41: "Abel"
Amor, tan sencilla palabra que puede abarcar todo aquello que crea y destruye nuestros tiempos. El amor para ella era señal de estabilidad; Un suelo firme donde mantener sus pies en el suelo, olvidarse de sus alas y conocer el piso como cualquier otra mortal. El amor para mí era una señal de ascenso, pasar de niño a un adulto, galardonarla con mi apellido y brindarle todo lo que mi cuerpo provea. Era perfecto, la reina adornaba el costoso tablero mientras que el rey mantenía alta su guardia... Hasta que un peón se olvidó su posición y quiso desafiarlo.
Entonces todo cambió con una revelación impensada. La reina soñaba con ser un simple alfil, bajando sus defensas, dejando toda la nobleza que cargaba sobre su corona solo para perseguir a la más insignificante de las piezas.
El peón, ajeno a su consagrada casilla, fantaseaba con ser una torre. Cimentaba sus miedos y sus mentiras con ladrillos, que, según él, tenían orígenes divinos. El tablero temblaba y las piezas restantes caían. Por culpa de dos sencillas fichas todo el juego se perdería.
No, eso no sucedería. El rey seguía férreo a su mandato, los simulacros de batallas habían terminado para abrir paso a una guerra monocromática. De un lado él, ocupando el cuadrante blanco en una mísera posición de carne de cañón. Por otro lado, el rey, resguardado por el negro de su lugar, vigilando todo y tramando estrategias para reclamar nuevamente la reina en su cuadrilla. Mientras todos los demás sufrían las brutalidades de sus impulsos, el solo esperaría... El tiempo da frutos y los resultados serán venideros.
Eso era el amor, un sencillo resultado de estratagemas. Donde exista lógica, no existirá Dios.
Con cuidado de no levantar ninguna sospecha, sonrió ante su acompañante para luego, en sencillos movimientos introducir la llave en la cerradura. El sonido metálico retumbó en el tambor dando aviso que ahora el portal se encontraba abierto. Con su galantería fingida aún sostenida a bases de miradas centellantes, la invitó a pasar. —Entra, buscaré la llave de la tienda rápido e iremos juntos a retirar tus cosas—
—No...No hay problema, doctor, puedo esperarlo aquí— Incrédula de los que sus propios pensamientos creaban en su cabeza, Adriana optó por la opción más sensata.
—Tontería, entra, de paso te serviré un poco de jugo— Relucía como hacía mucho tiempo no lo hacía. Santana había olvidado ese halo de miedo en las pupilas femeninas, sabía que aquella joven presentía sus intenciones y eso, de una manera un tanto retorcida, le encantaba. —Puedes decirme Augusto sí quieres ¿Adriana?—
—Sí, Adriana...— Al final de sus dubitaciones, ganó la curiosidad, poniendo un pie delante del otro, en escasos cuatro pasos, ya se encontraba dentro de ese desconocido hogar.
Se maravilló con lo que vio, aquello era demasiado costoso para sus sencillos ojos pueblerinos bañados en tierras de caminos. Muebles lustrados de madera cálida cetrina y colores pasteles adornando las paredes le daban la bienvenida. Notó los relucientes marcos de plata y como cada detalle estaba colocado con un único fin, impresionar. Intentando que la sana envidia que ahora tenía no nublara su buen juicio, habló. —Tiene una linda casa—
—¿Te gusta? Intenté darle a Amelia un buen hogar donde vivir, pero... Bueno esa es otra historia— Caminando hasta la cocina, abrió el refrigerador y sacó de su interior una pequeña jarra colmada en un líquido naranja. Su visión hacía que un repentino rayo de sed apareciera. —Ven, toma tu jugo—
Sin faltar el respeto a sus buenas costumbres, Adriana se acercó a él y agarró insegura el vaso que ahora le extendía. Bebiendo con recaudo notó, sintiendo una leve incomodidad, como ese profesional la miraba con sus ojos teñidos en depredación. Se sentía indefensa, pero quizás su cabeza nuevamente generaba fantasmas.
—¿Cómo está tu marido? Lautaro ¿Verdad?—
—Él está bien... Supongo que debe estar trabajando.—
Sonriendo, Augusto bebió un poco de jugo del propio vaso que él mismo se había servido para su consumo. —Espero que esté trabajando y no bebiendo de nuevo, la última vez que vino a visitarme apenas podía mantenerse de pie—
Aquello que el doctor había pronunciado, de manera tan erosiva como la más helada tempestad, destruyó su pose falsa de un matrimonio perfecto. Respirando hondo, intentó dar una excusa a las faltas de su marido. —Él a veces festeja mucho...—
Acercándose a ella, intentó que sus palabras sean sinceras, por más que sus intenciones denoten un grado de oscuridad. —Espero que en esos festejos él no te golpee mucho...—
Por puro que sea su mensaje, la guardia había sido subida, necesitaba ponerse a la defensiva. —Él... Él no me golpea—
—Vamos, Adriana...— Acercándose aún más a ella, se animó a tocar su hombro. —Con Amelia hablamos poco, pero cuando hablamos, salen muchas verdades a flote... Me dijo que muchas veces te vio con moretones adornando tu piel... Sí me lo preguntas, eso es solo obra de un canalla.—
La joven guardó silencio, el aire se comprimía en su cuerpo y la devastación de esas palabras habían retornado consigo su realidad, eso solo logró que el dolor aumentara. Había soportado demasiado, su cuerpo estaba emparedado en golpes y su sangre en llantos, un simple tacto reflexivo había liberado sus penas en forma de cataratas. Una lágrima rodó por su mejilla morena, haciendo que con ella el dolor naciera.
—No llores, sé lo duro que eso puede ser. Nunca sería capaz de levantarle la mano a nadie, menos a una criatura tan pura como una mujer... No entiendo como él puede hacerte eso— Manteniendo el tacto en su hombro, Augusto hablaba con la verdad más allá de sus intenciones. Aquello le molestaba y pensó que aquella chica también necesitaría un poco de venganza.
Secándose su llanto con la manga de su camisa, Adriana intentó retornar a su calma. Las penas fueron sorbidas y las lágrimas paradas. —La señorita Amelia realmente es una mujer muy afortunada—
—No... No lo creo— Cortando sus palabras de manera seca, Augusto dejo que un poco de su verdad también se vislumbrara. —El trabajo me quitó mucho del tiempo que a ella le pertenecía y creo... Creo que ella encontró ese tiempo en otra compañía—
—Pero eso es imposible... Nunca he visto a la señorita Amelia con nadie—
—Qué tu no la hayas visto no significa que no sea verdad. No la culpo, ella se debe sentir sola, yo también me siento solo a veces— Sabiendo que cada palabra le abría una capa oculta del alma de esa niña, se acercó más a ella. Sintió su aliento temblante por la expectación y su mirada forzosamente baja colocada en sus labios. La algarabía hormonal nacía, hacía mucho tiempo que no presenciaba el miedo grabado en unas retinas, sin darse cuenta, el motor se puso en marcha y ahora el calor de su combustión nublaba la razón. —¿Te sientes sola?—
—A... A veces, sí— Notando como su cuerpo le fallaba y como la intromisión masculina era cada vez más evidente, intentó detenerlo sin muchas ganas a que él cediera. —Augusto... Yo, yo no quiero malinterpretarte... Pero cualquiera que nos vea, pensará... Pensará ideas erradas. No quiero que la señora sufra por algo equivocado—
—¿Algo errado? Adriana... Hermosa gatita, no hay nada de equivocado en esto— Con su cuerpo emocionado y cada vaso sanguíneo dilatado, la pasión volvía. No tenía miedo de fallarle a esa mujer ni mucho menos de no cumplir sus expectativas; La erección era notoria y la necesidad infinita. Besó sus labios de manera posesiva, nunca había hecho algo así, pero la nueva experiencia era grata y la sensación de dominio embriagante. No hubo oposición del otro lado, ni mucho menos resistencia alguna en su boca, aquello era un crimen de dos sin ninguna víctima.
La pasión aumentó en el momento en que acorraló a la joven contra el refrigerador e intentó abrir los botones de su camisa, ella sumisa solo aguardaba el próximo movimiento. Priorizando su disfrute corporal, el cual había estado encarcelado mucho tiempo, Augusto habló. —Ven... Te mostraré la habitación—
... ... ...
Esperando impaciente a que apareciera algún citadino, Tomás, apoyado contra el marco del portal del templo, miraba de manera ausente a las nubes. En alguna de ellas encontraba formas extrañas, en otras solo podía vislumbrar los últimos rayos de sol atravesar sus superficies rotas. Sus pensamientos eran claros, en ellos un rostro se dibujaba; Había rezado casi todo el día en su nombre y en el de su amiga golpeada. Quería hacer más, pero su facultad en la posición de una iglesia era limitada.
Acomodó su negra ropa, pulcra hasta el cansancio y planchada a base de una larga tarde de preparación. Los camiones con la mobiliaria habían llegado hacía unas horas, las sillas estaban desplegadas y un palco armado a escasos metros de él. El atril esperaba ansioso un discurso, pero el locutor no había llegado aún.
Las ausencias ese día habían sido notorias, amén de que el brillo de su mirada no lo amparaba, tampoco había recibido alguna llamada de su parte. Augusto tampoco había retornado, temió por momentos algún infortunio, pero pronto borró cualquier tragedia de su mente al suponer que el doctor había caído rendido en su lecho luego de tan largo viaje.
Suspiró a los cielos y penitente bajó la cabeza, ese era su consuelo. No tenía la presencia divina ni tampoco el calor de las llamas del infierno. Adornó su cabeza con un último recuerdo de los besos y susurros que antes ella había proclamado cerca de su oído. Quedó grabado en su memoria, al igual que en su carne, aquella caricia y una sutil sonrisa, allí fue cuando lo entendió, no estaba solo... Siempre tendría su recuerdo a modo de compañía.
—Tomás, discúlpame, tuve un contratiempo— Apresurado, haciendo que sus pies emprendieran una marcha acalorada, llegó a su lado el joven doctor. Aún su camisa estaba desabrochada en los primeros botones y cargaba su corbata en una mano, supo en el instante en que lo vio que sus teorías eran correctas y que Augusto había sucumbido ante el sueño.
—Tranquilo, dame eso— Apresurado, Tomó la corbata de manos del doctor y le permitió prenderse su camisa sin ningún contratiempo manual. —Te merecías descansar, viajaste mucho— Sin mirarlo, comenzó a labrar en su mano el nudo de la tela, pronto el aditamento estuvo listo para ser colocado.
—Gracias... De verdad, discúlpame.— Tomando la prenda restante, la introdujo encima de su cabeza para luego ceñirla a su cuello y ajustarla debajo de la seguridad de los tejidos almidonados.
—Pronto llegará el gobernador, eso escuché decir a uno de los del sonido.— volviendo a su postura relajada, Tomás hablaba de manera taciturna, intentando que la situación no sea sobrepasada por sus nervios.
—Hace mucho tiempo que no veo a mi suegro, espero que no se tome a mal la ausencia de Vonnie—
Suspirando, Tomás contestó. —No lo creo, él sabe sin duda alguna como es su hija... Hablando de ella. ¿Sabes algo? ¿Te llamó?—
Arqueando una ceja, Augusto no comprendió dicho cuestionamiento. —¿Quién?—
—Amelia...—
—Ah...— Haciendo un gesto olvidadizo, Augusto acarició su frente. —No, no me ha llamado. De seguro aún sigue con los correteos médicos y consolando a sus amigas—
—Eso espero...—
Las palabras fueron escasas y la visión borrosa, por alguna extraña razón ambos añoraban el silencio; Quizás uno por lo que callaba, quizás otro por lo que quería gritar. El tiempo pasó y con él, la gente había empezado a formar un gran tumulto. La aglomeración crecía y el ansia nacía. Con media hora de retraso, atravesando el camino sobre un auto blanco, llegó el gobernador listo para cumplir su trabajo.
Los flashes brillaron y la gente, como una catarata humana, intentó irse encima suyo. La seguridad actuó rápido, pronto Juan Von Brooke estuvo protegido por una decena de hombres con camisetas negras que rezaban ser agentes gubernamentales. Desde la distancia, Tomás notó como se acercaba, acomodó por última vez su enlutado traje y se dispuso a guardar silencio, a diferencia de augusto que daba brincos y agitaba la mano intentando ganar la atención del gobernador.
—¡Juan! ¡Juan! ¡Aquí!—
Pronto el funcionario apareció delante de ellos, la mano de Augusto fue estrechada con un gesto casi familiar, la sonrisa adornaba el rostro de ambos al reconocerse. —Qué bueno verte de nuevo Augusto—
—El gusto es mío, Juan— Al percatarse del silencio de su colega, Augusto debió presentarlo por mera formalidad. Teniendo al sacerdote a su lado, el anunció su cargo. —Él es el párroco dueño de ésta iglesia, Juan. El padre Tomás—
Cuando ambos iban a saludarse, Juan Von Brooke torció su ceja, en una clara señal de pensamiento. Pronto su mueca cambió a la de una sorpresiva alegría. —¡Tomás! ¡De algún lado me sonaba tu nombre! Ya te recuerdo, eras el padre que le dio sus sacramentos a Amelia—
Augusto por un momento ensombreció su presencia, aquello no le había gustado. En cambio, Tomás se había sentido importante, aquel hombre de tal renombre todavía recordaba su presencia y la importancia en la vida de su hija. —Justamente señor, es un honor para mí que use nuestra iglesia para sus fines—
Sonriendo, Juan buscó con su mirada a un rostro ausente. —El honor es mío... Disculpen ¿Dónde está mi hija?—
Augusto intentó abrir su boca, pero las palabras habían sido robadas, Tomás contestó aquella pregunta. —Amelia debió marcharse a la capital ésta misma mañana, señor. Una de sus amigas tuvo un accidente... Ya se imaginará usted la prisa con la que salió. Pero, no se preocupe, ella me dejó encargado a mí de entregarle su discurso y un protocolo, sí mi memoria no me falla— Notando como el rostro del funcionario se serenaba, el sacerdote continuó hablando. —Por favor, pase al interior del templo y le daré los papeles correspondientes—
—Sí... Por supuesto— Encabezando la campaña, Juan tomó la delantera hacia la puerta de la iglesia, seguido a ambos lados por quienes en secreto codiciaban a su hija. Cuando por fin pudo estar amparado por el silencio de los sacros muros, lanzó una directiva. —Augusto, tráeme por favor un refresco—
—¿Yo? ¿No prefiere que mande a otra persona?— Con una mirada desilusionada, Augusto se quedó quieto unos momentos, esperando una afirmación a su mensaje.
—Sí, tu. Necesito hablar unos momentos con el religioso. Quiero aclarar mi mente— De manera firme, Juan von Brooke había mostrado su decisión.
La sombra lo atrapó y los celos aparecieron, no entendía porque ahora también su lugar estaba relegado. Disponiéndose a salir, Augusto solo guardó silencio en su partida.
Pronto ambos hombres quedaron solos, Tomás no entendía muy bien las intenciones de quien era el padre de su ángel, pero rápidamente a base de suposiciones pensó que aquello se trataría de un simple acto de fe. —Señor, por favor sígame. Lo llevaré a la cocina—
La marcha fue corta y los pasillos escasos, el camino que tantas veces había cruzado hoy parecía inexistente, pronto llegaron a su destino. Extendiendo su mano en dirección a una de las sillas que se encontraban bajo la mesada, Tomás lo invitó a sentarse, para luego sacar un vaso limpio del aparador y disponerse a servir agua fresca del jarrón que tenía dentro de la nevera. —Sepa disculpar la austeridad de mi iglesia, gobernador—
No obtuvo respuesta, aquello hizo que, por reflejo propio de una inseguridad latente, volteara su cabeza para observar las acciones de aquel hombre. Cuando lo miró, observó como Juan le avisaba con su mano levantada que estaba a punto de hablar por su celular. Entendiendo que su silencio era necesario, dejó sobre la mesada el vaso transpirado colmado en refrescante líquido para luego sentarse en el extremo opuesto a donde el gobernador se encontraba.
Cada detalle de ese masculino era una visión borrosa de todo lo que él amaba. Las mismas pecas forajidas y el cabello renegrido habían sido un bien de herencia, pero lo más sorprendente sin duda alguna eran sus ojos, aquellos que con un solo pestañar tantas veces le habían quitado el habla. Intentando no ser inoportuno con su inspección ocular, bajó la cabeza, brindándole a ese extraño tan familiar un poco de privacidad, pronto el gobernador empezó a hablar.
—Amu, ¿Por qué no estás aquí?—
—Sí, ya lo sé, ya me lo han dicho... ¿Está todo bien? ¿Cuándo te veré?—
—¿En navidad? ¿AQUÍ? No me malentiendas Amu, pero pensaba que la pasarías con el doctorcito—
—Ya veremos, no te prometo nada... ¿Necesitas algo?—
—Está bien, cualquier cosa me llamas... Sí, lo tengo aquí en frente, dice que él tiene tus papeles—
Soltando unos momentos el teléfono, Juan le habló directamente al sacerdote. —Dice que te manda saludos—
Sonriente ante tan simple pero amoroso acto, Tomás encandiló con su rostro preso de un corazón acelerado para luego responder. —Mándele mis buenos deseos, por favor—
—También te manda saludos, Amu... Te dejo tranquila, sí llego antes de lo previsto iré a buscarte. ¿Sí? Aún me quedan dos distritos más por visitar—
—Te quiero—
Pronto el teléfono fue dejado en la seguridad de su bolsillo. Juan ahora suspiraba preso de la ausencia de su única hija. Tomando su silencio como una directiva, Tomás no tardó en buscar en uno de los cajones cercanos un manojo de hojas, las cuales se las extendió al gobernador. —Lo que le dejó Amelia, señor—
Juan, agradecido tomó las anotaciones y las leyó unos escasos momentos, para luego sentenciar. —Esta no es su letra—
—Yo... Yo me tomé el atrevimiento de pasarla a mano con mi propia caligrafía, Amelia se fue de repente y no tuvo tiempo de dejar su trabajo en limpio—
—Oh, muy amable— Continuando su lectura, Juan pronunció unas palabras que hicieron dudar de su ignorancia en cuanto a los sentimientos de su primogénita. —Veo que aún sigues siendo muy unido a Amu—
Preocupado por lo que aquella simple oración podía esconder, intentó guardar la calma. —Gracias a Dios con Amelia tenemos una relación muy cercana—
—Sí, lo recuerdo. Me costó reconocerte cuando te vi, pero ahora no me cabe la menor duda, tú conoces a mí hija y ella te tiene estima. Por eso necesito hablar contigo—
Su saliva fue amarga y la idea de una pronta pasada de rencores paternos tenía la eficacia del veneno. —Ha... Hable, señor. Lo escucho—
—Por favor, Tomás, dime Juan— Buscando algo del bolsillo delantero de su traje, el gobernador sacó su billetera y la extendió delante de sus ojos. Una foto estaba escondida detrás del plástico transparente, allí estaba Amelia con su vestido blanco, abrazando a su padre en el internado. El tiempo por un momento se detuvo y las paredes del antiguo convento de Buen Pastor lo cubrieron con una nostalgia sepia. —Amu y yo hemos intentado ser más cercanos, pero aun así ella no habla mucho conmigo, no la culpo. Tu seguramente sabes más que yo. ¿Ella cómo está?—
Aliviado ante aquella incógnita, Tomás respondió con su verdad. —Amelia es una mujer... Perfecta, todos los días intenta mejorar un poco. De hecho, estoy intentando que quiera cursar una carrera, tiene las facultades.
—¿Su salud? ¿Está comiendo?—
Con una sonrisa, Tomás trajo a su mente la noche anterior. —Ayer mismo la vi comer, se está alimentando... Está fuerte y colmada en vida—
La alegría cubrió el rostro del gobernador, pronto ambos respiraron aliviados. Una última pregunta bailó en el aire. —¿Cómo la trata Augusto?—
Quería decir millones de calumnias, gritar a los cielos maltratos y denigrar su relación. Pero no, no pudo cometer tal ofensa ante la sinceridad. —Supongo que bien, señor...—
—Vamos, Tomás... ¿Sabes cómo come mi hija, pero no de su relación? Creo que algo me estás ocultando—
Lanzando un suspiro a el techo, buscó templanza en la agrietada pintura, pero allí solo encontró su verdad. —Lo dejará cuando pasen las fiestas—
Juan mantuvo silencio unos ligeros segundos para luego contestar. —Entonces deberé aprovechar al doctor antes de que Amelia le pegue una patada en el culo... En fin, ¿Sabes sí tiene a otro? Dime que lo conoces...— Intentando que sus miedos paternales no se escabulleran de su boca, Juan concluyó.
—Sí... Ella quiere construir su vida al lado de otra persona... Es un buen muchacho—
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Chicas, las amo.
Debo irme corriendo porque pronto llegará mi peor alumno, ese que detesto. Pero bueno, el paga así que hay que darle educación de calidad.
Ali: Estás lleno de mocos y quiero que lo sepas, así como tu me odias, yo te odio el triple.
¿Vieron el logo de mi foto? Con Las chicas de la iglesia formamos un club de lectura. LeNotreDame Quien quiera integrarse, está invitada.
¡Gracias por todo, las adoro!
Quien odia tener que trabajar:
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¿Eres curiosa? Bueno, te ganaste un premio.
Un adelanto de lo que se viene solo para ti <3
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