El repertorio del chelista: 1
N/A: chicas, dado a que mi cabeza no está lo suficientemente ordenada como para escribir "imperdonable" les he traído un pequeño obsequio. Durante esta cuarentena haremos una serie de one-shots, LOS CUALES NO SON PARA NADA CANÓNICOS, sobre esta historia que aún me hace suspirar.
¿Para qué hacemos esto? (sí, hacemos. Ustedes me ayudarán) Para sobrellevar los tiempos en los que vivimos y las situaciones que a veces nos superan. No les voy a mentir, estoy oxidada. Necesito recobrar mi ritmo; ¿Qué mejor manera de hacerlo con algo que conozco a la perfección como Tomy y Ami? Espero traerles un poco de alegría y, de paso, recordarles que siempre pienso en ustedes.
Por favor, cuídense.
#QuedateEnCasa #LemonEsSalud
... ... ...
Rodeado por un sinfín de sonidos que parecían disparar en su contra, removiendo emociones casi ya olvidadas, se encontró a sí mismo sentado. Un antiguo recuerdo tambaleaba en su mente, no lograba identificarlo, pero podía reconocerlo; El aroma a tierra mojada mezclada con los tímidos susurros del viento haciendo oscilar algún árbol cercano lo dejaban bien en claro, estaba en San Fernando.
Pronto las paredes se aclararon y como un viejo fruto que se revelaba en primavera, salieron de su letargo. La pintura descascarada y un único ventanal en su cuarto lo centraron en tiempo y en espacio, aquel dormitorio, que ahora lo contemplaba como si fuese la primera vez que lo mancillaba con su presencia, había sido su residencia por los últimos tres años.
De pronto el órgano rugió a la distancia, trayendo consigo una colérica melodía, alguien estaba jugando con sus teclas y continuamente las presionaba creando caos en el ambiente. Sonidos agudos y graves contrastaban sin armonía, mientras que la ausencia de ritmo solo lograba hacer que su alma de partitura se montara en cólera. No toleraba que alguien defenestrara a tal grado un instrumento, aquello debía concluir.
Bastante molesto, se levantó de su silla y comenzó a direccionarse a la nave central de la iglesia donde normalmente se encontraba el piano. El pasillo se alargaba y, a pesar de que sus pasos pronto mutaran en largas zancadas, él no llegaba para dar por concluido aquel martirio. El ruido agónico continuaba, ahora con mucha más rapidez, en cualquier momento sus oídos sangrarían sí no daba por concluida esa funesta molestia.
El pasillo por fin pareció obedecer sus ruegos, se quedó estático permitiéndole ingresar a su iglesia, en ella todo seguía como antes; Las luces parpadeantes y los santos penitentes alzados en sus altares seguían en pie. Al encontrarse en su santuario no pudo hallar el causante de los agónicos gemidos del órgano, pero la información suministrada por el templo poco a poco parecía esclarecer aquel misterio. La lluvia caía y golpeaba en la cúpula central, haciendo que las viejas veladoras se tambalearan y los vitrales amenazaran con abrirse y dejar paso a la tormenta. Preocupado ahora más por su iglesia que por el incesante ruido de unas teclas siendo castigadas, enfundado en su traje mortuorio, monocromático, ajustó su alzacuellos al borde su camisa y, con cuidado, abrió la puerta para contemplar aquel furibundo cielo que, ahora con sus truenos, parecía sincronizarse con el ruido cada vez más molesto.
Al dirigirse al portal y contemplar la noche, notó que el clima estaba casi apocalíptico, eléctrico. El cielo no mostraba piedad con sus calamidades y esa lluvia antes soportable ahora mutaba en una profunda calamidad densa qué, en cuestión de minutos, logró bañarlo por completo con su agua helada. Nunca en su vida había observado algo así.
Asustado por la idea de que encima suyo cayese un rayo, se volteó para retornar a la seguridad de su parroquia, tomó fuertemente el picaporte de la puerta central en su mano y lo giró repetidas veces para permitirle el paso, pero nada sucedía. El portal no cedía y la lluvia, cada vez más violenta, seguía empapándolo y arremolinando su cabello con vientos huracanados gélidos que amenazaban con humedecer hasta sus huesos.
Sin saber qué hacer, intentó buscar refugio. Miró a cada lado y ninguna vivienda se veía, la desolación del poblado solo hacía que su final ya anunciado fuera cada vez más rápido en conclusión. De pronto, en el silbido de las fuertes ráfagas de viento, logró reconocer nuevamente el ruido molesto que en un principio lo habían sacado de su trance. Aquella seudomelodía estaba cerca, seguramente que en su origen encontraría refugio y lograría callar, de una vez y por todas, su molesto arpegio.
Con su camisa empapada, pegada a su piel, se abrazó a sí mismo para correr entre la tormenta. Pronto empezó a rodear la iglesia, pero en su perímetro ninguna luz se vislumbraba. A la tercera vuelta logró visualizarla, una pequeña casa de pintura clara y de puerta azul tenía las luces encendidas. Había aparecido de la nada y sin motivo, pero la lluvia en cada momento se volvía más fría, aquel hogar era su única salvación.
Apresurado, llegó hasta ella, mientras más se acercaba a la puerta más fuerte se hacía ese ruido de teclas siendo incesantemente golpeadas. La lluvia ya no lograba opacar aquel gemido de cuerdas, ese sonido molesto ahora era mucho más reconocible, eran cuatro notas incorrectas sostenidas en lapsos de cinco segundos. Su cabeza le dolía, ya no lo aguantaba... Sabiendo que nadie respondería a la puerta a causa de tan fuerte barullo, giró el picaporte; Para su suerte esa morada estaba abierta.
Al entrar la escena que lo recibió fue sublime, la pequeña casa albergaba en su interior una docena de candelabros de bronce que alumbraban con taciturnas llamas el ambiente. El suelo revestido en mármol estaba mojado a causa de varias goteras provenientes del techo que, de cierta manera, daban al lugar una belleza extraña, indescriptible, que solo embelesaba su odio contra aquel ruido que a cada paso acrecentaba su volumen. Con sigilo, se adentró a ese extraño aposento, intentando dar con el origen de la pesadilla sensorial; Sin muebles o comodidades cada habitación se encontraba completamente vacía a excepción de las velas que alumbraban sus pasos desde sus dorados pedestales.
Las puertas de esa casa fueron abiertas, pero en ninguna de ellas se mostraba algo diferente a lo ya visto, cuando decidió a darse por vencido, escondido en un rincón un último portal brillaba a causa de su lustro cedro negro. Decorado con diversas guardas trabajadas, la última puerta mostraba por sus rendijas una luz parpadeante. Sabiendo que allí concluiría su misión, no lo dudó, con pulso firme y el humor de un músico en desventura, la abrió en un solo movimiento.
En su interior contempló los mismos candelabros antes vistos, pero estos alumbraban a infinidades de santos con ojos vendados que apuntaban con sus dedos de yeso a un piano de tubos que sin duda alguna era la joya central de esa habitación. Delante del instrumento, un joven se encontraba parado dándole la espalda, ocasionando ese molesto ruido que ahora ,a escasos pasos, era una tortura para sus tímpanos.
Acercándose a él, Tomás notó que era un joven al cual sin duda alguna pasaba en años, su cabello rubio era corto y su ropa, igual de negra que la suya, estaba ligeramente desordenada. Con su camisa mal fajada a su cintura Augusto Santana tocaba ese piano de pie, haciendo que cada vello de su oyente se erizara de dolor.
Cuando estuvo a una distancia prudente, tocó su hombro. Pronto su antiguo amigo volteó reluciendo en su rostro su clásica sonrisa, tal y como lo recordaba. —Oye, deja de hacer tanto ruido. ¿Qué pretendes, Augusto?
Torciendo su boca en un gesto de derrota, Augusto solo iluminó el salón con su inexperiencia, volviendo su mirada a las teclas de ese instrumento. Por fin el ruido había cesado. —Lo siento, intenté tocarlo, pero veo que no se me da bien esto de la música.
Tomás se alejó un poco, dándose a sí mismo la privacidad necesaria para limpiar el sudor de su frente y apretar levemente el puente de su nariz para calmar su jaqueca. —Tranquilo, nadie nace sabiendo. Todo en esta vida es cuestión de práctica.
Aún de espaldas, el que alguna vez había sido su compañero de vivienda, cuestionó. —¿Tu podrías enseñarme? Realmente siento que estoy matando este piano.
Despejándose a sí mismo, Tomás abrió los ojos y asintió. —No sé mucho de pianos, pero podría darte una mano. Colocándose detrás de su amigo, Tomás esperó pacientemente a que él se apartara de las teclas, cuando por fin lo hizo, su boca se abrió incrédula de lo que veía.
Sobre el piano, solamente elevada por la fuerza de sus codos, la mujer más bella que había visto le sonreía en un gesto de dulce lascivia. Sus labios hinchados y sus ojos entrecerrados demandaban sin palabras la atención de una buena mano y un pulso firme, revestida en dos pequeñas prendas rojas, Amelia lo esperaba impaciente. Ahora lo entendía. Mientras que sus ojos, aquellos tan eléctricos como ese mismo cielo que bañaba San Fernando, no se cerraran, aquella tormenta continuaría. Altiva y elegante como solo un ángel podía presentarse ante un mortal, ella sonrió. —Le dije a este idiota que la música no era para cualquiera.
—No lo trates así, es solo un novato— Ligeramente sonriendo, Tomás reconoció ese gesto ansioso que solo una plegaria misericordiosa podía calmar. Dándose dichoso por poseer el conocimiento necesario para construir una melodía, mencionó. —Augusto, ven aquí. Te enseñaré una canción.
Pronto ese eco del pasado llegó a su lado cargando una profunda pena en sus pisadas, impaciente contempló a su maestro, la lección comenzaba y los movimientos certeros serían ejecutados en aquella mujer sobre el piano.
—Tienes que entender que la música no es solo conjugar sonidos, es algo más complejo, tienes que exteriorizar...— Acariciando levemente la pierna de su ángel, con pequeños roces se animó a ascender hasta su rodilla. —Debes ser un artesano, casi hasta un testigo... La música tiene que penetrarte y llenar cada uno de sus sentidos.— Subiendo aún más su mano con delicados movimientos, se animó a rozar con la punta de sus dedos el delicado encaje rojo que revestía la desnudez de Amelia. De pronto ella suspiró, pero de su boca no salió una exclamación de alegría o gozo, sin siquiera despegar sus labios la habitación entera fue poseída por un perfecto do sostenido lo suficientemente lento como para finalizar en un eco. Satisfecho, volteó para contemplar a su aprendiz a un costado. —¿Ves? Es así, con delicadeza. Este piano debe entender que le rindes culto.
Como un buen alumno, Augusto contemplaba la escena, atento a la próxima lección, habló. —Nunca había escuchado algo así... Sigue, tu pareces entender más de esto que yo.
Obediente a ese pedido, continuó con su repertorio. La mano se alzó en gloria y tocó el vientre de aquella mujer que embelesada en su propio embrujo se sabía dueña de diversas sinfonías. Surcó con sus dedos la pequeña hendidura entre sus costillas y se detuvo hasta tomar los breteles que pronto liberarían el alimento. Estaba ansioso por descubrir sus pechos, pero paciente en ejecución, acarició su cuello dejando que un dedo bandido rozara sus labios, un arpegio de tres notas sonó. —Muy bien, es así... Solo hay que tener calma.
Sabiendo que la noche le pertenecía y que la tormenta solo sería acallada con una canción, prosiguió con su serenata. Ahora con ambas manos rodeando el delicado cuello de esa musa renegada empezó a bajar poco a poco los delgados cordeles de esa refinada prenda, arrastrándolos por su clavícula y dejando que caigan sobre sus brazos. Los sonidos continuaban, majestuosos en ejecución y deliciosos en diversas maneras, agasajando a los tímpanos de quienes tenían el honor de escucharlos. Cuando el eco vibrante de un si se mantenía en el aire, desabrochó el brassier de la ninfa dejando paso a la locura que exaltaba ahora a su sangre.
—¿Ahora qué hay que hacer, profesor?— Cuestionó Augusto a un costado del piano, viendo cada expresión de la joven que hábilmente era envuelta en su trance.
Tomás no tardó en responder, aquello le parecía normal. En esa habitación solo había un chico que quería aprender. —Bueno, ahora debes reconocer cada sonido. Sí queremos armonía lo mejor que podemos hacer es lograr conjugarlos.
Acariciando suavemente el monte de su pecho izquierdo, deslizó la punta de sus dedos hasta los suaves pezones rosados. El ambiente fue penetrado por una pequeña conjugación, la canción se iba ensamblando. Prosiguió acariciando su vientre bajo con ternura haciendo que una suave resonancia retumbase por la habitación, el orden aparecía y con él una inusual calma gregoriana bañaba el lugar.
Escuchando la lluvia a la lejanía, supo que pronto un denso estribillo tendría que unirse a su partitura. Con sus manos firmes, tomó las rodillas de su ángel y con cuidado, pero de manera rápida la arrastró sobre la lustrosa madera del piano, dejando que sus pies quedaran colgados por encima de las teclas. Un fuerte re se hizo notar, agregando violencia a la hasta ahora calmada melodía. Como un conocedor de la materia, se colocó entre sus piernas y acercó su rostro hasta su cuello. Cerró los ojos... Podía sentir como ella quemaba hasta la punta de su castaño cabello con su respiración hervida, el infierno y el cielo estaban dispuestos en un horizonte de su cuerpo. Con la correcta ejecución encontraría el limbo de ambos y revelaría ese terreno misterioso a su callado alumno.
Abriendo los ojos, se animó a enfrentarla. Conocía bastante bien esa mirada que ahora ella le brindaba. Detrás de ese celeste casi salvaje se escondía la expectación desbordada de deseo, el ansia era demasiada. Notando como ella se relamía sus hinchados labios observando su boca, le cuestionó. —¿Voy bien así, Ami? ¿Crees qué voy muy lento?
Ella, con sus pechos al aire siendo enmarcados por una fina capa de cabello negro, sonrió mientras intentaba contener su agitación. —Estoy cansada de las canciones sacras, son demasiado aburridas... ¿Por qué no tocas algo más rápido? Escucha los truenos.—Elevando sus ojos al techo, esperó que un quiebre del cielo sonara. Cuando este resonó, sonrió satisfecha. —Tienen un ritmo violento, necesitan un acompañamiento acorde.
La entendió, esa sonrisa que ella le brindaba, reluciente como una hilera de perlas, escondía detrás de su lengua la partitura de un réquiem. No pudo contenerlo, le devolvió el mismo gesto. Los dos amantes se miraron presa de su encanto, ambos sabían lo que sucedería.
Rompiendo aquel embriagante ambiente, el alumno se hizo notar. Augusto había arrastrado una silla hasta el margen del piano para luego sentarse en ella y observar en detalle toda la escena. —Lo dejo hacer su trabajo, profesor... No quiero interrumpirlo.
—No interrumpes nada, Augusto. Estás aquí para aprender...— Con la calma propia de un maestro, Tomás lo miró de manera comprensiva. —Solo presta atención.
—Si, señor. Lo que usted diga...
—Muy bien— Sentenció Tomás mientras que regresaba su mirada a la dulce mujer que sobre el piano amenazaba con envolverlo con sus desnudas piernas. —Hagamos una linda sinfonía.
Cuando terminó de pronunciar aquella corta pero concisa oración, demente atacó su boca. Amelia no tardó en responderle a su manera, siendo ella la protagonista de la partitura; Mordió su labio, haciendo que una dulce punzada dolorosa fuera penetrada con su saliva, luego lamió la pequeña herida, calmándola con la caricia de su lengua. El salón entero se infestó de conjugaciones de teclas, los sonidos se mezclaban en perfecta armonía teniendo a los truenos como metrónomo.
Preso del salvajismo que le era contagiado, arañó con suavidad la pierna que lo rodeaba, para luego tomarla y hacer que ascendiera aún más por su cintura. Amelia por fin había quedado recostada completamente en el piano haciendo que sus tobillos se entrelazaran detrás del único hombre que podía ejecutar su canción. Expectante, Tomás observó cómo sus suaves senos, a escasos centímetros de su rostro se movían ligeramente en cada respiración. Estaba sediento, necesitaba alivio después de tanta seca soledad...
La música continuaba y cada vez se tornaba más virtuosa. Las teclas parecían ser apretadas con destreza cada vez que lamia y besaba su piel rosada. La locura de las escalas continuaba y ahora clamaba toda su atención, echado encima de ella con uno de su pecho en la boca, usó ambas manos para acariciarla y de manera demandante poder sentir cada porción de su cuerpo.
La canción proseguía y en cada segundo se tornaba más gloriosa, el alumno estaba embelesado, casi tomando nota. No podía despegar los ojos de su maestro y su técnica, su ejecución era perfecta. —Es una bella melodía.
—Podemos hacer que sea más perfecta aún— Mencionó Tomás descansando su cabeza entre los pechos de su amada mientras que un delgado hilo de saliva lo conectaba con la fuente de su vicio. —Solo tienes que dejar que ella te posea.
Con el coraje propio de un aventurero, aún con su cabeza recostada a un costado del corazón de su amada, descendió con sus manos acariciando su cintura, hasta detenerse en la pequeña ropa interior que lo separaba de su paraíso. Sintiendo cooperación de parte de Amelia, ella elevó sus caderas para que la prenda fuera deslizada por sus piernas, obediente a su mandato pronto la dejó desnuda.
La imagen era soberbia, aún sin nada puesto más que su propia piel Amelia causaba temor enfundada en su gloria. Nadie que no estuviera lo suficientemente preparado para contemplarla en su verdadera forma podría terminar aquella canción. Notando como su bajo vientre se perdía y cambiaba de nombre en diversos pliegues acuosos, solo se dejó llevar por aquello que ahora ansiaba más que nada. Lamiendo el sendero imaginario que había trazado antes con sus dedos, deslizó su lengua por toda la suave superficie pálida, hasta ser revestido en el más tierno calor que recordaba.
Dejó un beso húmedo en su sexo, lamió con desenfreno todo lo que podía, dejando que sus labios, mejillas y rostro quedaran empapados en tan dulce ambrosía. La música ya era sobrehumana, embriagaba el ambiente y brindaba un carácter surrealista a la escena. Cuando por fin se sintió purificado por sus aguas y listo para la contienda, sacó su cara de entre las piernas de su ángel y, con algo de desesperación, empezó a desabrochar su cinturón.
—Profesor; ¿No cree que la canción se está prolongando demasiado?— Cuestionó Augusto aún atento a un costado del piano, ahora tenía sus codos arriba de la madera. Estaba aprendiendo de la didáctica que delante de sus ojos de desplegaba.
—No, todo lo contrario— Mencionó Tomás dejando que el sonido metálico del cierre de su pantalón siendo bajado se conjugara con la sinfonía que sonaba de manera continua. —A veces la calma y el tiempo son necesarios para que todo salga a la perfección.
—Yo creo que Augusto tiene razón, Tomi...— Delante suyo, casi retorciéndose como una serpiente, Amelia había hablado mientras que se acariciaba a sí misma haciendo que poco a poco toda su piel fuera un estandarte de plegaria. Contentándose a sí misma acariciando su gruta divina, volvió a hablar entre quejidos mientras que la música se tornaba aún más fuerte. —Termina la canción, por favor...
—Siempre haré lo que tú me pidas, Ami... Pero tienes que ordenarlo, un ángel nunca pide un favor— Liberando su miembro de la cárcel de tela que significaba su propia ropa interior, lo notó palpitante y duro, listo para obedecer cualquier mandato. Haciendo que Amelia se deslizara aún más por la madera del piano, la dejó sentada en su margen, haciendo que sus suaves muslos lo rodearan y que el calor de su entrepierna, ahora tan cercana, quemaran su falo.
—Entonces te lo ordeno, termina la puta canción de una vez— Elevando su cabeza, Amelia lo increpó con su cruda mirada. No podría jamás negarse a lo que esos ojos le dictaban.
Con prisa, ayudado por el pulso de su mano, direccionó su miembro hasta la entrada de su edén. Hundiéndose, dejando que un tierno abrazo húmedo lo rodeara y envolviera. Un gemido salió casi de manera autónoma de su propia garganta mientras que la melodía continuaba mutando ahora con más rapidez y habilidad.
—Suena precioso...— Mencionó Augusto viendo a esa pareja copular delante suyo sin siquiera inmutarse, la escena parecía algo cotidiano.
Con sus ojos cerrados, intentando que su boca pronunciara cada palabra que su mente dictaba, entre gemidos, Tomás respondió. —Sonará aún mejor, solo escucha...
Empezó a moverse lentamente en ligeras embestidas que amenazaba a salir de ella para luego volver a adentrase en su interior. Las escalas ahora eran más rápidas, mientras que un rítmico acompañamiento se deslizaba entre las teclas centrales y se unía en sincronismo a los truenos.
Amelia se aferraba a él uniendo sus manos detrás de su cuello y demandando aún más atención. Pronto sus uñas trazaron un mapa invisible sobre su camisa negra mientras que el alzacuello temblaba entre los ojales de su ropa, intentando escaparse. La velocidad aumentó y las convulsiones propias de la satisfacción empezaron a notarse en forma de ligeros espasmos en las piernas de su amada que aún lo obligaban a estar pegado a ella.
Preso de la loca sinfonía que llenaba el ambiente y de la bella mujer que con sus quejidos hacía que el piano cobrara vida, se libró del nudo de sus piernas, obligándola nuevamente a recostarse sobre la madera del instrumento.
No tardó en lanzarse sobre ella quedando encimado a su piel, sintiendo como ella debajo suyo se movía y contorsionaba en búsqueda de su propio placer. Besándola y penetrándola a la vez, una ligera frase salió con ternura de su profana boca. —¿No deberías dejar que tu alumno también participe? Es una bella canción para solo ser de dos.
—Quizás en otra ocasión podría tocar, pero creo que por hoy lo correcto será solo hacerle una pequeña introducción.— Preso del mantra que el piano gritaba, Tomás sabía que pronto la sinfonía concluiría. Haciendo que una de las manos de su dulce musa dejara de castigar su espalda, la atrajo a su propio rostro, besando su dorso y luego lamiendo su muñeca. Acto seguido hizo que su brazo se estirase en dirección a Augusto, quien como buen espectador no se perdía movimiento alguno. —Toma su mano...— Mencionó mientras la velocidad de sus movimientos aumentaba.
Augusto así lo hizo, entrelazó sus dedos con los de aquella mujer que en cualquier momento quebraría la tormenta con uno de sus gritos. Agarrado fuertemente a ella, notó como su maestro sonreía satisfecho.
—Muy bien... Quiero que sientas como tiembla, como vibra... Eso solo podrás lograrlo cuando entiendas que la torpeza no logra una sinfonía.— Notando como su alumno agarraba con fuerza la mano de su ángel que yacía bajo suyo, una fuerte descarga eléctrica comenzó a subir desde sus pies hasta su cadera.
Lo había logrado, gritos ajenos resonaron debajo de él mientras que Augusto descifraba los misterios ocultos de un orgasmo angelical prendido a la mano de aquella que ahora lo hacía desvariar. Sin ya más excusa para contenerse, dejó que su manantial blanquecino llenara todo el interior revestido en rubíes que tan cordialmente lo abrigaba. La sensación fue suprema y, por un instante, pudo tocar el mismísimo cielo mientras que el infierno le acariciaba la espalda. La canción concluyó.
Preso de su impresión, se levantó sobresaltado de la cama intentando recobrar el aire que le había sido arrancado durante ese extraño sueño. Estaba agitado y bañado en sudor, intentando normalizar su respiración parpadeaba repetidamente mientras que quejidos de exaltación salían de su garganta. Pronto la luz fue encendida.
Adormecida pero un poco consternada por la actitud de su pareja, Amelia prendió la veladora a un costado de su cama. —¿Estás bien?
—Si... Si...— Avergonzado respondió, mientras que limpiaba la transpiración de su frente con el dorso de su mano. —Fue solo una pesadilla...
—Tranquilo, Tomi— Acercándose a él, ella beso su mejilla y se acobijó a su lado. —Vuelve a dormir.
Intentando que la mentira no se vislumbrara en su rostro, rápidamente se levantó de aquella cama que compartía para huir despavorido rumbo al comedor. —Iré por agua, ahora vuelvo. Trata de seguir durmiendo, Ami.
—Está bien...— Casi en un estado comatoso, Amelia ni se molestó en abrir los ojos para nuevamente caer rendida en un dulce sueño.
Atolondrado por aquel sueño casi indigno de su mente, Tomás caminó hasta la pequeña mesa que usaba de estudio. De entre los cajones sacó una partitura en blanco y se sentó con velocidad en una silla cercana sosteniendo un lápiz en la mano. Una sensación fría llegó proveniente de su pijama, una ligera mancha húmeda se notaba a simple vista. Aquella polución nocturna había sido la más rara que había tenido en toda su vida.
Sabiendo que su cambio de ropa y su ducha fría, de por demás necesaria, podía esperar. Con ayuda del grafito comenzó a dibujar notas en el pentagrama, debía escribir aquella canción antes que sea olvidada.
Trio para piano número 1, la desdicha del alumno. Tomás Valencia.
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Bueno chicas, es el primero.
Sí tienen algún pedido me lo hacen saber.
Si no les gusta también me lo dicen.
Pero; ¿Alguien me puede explicar por qué pingo se me da bien esto y no me sale ni una palabra en ciencia ficción?
En fin... Quiero que sepan que las extraño.
Espero que pronto todo esto pase.
Quien les desea un buen día:
Linda manera de desayunar ¿Eh? 7 de la mañana y acá estoy escribiendo mis cochinadas cochinosas.
¡Felices pascua! ¡Espero que todas reciban un gran huevo negro!
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