63: "Apocalipsis"



—Sinceramente me gustó, creo que tiene todo lo necesario para convertirse en un buen hogar— Observando las fotos que había tomado, Amelia hablaba de manera animada sentada en la butaca del acompañante de ese auto en movimiento.  —Además su forma es perfecta, amé el tejado azul… Aunque el jardín estaba un poco triste.

—De eso no te preocupes— Sonriendo al notar la energía de su compañera, Tomás intentó concentrarse en el camino que circulaba debajo de las ruedas de ese vehículo que ahora conducía con facilidad. —Plantaré lo que quieras— Pensativo, agregó. —Quizás unos árboles frutales o podríamos iniciar una pequeña huerta. Dime, Ami; ¿Qué planta te gustaría?

—Uhm… No lo sé, con que sea verde me conformo— Mientras la ciudad se despegaba de la visión periférica, Amelia pensaba en los supuestos de su futuro. Todavía le costaba creer que había algo creciendo dentro suyo y que el hombre a su lado, ya sin pena ni censura, exclamaba su amor al viento. Derramando una real dulzura. —Aunque un rosedal no me vendría mal.

—¿Rosas? Bueno, sí eso quieres… Eso tendrás— Intentando no contaminar su mente con aquel punzante pensamiento que le había llegado, Tomás escondió sus instintos bajo un manto de consentimiento, luego habría tiempo para juegos. —Pero primero veamos la última casa, no tomemos decisiones apresuradas, quizás te guste.

—Tomy, por el simple hecho que tengamos que hacer un recorrido diario de cuarenta minutos para llegar a la ciudad ya no me gusta— Notando como a su lado ese hombre parecía entristecer a causa de sus palabras, Amelia rápidamente tiñó su juicio borrando su egoísmo. —Pero la veremos, sé que te causa algo de nostalgia.

—¡Esa es la actitud que quería!— Escuchando como la señal de aquella emisora de radio se perdía, Tomás apagó el estéreo y dejó que solo la brisa rota contra el cristal del auto sea su canción. —¿Alguna idea clara para la decoración?—

—No lo sé, Tomás… Apenas puedo hacer que mi ropa me quepa, pero sí necesitaremos una habitación para los instrumentos. Un piano y un chelo sonando a las tres de la mañana creo que será algo molesto para el bebé.

Recordando que pronto su dúo se convertiría en un trío, Tomás sonrió preso del futuro que ahora no se veía tamizado por la tristeza. Aún había un brillo azulino que lo mantenía vivo. —¿Ami?

—¿Sí?

Un poco asustado por la respuesta que recibiría, cuestionó. —¿Có… ¿Cómo te sientes con?… ¿Ya sabes, todo lo que pasó?

—No es algo que se pueda superar de la noche a la mañana. ¿Entiendes?— Suspirando, Amelia respondió. —Pero intento seguir adelante, por mí, por nosotros y por Jim… Duele, claro que tiene que doler, pero eso no quita que realmente sea feliz a tu lado—

Sorprendido por la madures que a veces esa mujer que mutaba en niña podía tener, Tomás sonrió aliviado, hasta que analizó cada palabra pronunciada por la madre de su hijo no nato. —¿Jim?

—Sí, Jim— Satisfecha al pronunciar la única silaba de ese nombre, Amelia respondió.
Una risa malintencionada fue necesaria, aquello resultaba cómico. —¿No te gusta el nombre Jeremías pero te gusta Jim?— Nuevamente entregándose a una carcajada, Tomás negó. —No le pondremos a nuestro hijo el nombre de un cantante drogadicto.

—Lo dices como si fueras tú el que está engordando. Vamos, Tomás… Piénsalo. Jim suena mucho más imponente que Jeremías. ¿O acaso tienes otro nombre en mente?

—Bueno… Tu padre quiere que le pongamos su nombre.

Pensativa, ella dedujo. —Jim Jeremías Juan Valencia Von Brooke… Mierda, pobre niño.

Estridentes, como dos campanas, sus risas resonaban atrapadas por el tiempo. Aquella situación no estaba ajena a la tristeza, pero era real… Ya no era una contemplación de un sueño utópico o de una fantasía de ventana. Las heridas costaban en cicatrizar, pero la alegría volvía.
—Ami…

—¿Sí?

—¿Sí le ponemos Mateo?

De pronto, como sí una nube hubiera tapado por completo la lumbre del sol, Amelia suspiró aquel aire gélido que solo provocaba cuando la tristeza la envolvía. El recuerdo volvía y el terror nocturno de una muerte prematura ahora, en calidad de sonámbulo, deambulaba en ese auto afectando a la única mujer presente. Un imaginario dolor nació en su vientre, quizás atacando al producto de su amor o perjudicando a un corazón herido que ahora latía por dos.

—Sería una buena manera de mantener su recuerdo siempre presente…— Sabiendo que sus palabras habían ocasionado estragos en la mujer que amaba, Tomás tardó una milésima de segundo en arrepentirse por lo pronunciado. Realmente le dolía su falta de sentido común, aquello, aún con los cadáveres frescos devorados por los pocos meses acontecidos, dolía. Apenado y sinceramente conmovido, concluyó. —Discúlpame…

—No, no tienes de qué disculparte— Elevando su vista e intentando despejar aquella tormenta que un recuerdo podía causar, Amelia respondió. —Tienes razón…

—Ami…— Disminuyendo el ritmo del vehículo, Tomás se vio tentado en estacionarse a un costado de la desolada carretera, pero algo en su mente le pedía continuar. —Está bien sentir dolor, Ami… No te lo niegues. Llora todo lo que quieras, por favor. Quizás no supe secar tus lágrimas, pero te prometo llorar contigo e intentar que ambos nos levantemos. Deja de evitar el tema… La mejor manera de sanar es aceptar.

Evitando que esa lágrima que bailaba en sus ojos cayera, Amelia miró nuevamente por la ventana. El ligero vaho de una tarde de otoño ahora empañaba los cristales. El impulso fue supremo y la necesidad desesperante, con la punta de sus dedos dibujó un corazón sobre el vidrio, sonriendo ante la comedia de repetir un acto ya vivido en un camino conocido. —Te amo; ¿Lo sabes?

—Sí, lo sé… Pero no quiero que te mantengas fuerte por mí, hazlo por ti y por el bebé— Estirando una de sus manos, Tomás tocó su rodilla, notando rápidamente como su extremidad era entrelazada por unos dedos fríos que parecían no querer soltarlo.

—Sonreiré por ti, aceptaré por mí y viviré por Mateo… A veces creo que puedes tener todas las soluciones del mundo dentro de esa vieja cabeza tuya.

—No las tengo a todas, Ami… Pero tengo mi amor y mi amor lo tengo sentado justo a mi lado— Sin preocuparse por el vacío camino al cual se enfrentaban, la miró con solo la pasión que un artista podía tener al trazar en su hoja un nuevo boceto. —Ahora vamos a ver esa casa, cuento los minutos para que nos mudemos.

Evitando que la miel que escurría por sus piernas cayera, Amelia divisó una extraña teoría. —¿Te quieres mudar por la forma en que te mira la señora Narváez?— Riendo, Amelia recordó los hechos narrados por su pareja. —Yo también te miraría feo sí me hubieras insultado de esa forma.

—Tenía un mal día, Ami…

—Sí, lo recuerdo— Evitando no explotar en gracia, Amelia continuó. —Hasta llegaste con los nudillos ensangrentados. ¿A quién golpeaste?

Pronunciar aquel nombre aún era un tabú que su boca no tenía permitido. Cada silaba dolería invadiendo con su dicción un dolor propio de un desenlace no revelado. No quería mencionar el nombre de Augusto bajo ningún termino. Habría muchas preguntas… De las cuales no quería dar respuestas. —A un idiota que andaba deambulando por la calle.

—Pero, ¿Qué te hizo el idiota? ¿Era un mal tipo o algo así?

—No… No era mal tipo. Solo, seguramente, se cruzó con la persona incorrecta.

… … …

Subiendo nuevamente al vehículo, ambos suspiraron. La ultima casona que habían visitado resultó ser un desastre propio de un accidente aéreo; La humedad invadía cada rincón y la pintura descascarada mostraba, debajo de un ordinario amarillo, el más horrible gris de todos.

La fatiga poco a poco llegaba, el largo recorrido concluía con aquella fatídica casa. Tomándose un tiempo más que necesario para respirar en reposo, ambos se quedaron quietos dentro del auto.

—Creo que…

—No lo digas, Ami. No hace falta— Interrumpiendo de manera rápida, Tomás tomó la palabra. —No es una mala casa, pero necesitaría muchas reparaciones. Saldría más caro arreglarla que comprar la casa en sí.

—Sin contar que es horrible… Ni las ratas quieren vivir allí.

Imaginándose una familia de ratas indignadas con sus maletas en la puerta de esa casa corroída, Tomás rio, ahora sus carcajadas por fin podían ser sinceras, estaba perdonando al mundo y perdonándose a sí mismo. De repente una idea apareció, parecía estúpida, quizás una pérdida de tiempo, pero el deseo era grande y el impulso supremo. Encendiendo el motor direccionó el auto a un camino no anunciado, haciendo que su silencio sea la estela suficiente para levantar la curiosidad de la pasajera del coche.

—Tomy… La ciudad queda del otro lado.

Con una sonrisa adornando su rostro, Tomás se sintió dichoso de la pronta sorpresa que tomaría por desprevenida a esa joven. —Lo sé…

—Entonces; ¿Dónde vamos?

—Ya lo verás por ti misma, sí quieres descansar creo que sería un buen momento.

—No, no te ofendas— Replicó Amelia. —Pero aún no me siento muy seguro contigo al volante

—Entonces, Ami, disfruta del viaje. Será corto, pero realmente necesario.

Tomando aquello como un condimento para su curiosidad, Amelia nuevamente miró por la ventana; la oscuridad comenzaba a formarse mientras que las primeras facciones del otoño tomaban forma definida.

El tiempo pasaba y, con él, el corazón antes tierno se transformaba en un óleo de cicatrices que por las noches supuraban su dolor. Era difícil… Pero necesario, no había tiempo para lástimas y atentados, sí algo bueno saldría de la tierra del cementerio eso, sin duda alguna, sería la superación.

Notando como los ojos de su pareja brillaban con el volante enfrente suyo, Amelia sonrió. —¿Por qué tan alegre?

—Bueno… Ami, uno a veces debe volver al lugar que lo hizo alguna vez feliz.

—No me digas qué…— Reconociendo el camino que ahora circulaban, Amelia suspiró presa de un engaño. —Estás loco.

—Sí, locamente enamorado— Volteando para regalarle un destello de su mirada, Tomás sonrió. —Se alegrarán de verte.

—Sí, se alegrarán de vernos. Pero se caerán de culo cuando les contemos la historia.

Los minutos pasaron y ese camino se transformaba en un sendero ya recorrido, el corazón martillaba y un inmenso nerviosismo llenaba los sentidos del conductor. Cuando la negra reja se interpuso entre ellos y les cortó el paso supo que era hora de bajar.

El tiempo había transcurrido pero la edificación apenas sí había mutado, llenando su corazón de la nostalgia de un amante y un sacerdote, Tomás apagó el motor.

El silencio se apoderó del coche unos momentos, ambos buscaban el valor necesario en el auto para dar el primer paso. Dándose cuenta que la escena debía terminar con una frase alusiva, Amelia sonrió hablando. —El buen pastor… Nunca pensé volver.

—Yo tampoco, pero míranos— Tomando la iniciativa necesaria de un guerrero que abre fuego en las trincheras, Tomás bajó del coche y, rápidamente, se acercó a la puerta de su pareja. —Estamos juntos…

Descendiendo del vehículo, Amelia se tomó su tiempo para observar las inmediaciones de ese viejo internado. Todo seguía tal y como lo recordaba; El aroma a lirios llenaba el aire mientras que una pequeña pero densa capa de humedad hacía brillar las piedras de la fachada. Fue imposible no pensar en su historia, aquella que tantos sentimientos había generado; Recordó a Tomás en su primer encuentro luciendo su ropa negra y evitando, ante todas las cosas, sonar humano, pensó en María con sus dibujos inundando su cuarto con el olor a grafito y en Carolina con Natalia teniendo pánico al ser descubiertas tomándose de las manos… Pensó en Moni, pensó en su cuarto… Pensó en su historia.

—¿Crees que nos quieran recibir?

Saliendo de su embrujo, Amelia nuevamente colocó los pies en la tierra. —A ti sí, a mí me lanzarán un balde de agua bendita.

La risa fue necesaria ante la estampa, casi cuatro años después allí estaban, donde todo había empezado. Tomando el envión necesario del viento, Tomás extendió su mano a ella, siendo rápidamente agarrado por su mano fría. La última vez habían salido separados, ahora volvían juntos. Con el dolor de una espina y la caricia de una rosa.

Con cuidado de no anunciar su llegada con un gran estruendo, ambos traspasaron la gigantesca reja metálica que con su chillido no pasaba desapercibida.

—¿Estarán despiertas?

—Sí— Respondió Tomás caminando por el verde césped, viendo la antigua puerta de su iglesia. —Ahora que no están las alumnas sólo se limitan a rezar y a hacer el pan para el pueblo… Les daremos una agradable sorpresa.

El camino fue corto, pero ambos lo sintieron eterno, apretando cada vez más fuertes sus manos aquella pareja sentía sus venas estallar a causa del nerviosismo y su corazón compulsivo siendo revitalizado por un necesario aire sepia.

Aclarando su garganta y acomodando su ropa, Tomás golpeó aquel portal de acebo.

—Nunca vi cerrada esta puerta.

—Tranquila— Mencionando aún nervioso, Tomás esperó estático delante del portal. —El buen pastor siempre estará abierto para nosotros.

El choque de unas llaves se escuchó desde el otro lado de la madera, haciendo eterna la espera, la puerta lentamente se abrió con desconfianza. —¿Sí?

Reconociendo ese hábito monocromático y la regordeta cara de la monja, Tomás se sentía lleno de dicha al hablar. —Buenas noches, hermana Juana—

La religiosa no tardó en cambiar su semblante y sonreír con la gracia propia de un reencuentro. —¡Padre Tomás! ¡Qué dicha! Hacía tanto tiempo que no sabíamos nada de usted. —Mirando a un costado, la monja reconoció un segundo rostro familiar. —¿Niña Amelia?

Mostrando una sonrisa de por demás sincera, Amelia se acercó a ella, pasando sin ser invitada. Besó su mejilla llenando a la mujer de recuerdos azucarados. —Juanita; ¿Cómo has estado? No nos dejarás afuera ¿Verdad?

—¡Por supuesto que no!— Respondiendo de manera efusiva, la monja esperó el tiempo necesario para que el antiguo sacerdote del internado entrara. La llave fue echada y el buen pastor quedó cerrado con dos antiguos inquilinos dentro.
— ¿Qué la trae por aquí, niña Amelia? ¿Y a usted, padre Tomás?

Los recuerdos trepaban por sus piernas y las memorias regresaban. Tomando valor, Tomás habló. —Dime solamente Tomás, Juana— Mirando por un instante la disimulada sonrisa de Amelia, nuevamente continuó. —Pasábamos a saludar.

—Oh, en ese caso están invitados ambos a cenar. A la directora les encantará verlos, igual que al resto de nosotras— Corriéndose del medio, Juana notó a aquella inusual pareja darse la mano. Las preguntas sobraban y las respuestas eran tangibles, no había nada que decir. —Vengan conmigo, luego nos acompañarán a la mesa.

Los viejos pasillos se abrían y se dibujaban en su retina como una antigua película. El internado estaba desolado, pero cada rincón de sus antiguos ladrillos gritaba una silenciosa bienvenida. Dejando que las memorias los guiaran, pasaron las figuras religiosas que con mirada crítica los observaba, para luego detenerse en la única puerta que resaltaba del resto. La monja tocó tres veces en ella.

—¿Sí?— Desde el otro lado de la madera se escuchó una respuesta.

—Directora, tiene visita— Guiñándole un ojo a Amelia, Juana ya era parte también de esa treta.

—Está bien, que pasen—

Despidiéndose de manera silenciosa, Juana se apartó y tomó un nuevo camino, brindando confidencia ante un pospuesto encuentro. Tomás supo lo que Amelia planeaba, no hacía falta palabras. Siendo el primero en abrir la puerta, Tomás tapó completamente la figura de Amelia con su porte.

—Buenas noches, hermana Silvia—

La mujer que escondía rápidamente sus anteojos de lectura en uno de sus cajones, creyó que su visión le mentía. —¿Padre Tomás? — Con toda la prisa que su edad le permitía Silvia se puso de pie y caminó hasta su encuentro. —Esto es una agradable visita…—

Saliendo detrás del hombre que la cubría, Amelia asomó su cabeza. —¡Hola, Silvi! Con que directora ¿Eh?

Amelia juraría que vio una sonrisa asomarse por los labios de esa vieja conocida cuando la vio. Disimulando su alegría, Silvia se acercó a esa pareja y con el recato digno de su presencia, los saludó. —Es una extraña coincidencia verte junto al padre, Amelia.

—Sí… Hablando de eso— Rascando su cabeza con algo de nerviosismo, Tomás concluyó. —Dejé el sacramento, hermana.

Los ojos de Silvia se abrieron incrédulos, intentando serenarse, la ahora anciana mujer caminó de regreso a su escritorio. —Tomen asiento y comiencen a hablar…— Mirando a Amelia, Sor Silvia la obligó también a sentarse. —Ambos.

Antes de sentarse, Amelia le sonrió a Tomás antes de abrir la boca. Era hora de una revelación. Aplanando su vestido en la zona de su estómago, Amelia lució como en una pasarela su pequeña barriga. —Mira esto, Silvi.

—¿Qué quieres que mire, Amelia? No es tiempo para bromas, sí engordaste no es mi problema.

Esperando la reacción de su antigua compañera, Tomás la miró con la intensidad de un meteorito, aquella noticia la tomaría por sorpresa. —No, no está gorda.

Alarmada por aquello que había escuchado, Silvia quedó perpleja tomándose unos necesarios minutos para reaccionar. Luego de procesar la noticia, una orden salió despedida. —Amelia, ven aquí

Obediente como nunca lo había sido, aquella antigua alumna caminó hasta la religiosa, poniéndose delante suyo.

Las manos ya maltratadas por el tiempo de Silvia acariciaron su barriga aun en crecimiento, ahora, sin disimularlo, la mujer sonrió de ternura al sentir a través de su piel un signo vital de amor. —Bendito sea el fruto de tu vientre, Amelia.

—Teniendo de padre al padre, créeme Silvia, ya está bendito por el resto de su vida.

Evitando caer en la tentación de reírse ante el sacrilegio pronunciado, Silvia guardó una solemne compostura, soltando a su pupila. Amelia con lentitud retornó al otro lado del escritorio, tomando lugar al lado de su pareja. Sin cuestionamientos absurdos, las preguntas concretas fueron impuestas. —¿Cómo sucedió esto?

—Bueno; Mi ex pinchó nuestros condones.

—No— Aclarando su mirada ante aquella respuesta de por demás conocida de una boca irremediable, Silvia negó con su ceño tintado en severidad. —Me refería a el hecho de que ustedes dos estuvieran juntos a pesar del…

—¿Del clero?— Respondió Tomás adelantándose a sus palabras. —Ya había tomado la decisión mucho antes de que llegara a nuestro mundo un regalo—

Suspirando, una segunda incógnita fue pronunciada por Silvia. —¿Cómo lo tomó tu padre, Amelia?

—Bueno… Al principio quiso matar a Tomás, pero luego todo se aclaró. Se dio cuenta que realmente él busca lo mejor para mí y el pequeño. Hasta le consiguió trabajo.

Mirando al antiguo sacerdote, Silvia no podía creer lo que escuchaba, delante suyo una historia se revelaba. —Saliste del sartén para caer en las brasas, Tomás. ¿Dejaste la iglesia por un puesto en el gobierno? Bueno… Creo que ya estabas acostumbrado a la corrupción.

—Intento hacer lo mejor que puedo— Negando, el hombre pronunció. —Los gastos de un niño no serán menores; Justamente andábamos por la zona buscando una casa lo suficientemente grande como para que podamos formar una vida. En el camino se me ocurrió pasar a saludar, espero que nuestra visita no sea una molestia…

—Tomás, por favor.—
Intentando que su tosco discurso no tenga una carga barata de sentimentalismo, Silvia suscitó. —Aquí eres un compañero de trabajo, siempre serás bienvenido. En cuanto a Amelia… Ella perteneció a nuestro alumnado, sí ya aprendió a comportarse entonces no será ningún problema.

—Bueno… Digamos que sucedieron cosas, Silvia. Cosas realmente desastrosas que nos hacen apreciar esta charla.— Bajando la mirada al suelo, Amelia recordó los eslabones ausentes de aquel internado, aquellos que ahora estaban custodiados por el cemento de un triste entierro. —Cualquiera aprendería a comportarse cuando tiene el corazón desgarrado.

Agarrando la mano de Amelia al sentir su voz cabizbaja, Tomás cuestionó con tristeza en sus palabras. —¿Se enteró lo de la señorita Vázquez?

Entendiendo a qué se refería, Silvia miró a un costado. —Sí… Nos enteramos. Un hecho doblemente horrible cometidos por un ser despreciable. ¿Seguías en contacto con ella, Amelia?

—Era madrina de Mateo, trabajamos juntas y, prácticamente, desde que partimos de aquí no nos separamos…

—En ese caso, espero que su alma descanse y que la tuya encuentre la resignación, Amelia.— Guardando silencio, Silvia dejó que sus pensamientos se filtraran. —Y que el culpable pague con fuego lo que hizo.

Mirándola, Amelia cuestionó. —Sabes quien fue ¿Verdad?

—Sí— Respondió Silvia. —Cuando vi su imagen en el periódico supe inmediatamente que algo malo había hecho, pero no lo entiendo. ¿Por qué también masacró a ese pequeño bebé?

—Era su hijo, Silvia… Mateo era hijo de Lucas.

—Oh…— Presa de la impresión, Silvia cerró su boca, aquello era de por demás catastrófico.

Dándose cuenta del denso aire que había envuelto a la charla, Tomás intentó sacar las cosas buenas a flote trayendo a la memoria parte de su pasado no revelado. —La vida nos separó con Amelia, pero el destino es gracioso. Terminamos compartiendo suelo en un pueblo alejado… Hace pocos meses que estamos viviendo juntos, intentando sobrellevar todo y salir adelante.

—Lo que Dios une no lo separa el hombre, Tomás… Me alegro por ustedes.

—Muchas gracias, Silvia— Intentando salir adelante, Amelia se acomodó en su silla en búsqueda de compostura. —Te dejaré nuestros números; Cualquier cosa que necesites puedes contar con nosotros.

Notando que la tristeza propia de una perdida se reflejaba en aquella joven, Silvia dejó de disimular. Ella sabía lo que se sentía perder a alguien especial.
Aclarándose su garganta y sonando casi como una abuela, pronunció. —Tejeré para tu niño, Amelia.— Había ganado una sonrisa, una débil exclamación de alegría por parte de esa inusual pareja, su misión estaba cumplida. —En fin, les recomiendo a ambos que se preparen para la cena, están invitados a compartir los alimentos.

—Sí, la hermana Juana ya nos había invitado… Será un honor para nosotros, directora.

… … …

—Oh… Comida de monja— Degustando su segunda copa de postre, Amelia no parecía tener fondo a la hora de consumir aquella azucarada delicia mundana. —No se imaginan cuanto la extrañé.

—Come todo lo quieras, Amelia. Cuando una mujer come por dos no debe ponerse limites— Hablando desde uno de los extremos de la mesa, un miembro de ese arsenal monocromático había levantado la voz.

—Y lo haré— Riendo, Amelia concluyó con una sorpresiva pregunta. —Sin ofender, hermanas, pero; ¿Por qué las monjas saben tanto de embarazos y de niños?

Limpiando su boca, la cabecilla principal de ese comando respondió sin inmutarse. —Bueno, Amelia. Las hermanas y yo hemos ayudado a muchas mujeres con sus partos… Son gajes del oficio.— Con la duda ya resuelta, Silvia calló, aún la estampa tan familiar era difícil de obviar.

La cena fue de por demás satisfactoria, un grupo de antiguas conocidas se habían acuartelado en la cocina moviendo cuanta olla y condimento pudieran para preparar ese sutil agasajo. Mientras tanto las más ancianas, que habían permanecido entre esas paredes casi toda su vida, acribillaban a esa pareja con sus preguntas y cuestionamientos curiosos. Ambos contestaron cariñosamente cada una de sus incógnitas no dejando parte al misterio.

Los rostros nuevos, paródicamente jóvenes, eran aquellos que apuntaban con su mirada desdeñosa a esos futuros padres. La inmoralidad de un acto de amor puro quizás no podía ser entendido por sus tiernos corazones inexpertos. Manteniéndose al margen de la velada, aquella nueva caterva de monjas no pronunció ni una sola palabra, uno que otro gesto de asombro se vislumbraba en su rostro cuando la joven madre abría su boca y liberaba un demonio.

—Sí me disculpan, iré al baño.— Poniéndose de pie, Amelia fue la primera en levantarse de la mesa. Muestra irrevocable de las viejas costumbres.

—¿Te acuerdas dónde quedaba, Ami?

—Sí, Tomás. Viví aquí por tres meses. ¿Lo recuerdas?— Riendo ante sus propias palabras, Amelia se alejó del grupo religioso encontrándose con su soledad.

El camino era conocido, podía recorrerlo sin siquiera levantar la vista del suelo. Las figuras religiosas nuevamente la arrodeaban, algunas incriminándola con su mirada de óleo, mientras que otras tantas parecían reconocerla brindándole una sonrisa grata.

Sus pulmones habían colapsado ante el dulce aire de un reencuentro, cada rincón, cada ladrillo, cada pasillo… Todo ese edificio estaba cargado en recuerdos. Los viejos mosaicos de ese piso abrigaban sus pisadas, mientras que, con la precisión de un relojero, al lado del baño un viejo sacerdote de mirada triste condenaba su maquillaje y anticipaba un increíble encuentro.

—Tomás… Tomás… Sí hubiera sabido que acabaríamos así en este mismo lugar, te habría dicho lo grande que seríamos juntos.— Hablando sola, como cualquier unigénito lo haría, Amelia dedicó una plegaria silenciosa a aquel demonio que la había empujado entre esas paredes a actuar sin consciencia. Haber estado reclusa en aquel internado sin duda alguna había sido una de las mejores experiencias de su vida.

Entró al baño y desagotó su vejiga para luego regalarse una sonrisa en el sombrío espejo. Igual de sucio, todavía empañado, aún borroso por tantos recuerdos.

La hora de retornar aparecía, así que con prisa emprendió retirada. Mientras caminaba sola por la edificación, un camino distinto la sedujo a la primera mirada. Lo había intentado… Pero cayó en el embrujo de la ponzoña que infectaba con melancolía. Sus pasos fueron autómatas y la mirada ahora se embravecía.

Un viejo conocido con su torso contoneado ante el detalle la sorprendió rondando, esa antigua pintura religiosa ahora se reencontraba con el pequeño súcubo que había albergado. —Hola, San Sebastián… Sigues siendo tan sexy como te recordaba— Riendo ante sus propias palabras, Amelia colocó una de sus manos encima del retrato. Absorbiendo con su tacto las experiencias vividas que habían quedado pintadas en ese cuadro.

Escuchó risas… Aquellas que perfectamente conocía. Con el corazón acelerado y las penas marchitas en su frente se animó a abrir el portal que a pocos pasos se encontraba. En aquel dormitorio con sus cinco camas, como si fuera una partitura, una canción litúrgica de insultos era tocada.

Natalia golpeaba a María mientras que Carolina reía con pena, aún con el brillo de una niña. A un lado, aquel que todavía debería tener aroma de cigarrillo, ella abrazaba a Mónica, ambas tumbadas en la cama.

La sonrisa fue dolorosa, pero la débil muestra de alegría pronto mutó en una lágrima. —Mierda… Sí que fuimos felices aquí—

Caminando hasta la que alguna vez había sido su propia cama, Amelia sentía la culpa de un condenado sentenciado al cadalso. Se sentó en el viejo colchón y apoyó su espalda en la descascarada pared del cuarto, como tantas veces había reposado.

No había oyente, ni mucho menos compañía, pero las palabras estaban atoradas en su garganta y las penas salían.
Mirando a la nada, un pequeño discurso pospuesto tomó forma. —Moni… Te extraño, de verdad te extraño mucho… Sí tan solo supieras cuanto me arrepiento de lo último que te dije— Ahora rompiendo aquel nudo que tanto tiempo había cargado, continuó.
—Estúpida… No necesitabas a ese hijo de puta para no sentirte sola, nos tenías a nosotras, me tenías a mí. Pero no tienes la culpa… Nunca la tuviste— Pospuesto, un merecido llanto era derramado. El impacto de las lágrimas chocando contra el colchón retumbaban mientras que el crujido de la vieja cama se hacía notar. —Sigue cuidando a Mateo… Por mi lado Tomás me sugirió que te robemos el nombre para nuestro bebé, espero que no te moleste… Él dice que es una buena manera de mantenerlo presente.

Suspirando, un secreto bien guardado fue revelado. —También sí ves a Augusto dile que lo perdono… Y que en el fondo Tomás también lo hace… Esto fue mucho, casi me matan. ¿Lo sabes? Cuando me enteré, bueno… Ni siquiera puedo acercarme al cementerio a despedirme de ti o de Matute… Soy una mierda de amiga— Sin disimular su pena, el llanto salió despedido. No podía aguantarlo más, solo en la letanía de su dolor encontraría un merecido castigo.

De pronto, un fuerte ruido sonó desde el pasillo, apresurada de un solo salto se levantó de su cama con los ojos perturbadoramente abiertos. —Mónica, ni se te ocurra espantarme.

Al escuchar un segundo sonido, una arrolladora energía la invadió, obligándola a salir corriendo y emprender huida. —No seas hija de puta, no me asustes.

Como un alma perseguida por la guadaña, Amelia salió con prisa de aquel cuarto, cerrando cuidadosamente la puerta.
Intentando no sucumbir ante el pavor y mantener algo de su dignidad, caminó erguida, pero una palabra la detuvo.

—¿Amelia?

El frio llenó su cuerpo y cubos de hielo se formaron en su pecho, aquello había sido un susto de muerte que le valió un fuerte escalofrío al principio.
Reconociendo aquella voz, rápidamente volteó con su mano en alza. Un fuerte golpe cayó en el hombro de ese hombre. —¡Casi me matas del susto! ¿Por qué tienes esa maldita costumbre de andar caminando en silencio?— Llevando una mano a su frente, Amelia concluyó. —Casi se me cae el bebé.

La risa era necesaria, Tomás adoraba ver esos ojos entumidos con algo de miedo en sus retinas. Ver a Amelia asustada era embriagadoramente tierno. —Lo siento… Supuse que andarías por aquí.— Sin inmutarse, Tomás continuó. —¿Qué te asustó?

Resoplando mientras intentaba calmar a su corazón, Amelia respondió. —Escuché un ruido en el pasillo—

—Oh…— Algo de vergüenza se vislumbraba, nuevamente su torpeza le jugaba una mala pasada. —Yo… Yo me tropecé buscándote.

—¿Por qué no me sorprende, Tomás?— Riendo ante su propia actitud infantil, Amelia concluyó. —Volvamos con las monjas, ya deben estar preocupadas.

Agarrando su mano antes de que empezara a emprender retirada, Tomás la detuvo. —Espera…— La ligera lumbre que se colaba por la ventana dejó visibles los detalles, su mirada enrojecida solo era muestra de un llanto plagado en tragedia.  Sin decir nada sobre aquello, con ayuda del puño de su camisa limpió sus aún húmedas ojeras. Una sonrisa de nostalgia fue ejecutada. —Quiero mostrarte algo, Ami…

—¿Qué?

Tomando el camino contrario, Tomás entrelazó sus dedos con el de su compañera y juntos recorrieron el edificio intentando hacer el menor ruido posible. Con la fuerza de un susurro, se pronunció una respuesta. —Sh… Ya lo verás.

Ambos caminaron por todo el internado, acallando sus pasos y limitando sus palabras. El rumbo fue rápidamente conocido cuando los caminos se bifurcaron y el destino quedaba bien definido en una sola pared.

—No creo que esté abierta…

Buscando a un costado de los ladrillos viejos, Tomás encontró aquello que buscaba. Esa antigua llave nunca cambiaría de lugar, ni mucho menos su iglesia. —No te preocupes, yo tengo mis trucos.

Sonrientes, ambos disfrutaron el craqueo metálico que produjo la llave al introducirse en la cerradura, la puerta estaba abierta. Los tres peldaños fueron descendidos y con ellos los innumerables recuerdos volvieron del olvido. 

Allí estaba su iglesia, aquella donde todo había comenzado. Sus banquillos viejos y su aroma floral aún estaban intactos. El pulso se aceleraba y las miradas cómplices nacían. Caminando hasta la nave central ambos sentían sus sentidos despertar por segunda vez, un amor a segunda vista. Los vitrales relucían, aún apagados por el candor de la noche. El altar brillaba y con él, viejos recuerdos, pospuestos en una cama, lloraban por volver al presente.

—¿Te acuerdas, Ami?

—Claro que me acuerdo, grandísimo idiota…

Sonriendo con nostalgia, Tomás la miró un momento, nublando su recuerdo con un uniforme de escuela y una caricia grata.
Extendiendo su mano, pronunció. —Ven conmigo

Caminando de la mano, ambos recorrieron la iglesia, solo para sentarse en el primer banquillo. Calmados, uno al lado del otro, las palabras sobraron.

Tomás elevó su visión ante aquella cruz, la que tantos años había cuidado y, que, por momentos, había intentado olvidar. El mundo nuevamente cobraba sentido y los ángeles volvían a cantar. Dios resucitaba y los acompañaba en su encuentro, las penas habían sido sepultadas y el amor preservado en el tiempo.

Perdonándose a sí mismo Tomás se persigno recobrando parte de su fe marchita. Era imposible negar la naturaleza divina de su vida, teniendo a un lado a su ángel. Bella como una rosa y mordaz como una espina.

—Ese Jesús vio más acción con nosotros que con los romanos, te lo puedo asegurar.— Riendo ante sus propias palabras, Amelia disimulaba su pecho refulgente.
Esa iglesia era mucho más que un templo. Ella era la cúspide de sus deseos.

Suspirando ante la emoción, Tomás centró su mirada en ella, juntando valor. —Ami… ¿Sabes por qué te traje aquí?

—¿Para qué lloremos como dos magdalenas?

—No… Te traje aquí por otra cosa— Tomando su mano, Tomás sentía su corazón explotar de dicha. —Quiero que te cases conmigo.

—¡Ay, Tomás! Ya hablamos de eso— Riendo, Amelia concluyó con gracia esa propuesta.

La risa fue compartida, ella había caído en la treta. —Lo sé, lo sé, era broma… Quiero hacerte el amor de nuevo aquí, en nuestra iglesia. Por eso te traje.

Tomando aquella confesión como una invitación, Amelia sonrió cargando en sus labios la lascivia de una adolescente. Aquello la había tomado desprevenida, pero la oferta era tentadora, no la dejaría pasar desapercibida. Desabrochando uno de los botones delanteros de su vestido, poco a poco se revelaron aquellos pechos que habían estado creciendo. —Te hubiera dicho que sí. ¿Lo sabes?

—Sí, lo sé… Pero primero tengo otros planes— Complacido ante el acto cotidiano que estaba visualizando, Tomás respiró aquella dulce esencia del incienso en grandes bocanadas para luego besar su cuello. La piel de ambos se estremecía mientras que los ángeles pintados en el techo observaban con afecto la consumación.

—Entonces; ¿Qué esperas?— Acariciando su barba, el aire antes helado mutó en llamas. Aquellas que los envolvían pero que ahora no lastimaban. Con prisa buscó su boca, devorándola al instante, sintiéndose correspondida mordió sus labios y lamió cuanto pudo.

El impulso fue brutal al sentirse nuevamente en casa. Apresó su pequeña espalda con sus manos y suavemente la obligó a descender encima del banquillo. Viéndola allí, nuevamente salvaje, tan entregada a sus delirios, enardecida por su romance, Tomás no perdió el tiempo, ya no necesitaba permiso.

Sus manos ascendieron por su vientre hasta colocarse encima de la delicada prenda que albergaba sus pechos. Con algo de fuerza movió su busto, hipnotizándose a sí mismo con su danza y disfrutando el contraste de su piel con aquella madera. Adentró sus falanges dentro de la prenda y liberó a su carne del encierro.

Su piel se mostraba apetecible y, como dos pastelillos infestados en betún, pedían liberar la gula sobre ellos. No tardó un instante en corresponder sus vicios, besó sus pezones y hambriento se alimentó de ellos, tan dulce como los recordaba aquella primera vez, aún profanos y divinos al mismo tiempo.

Los débiles quejidos empezaron a tener forma. Ella, con las piernas abiertas, lo envolvía y lo quemaba, necesitaba la atención que solo un santo le podría brindar. Entendiendo aquello como una súplica, Tomás con cuidado se recostó encima de ella, haciendo el equilibrio necesario para no desplomarse al suelo.

—Oye, espera… Déjame ir a mí arriba. Puedes aplastar al bebé.

—Ami eso es imposible, no le pasará nada…

—Lo sé, pero me da miedo, quítate.

El movimiento fue rápido y el descenso necesario. Ahora él se encontraba contra la madera del banquillo mientras que una mujer sedienta, muy parecida a la niña que antes lo había corrompido en ese mismo sitio, lamía su cuello. Sentada en sus caderas, los ligeros vaivenes comenzaban mientras que el roce entre aquellas dos partes sensibles, que clamaban unirse, provocaban suspiros y alardes.

Unos cuantos movimientos fueron necesarios para perder la cordura, el frote de su cuerpo, de su femineidad, evidentemente húmeda, solo podía trasladarlo a la locura. Cerrando los ojos y sufriendo por la espera, llevó sus manos hasta sus piernas, recorriéndolas por completo, guiándolas a la gloria de su piel firme, aquella que era suya por siempre.

Mientras que se deleitaba con la textura de su ropa interior, Amelia sonreía presa de su propio encanto. Desabrochó lo que le quedaba de su vestido y con calma, propia de un verdugo, jugó con las tiras de su sostén simulando que se caían en un sencillo descuido.

—¿QUÉ SE SUPONE QUE ESTÁN HACIENDO?— En un tono colérico una voz extraña rompía su éxtasis.

Amedrentado por la situación, Tomás abrió rápidamente sus ojos, notando a un furibundo hombre parado delante suyo a unos prudentes nueve pasos. Apresurado, intentó tapar a la mujer que amaba de la vista del curioso, ella sin pena ni gloria volvió a prender su vestido.

—¡ADULTEROS, ESTÁN EN UNA IGLESIA! ¿QUÉ NO LES DA VERGÜENZA?— El hombre aún permanecía perturbado, exclamando su molestia a los aires.

Interrumpida en un acto necesario, Amelia luego de prender su vestido fue la primera en hablar. Ya no era una dulce niña de aspecto irreverente. Conocía bastante bien la mirada que cargaba, ahora su sangre, aquella que gritaba un apellido confuso, se imponía. —Disculpa; ¿Quién eres? No te he visto en todo mi recorrido… ¿Seguro no te metiste a espiarnos?

—SOY EL SACERDOTE DE ESTA INSTITUCIÓN. ¡ESTÁN EN MI IGLESIA!— Colérico, el anónimo concluyó.

Aquella frase había sido una revelación obvia. Solo cuando fue pronunciada Tomás ató los cabos sueltos de esa sorpresiva aparición. La puerta de su antiguo despacho estaba abierta, seguramente habían sacado a ese hombre de sus oraciones con sus continuos gemidos.

Levantando una ceja, Amelia mostraba aquellas facciones viperinas que había tenido en sus días de gloria, antes de que la mortandad aterrorizara su existencia. —Sí eso es verdad; ¿Por qué no estabas con las monjas cenando?

Riendo dentro suyo ante la inocente pregunta formulada, Tomás respondió antes que su predecesor. —Es cuaresma, Ami…

—¡EXACTO! ¡ES CUARESMA!— Intentando serenarse, el nuevo religioso por fin contuvo sus gritos. Ahora sus palabras solo tenían una ligera pincelada de rabia. —En la cuaresma uno intenta desligarse de todos esos placeres realmente innecesarios… Como una cena, un vicio o el sexo— Aun quemándolos con su mirada, concluyó. —Váyanse de aquí—

—Sí, eso haremos…— Respondió Tomás acomodando su ropa. Amelia ya había emprendido retirada sin siquiera despedirse. Apresurado en seguir sus pasos, Tomás se persigno ante la cruz antes de huir despavorido. Una sonrisa de satisfacción había en sus labios, ya había hecho las paces consigo mismo.

—¿No siente pena por persignarse después de casi fornicar en una iglesia? ¡Por Dios! ¡Esa mujer es casi una niña para ti!— Asentándose en uno de los costados donde antiguamente había estado un conocido piano, el párroco habló. —Recapacita, hermano…

Antes de marcharse, Tomás no pudo soportar el impulso, un consejo debía ser promulgado. Mirando a ese hombre unos cuantos años más joven, cuestionó. —¿Cómo se llama?

—Soy el padre Miguel— Aún molesto, el sacerdote remarcó cada silaba de su nombre.

—Bueno, Miguel… Yo antes estuve en tu lugar. Relájate un poco, la vida es muy corta para preocuparte por una pareja— Sonriendo, Tomás empezó a emprender retirada. —Iré a buscar a mi mujer, espero que tengas una agradable velada.

Sin entender aquella frase pronunciada, el religioso susurró, aún indignado. —¿Qué puede saber un lujurioso sobre la vida sacerdotal?

La risa resonó camino a la salida, la escena era cómica. —Bueno… Yo antes era el párroco de ésta institución y esa chica que viste salir era mi alumna. Así que, ya sabes, ten cuidado con las de último año— Aún con una sonrisa en su boca, Tomás abrió la puerta y así, de una vez y por todas, se despidió de esa antigua iglesia.

Los caminos del internado fueron fáciles de surcar, buscando alguna pluma caída que lo guiara, Tomás circuló con prisa los pasillos. Algo de vergüenza se reflejaba en su cara tornando rojas sus mejillas al haber sido descubierto en aquel acto tan íntimo.

Pronto las monjas aludieron a una descompensación de la señorita Von Brooke, la misma que lo esperaba en la seguridad de su vehículo. Despidiéndose de las religiosas y recibiendo sus bendiciones, Tomás por fin dijo adiós al buen pastor.

Subiéndose al vehículo, el cual tenía contenida a una silueta, pronto el silencio cubrió a ambos. El mismo duró poco, porque una risa compartida había nacido producto del nerviosismo de un hecho vivido desde diferentes ángulos.

Sus carcajadas eran libres, mientras que el tablero era golpeado a causa de la gracia. Sinceros, auténticos y sin ataduras, esa pareja por fin retornó a su presente, sabiendo que habían sanado su pasado.

—¿Crees que el nuevo cura nos delate con las monjas?— Cuestionó Amelia.

—No lo creo— Respondió Tomás mientras doblaba en la carretera que los devolvería a la ciudad. —Seguramente ahora se está masturbando.

… … …

—Tomy, ¿Qué hay dentro de esta caja?

Acercándose a ella, bastante sudado, Tomás había olvidado lo complicado que podía ser una mudanza. —Ami, te dije que te quedaras quieta, no quiero que levantes nada.

—Lo sé, pero no me quería quedar sola y quieta en el cuarto. Todavía no me acostumbro.

Arrugando un poco su ceño para poder distinguir mejor la pequeña etiqueta de la caja, Tomás proclamó. —Esto es tu ropa de invierno, déjala dentro del armario— Viendo como ella obedecía con precisión militar, contempló sus piernas al subir por las escaleras. —Además, acostúmbrate, Ami… Esta será nuestra casa.

Los arreglos en la vivienda no pararon hasta las tres de la mañana. A pesar de que el camión con la mayoría de sus muebles llegaría a el alba, el trabajo de limpiar y liberar a esa casona del olor a encierro fue arduo.

Ambos estaban cansados, pero poco a poca la diminuta cantidad de pertenencias que habían podido cargar en el vehículo ya había sido acomodada.
Descansando en el suelo, en compañía de una fresca botella de agua, ambos suspiraron extenuados.

—Tendrías que haberte quedado en casa de tu padre, Ami. No te hubieras cansado.

—Tonterías, Tomás. No pensaba dejar a el padre de mi hijo solo en la primera noche de la nueva casa.

—Sí, eso lo entiendo, pero ni siquiera tenemos cama. No podrás descansar.

—Ay, Tomás… Me sorprendes a veces con tu ingenuidad.— Poniéndose de pie, Amelia lo invitó a acompañarla. —Ven conmigo.

Juntos subieron la escalera que los conduciría a ese nuevo cuarto que ambos habían designado para ellos. Entre risas y comentarios de lo desolado que parecía su casa sin muebles, llegaron al marco del portal.

Iluminado por una pequeña lámpara, un holgado cubrecama yacía en el suelo acompañado por dos almohadas. —No será un hotel cinco estrellas, pero estará bien por esta noche.

Riendo ante la espontaneidad que a veces su relación entera poseía, ambos sintieron que el inicio de algo nuevo comenzaba y un ciclo se cerraba. —Es perfecto, Ami… Aunque falta algo.

—¿Qué falta?

Tomándola desprevenida, Tomás la levantó con cuidado introduciéndola a su nuevo cuarto. Ella reía mientras se aferraba a él en un intento egoísta de preservarse de algún golpe. Por fin la oportunidad perfecta se dibujaba en el aire. —Una linda novia en brazos.

Desde el piso inferior, el timbre de la puerta principal sonó. Tomás quedó perplejo, a esas horas nadie con buenos principios se animaría a tocar en un hogar.

—Tranquilo, ordené pizza. ¿Puedes bajar a recibirla?

Quitando su evidente paranoia, Tomás respiró aliviado. —Está bien. ¿Dónde está mi…?

—En el bolsillo de mi mochila— Sin esperar a que terminara aquella oración, Amelia respondió. Sabía perfectamente a lo que se refería.

Bajándola al delicado piso de madera, Tomás se sentía en el lugar correcto, al lado de la compañía perfecta. Besando su frente, sonrió. —¿Qué haría sin ti?— Direccionado nuevamente a los peldaños, concluyó. —Prepara todo, en un instante vuelto.

La comida había aparecido en compañía de las latas de refresco. Pocas cosas podían ser tan agradables como una suculenta cena luego de una jornada de trabajo. Sentados en aquella manta y apenas iluminados, ligeros chistes y discursos referidos al mantenimiento del hogar fueron pronunciados.

—Un brindis— Levantando la lata de aluminio negra, Tomás habló. —Por la nueva casa.

—Salud— Efusiva, sus latas fueron chocadas. —También por todas las cosas que dejamos atrás.

—Salud también por eso— Un segundo acto similar al primero fue realizado. Curioso ante la proclamación, Tomás cuestionó. —¿Qué dejamos atrás, Ami?

Sorbiendo de su refresco, pronto la respuesta salió. —Bueno… Toda nuestra historia, hoy es un nuevo comienzo. Dejamos atrás nuestros entredichos, los dolores, las peleas… El buen pastor y San Fernando. Ahora solo somos los Valencia— Recordando algo, Amelia hizo un segundo trago, —Hazme acordar que mañana, cuando vengan tus hermanos, pida mucha comida. Ustedes tienen cara de comer bastante.

—Y no te equivocas, pero es una suerte que ellos nos ayuden a armar los muebles. No te ofendas, Ami, yo sé que las intenciones de Facundo eran buenas… Pero no creo que tenga mano para levantar cosas muy pesadas.

—Sí, tienes razón. Seguramente se romperá una uña, luego lo invitamos para la inauguración… Siempre fue la más linda de todas mis amigas— Riendo ante sus propias palabras, Amelia ensombreció lentamente ante un recuerdo. Todavía a veces su corazón se esforzaba en latir sin bombear veneno.

Contemplando como sus ojos se opacaban, Tomás cuestionó. —¿Te sucede algo?

—No, nada… Estoy bien…

—Vamos, Ami…— Extendiendo su mano limpia hasta ella, tocó su hombro, era hora de que hablara. —Sí lo dices dolerá menos.

Un suspiro fue necesario ante aquella revelación, aún con solo pensarlo sus labios se acalambraban con ese nombre. —Moni… Tontamente pensé que Moni vendría a la inauguración… Discúlpame, te debo sonar muy tonta.

—No, para nada…— Acercándose a ella, Tomás nuevamente levantó su lata. —Un brindis por ella y todos los que no están. Que su recuerdo cuide esta casa.

—Sí… Por ellos— Chocando su refresco, Amelia susurró. — Por Moni, por Mateo… Y por Augusto.

Al escuchar ese último nombre ser pronunciado, Tomás casi se ahoga con las burbujas carbonatadas. Una duda ahora en su mente bailaba. —¿Tú… ¿Tú sabes lo de Augusto?

—Claro que lo sé, tonto…

—Pero, ¿Cómo te enteraste?

Con una mueca similar a un chiste, Amelia respondió. —¿Hola? ¿Periódicos y grupos de amigas? Pero entiendo que no me lo hayas querido decir, o mantenerlo oculto… Solo querías protegerme.

Intentando que su preocupación no fuera un cepo para su lengua, una peligrosa pregunta fue lanzada. —¿Cómo te sientes con eso, Ami?

—Duele… Yo lo quería ¿Sabes? No me malentiendas, no como te amo a ti. Pero a pesar de todo lo que hizo lo perdoné… Lo triste es que jamás pudo perdonarse a sí mismo.

Haciendo una introspección, Tomás reveló aquello que por las noches velaba entre pesadillas. —Yo le dije que se matara…

—Tomás… A veces no es bueno culparse. Eso lo aprendí hace poco.— Agarrando su mano, Amelia solo miró a una pared. —Ya dejémoslo marcharse…

Sintiendo el temblor entre sus dedos, Tomás suspiró. —Antes de que se marche, debería despedirlo.

—En eso tienes razón, quizás cuando terminemos de desempacar podríamos ir al cementerio.

Sorprendido por lo que había escuchado, Tomás se encontraba incrédulo. La mujer que evitaba hasta conducir por la calle de un panteón ahora le hablaba de cementerios. —¿Estás segura?

—Sí… Bastante. También quiero ir a saludar a mi ahijado.

Intentando no mirarla para no romper en llanto, Tomás solo se quedó quieto. —Vamos a dormir, Ami… Tú lo dijiste. Esto es un nuevo comienzo…

-.-.-.-.-.-.-.-

¡Hola, amores!

¿Me extrañaron?

Yo sí a ustedes.

Lamentablemente las responsabilidades me tenían agarrada del cuello, pero Aquí estoy.

Es raro volver a escribir del buen pastor, no lo negaré, lloré como una marmota.

Es un cap un poco largo, espero que no les moleste. También es un poco menos técnico, tiene mi viejo estilo... Es una buena manera  cerrar el ciclo.

Bueno, mis pecadoras. Seguiré trabajando.

Quién las ama:






















































Mierda, como extrañaré éste libro...









Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top