35: "Aguja"
—"Si yo no tengo amor, nada soy" Corintios 13,2— Nervioso al encontrarse a sí mismo improvisando aquella homilía que debía haber formulado, Tomás intentaba caminar lo más rápido posible sin pisar su verde sotana.
Las palabras correctas abastecidas por un sustento teológico no aparecían y los silencios prologados, con mayor intensidad, cada vez más se repetían. Sudando bajo la liviana tela de lino se sentía irresponsable, pero fue allí cuando lo recordó, escondida de la visión de su padre mayor una joven enfrentaba al piano.
La observó un instante que para él significaba una eternidad de calma, ella con pose solemne, despreocupada, divagaba en su mente de acuarela, tiñendo mariposas imaginarias alrededor de su cadera con ayuda de sus manos inquietas. Amelia nunca había prestado atención en misa, eso no le sorprendía, pero había algo en ella que hacía mucho tiempo no veía, en silencio ella sonreía.
Por un momento las liturgias tomaron sentido y Dios se hizo presente en la profundidad de su latido. Con su ángel de vuelta a su lado, nuevamente encontraba su concilio. Abalanzado ante la paz que entre sus rizos se encontraba, agarró el coraje que le faltaba y nuevamente comenzó a hablar. —¿Cuál es el primer mandamiento?—
Al unísono los feligreses respondieron. —Amarás a Dios sobre todas las cosas—
Con una sonrisa siendo la joya principal de su boca, otra vez cuestionó. —Muy bien, pero ¿Dónde está Dios?—
El silencio reinó siendo acompañado por tímidos susurros inentendibles e incomodos carraspeos propios de la primera hilera de bancos. Sabiendo que no encontraría respuesta, continuó hablando. —Dios está en nosotros, en nuestro hermano, en nuestra hermana. Esperando a que amemos sus virtudes y nos desvelemos por sus defectos. Dios está allí, en la mujer que critican o el hombre que ignoran, el niño que llora o en la madre soltera... Por algo dicen que él es un misterio, Dios habita más que nada en aquellos a los que todos les dan la espalda y créanme cuando lo digo, Dios ama las ovejas descarriadas...—
—Conocí muchas ovejas perdidas, pero solo a una en particular pude entenderla, con el tiempo comprendí que quien nosotros creemos que está perdido solo está forjando su propio camino alejado de nuestra senda. No juzguen, por favor, a aquello que escapa a su conciencia... Me duele mucho ver bancos vacíos y una ausencia total de jóvenes en nuestra iglesia. ¿Ustedes saben por qué eso sucede?—
Entre los presentes se miraron, cuando una voz trémula femenina sonó en las filas, todos voltearon a ver a Lucia quien acompañada de su madre escuchaba la ceremonia religiosa con gran interés. —Los jóvenes se alejan de la iglesia porque están tentados por los males del libertinaje, padre—
Moviendo la cabeza de manera negativa, Tomás oyó como varios creyentes le daban la razón a la hija mayor de su amiga. —No, no es por eso... Los jóvenes se marchan de las iglesias porque sienten que aquí no son bien recibidos... Y, en cierto punto, los entiendo. Creo que nadie quisiera estar en un lugar donde son juzgados continuamente y puestos en medición con una regla imaginaria a base de una moral impuesta. Entiendan esto, nadie es perfecto, pero la claridad de nuestra alma es aquella que nos hace grandes y esa claridad solo se logra con amor. Amemos a quienes nos critica, cuando nos maldigan respondamos con bendiciones... No veamos el pequeño defecto ajeno sino la majestuosidad de las virtudes—
—Por eso, hermanos, quiero invitarlos a todos ustedes a encontrarse con su prójimo y amarse los unos a los otros, como es nuestro deber. Si no nos empeñamos en conocer al otro, jamás sabrán que misterio esconde... Quien sabe, quizás hasta en los presentes hay escondido un salvador ángel.—
No hacía faltar voltear a mirarla para saber que había ganado su atención. Esa sensación extraña se lo advertía, los ojos de Amelia ahora lo contemplaban con alegría. Dando por finalizada la homilía, empezó con la serie de ritos que la celebración religiosa constaba, la paz entre los presentes, en forma de besos secos, fue dada. La transustanciación llegó acompañada por garrafales silencios, mientras que el vino se convertía en sangre y la harina en cuerpo.
Glorificando la nada y encomendándose al cielo, caminó entre los presentes repartiendo su salvación en forma de disco. El piano sonaba en antiguas sinfonías litúrgicas consagradas, era bastante cómico ello, con rebeldía desatada, debes en cuando, improvisados arpegios lo agasajaban.
Cuando cada feligrés devoto había comulgado, por un momento pensó en que ella también lo haría. Volteó a mirarla aún con el copón en su mano y solo encontró a su niña balanceándose ligeramente, con sus manos ocupadas por las teclas y sus ojos cerrados. Ella no debía comulgar para encomendarse a la gloria, un ser divino siempre carga consigo su propio dogma.
Al poco tiempo la misa finalizó, haciendo que el pequeño tumulto de gente empezara una de sus actividades favoritas. Las charlas acaloradas a la salida de la iglesia eran aquellas viejas costumbres que jamás se perderían. Sabiendo que Amelia allí estática se quedaría, se apuró en retornar a su cuarto y librarse de los hábitos, volviendo a su confortable negro, aquel que con ayuda de un alzacuello le brindaba uno de los últimos días de aquella vocación que había amado con esmero.
Volviendo a la nave central, la gente se había marchado, volteó al piano a buscarla y escondida entre las teclas diversos acordes sonaban. Disfrutaba sus escalas y la facilidad con que ellas salían. ¿Qué más correcto para una triste pianista qué un melancólico chelista? Acercándose con cuidado de no arruinar su sinfonía, habló desde las alturas. —Ami, vamos a fuera, muchos querrán felicitarte por tu ejecución de hoy—
—Sí, puedo imaginarlo, me felicitarán y luego dirán que tengo el culo parado. Tomy... Aquello de afuera es una gran hipocresía—
Tocando su hombro y sintiendo como ella recostaba su cabeza en la vieja cicatriz de su mano, suspiró. —Ami... No todos son así, esta es una de las últimas misas que daré, amaría que estuvieras a mí lado...—
Levantando una ceja y riendo ante su dramatismo, Amelia se puso de pie dispuesta a caminar a su lado. —Tomás la reina del drama— Golpeando levemente su brazo, ambos comenzaron a circular por la senda principal de la iglesia. Entre sonrisas complaces y sonrojos vergonzantes, las charlas comenzaban. —Adoro que seas así de dramático—
—No... No soy dramático, es solo qué... Qué, digo la verdad. El tenerte a mí lado en mis últimos días verdaderamente es muy significativo—
—Hablas como si fueras a morirte, Tomás.—
—En cierta parte moriré, pero resucitaré a tu lado... Ami— sonriendo en aquella ultima oración, notó como levemente el rostro de Amelia se enrojecía, ella intentaba albergarse detrás de su cabello, pero era tarde, él ya había visto aquello que escondía. —Adoro cuando te pones roja—
—Idiota—
—Puedo ser un idiota, pero éste idiota hace que te ruborices— Saliendo por la puerta principal, la gente no tardó en llegar a su encuentro.
Las felicitaciones esporádicas aparecieron acompañados por halagos dirigidos hacia la intérprete musical. Las palabras dulces eran ofrendas, en conjunto con súplicas de rezos y promesas de mejorías. Amelia solo sonreía de la manera en que estaba acostumbrada debido a los eventos de su padre, los músculos faciales comenzaban a doler mientras que observaba como Tomás entregaba su corazón en cada charla.
Entre los huecos que la gente brindaba, algunos susurros entre ellos anclaban. Aun manteniendo la mirada al frente y correspondiendo los saludos, Amelia con su descarado cinismo filtraba el dulce veneno al que se había vuelto adicto. —Oye, Tomy... Augusto en dos días se marcha a la capital, estaré sola por dos noches...—
—Algo él me había comentado, no tienes que preguntarlo, allí estaré. Pero no me mientas con que solo quieres que hagamos... Ya sabes...— Intentando que la incomodidad no se vislumbrara, continuó saludando, esperando la oportunidad para volver a hablar.
—¿Mentir?—
Cuando el hombre que había pedido que bendijera su rosario se marchó, nuevamente Tomás habló. —Yo sé que lo que pasó en el negocio te dejó asustada, no quieres estar sola porque te da miedo que alguien entre. ¿Verdad?—
Suspirando, Amelia se sinceró. —Sí... Es verdad, pero no quiero que creas estupideces, quiero estar contigo. Es solo que estoy acostumbrada al cuidado, nunca viví en una casa sin seguridad privada.—
—Cuando viviste sola, ¿También tenías seguridad?—
Riendo, Amelia recordó el pequeño tiempo en que estuvo sola. —Mi piso era el número doce, para llegar a él tenías que atravesar varios grandotes que cuidaban el edificio—
Esperando a que el nuevo feligrés que estaba a su lado se marchara, Tomás cuestionó. —¿Te gustó vivir sola?—
—Fue horrible, verdaderamente horrible. Me enteré tarde que la ropa no se lavaba sola y que la comida no aparecía por arte de magia en la mesa. Lo peor fue cuando dejé un pollo dos semanas en la nevera... Todo apestaba a muerto— entre risas, Amelia continuó hablando. —Cuando venga papá le pediré ayuda para vender ese piso y encontrar algún otro lugar más apto para ti—
—¿Qué tiene de malo ese lugar?—
—Para mí, nada, es más lo elegí porque me gustaba su cualidad principal, tenía un excelente precio. En la planta baja y en el primer piso hay un pub lo suficientemente ruidoso como para mantener despierta a toda la ciudad, era hermoso bajar todas las noches a beber. Pero, no te veo a ti intentando dormir al ritmo de largas canciones donde se describen a la perfección el culo de una chica—
Imaginándose ese calvario, Tomás guardó silencio hasta que la señora que pedía por sus rezos a favor de la salud de su hija se marchara, una vez que nuevamente pudo hablar, respondió. —Oh... entiendo, pero si tú quieres puedes venir conmigo a la casa de mi hermano. Sé que te amarán—
—¿Estás loco? No puedo llegar de la nada a vivir con gente que no me conoce. Además, ese departamento, por su ubicación, es costoso, con el dinero de la venta o renta seguramente encontraremos una linda casa cerca de alguna iglesia así pueden hacerte la batiseñal religiosa desde el techo—
Riendo ante su ocurrencia, Tomás preguntó. —¿Ya sabes cuándo vendrá tu padre?—
—Sí, el jueves próximo . Vendrá con juguetes para los niños, así que puedes avisarles a todos tus fanes—
—No... No son mis fanes, son los seguidores de Cristo.— En el momento en que concluyó aquella oración, la bocina de un coche sonó. Una vieja camioneta con su pintura descascarada y la carrocería comida por el óxido provocaba aquel ruido, del interior de la misma, un hombre sacó la mitad de su torso por la ventanilla. Saludando al religioso, con un ademán algo compulsivo, le pidió a Tomás que se acercara. Se encaminó a él no sin antes disculparse por aquella intromisión con su ángel. —Disculpa, Ami. ¿Puedes esperarme un momento? Te prometo que será un instante—
—Claro, aquí te esperaré, me estoy divirtiendo muchísimo— Sonriendo ante su mentira, Amelia se ganó un suspiro por parte de su amante. Ambos entendían a la perfección su relación basada en comentarios ácidos y sumisión desmedida, como habían extrañado eso.
Cuando Tomás se alejó direccionado a la calle, Amelia quedó sola, observando como los paisanos conversaban entre ellos. Sin otra cosa más que hacer, además que observar su zapato, empezó a incomodarse por la situación. Dudo unos momentos en sentarse en uno de los canteros, pero luego recordó que el blanco de su vestido le impedía tener cualquier contacto con el polvo.
—Niña Amelia, que hermosas canciones tocó hoy, la felicito—
Sonriente al escuchar una voz nueva, Amelia volteó sabiendo que ahora tendría alguien con quien conversar hasta que Tomás volviera. Cuando notó a Cristina a su lado, sus perlas dentales relucieron, pero fue la presencia de Lucia la que hizo que su cutis se tensara y que sus labios se relajaran. Aquella pose digna de muñeca que ahora tenía solo haría que la rabia de esa mujer aumentara, lo sabía. —Oh... Muchas gracias por decirlo, señora Cristina. Intenté dar lo mejor de mí cuando tocaba—
—Y lo dio, Amelia. ¿El doctor ya se encuentra mejor?—
—Supongo, es un poco reacio a tomar píldoras, de seguro ya mañana lo tendrá atendiendo—
—Es un alivio, necesito nuevamente mis pastillas para los dolores. Augusto ha logrado hacer que ellos se calmen—
Amelia pensó unos momentos, dejando salir su parte más humana volvió a hablar. —Cuando necesite sus medicaciones, vaya a mí casa, yo se las daré. Solo pídale a Augusto el nombre exacto de la medicación así no nos confundimos de caja o algo—
Agradecida, Cristina sonrió y estrechó su mano en señal de alivio. —Muchas gracias de verdad, Amelia. Eso me sacará de muchos apuros ¿Verdad, Lu?— Mirando a su hija, Cristina nuevamente habló. —Vamos, Lu, di algo. ¿Te sientes mal, hija?— Preocupada, Cristina grabó en su rostro una mueca de preocupación.
—Tranquila, madre. Solo estaba pensando en algo, muchas gracias por su gesto tan desinteresado "Señora" Amelia— Las palabras salían a base de carbón, esa charla forzada alimentada con el vapor de su odio solo hacía que Amelia sonriera con más fuerza.
—No hay problema, cariño. Es más, si quieres le puedo pedir a Augusto que te recete unas muestras de unas excelentes pastillas laxantes, así se te pasa un poco esa hinchazón que tienes—
Cristina no notaba la guerra que se desplegaba delante de sus ojos, ignorante ante la situación la anciana solo siguió sonriendo. —¿Escuchaste eso, hija? Te vendrían geniales también unas vitaminas. Por cierto, ¿En qué pensabas?—
—Nada, solamente creo no haber visto a Amelia salir de la iglesia cuando cerró. Nosotras nos quedamos sentadas en uno de los banquillos de la plaza esperando que la misa comenzara ¿Sabes? No te vimos retornar a tu casa...—
—¡Lucia!— Cristina con una mirada disgustada intentó que su hija cambiara la entonación y conjeturas de sus palabras. —Seguramente la señorita se quedó en la iglesia viendo las canciones que tocaría durante la misa. ¿Verdad, Amelia?—
Al sentir por donde se encaminaba aquella incómoda conversación, jugando con los secretos, Amelia rio. —No, de hecho, soy la amante de Tomás. Siempre me escondo en secreto en la iglesia para que nos amemos en silencio. Ya sabe usted como son los amores prohibidos, tuvimos un romance de jóvenes y cuando me enteré que él estaba aquí, bueno, quise sacarle la sotana de un mordisco— Guiñándole un ojo a Cristina, Amelia sonrió.
Las risas por parte de la anciana no se hicieron esperar mientras que, por otro lado, el odio aumentaba. Sintiéndose triunfante sin la necesidad de mentir, nuevamente el juego era ganado por ella.
Aun con una carcajada entre sus labios, Cristina bromeaba. —¡Qué cosas dices, Amelia! Se nota que tienes el espíritu bromista y libre de la capital—
—Ya sabe usted, Cristina, siempre es necesario una dosis de buen humor.—
Mirando al suelo, Lucia habló. —Mamá... Estoy cansada, quiero irme—
—Espera un minuto, hija. Ya termino de hablar con la señorita y nos marchamos, mi cielo.—
Aún con la artillería cargada y sus palabras remontadas en el cargador, Amelia esperaba la oportunidad para lanzar alguna idea letal, pero una voz conocida resonó.
—¡Vonnie!— Mostrando su presencia entre la multitud, Augusto había aparecido sonriente, encaminándose a su prometida. Al llegar estampó un beso en su mejilla y saludó a las otras mujeres restantes con el mismo candor. —Buenas noches, señoritas—
—¡Doctor! ¡Qué alegría saber que ya está bien! Su prometida nos contó que estaba enfermo del estómago—
Mirando a Amelia bastante agradecido por no decir que sus males eran consecuencias de una borrachera, Augusto nuevamente desplegaba su buena educación. —Muchas gracias por preocuparse, Cristina. Por suerte he tenido una buena enfermera ¿Verdad, gatita?—
—Sí, ajá...—
—En ese caso, los dejaremos solos. Que pasen una buena noche ambos— Despidiéndose con un cálido abrazo a cada uno, Cristina comenzó a alejarse, Lucia no se molestó en despedirse de la joven pareja.
Cuando la soledad los encontró, Augusto tomó la mano de su prometida y la entrelazó con la suya. —fui a buscarte a lo de Mónica y no estabas allí, así que sabía que deberías andar por aquí. Moni... Ella está enojada contigo, creo.—
—¿Lo crees? Te conté lo que había sucedido, pero veo que de nuevo no me prestaste atención, Gus—
—No te enojes, Vonnie. Anoche fue algo fuerte para mí, hacía mucho tiempo que no bebía—
Amelia solo suspiró, sabiendo que estaba pisando el cadáver de su relación. —Vamos, Gus... ambos lo sabemos, no somos una pareja muy "atenta".—
—Lo sé, lo sé... Pero te prometo que eso cambiará— Buscando entre los presentes a algún conocido, Augusto notó como su compañero de recinto cargaba diversos costales de harina encaminándose a su dirección. —Iré a ayudar a Tomás, espérame un segundo, Vonnie—
Amelia no quiso, bajo ningún termino querer mirar los ojos de Tomás cuando Augusto la abrazara. Sabiendo que el dolor sería inminente y la pena majestuosa, tomó una sabia decisión. —Te esperaré en casa ¿Sí?—
—Claro, prometo no demorar mucho—
... ... ...
Los días habían pasado con una abismal lentitud, contando las horas para correr a su encuentro, Tomás se encontraba ayudando a Augusto a realizar el correspondiente inventario de las medicaciones y moviendo todos aquellos insumos que necesitaran cadena de frio a el refrigerador de la cocina.
—Y lo peor fue cuando ese señor agarró su bastón y comenzó a repartir golpes a todos, gritando a todo pulmón "¡Quiero mi hamburguesa!"— Contando una vieja anécdota de su preparación médica, Augusto rellenaba una caja mediana con pastillas, mientras que hablaba despreocupado. Al no oír respuesta, notó como su compañero intentaba leer los prospectos de varias píldoras. —¿Tomás?—
Saliendo de su trance, reaccionó, dejando de lado todas aquellas palabras impronunciables que intentaba entender. —¿Sí? Disculpa, disculpa... Intentaba saber que era esto—
Animado por la curiosidad de su amigo, Augusto agarró el papel, leyéndolo sencillamente en un pestañar, para luego volver a hablar. —Es un antinflamatorio y analgésico, de hecho, son las que toma Cristina para los dolores—
Previniendo cualquier tragedia, Tomás había sugerido mover todos los medicamentos riesgosos y los objetos punzocortantes a su cuarto. Sin entender aquello que Augusto hablaba, preguntó. —¿Son peligrosos?—
—No, para nada, pueden quedarse aquí— Agarrando un empaque diferente del estante, continuó su charla. —En cambio estos es mejor tenerlos bajo llave— Mostrando la colorida caja rojiza, Augusto elevó las pastillas en su mano.
—¿Qué son?—
Suspirando, Augusto respondió. —Relajantes, son un poco engañosos, si tomas más de la cuenta pueden ocasionarte un paro cardiorrespiratorio—
Asustado por aquello que había escuchado, Tomás sentenció. —Entonces guárdalos en la caja así los dejamos en mi armario, sería una verdadera desgracia que alguien los hallara—
Haciéndole caso a su compañero, Augusto arrojó el medicamento en conjunto con el resto que había dividido. Continuando con el proceso, empezó a separar todas las agujas destinadas a los inyectables y los bisturíes quirúrgicos, todos volcados en una pequeña bolsa.
El tiempo pasó y su tarea estaba finalizada. Notando que todo estaba en su correspondiente orden, Augusto miró su reloj sabiendo que aún le quedaba tiempo para charlar. —Creo que eso es todo—
—Muy bien, movamos todo a mí cuarto— Agarrando la caja que albergaba las pastillas, Tomás se dispuso a marcharse del consultorio de su compañero, deteniéndose a esperarlo. Notando como el mismo cargaba una bolsa en su mano izquierda y echaba llave al portal con su extremidad derecha, supo que ahora nadie entraría allí hasta su retorno.
Ambos caminaron por los pasillos teniendo charlas banales sobre el clima y aquellas cosas que acontecerían durante el retorno del citadino a su hogar.
—Será bueno que veas a tus padres, Augusto. De seguro estar en la calidez de tu hogar ayudará a que puedas volver con los mejores ánimos—
—Sí, eso espero— Intentando que ninguna puerta cerrada se atravesara en el camino, Augusto llevaba la delantera. —Además deberé traer mi auto, las vacunas que llegarán no pueden quedarse a temperatura ambiente—
El cuarto que ambos habían compartido apareció como su destino, entrando, Augusto depositó los elementos metálicos sobre la cama de su amigo, contando cada uno de los productos que había traído. Mientras tanto, Tomás guardaba la caja en la seguridad de su armario personal, allí nadie husmearía ni podría ocurrir ninguna fatalidad.
Cuando cerró la puerta de su ropero, Tomás habló con libertad, intentando olvidar aquella pena que a veces le atacaba al ver los ojos del doctor Santana. —¿Quieres té, Augusto?—
—Sí, por favor— Contando las agujas metálicas intramusculares, notó aquellas que estaban destinadas a la colocación en vena de alguna medicación. Allí lo recordó, había olvidado las ampolletas inyectables dentro de su pequeño refrigerador. —Tomás, espera.—
—¿Sí?—
Con cuidado lanzó la llave de su consultorio a las manos de su amigo, éste no tuvo problemas en agarrarlas. —Ve al consultorio y busca dentro del refrigerador de debajo de los estantes dos cajas amarillas—
Atento a su pedido, Tomás accedió —Claro, no hay problema, las llevaré a la nevera de la cocina y pondré la tetera—
—¿Dónde pongo las agujas?—
—Déjalas en el cajón de la mesa de noche, allí estarán seguras—
Afirmando con un movimiento de cabeza, Augusto notó como Tomás salía de su visión y se encomendaba a la labor que le había solicitado. Terminó de contar los insumos y se dispuso a ampararlos en la seguridad del cajón, abriendo el mismo, algo llamó su atención. Suspirando, tomó la pequeña caja que dentro del receptáculo se hallaba para luego inspeccionarla. Sabía lo que eran, cualquier tonto se daría cuenta, Tomás tenía en su mesa de noche un paquete de condones. En ese preciso instante supo el gran problema que se armaría si alguien descubría ello.
Sabía con quién los usaba y eso dolía más que cualquier bala o palabra mal intencionada. Con un dejo de tristeza en su rostro, quiso guardarlos y llamar al silencio, pero una idea lo atacó. Tomando una de las agujas que debía guardar, sacó el protector de la misma dejando su filo expuesto. Intentando que la rotura de la caja sea imperceptible la abrió y comenzó a perforar uno a uno los profilácticos con la precisión de aquel instrumento médico, asegurándose que cada uno de esos preservativos tuvieran mínimamente tres agujeros.
Con la misma velocidad con que los abrió volvió a cerrarlos, dejando el paquete en la misma posición en que lo había encontrado. Tapó la aguja y la guardó en su bolsillo, para luego depositar el resto en el cajón de noche y cerrarlo con velocidad.
Al cabo de unos segundos, Tomás arrimó su cabeza por el marco de la puerta. —¿Miel o azúcar?—
—Miel, por favor...—
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Chicas, amores míos, mis pecadoras. Tengo mucho que contarles, pero ahora, en este preciso momento, son las 2:30 a.m. Ya se imaginarán mi cara de sueño, así que eso quedará para el próximo capítulo.
¡Seguramente nos estamos leyendo nuevamente el miércoles!
Espero que el capítulo les gustara.
Quien las quiere y agradece a todas las que le hicieron el aguante:
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