confesó él, recordando ella también aquella semana de diluvios que creía que jamás iban a detenerse.

Se encogió de hombros, casi replanteándose todo y entendiendo un poco más el porqué estaba allí.

―¿Y esa mejor manera para él, era siendo yo un pago entre las cosechas que nunca terminaron por recuperarse y el dinero que saldría de dichas cosechas? ―cuestionó con voz trémula.

―No lo vea como algo grave, su padre aceptó también.

―Aceptó vender a su hija.

―No... su padre y milord, junto con los abogados de este último, decidieron que lo mejor era hacer un cambio de planes, como las siembras no se habían terminado de cosechar, y para no perder más producciones, acordaron el leve cambio... en vez de un pago en libras, y productos, usted se casaría con Su Gracia. Y discúlpeme si no le digo más ―emitió apoyando su espalda en el respaldo del acolchonado asiento―, quien debe contarle estas cosas es el duque.

―¿Ha dicho duque? ―preguntó sorprendida, tragando saliva dificultosamente.

―Sí, ¿acaso no sabe nada? ―Ladeó la cabeza sin comprenderla del todo.

―No, claro que no. Lo único que supe fue que mi padre y unos abogados firmaron acuerdos, y después descubrí que debía irme del país porque estaba prometida a alguien que no conocía.

―Como ya le he dicho señorita, no tengo potestad para decir algo más respecto a este asunto, lo más conveniente es que... cuando lleguemos al palacio ducal y conozca a milord, le pregunte sus dudas para que él pueda disipárselas.

―Comprendo ―respondió compungida.

―Lo único que debe tener claro es que milord no es un mal hombre. Aunque crea que la primera impresión la haga dudar, no lo haga, dista de ser lo que parece ante los ojos de los demás.

Frunció el ceño ante las palabras de James, qué era aquello tan misterio que no quería decirle de su amo. Incluso, dibujó en su mente el rostro de su futuro marido, y nada podía compararlo con la forma en la que el mayordomo lo había descrito.

El carruaje se había adentrado en una zona de pozos y piedras que hacían lento y pesado el viaje, miró por la ventanilla poniendo a un lado la cortina.


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Ducado de Covent Garden

A lo lejos divisó lo que posiblemente sería el ducado que el mayordomo le había nombrado momentos antes. El vaivén dejó de sentirse para caminar hacia la zona más amplia y con el piso firme donde comenzaba la propiedad privada.

―Acabamos de entrar al ducado ―apostilló James.

Elizabeth levantó más la vista encontrándose de a poco con la entrada principal de la residencia y con ella, la misma frente a sus ojos.

Era majestuoso, imponente y quitaba el aliento. A lo largo y a lo ancho había bastas hectáreas de un verde musgo, un verde seco propio del otoño que se mezclaba con los amarillentos, los ocres, los naranjas y los rojizos de los árboles, arbustos y matorrales alrededor del castillo. Una enredadera trepaba hasta el techo, dejando entrever algunas tímidas hojas otoñales.

La joven quedó impactada con el esplendor que veía frente a ella.

―Es precioso, en primavera ha de ser maravilloso estar aquí ―admitió más risueña de lo que esperaba.

―Me alegro que le guste su nuevo hogar, señorita Elizabeth ―sonrió saliendo él primero de la calesa―. Permítame por favor ―extendió su mano para ayudarla a bajar―. Bienvenida al ducado de Covent Garden, señorita.

―Gracias.

El lacayo bajó la maleta y caminó hacia la entrada principal de la residencia.

―Es momento de entrar ―dijo mirándola―, el viento aún sigue siendo fresco para quedarnos aquí afuera.

―Está bien ―asintió y caminaron ambos a la par, hasta que James se adelantó y le abrió la puerta, haciéndola pasar al interior.

Quedó encantada y abrumada al mismo tiempo.

―Llamaré a su doncella.

―¿Tengo una doncella? ―preguntó sorprendida ante el detalle.

―Así es y ahora mismo la conocerá.

James se encaminó hacia la cocina, dejando por unos instantes sola a la nueva integrante del lugar, una joven que pronto se convertiría en la dueña y señora de aquel ducado.

Un ojo curioso la observaba de espaldas, de arriba hacia abajo, hasta quedarse detenido en el cabello de la muchacha.

«¿De qué color es en verdad? Algo indefinido, por momentos parece un pálido fuego y otras tantas un rubio cobrizo», caviló el individuo entrecerrando el ojo para agudizar mejor la vista sobre ella.

La señorita sintió que alguien más se encontraba allí, y giró la mitad de su cuerpo en dirección a la puerta donde presentía que provenía aquella sensación. Notó que la puerta estaba centímetros abierta, pero nadie se divisaba desde el resquicio.

El duque tuvo el impulso de volver a mirar pero se contuvo y decidió girar en sus talones y volver a sentarse, como si nada hubiera pasado. Pero sí había sucedido, estaba tentado en volver a mirar aquel color de cabello que no contrastaba con la moda femenina londinense y mucho menos con la parisina y sus pomposidades que las mujeres terminaban pareciendo muñecas de cera con tantos cosméticos.

En el vestíbulo, James hacía las presentaciones entre Clarissa y la futura duquesa. Esta última le extendió la mano para saludarla y ante la sorpresa, la dama de compañía miró perpleja al mayordomo.

―Supongo que milord no hace este tipo de presentaciones, pero yo no soy igual a él, no tengo un rango nobiliario.

―Lo tendrá, señorita Elizabeth ―habló enseguida la mujer que no debía de llegar ni siquiera a su treintena.

―Pero seguiré siendo igual, encantada en conocerte ―le regaló una genuina sonrisa al tiempo que se le formaba un hoyuelo en la mejilla derecha.

―El gusto es mío, señorita ―aceptó su mano en forma de saludo y le devolvió la sonrisa.

―Clarissa, lleva la maleta al nuevo dormitorio de la señorita.

―Junto al del amo, ¿verdad?

―Así es.

Elizabeth quedó sorprendida, no esperaba tener su nuevo cuarto al lado de su futuro marido, un hombre que aún no conocía en persona y los nervios volvieron a instalarse en la boca de su estómago cuando pensó de nuevo en él.

Hasta que se atrevió a preguntar por el misterioso duque de Covent Garden.

―¿Y el duque? ―interpeló de tal manera que James sonrió de lado.

Nadie osaba preguntar por milord con aquella tonalidad y sin embargo le pareció tan natural que sabía muy bien que cuando ambos se conocerían, Su Gracia iba a tener una rival de lengua larga.

―Por aquí ―dijo con una pequeña reverencia hacia ella, conduciéndola por el corto corredor hacia el despacho de su amo.

Un par de golpes sonaron y por dentro se escuchó la voz masculina que retumbaba dentro del ambiente.

Milord... he llegado con la señorita.

―Hazla pasar ―replicó sin levantar la cabeza.

―Perfecto, con su permiso ―contestó y antes de salir para anunciarle que entrara fue ella quien se adelantó.

―¿Puedo entrar? ―su pregunta dejó más atónito a James.

―Sí, señorita. Puede entrar ―volvió a darle una sonrisa.

El mayordomo estaba quedando encantado con la personalidad de la muchacha, y no le cabían dudas que al duque lo iba a desollar con su actitud tan diferente al resto de las mujeres inglesas.


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Oficina del duque

De inmediato los dejó a solas dentro de la oficina de él, y el aire que entró en el ambiente a causa de cerrarse la puerta le dio una bofetada de aroma a rosas en toda la cara al duque que se encontraba de espaldas a ella y de pie.

Elizabeth se asombró al darse cuenta que por lo menos le llevaba más de una cabeza, y era de hombros fuertes y espalda ancha. Su contextura era robusta y escandalosa.

De finas ropas, y oficina masculina, creyó haber entrado en un cuento equivocado, sus fachas no eran las más acertadas y no pretendía incomodarlo con su vestimenta, por lo menos sabía que olía bien, al haberse perfumado un poco antes de salir del camarote, con la esencia de rosas que su madre le había preparado y entregado en un pequeño frasco de vidrio con tapón.

El perfume de a poco impregnó todo el ambiente y el duque aspiró el aroma en el aire, embriagándose.

Tenía miles de ideas y conjeturas en su mente, porque aún no sabía cómo era su futuro marido, lo único que había visto de él, era el porte recio y amplio, y la altura escandalosa que tenía, y su pelo tan negro como las plumas de un cuervo le llegaba casi a los hombros, teniéndolo atado en una coleta a la altura de la nuca.

―Encantada en conocerlo, milord ―articuló quedándose sin aire ante los nervios que estaba sintiendo en aquel momento.

El hombre levantó una ceja negra. Lo que él le respondió, dejó pasmada a la joven.

―¿Acaso huele a rosas? ―manifestó con curiosidad sin dejar de mirar el ventanal frente a él.

La voz profunda la dejó petrificada. Su matiz era misterioso y la manera en cómo se lo había preguntado parecía desde lo más hondo de la noche. Su voz era terciopelo, y la joven quedó prendada de aquel color de voz.

―Sí ―su voz sonó trémula.

«¿Qué debo hacer? No tengo la más remota idea», reflexionó.

El frufrú de la falda de ella, alertó al duque de que se acercaba a él y con una voz seria la detuvo.

―No se acerque. Me gusta mantener el misterio por un rato más ―rio por lo bajo sin darse la vuelta.

―No veo el motivo por el cuál debemos alargar esta presentación, si me da la impresión que usted ya me ha visto de espaldas cuando sentí que alguien me miraba por detrás.

Fue tal su respuesta que hasta él quedó pasmado por su reproche, y nadie osaba contradecirle, ni enfrentarlo, mucho menos una mujer. Avanzó varios pasos más, aún cuando él se lo había impedido.

La miró de reojo así como ella también lo observó a él y a medida que se acercaba, más creía estar viendo un rostro masculino sacado de una leyenda de piratas. La presencia, la estatura, su negro cabello, largo hasta la nuca que no seguía modas masculinas, la sombra de barba oscura, unos labios carnosos y un perfil perfecto, no se asemejaban a un aristócrata inglés, sino a un bucanero con aires de noble. Quiso verlo frente a ella y lo hizo sin importarle el decoro o la falta de modales.

Se plantó delante de él, alzando la cabeza para observarlo mejor.

Era condenadamente hermoso. Ni siquiera la palabra perfecto le hacía justicia. Y tragó saliva muchas veces porque sentía que la boca y la garganta estaban secas, espesas. Peor se sintió cuando le clavó aquellos ojos en su rostro. Eran azules, un poco más azul claro a veces, no sabría distinguirlos. Solo sabía a la perfección que de tan solo observarla de aquella manera estudiándola, la intimidaba, le hacía faltar el aire, y no podía sostenerle la mirada.

―Nunca había olido nada igual en una mujer ―él aún continuaba con el aroma que le había nublado la razón.

Ella quedó callada, la había dejado sin palabras haberlo visto de golpe y sin florituras. Era tan alto y ancho de hombros que no la dejaba pensar. El labio superior era la mitad de un corazón y la barbilla estaba levemente hundida por el contorno.

Y ella, una muchacha de campo que no encajaba en su mundo, un lugar que habían decidido ubicarla porque no quedaba otra opción. Ataviada entre vestimentas descoloridas pero limpias y un cabello recogido que no tenía ni forma ni nada, era como el antítesis entre el mundo de riquezas donde él vivía con el mundo de pobrezas en el que ella habitaba. Una joven como ella no podía pretender vivir así, entre lujos, porque sabía que las muchachas como ella no llegaban a más en la vida, tan solo a amantes de los nobles.

Quedó tan incómoda que se movió para alejarse de él pero le atenazó sin hacerle presión la muñeca. La piel de la muñeca de ella y la carne de la palma de la mano de él, ardieron. Y los dos lo sintieron.

―Encantado yo también.

La sonrisa que se le asomó, fue seductora y Elizabeth creyó desmayarse ahí mismo al sonreírle de aquella manera. No podía ser tan atractivo y ella tan... tan... venida a menos.

Era atractivo, seductor, masculino y exudaba virilidad, eso estaba más que claro, y ella ni siquiera tenía idea de esas cosas, solo escuchaba aquellas palabras cuando las empleadas de los campos se reían entre ellas cuando comentaban algo íntimo o alguna descripción del macho que tenían a su lado.

Ni preguntarle a su madre, la pobre solo se limitaba a decirle lo justo y necesario. Y ahora, de nada le servía lo que había escuchado de ambas partes. Todavía no comprendía, porqué quería desposarla y tenía la necesidad de averiguarlo antes de la boda.

Los ojos de la joven cayeron en el retrato que estaba sobre el escritorio de lustrosa madera, quedó de piedra cuando se dio cuenta que era ella misma quien estaba allí enmarcada.

―¿Me permite? ―pidió ella, señalando el retrato.

―Por favor ―extendió la mano en señal de cederle el gesto.

Apenas tomó el portarretrato en sus manos, miró con atención la fotografía, era en colores sepias y ella se encontraba de perfil. Ni siquiera estaba de cara frente a la cámara fotográfica, el invento moderno que plasmaba a las personas y lugares de por vida, y que era relativamente nuevo por el año en el que estaban. No le asentó del todo bien porque había creído que el día que había llegado el fotógrafo era solo para retratar a la familia y por separado, sin tener necesidad de que aquella foto que estaba viendo, llegara a manos del duque.

Y peor se sintió, ese día todo había sido extraño y todo era porque a Su Gracia se le había ocurrido el disparate de fotografiar a su familia y a ella sin dar detalles. Era más que sabido que si no era de su agrado, jamás iba a pisar aquella residencia. Ubicó de nuevo el retrato y cubrió sus hombros con el chal.

―¿Siente frío?

―No. Se está bien aquí dentro, milord.

―¿Se gustó en la fotografía? ―preguntó con interés.

―Supongo que sí ―admitió―, nunca me he visto impresa en un papel.

―Es muy nuevo el aparato que han inventado, si usted quiere podemos llamar al fotógrafo para que le haga más fotografías.

―¿Se ha vuelto loco? ―Abrió los ojos ante la sorpresa de su proposición―. No, se lo agradezco pero me conformo con esa sola foto que usted tiene sobre su escritorio.

―Pero me gustaría más adelante... ―comentó él.

El tono de voz que había empleado la dejó nerviosa, tragó saliva intentando alejarse de él.

―Si usted lo quiere, de acuerdo.

Frunció el ceño, ella no era así, escueta en palabras, decía lo que pensaba, sin vueltas, sin vocabulario remilgado, y sin embargo, ni siquiera había pasado una hora allí dentro que sentía que estaba falta de palabras, el hombre no la dejaba pensar con claridad.

―Bienvenida al ducado, bienvenida a su nueva residencia, señorita ―declaró con amabilidad.

―Gracias, milord ―sin darse cuenta le hizo una leve inclinación de cabeza.

El duque quedó desconcertado ante el gesto.

―¿Por qué me reverencia? No es una criada ―respondió con seriedad.

―Usted disculpe pero... hasta la fecha de matrimonio, y supongo que después de eso, debo ofrecerle mis respetos.

―Lo puede hacer de otra manera. No hace falta que me reverencie, lo veo muy formal entre dos personas que pronto unirán sus vidas ―confesó tratando de que ella no se sintiera tan incómoda.

―Es lo único que me sale tratándose de un noble. Eso y dirigirme a usted con palabras formales también.

―¿Ve normal la formalidad en una pareja? Yo no, y usted tampoco la debería ver normal. No quiero las formalidades entre usted y yo.

Elizabeth quedó perpleja, no quería disgustarlo pero tampoco veía del todo bien el tuteo entre ellos. La conciencia la carcomería si llegaba a permitir un trato informal.

―Por el momento, solo puedo tratarlo con formalidad, no me sentiría cómoda teniendo que tutearlo.

―Si a mí no me molesta, ¿por qué tendría que molestarle a usted? Y lo haré, aunque usted no quiera, me dirigiré a usted de manera informal.

―Porque no somos iguales ―admitió tajante.

El duque tenía una leve idea de lo que estaba hablando y el porqué lo decía. Tragando saliva al tiempo que la miraba, prefirió pasar el tema por el momento.

―Dentro de dos semanas se celebrará nuestro matrimonio ―la noticia la tomó por sorpresa―, y de aquí hasta nuestra unión, debo cortejarla. De más está decirle que dentro de ese cortejo, es probable que haya eventos sociales.

―¿Cortejarme? ¿Eventos sociales? ―apremió con asombro en su voz.

―Sí, todas esas cosas. Es lo más normal aquí cuando un hombre tiene interés por una mujer.

―Sería normal si la mujer tiene dote o es de su mismo círculo... No lo veo normal, cuando no es éste el caso.

―No es algo que me moleste ―su confesión la tomó por sorpresa.

―Pero en parte debería, milord ―tragó saliva con dificultad.

El duque no quería hablar más del asunto y aprovechó en decirle su nombre, para que dejara de sentirse nerviosa.

―Patrick Lemacks ―habló y extendió su mano.

Aunque ella no estaba del todo segura, aceptó su mano pero él la llevó hacia los labios para besarle el dorso.

―No... ―la sacó antes de que él la besara―, estoy sucia ―atinó a decirle.

―¿Quisiera darse un baño? ―ofreció.

―¿Puedo? ―Abrió más los ojos.

―Puede lo que quiera ―confirmó con una sonrisa y sin dejar de mirarla―. Le diré a James que haga que le preparen la bañera ―declaró y ella asintió con la cabeza.

Mientras él llamaba al mayordomo, la muchacha miró a través del ventanal y aún se cuestionaba qué era lo que estaba haciendo allí. Apoyó la frente contra el vidrio y se sintió cansada, peor aún había vuelto a marearse.

Sin percatarse de ello, cuando giró para caminar se sostuvo del escritorio y lo llamó por su nombre.

Patricien ―su nombre en francés en la boca femenina fue como un canto melódico.

La miró dándose cuenta que estaba pálida y casi no podía mantenerse en pie.

―¿Se encuentra bien? ―Él aún mantenía la formalidad por respeto.

―¿Sería posible sentarme? No me siento bien ―contestó sujetándose la cabeza con una mano.

―¿Qué pregunta es esa? Claro que puede, faltaba más. ¿Quiere que la ayude?

―No, estoy bien así ―manifestó―, gracias.

Como pudo y de a poco fue caminando hacia el largo sillón que estaba frente al hogar a leña. Estaba mareada, desestabilizada porque sentía que caminaba en el aire, y lo peor era que tenía unas náuseas terribles. Solo quería que se le pasara el malestar y descansar, lo necesitaba de verdad.

Pero con el duque y su rostro de pirata seductor no iba a estar tranquila.

El mayordomo entró sosteniendo una bandeja con una tetera y dos tazas, y bocadillos de la tarde. Enseguida la dejó sobre la pequeña mesa de salón.

―Le hará bien si come algo, señorita ―replicó el señor.

―Gracias pero mis manos están sucias, y no quiero ensuciar la vajilla.

―Luego se lavará, no se preocupe por eso, debe comer algo ―le regaló una sonrisa.

Cuando se retiró, ambos volvieron a quedarse a solas, y Patrick se sentó a su lado, sirviéndole la infusión dentro de la taza. Eliza quedó asombrada ante el gesto.

Era inconcebible que un duque le sirviera a alguien más, y mucho menos a alguien como ella.

―Disculpe mi atrevimiento por haberlo llamado por su nombre ―contestó.

―Ya le he dicho que no me molesta que me tutee, y hasta que usted no lo haga, yo tampoco lo haré... Encontré demasiado agradable mi nombre en sus labios, sobre todo cuando lo dijo en francés.

―¿Por qué no me habla de manera informal? ―formuló sorprendida―. Usted no me debe nada, ni tampoco pertenecemos a la misma clase social.

―¿Acaso cree que no merece mis respetos también? ―anunció con otra pregunta―, ya vio que no fue tan difícil decir mi nombre, yo al suyo lo decía bastante seguido.

―¿Por qué? ¿Por qué lo decía seguido? ―Levantó las cejas.

―Porque desde el día que llegó la carta de La Rochelle y vi su fotografía, no dejé de pensar en usted. Se me llenaba la boca al nombrarla. Elizabeth, la francesita.

―No se puede guiar por un simple papel impreso, no siempre es como se cree que es la persona... ¿Por qué yo? ―Frunció el ceño con preocupación―. Hay muchas damas de su clase que estarían encantadas que las corteje.

―Estoy seguro que sabe más o menos la situación, y dejando de lado eso mismo, decidí que fuera mi esposa porque no quiero una mujer londinense, son demasiado frívolas y se guían mucho por la moda.

―Escuchándolo, me inclino a pensar que siendo yo del campo no sigo la moda, está más que claro.

―Me está malinterpretando... No me gusta la manera de pensar de las inglesas, y peor aún, las jovencitas en edades debutantes son avispas en busca de la mejor miel.

―Ya veo... ―ladeó la cabeza mientras levantaba una ceja y lo miraba con atención.

―Y porque quise ayudar a su familia ―admitió.

Aquello último jamás se lo habría esperado.

―A cambio de un heredero ―dijo con seriedad―. Tengo veintitrés años, y ha pasado mi tiempo para casarme y tener un hijo, es posible que no tenga ninguno por mi edad ―lo remarcó para hacérselo entender mejor.

―Tengo once años más que usted, y yo tampoco sé si puedo tener un hijo, así que por lo pronto, no me interesa... El año anterior cuando envié la carta a su familia, redacté que estaba interesado en ayudarlos a cambio de una esposa para un heredero, pero con el transcurso de los meses, ni siquiera yo tengo la certeza si podré o no tener un hijo.

―¿Cómo es posible que no le interese eso? Tener un hijo ―parpadeó dos veces ante lo que había escuchado de su boca―. Todos los hombres con títulos nobiliarios pretenden tener descendencias, es imposible que usted no piense así.

―¿Será porque no me guío por las reglas y los protocolos? Es la verdad, no voy a mentirle.

―Sabiendo eso, estoy más que segura que no se rige por reglas y protocolos, ya eligiéndome rompió todas las reglas. ―Abrió más los ojos estando afectada por eso.

Patrick rio a carcajadas, porque no le importaba nada de lo que los demás podrían llegar a decir de él o incluso de ella también.

―Yo no me preocupo por el popular qué dirán los demás. Usted y yo sabemos la verdad, al resto no les tiene que interesar.

―Da la casualidad que usted es un duque, tiene un alto cargo en la sociedad londinense, y los círculos por los que se maneja estoy segura que son muy exclusivos y adinerados.

―Lo son y pretendo ubicarla allí también ―confesó y la miró con atención, poniendo un dedo índice sobre sus labios.

Sentía que la estudiaba al detalle, y no podía retenerle la mirada. Estaba más que creída que era un atractivo pirata con aires de noble. Desvió los ojos para centrarse en los bocadillos que tenía frente a ella. Sin ser descortés, la joven partió al medio el dulce y le entregó la mitad a él sobre una servilla de tela blanca.

―Gracias ―quedó petrificado del asombro.

Compartir. Un verbo que no se veía en el círculo donde él se manejaba y eso hizo más la diferencia para estar más que seguro en casarse con ella. No era igual a las demás debutantes londinenses. A ella no le movían el dinero ni la posición social, solo la necesidad de ayudar a su familia.

―¿Por qué aceptó usted esto? ―la pregunta la tomó por sorpresa.

―Por deber, para ayudar a mi familia también, pero sobre todo, porque no quería que nos echara de la finca ―expresó con sinceridad absoluta―. Las cosechas no vinieron bien en los últimos tiempos y cuando vi venir a los abogados, estaba creída que era por un aviso de desalojo ―manifestó con pesar.

―Las cosechas no fueron bien por las tormentas que hubo, y ni usted y su familia tenían la culpa de algo así, la naturaleza es extraña y no se pueden evitar las tormentas, yo estaba al tanto de todo, Elizabeth... su padre cada quince días me informaba cómo iban las cosas ―confesó con tranquilidad.

―¿No nos habría echado tampoco? ―cuestionó sorprendida.

―¿Cree que por tener un título nobiliario soy un hombre despreciable? ―quiso saber mientras sorbía de la taza de té sin sostenerla del asa.

―Es posible que no lo sea pero no lo conozco tampoco, y sabiendo cómo son las cosas, no me parece del todo íntegro.

―Su sinceridad me mata ―respondió levantando una ceja mientras la miraba por encima del borde de la taza.

―Es lo único que obtendrá de mí.

―Me parece justo su planteo ―admitió―, por el momento ―dejó entrever algo más oscuro con aquellas últimas palabras y la joven se removió en el sillón.

Ella intentó cambiar de asunto.

―Usted disculpe que insista, ¿pero por qué no decidió echarnos? ―interpeló con apremio.

―Su padre es muy eficiente en su trabajo, por eso no vi manera de despedirlo ―afirmó volviendo a mirarla.

―Lo suyo son los animales que usted tiene, lo mío son las cosechas.

Patrick se asombró ya que no podía creer que una joven como ella era la encargada de las cosechas de sus campos.

«Cómo debe de tener las manos. Es tan delicada que no merece una vida así», reflexionó frotándose la barbilla.

―Creí que solo su padre se encargaba de todo.

―Sí, es lo que hacía pero cuando concluí mis estudios, lo ayudé, él con los animales y yo con las cosechas para que no le fuera tan agobiante todo lo que debía de hacer ―comentó terminando su té―. Ahora no tiene quien le ayude ―se lamentó―, con todos estos acontecimientos, no podrá con todo.

―Usted no se debe de preocupar por eso, conozco a alguien que vive muy cerca de mis campos, y que podría echarle una mano.

―Se lo agradezco, milord pero no quiero abusar de su amabilidad.

―Es lo menos que puedo hacer.

―A mí me preocupa otra cosa en realidad.

―¿Qué le preocupa?

―Si todos llegaran a saber la verdad, sería una vergüenza para usted.

―¿Reniega de su procedencia? ―preguntó intrigado.

―No, jamás pero esto no está nada bien ―respondió muy angustiada e indignada también.

―A mí me importa poco y nada lo que digan los demás, ya se lo he dicho ―confirmó de manera segura―. Si se siente más tranquila, podemos comentar, si preguntan, que usted y yo somos algo así como primos lejanos, o en todo caso, si eso le parece descabellado, que usted es la hija de uno de mis contadores, nadie los conoce, pues no viven en Inglaterra.

―Sería más probable la segunda opción, hija de alguno de sus contadores.

―De acuerdo, pero como le he comentado antes, a mí no me importa de dónde usted viene.

―Si alguien lo supiera, usted sería el hazmerreír de toda Inglaterra, y no creo que a sus padres, si es que los tiene, y a su círculo de amigos o lo que fuese, lo vean bien ―abrió los ojos con más asombro que antes―, definitivamente esto es una total locura ―habló rotundamente negando con la cabeza también.

―No lo es, quédese tranquila, se lo suplico. No me gustan las niñas recién salidas del instituto, y que comienzan su presentación en sociedad, ellas son más guiadas por sus matronas que lo que realmente quieren, aunque algunas, quieran eso. Solo buscan un buen marido con una cuantiosa fortuna, no voy a caer en las garras de alguna de ellas, eso ya está más que decidido ―dijo con más convicción su opinión.

―¿Y cree que una muchacha, si es que por mi edad me puedo llamar así, que viene del campo tenga las herramientas suficientes para desenvolverse en la sociedad que usted pertenece? ¿Cree que estaré a su altura? Mi criterio me dice que eso será imposible. Jamás podré estar a la altura de una mujer culta y refinada, y sobre todo manejarse con propiedad entre ese círculo aristocrático ―expresó con pesadumbre en su voz.

―Si hubiera querido una muñeca como esposa, jamás habría tomado la decisión de hablar con su padre.

―Las mujeres de ésta época no opinan ―frunció el ceño sin comprenderlo del todo―, sobre todo las de su círculo.

―Pero usted sí, y por eso la elegí también. Tiene boca y lengua, y puede decir lo que se le antoje decir, es libre porque no sigue reglas, ni protocolos.

―¿Así como usted que no revisa el protocolo o no se rige por el mismo? ―inquirió alzando una ceja de manera algo sarcástica―. Salta reglas y hace lo que quiere, pues se lo digo porque así parece.

―Así es ―sonrió―, me modero con algunas cosas pero dejo que la otra persona decida, así como mi padre con mi madre, la deja ser ella misma, así quiero que lo sea usted también desde el momento en que su dedo tenga el anillo de compromiso. Incluso ahora está diciéndome sus puntos de vista y es más lo que lo encuentro fascinante que lo que me siento molesto porque opine ―contestó―. No es la típica remilgada y sumisa, va de frente y sé que puedo tener un diálogo coherente con usted ―confesó clavándole la mirada con fijeza.

Antes de que ella vuelva a contestarle, entró James después de golpear la puerta cerrada, avisando que el baño ya estaba listo para la señorita. La joven se levantó y el duque lo hizo también mostrando su respeto por ella. Ante la vergüenza que aún sentía, solo se limitó a inclinar un poco la cabeza.

―Le agradezco la merienda, milord. Ha estado exquisita.

―Me alegro que la haya disfrutado y espero que su baño sea placentero también ―con una leve reverencia por parte de él hacia ella, Eliza salió de allí ante la pena que le produjo ser reverenciada por un duque.

Ni siquiera pudo decirle algo más, James estaba a punto de cerrar la puerta cuando su amo lo llamó.

―Dile a Sam que para mañana prepare el carruaje, la señorita y Clarissa tienen el día para compras de todo tipo. Y haz que corten flores del invernadero, y que las coloquen en los floreros del cuarto de ella.

―Perfecto, milord ―inclinó la cabeza―. ¿Tiene alguna especie de flor en mente?

―Rosas ―afirmó mirando el ventanal―. A partir de hoy, quiero que tenga rosas frescas en los floreros ―habló cerrando los ojos y rememorando solo apenas media hora antes y hasta recién, el perfume de la joven en su nariz.

―Como usted ordene, milord. Con su permiso, me retiro.

Cuando el mayordomo cerró la puerta de nuevo, volvió a cerrar los ojos para pensar.

«Ni siquiera con quien fue mi examante me sentí así, ni ella pudo desmoronarme como lo que lo está haciendo Elizabeth con tan solo haberla conocido hace media hora atrás. Desde que la conocí en la fotografía que jamás pude quitármela de la cabeza. Ambrosía, eso es Elizabeth, una ambrosía pura», caviló con una sonrisa de deleite.

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