5: "San Judas"
—Por favor, hazlo...—
Nuevamente la tenía allí, solo para su disfrute. Subida encima de su cuerpo envolviéndolo con sus piernas, permitiéndole una vez más encontrar el edén personal que ambos compartían. Amelia se movía presa de su propio goce haciendo que su cuerpo repitiera diversos espasmos cada vez que introducía su miembro en el pequeño interior de la mujer que amaba.
El suelo de madera no necesitaba colchón, era cómodo para su disfrute. Las velas los rodeaban mientras que los gemidos, similares a una sinfonía, se mezclaban y danzaban en una conocida canción. Dejándose envolver con su fuego y haciendo que su cuerpo se enorgullezca al satisfacer a su ángel como un hombre completo, se atrevió a tocar sus senos. Seguían suaves y profanos, como siempre lo fueron. En cada embestida que él le propiciaba ellos bailaban y se sacudían, dándoles un carácter casi hipnótico.
—Hazlo... Te lo suplico, lo merezco—
Amelia solo corrió uno de sus rizos, haciendo que su visión se aclarara para luego sonreír. No le hacía falta hablar para transmitir sus verdaderas intenciones. Desnuda y segura de si misma se irguió sobre su amante, aún con su carne unida solo para estirar su brazo y tomar una de las velas encendidas.
—Si... Por favor—
Ella sonrió arqueando una ceja, en un gesto sarcásticamente adorable que solo ella podría lograr. Colocando la vela a la altura de sus ojos, con cuidado comenzó a voltearla. La parafina derretida se derramaba encima de su pecho, quemándolo, los gritos de placer no tardaron en llegar. La cera cumplía su misterio y nuevamente lo abrigaba con el fuego que ella misma había encendido. Una vez más Amelia lo había ayudado a purgar sus males, elevándolo a la divinidad.
Cuando el orgasmo venidero hacía sentir su pronta súbita aparición, abrió los ojos, nuevamente había tenido ese mismo maldito problema que sufría desde hace tres años. Si había algo peor que estar privado de su niña era, sin duda alguna, estar alejado de sus rosas y sus espinas.
—¡Oye! ¡Tranquilo!— Augusto lo sacudía, preocupado sentado en el dosel de la cama, dándole toda la atención necesaria.
Tomás lo miró para luego caer en la realidad, casi se corría encima nuevamente, pero esta vez cerca de su amigo. Apenado y con una catarata carmesí de vergüenza sobre su rostro, despabiló su mente. —Po...Por favor, aléjate—
Augusto se paró y realizó unos prudentes seis pasos retornando a su propia cama, introduciéndose en ella. —Es normal tener pesadillas, no sientas pena...—
Cerrando sus ojos con fuerza, evitando que todos sus demonios salieran una vez más, suspiró. —Eso no era una pesadilla.—
Augusto se quedó en silencio unos momentos para luego volver a tomar la palabra. —Eso es mucho más natural...— el retumbar de la saliva siendo tragada por su garganta resonó entre el sigilo de la noche. —¿Quieres que te deje unos momentos a solas?—
—No... No, claro que no— Tomás suspiró, esperando que su cuerpo se serenara, no podía continuar así. —No pienses mal de mí...—
La risa débil de Augusto sonó por el cuarto que ellos compartían, haciendo que la oscuridad pronto sea su confidente. —No pienso mal, es más, te envidio. ¿Sabes lo que daría por lograr que todo... funcione?—
Era un tema incomodo, ambos estaban allí, cada uno en su respectivo lecho tocando temas de alcoba, pero el dolor de aquel muchacho quizás demasiado joven era evidente. Le haría bien hablar, recordando las viejas palabras pronunciadas por Amelia, cuestionó. —¿No...No existen pastillas para eso?—
—Si, pero son de lo peor, hacen mal al corazón. Mi padre contaba historias de viejos que se morían en hoteles de mala fama en pleno acto.— Mirando al techo, en la penumbra, Augusto relataba sus historias con libertad. —¿Qué hora es?—
Tomás estiró su brazo hasta la mesa de luz, tanteando una forma conocida, tomó el reloj. —Son las tres, discúlpame por despertarte—
—No tienes porque disculparte, tu habrías hecho lo mismo por mi... Oye ¿Puedo preguntarte algo?—
—Si, lo que quieras—
El doctor giró su cabeza, intentando divisar en la oscuridad a su compañero en vano. —¿Intimaste con tu ángel?—
Tomás suspiró, su amigo era de confianza, pero ese tétrico recuerdo solo lograría una vez más envenenar su corazón. —Si...—
Augusto suavizó su voz, aquella charla debía ser un poco más natural que un frio cruce de palabras. El hombre que tan amablemente le había brindado su cariño y fraternidad sufría por las visitas de un viejo súcubo. —Me imagino que no haber sido nada fácil para ti...—
—No, no lo fue. La pasión me segó en un momento, hice muchas locuras a su lado—
—Creo que eso es parte de amar—
—Si... Eso también creo yo—
—¿Volverías a hacerlo si ella regresara?—
Tomás pensó. ¿Volver a ver a su Amelia? ¿Sufrir nuevamente el martirio de su alma para contentar a su carne? Nuevamente no podría cometer aquel error, por más que la amara, ella ya pertenecía al pasado. —No...—
—No te lo negaré, me parece muy injusto que ustedes no puedan casarse, al final eres igual humano que cualquiera—
—Eso mismo decía ella... Pero yo no pongo las reglas, volvamos a dormir, nos queda un largo día. ¿A qué hora llegará el camión de la mudanza?—
—Creo que a las nueve, por cierto... Gracias por ayudarme, no me imagino a mí solo teniendo que levantar el viejo escritorio de la abuela—
—Eres mi amigo, claro que te ayudaría.—
—Descansa, Tomás—
—Tú también—
... ... ...
Ese día había decidido suspender la misa matutina, las únicas cuatro señoras que asistían al templo durante el alba lo entendería, su amigo precisaba ayuda. En el mes que había compartido con Augusto Santana un gran lazo se había cimentado en su corazón, por fin tendría a alguien con quien compartir un momento de ocio o quizás una sincera carcajada. Ahora también lo incluía en sus oraciones, rezando por el y por la solución de sus problemas.
La pequeña casa que había conseguido para él, casi rogándole al dueño, poseía un encanto particular que la diferenciaba del resto de las demás viviendas de San Fernando. Una estructura bohemia de madera erguida en un gran pedestal de cemento, con su pintura aún fresca y con una hermosa vista desde todas sus ventanas.
Podría imaginarse a su amigo en aquel pórtico cargando a su hijo mientras que él, lo más atento posible, mimaría a ese niño a quien con gusto llamaría su sobrino.
El camión de la mudanza llegó cargando consigo infinidades de muebles y cajas perfectamente embaladas, entre ambos lograron poco a poco ensamblar todos aquellos hasta formar una estampa digna de admirar. Cuadros de pinturas con mares azulados en su interior adornaban las paredes, mientras que infinitas cajas musicales de su prometida relucían desde un nuevo aparador.
Lo más dificultoso había sido ensamblar el costoso lecho, entre ambos y leyendo las instrucciones al cabo de unas horas cumplieron su cometido, aquella residencia estaba lista para ser ocupada por una familia.
Las ultimas cajas seguían descansando en el pórtico, entre risas y quejándose de un pronto dolor de espalda las adentraron a la vivienda.
Tomás observó varias de ellas con una extraña "S" escrita arriba suyo, dudando de donde debería colocarlas, cuestionó. —Gus ¿Dónde van estas?—
Augusto se acercó y sonrió al reconocer el logo. —Esas son algunas cosas del local de Vonnie, déjalas en el recibidor por favor—
Notando como la mirada de su amigo se llenaba de añoranza, no pudo negarse a sí mismo a compartir la calidez de su romance. —¿Nervioso por la llegada de la Señora Santana?—
—¿Tú que crees? Nunca hemos vivido juntos, será interesante. De más está decirte que puedes venir cuando quieras a visitarnos—
Agradecido, Tomás sonrió ante tal muestra de afecto. —Oye ¿Por qué no dejamos la mercadería en su tienda?—
—No, no es buena idea. Luego ella misma me dirá que quería hacerlo sola con su socia y dará vuelta medio mundo buscando algo que seguramente nosotros extraviamos—
Entre risas, Tomás ya podía formar la personalidad de esa mujer con infinidades de matices proporcionados por los relatos de su amigo. —Mujer de carácter—
—Si... hoy cuando la vea será como, ya sabes... Volverla a ver como la primera vez. Además viene mi sobrino, te encantará aquel bebé regordete.—
Tomás formando un esquema mental de como debería presentarse ante quienes seguramente serían su nuevo circulo de amistades, sonrió. —De verdad te diré esto Augusto Santana, espero que aquí seas muy feliz... Te lo mereces—
El joven doctor había caminado apresurado hasta su refrigerador recién enchufado, sacando dos latas de refresco aún tibio. La ocasión ameritaba un brindis, extendiéndole una de las azucaradas bebidas, alzó su envase. —Lo mismo digo de ti, Tomás Valencia— Una risa brotó de su boca, siendo fácilmente contagiada a el sacerdote a quien tanto aprecio le tenía. —Valencia y Barcelona, formamos un excelente equipo. ¡Salud!—
Ambos chocaron sus latas y rieron disfrutando del momento, la mañana aún seguía fresca y el espíritu estaba enaltecido.
—¿A qué hora llegará la afortunada señorita?—
—Pasada la noche, viene con otro camión de mudanza. Con los muebles de su amiga y los del bebé más el mobiliario de la tienda—
—Si quieres, puedes hablarme. No tengo problema en ayudar a las jóvenes con los muebles pesados—
—Tomás... Te daré un consejo, nunca te metas entre una mujer y su decoración—
Ambos rieron nuevamente pensando en cómo aquellas suaves ninfas a veces podían mutar en verdaderas gorgonas cuando se lo proponían.
—Por cierto, no me mientas ¿Cuántos años tienes, Tomás?—
Intentando no apenarse por la diferencia de edad que ambos tenían, el sacerdote respondió. —cuarenta...—
Augusto sorprendido, solo lo examinó con sus ojos en un rápido análisis ocular. —¡No me mientas, es imposible!—
—No te estoy mintiendo, es verdad.—
—Pero... Tienes más fuerza que yo y además según por lo que noté anoche... Tu cuerpo está en perfectas condiciones aún—
Apenado, recordó aquel catastrófico hecho durante la noche. Pronto el silencio incómodo brotó de su parte, haciendo que su vergüenza se notara.
—Oye, es normal y de por demás natural. Eres hombre—
—Lo sé, pero no es un tema en el cual no me siento cómodo—
—Como sea— Golpeando su hombro, le hizo saber su cercanía. —Gracias de nuevo, tendremos que volver a la iglesia antes de que las señoras nos prendan fuego—
—En eso concuerdo.— Intentando emprender su retirada, una fuerte memoria atacó sus sentidos. Buscando en el bolsillo delantero de su pantalón encontró el objeto de su añoranza. Colgando de una cadena plateada una brillante medalla con una figura humanoide se mostraba. —Es para ti, San Judas Tadeo... Patrón de lo imposible, para que llenes esta casa de hermosos niños—
Augusto sorprendido, la tomó entre sus manos, para luego con una sonrisa fijada en su rostro prenderse aquella cadena alrededor de su cuello. Un pequeño abrazo surgió de su parte, palmeando la espalda de su compañero, agradeciendo ese pequeño pero necesitado gesto de esperanza. —Si eso pasara, me encantaría que seas el padrino.—
—Encantando lo seré. Anda, volvamos a la iglesia—
... ... ...
La noche ya había caído sobre sí, dejando al bello pueblo de San Fernando solo iluminado por los fulgores de las estrellas y el titilar de las luciérnagas. Augusto ya se había marchado de manera apresurada, cargando consigo las pocas posesiones que tenía dentro de la iglesia. Extrañaría su presencia, pero estaba feliz por su amigo, ahora no sentiría su lecho vacío y tendría la compañía de la mujer que amaba.
Vistiendo su clásica ropa enlutada y su alzacuellos blanco, se acercó a la puerta principal de la iglesia para cerrarla con llave. Todas las ceremonias habían sido festejadas y la jornada acabada. Giró la clavija metálica sobre su eje dejando hermético el templo, pero un golpe apresurado en la madera del portal había retumbado.
Asustado de que alguna desgracia hubiera pasado abrió la puerta lo más rápido que pudo, solo para encontrarse con la alegre cara de uno de los lugareños.
—Martin ¿Sucedió algo?— Seguía nervioso, pero la sonrisa de ese hombro poco a poco comenzó a despejar sus dudas.
—Padre, disculpe la hora, pero le traemos un presente de la otra parroquia—
Pronto detrás de la silueta del hombre divisó como una vieja camioneta con su pintura oxidada era achatada por el gran peso que causaba un gigantesco objeto colocado en su cajuela. —No...No se hubieran molestado...—
—Tonterías, abra la puerta, sus dos hojas. En menos de lo que canta un gallo lo meteremos—
Obedeciendo sus palabras, Tomás abrió por completo la puerta. Solo para ver como los hombres que se encontraban escondidos en las sombras y Martin bajaban el pesado objeto y lo introducían dentro de la nave central.
Perfectamente posicionado y con su madera reluciente, reconoció lo que aquel objeto era. Un viejo piano de pared ahora adornaba el muro izquierdo de la iglesia, sin quererlo ni desearlo, ella había aparecido una vez más.
—¿Qué opina, padre? Es hermoso, tengo la fe de que aprenderá a tocarlo—
—Si... Es hermoso, muchas gracias. De verdad, se los agradezco—
El hombre solo sonrió para despedirse de manera silenciosa, sintiéndose orgulloso de la pesada carga que había traído. Dejando al sacerdote solo en el sigilo de su iglesia, emprendió retirada.
Nuevamente cerró la puerta echándole llave y corriendo el seguro, su mente había sido perturbada con la furia de un huracán desordenando sus pensamientos.
Con nostalgia miró ese piano, seguramente con millones de canciones aún bailando en sus teclas. La atracción era fuerte y el sentido magnético. Sin oponer resistencia llegó a él solo para levantar su tapa y con calma acariciar las monocromáticas clavijas.
Ella estaba parada allí, a su lado, recordándole como en aquella noche de verano los lugares estratégicos donde debía poner sus dedos para hacer brotar un pequeño arpegio. Obediente a su recuerdo, pasó sus falanges por las teclas designadas, muriendo en cada suspiro de esa madera desafinada.
Muy bien Tomy, pronto podremos tocar algo juntos.
¿Por qué? ¿Por qué debería seguir sufriendo? Ya habían pasado tres años desde que ella no estaba en su vida. ¿Por qué no podía olvidarla? Con tristeza en su rostro y un agujero en su corazón revivió cada bella postal en que ella se lucía frente al piano, haciéndole el amor de una manera diferente.
Aquellos pensamientos de color sepia trajeron a su cabeza la fantasía tan vivida que había experimentado durante el alba. Intentando serenarse se despegó del piano, aquel que tanto veneno destilaba.
Su mente nuevamente le jugaba en contra, por más que no quisiera, de nuevo la tenía desnuda sobre el altar, suspirando su nombre y clamando cuanta euforia tenía ella al amar. Los sentidos se enervaban y la piel respondía entre escalofríos ante el placer de un acto no liberado de su condena. Cerrando los ojos y sudando, extendió su mano hasta donde sabía que se encontraba uno de sus tantos placeres culposos, la iglesia de Tomás Valencia siempre tendría rosas frescas.
A los pies del patrono se encontraba el viejo jarrón colmado en agua, aquellos pimpollos rojos con su botón aún cerrado les dieron la bienvenida. Tomando una al azar, la miró unos momentos, poniendo especial atención a cada detalle de aquella flor. No le interesaban sus pétalos... Pero sus espinas habían logrado, una vez más, revivir su mortuorio corazón.
Seguía caminando, recorriendo los senderos que los viejos mosaicos de la iglesia podían brindarle. El lo sabía, no alcanzaría ningún sendero lo suficientemente largo para calmar la furia de la lujuria que el fantasma de Amelia había creado.
Sabiéndose vencido, apoyó su espalda contra una de las paredes del sacro reciento, solo para derrumbarse en sus cimientos y caer al suelo sin despegarse del duro concreto. Apretaba aquella rosa con fuerza, sintiendo como las espinas penetraban su piel y el dolor volvía sacando al bailar al placer en la perfecta melodía de una canción ya conocida.
Gimiendo en soledad, con leves ecos mudos del pasado, nuevamente caía en los banales actos que solo otorga el pecado. Corrió el cierre de su pantalón y extrajo su miembro, estaba duro y goteante, clamando por alivio, no podía decirle que no a su propia carne. Aún sintiendo como las espinas lo laceraban recordó a su pequeño ángel, abriendo las alas para su deleite haciendo volar los pétalos de los cadáveres de millones de rosas inertes. Regocijándose en su sangre y festejando sus suplicios, solo en la tortura de una aflicción de ojos eléctricos encontraría su concilio.
Comenzó a frotarse a sí mismo, haciendo que su mano subiese y bajase por toda la extensión de su miembro. Ella seguía de pie deleitándose ante el hombre que había corrompido, mientras que con morbo miraba como la mano libre de su pecador favorito sangraba gracias a la caricia de aquella rosa profana.
Los gemidos de placer continuaron, apretando aún más aquellas afiladas púas contra su piel. Las gotas carmesíes bañaban el suelo en una profunda estela roja. De repente, la pesadilla volvía, Amelia se marchaba y las lágrimas volvían.
Lloraba mientras que se tocaba sintiendo hasta pena de sí mismo, no tardó en correrse, mezclando su semilla con su propia sangre, rompiendo en llanto ante su debilidad. Nunca más volvería ser el mismo, el fuego lo había quemado hace tiempo a tras y ahora añoraba la suave caricia que aquella llama de apellido von Brooke podría brindar.
Sollozando ante el horroroso recuerdo de su niña partiendo golpeó el suelo con rabia con sus puños sangrientos. Se sentía pequeño, frágil y de por demás corrompido.
No podría seguir mucho tiempo más así, con el fantasma de su único amor rebelde ante el olvido.
—Amelia...—
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Creo que tengo un serio problema con las pajas.
Ya me está preocupando.
Bueno, corazonas, otro capítulo más que me han dado el gusto (Si, ustedes) de escribir. Espero que sea de su agrado.
Novedad: Salí ganadora en dos premios diferentes con PP Cuando tenga todos los galardones encantada los compartiré con ustedes.
En el prox cap aparecerá la jodida Vonnie, sé que ustedes se mueren tanto como yo por enterarse de aquello.
¿Te gustan mis portadas? Todas ellas fueron cortesía de TylerEvelynRood
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Sin otro motivo, demonios míos.
Nos estamos leyendo en unos días.
Quien averiguará algunas palabras raras que se ha encontrado y sabe que ya la mayoría de las lectoras no se sorprenden porque escriba de la masturbación de un sacerdote:
Angie
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