12: "Entierro"


Con su portafolio en mano, intentaba no sollozar para disimular su porte destruido. Tomás Valencia nuevamente se encontraba enfrentado ante sus males, perdía un afecto importante. Con la mirada perfectamente colocada sobre sus pies y la mano conciliadora de su amigo sobre su hombro esperaba, que aquella ya tan conocida mujer, lo llevara a su funesto destino.

—Te hará bien llorar, no te reprimas— Augusto intentaba consolarlo, quería contenerlo con sus suaves palabras cálidas y su tono de voz hogareño.

Tomás solo quería que por un instante el mundo se detuviese, quedar solo contemplando el vacío que había sido formado debido a la explosión de sus sentimientos. Tirarse en el suelo y quizás llorar hasta que la tierra volviera a girar, regada por sus propias lágrimas y con los frutos ya maduros de sus dolores.

—No quiero, no debo...—

—Si piensas que llorar te hará menos hombre, estás muy equivocado— Replicó nuevamente el doctor, haciendo que su amigo lo mirara por primera vez en el día luego de esa noticia fatídica. —Toma, los necesitarás— De su uniforme médico sacó un pequeño paquete blanco, Tomás los reconoció, eran pañuelos desechables. Sabiendo que tarde o temprano el dolor escurriría de sus ojos, los aceptó.

—Cuando llegue Vonnie, trata de descansar. No dormiste en toda la noche y creo que un poco de sueño te vendría bien, deberás estar con todos tus sentidos para reencontrarte y consolar a tus hermanos—

—No... No creo que pueda dormir—

Preocupado, Augusto solo empezó a buscar alguna solución para su amigo. —Puedo darte unos calmantes si eso deseas, pero no creo que los aceptes—

—Estoy bien, de verdad. Sé que ella partió a encontrarse con el creador y que algún día nos reencontraremos. Solo debo aferrarme a Dios en estos momentos— Dijo lo que era correcto, pero no lo que su corazón gritaba. Él nunca había perdonado en vida a su madre, ahora se sentía miserable, preso de rencor y hasta quizás preocupado por tener que confrontar su rostro materno en un ataúd sin sentir un leve desprecio.

—No puedes negar tus emociones siempre, Tomás. Explotarás y harás alguna locura— Cansado de batallar, Augusto se dio por vencido. —Yo sé que no me creerás, pero como profesional debo advertírtelo. La gente que tiende a guardar su dolor, termina lastimándose a sí misma— De pronto, un único auto circuló la vieja calle de tierra, deteniéndose en frente suyo. —Y esa chica que ves ahí es el claro ejemplo de lo que te digo—

El automóvil plateado de pequeñas dimensiones enfrentado a los dos únicos hombres que se encontraban, bajó uno de sus oscuros vidrios. —¿Listo?— Amelia, haciendo que su voz casi rasposa chocara con ellos, los miraba atenta, para luego correr el seguro de la puerta.

Comprendiendo que su retirada del tranquilo pueblo de San Fernando había comenzado, Tomás se despidió amablemente de Augusto dándole un apretón de manos. El doctor lo abrazó, intentando que su dolor fuera mitigado por su amistad, él no sabía que su afecto solo empeoraba las cosas para su ya de por sí lastimado corazón.

—Cuídate mucho, Tomás. Te estaré esperando—

—Gra...Gracias por todo—

Despegándose de él, Augusto dirigió un único mensaje a su prometida, la cual intentaba esquivar su mirada de aquellos dos hombres que ahora se habían soltado. —Cuídalo bien y por favor, tú también cuídate—

—Lo mismo digo, Barcelona. Dale de comer a la gatita—

—Claro, no lo olvidaré—

Inseguro, Tomás miró las dos puertas del vehículo que tenía frente suyo. La que haría que su viaje estuviera al lado de Amelia o aquella que lo posicionaba en la parte trasera del automóvil, cuando quiso tomar la decisión más sensata, era tarde. Augusto le había abierto la puerta del copiloto, sentenciándolo a tenerla cerca. Resignado se adentró en el auto, mientras su amigo cerraba el portal de aluminio.

Amelia solo permaneció en silencio unos momentos para luego encender el motor y hacer las ruedas girar, levantando un poco de tierra a su paso.

La iglesia al igual que la plaza principal, comenzaron a desaparecer en el horizonte, mientras que la oscuridad del camino los abrazaba y envolvía. El silencio continuaba perdurando y el tensado ambiente hacía una opresión en su pecho.

Intentando hablar con ella de algún tema banal, la observó. Ella sostenía el volante con ambas manos, haciendo que sus muñecas delicadamente adornadas relucieran los grandes brazaletes, seguramente de plata, que cargaba consigo.

—Me... Me gustan tus brazaletes—

Amelia volteó unos momentos, para contemplarlo, regalándole un excelente primer plano a Tomás de ese rostro irónico que ella tan bien hacía mutar en sus facciones. —Es bastante gracioso que tú digas eso—

—¿Por... Por qué lo dices?—

Ella seguía mirando el camino, su labio se inclinaba hacia el claro dibujo de una sonrisa dolorosa. —Por nada, Tomás... Por nada—

No podía aguantarlo más, las palabras querían salir al igual que todo el veneno que cargaba desde la madrugada. —Ami... Yo, con lo que pasó anoche...—

—No, no sigas— De manera abrupta ella detuvo el auto, haciendo que los faroles del mismo quedaran alumbrando la nada del camino. —Hice mal muchas cosas anoche y no es momento de hablar de aquello. Tu madre murió, creo que eso es más importante. Trata de dormir un poco, tienes una pinta terrible—

Sintiéndose un perdedor ante ella y la vida en general, se resignó. Aquella joven ya no era su Amelia—Si... Eso haré—

Amelia sin previo aviso se acercó a él y tocó su asiento, el mismo cambió a una posición que le permitía guardar reposo con comodidad. La vio tan cerca que temía que su corazón le fallase de nuevo y quiera correr a ampararse en sus labios, pero eso sería el escenario perfecto para un sueño, aquello era la dura realidad.

—Y Tomás...—

—¿Si?—

—Por favor, por el aprecio que le tienes a Augusto... No vuelvas a llamarme Ami—

Se alejó de cerca suyo, dejando un camino helado por donde emprendía retirada. Para luego continuar conduciendo, haciendo que el auto circulase nuevamente. —Discúlpame...—

Ella solo continuó manejando, sabiendo exactamente la dirección de su destino. Sumergidos en un completo silencio, Tomás intentó cerrar los ojos, evadiendo a su destino, quedando dormido.

Por momentos se despertaba y la espiaba con el rabillo de sus ojos, los cuales aún simulaban estar cerrados. Ella tarareaba viejas canciones conocidas mientras que seguía moviendo el volante, notó como en repetidas ocasiones ella suspiraba con pena y lo miraba. Sintió como se estiraba de manera temeraria con el auto aún en movimiento hasta la parte trasera del mismo, tanteando algo con sus manos. Pronto descubrió lo que ella buscaba, con calma lo cubrió con una pequeña sudadera, la cual tenía un fulminante aroma floral encima, supo que era de ella.

—¿Ami?— Débil como un susurro, pronunció aquel apodo que tantas veces había suspirado.

—¿Uhm?—

—Ponte el cinturón, por favor—

Amelia no lo miró, solo hizo lo que él le había pedido. —¿Feliz, papá?—

—Si...— El aroma de los lirios lo llenaba, haciendo que nuevamente cayera en el letargo. Se sentía cálido y hasta quizás protegido. Aquella diminuta prenda ajena que lo cubría había bastado para sepultar su pesar. —Muy feliz— Nuevamente se había quedado dormido.

... ... ...

—¿Tomás?—

—Tomás—

Abrió los ojos, solo para quedarse maravillado ante lo que la vida le presentaba delante suyo. Amelia lo miraba mientras que un cálido aroma a desayuno le abría el apetito. Tardó en reconocer donde estaba, para luego retornar en la realidad, seguía en el auto conducido a despedirse de su madre. Cuando la sobria tristeza volvió, observó por las ventanas del coche como infinidades de rascacielos y casas de ostentosa construcción lo rodeaban, estaba en la ciudad.

Amelia solo le extendió un gran vaso de cartón, de allí dedujo que venía tan dulce aroma, ella se había encargado de traerle un poco de café. —Gra... Gracias—

—No hay de qué, lo necesitaba y creo que tú también—

Preparando su paladar para el amargo encuentro con aquella turbia bebida, dio un sorbo, maravillado comprobó que su dulzura era la correcta. Recordó la infinidad de veces que había desayunado con ella. Por más que ambos lo disimulasen, los recuerdos y sus ecos tangibles en el presente, jamás se marcharían regalándoles el absoluto olvido.

—¿Co... Cómo ha estado el viaje?—

Amelia bebía su propia humeante bebida, mientras que solo centraba su atención en él. El auto estaba estacionado y aún la rutina de la urbe no comenzaba, ambos después de tres largos años, tenían su primera charla en paz. —Tranquilo, por suerte ningún accidente o alguna señora vestida de blanco parada en la carretera—

—Yo...— Tomás dejó por un instante su desayuno, aquello que quería decirle era mucho más importante que ingerir azúcar. —Sé que no querías hacer esto, pero lo mismo lo hiciste. Gracias... Y lo que pasó anoche, si no quieres hablar de eso está bien, lo respeto.—

Amelia solo sonrió de una manera demasiado familiar. —Tu madre murió, ella debe haber batallado mucho con su enfermedad, tienes que despedirte. Con lo de anoche, no recuerdo mucho, solo me desperté con las manos infestadas de pintura—

Ella, esquiva como una mariposa y ponzoñosa como una araña, había escapado de nuevo. No quería confrontarla y atemorizarla con sus viejas pasiones que seguramente ella no extrañaba. La quería a su lado, pero no de esa manera. Si Dios era sabio y él era justo, podría tener, aunque sea el regalo de su amistad. —Si... Disculpa—

—No, tu discúlpame a mí por lo de tu iglesia— Ella dejó el envase vació de su café dentro de la bolsa de papel donde seguramente había venido para nuevamente poner el auto en marcha. —Como sea, la sala velatoria está cerca. ¿A qué hora será el funeral?—

—Creo que a las cinco...—

—¿Sabes en qué cementerio será?—

—Si... En la divina serenidad—

—Entonces a esa hora te estaré esperando, tómate todo tu tiempo, yo iré a ver unos parientes hasta eso—

El auto continuó su marcha, mancillando los caminos pavimentados, los esclavos corporativos empezaban a aparecer en su ritual de etiqueta, cargando sus maletines con sus rostros aún ensoñados. Los miraba caminar con la cabeza baja, no tenía otra cosa que hacer, quería hablar miles de temas con su compañera de viaje. Pero ella no prestaba su voz a la charla y de manera muy cortés esquivaba cualquier palabra que quisiera arrimarse a su boca y escapar a sus labios.

Pronto, una pequeña sala con su puerta de vidrio apareció a un costado suyo, dos coronas funerarias fueron las primeras en darle la bienvenida. Amelia hizo que el vehículo de manera paulatina se detuviera, para luego quedar estático.

Ella lo miró unos momentos percibiendo el dolor en al aire, no sabía que decir, así que dijo lo primero que surcó sus modales. —Oye, Tomás...— Regalándole un último brillo de sus ojos, Tomás la miró, comprendiendo que ella intentaba solidarizarse con su condición. —Lo lamento mucho...—

Aquello había dolido de una manera inimaginable, Amelia no tenía ni la más remota idea de lo que realmente estaban velando allí. Aquello no era un cuerpo inerte carente de vida, era el cadáver de una oportunidad perdida lanzada a el olvido. —No, no lo lamentes. Gracias por todo, Ami...—

—Por favor, no me...—

Antes de que ella termina su frase, se dio el gusto de rellenarla. —Si lo sé, no debo llamarte así, pero entiéndeme... Tu siempre serás Ami— Abrió la puerta en una señal de cobardía, no quería escuchar una respuesta de su parte, no estaba preparado para desangrarse por tantas heridas abiertas de una sola vez. Emprendiendo su escapada, se alejó.

Cuando sus ambos pies estuvieron en la seguridad de la acera sintió el motor detrás suyo arrancar, ella se había marchado con la misma prisa. Los recuerdos de palabras oxidadas aún bailaban en su boca y la necesidad de gritar sus verdades era manifestada por su pecho, el cual subía y bajaba nervioso, intentando recuperar el aliento.

Eso no sería posible ahora, quizás en otra vida o en la anteriormente vivida. Encaminado a donde las flores lo guiaban, pronto un diminuto grupo de gente volteó para verlo. Un joven fue el primero en caminar a su encuentro, para luego fundirse en un sobrio abrazo.

—Gracias por venir, Tomás—

Se despegó unos momentos de ese hombre, observando como el dolor se filtraba de sus ojos, aquellos iguales a los suyos. —Nunca te dejaría solo, hermanito. Héctor ¿Dónde está Flavio?—

—No quiso venir, nunca la perdonó por lo que te hizo... Pero lo importante es que tú estás aquí—

Tomás, sintiéndose preocupado, solo buscó el concilio fraternal que hacía tanto tiempo no sentía. —Necesito tu consejo...—

Héctor, un hombre de treinta años con el cabello castaño y ojos sorpresivamente serenos, observó por primera vez en su vida a su hermano mayor mostrarse perturbado. Comprendiendo que la sangre tiraba de él y los sentimientos de una vieja niñez no estaban marchitos, golpeó su hombro. —Vamos a dentro, despídete de mamá y me contarás todo, gigantón—

... ... ...

La tarde había caído llegando a su clímax exacto en el cementerio, el pequeño puñado de gente caminaba en silencio por las callejuelas de adoquines dentro de la necrópolis, con un féretro entre medio.

Un sacerdote vagamente conocido, decidió acompañar a su colega de oficio en su dolor, realizando el mismo la ceremonia. Tomás no quiso hacerla, no por el dolor, sino porque realmente aún tenía sus venas infestadas con odio, rencor cosechado que ahora también debía ser enterrado.

Cuando el monoblock donde se depositaban los ataúdes apareció, un nudo se formó en su garganta. Eso no podía terminar así, tenía mucho que hacer, mucho que gritar. Su hermano seguía a su lado firme, su esposa al igual que sus hijos habían decidido no acompañarlo. No por temor a la muerte y la impresión que causaba en los niños, sino por la repulsión que el ser que le había dado la vida causaba en ellos.

Las vecinas, quienes conocieron a Edith Valencia, charlaban despreocupadas mientras que el cuerpo de su conocida era entregado al cemento. Sus miradas a veces atacaban a dos de sus tres hijos, aquellos hombres que ellas mismas habían visto crecer con necesidades y carencias. Por una parte, su madre se sentiría orgullosa, cada uno de ellos de una manera u otra, habían conseguido cumplir sus metas.

El padre José, el cura encargado del responso, comenzó su ya tan conocido discurso. Tomás conocía de memoria aquellas palabras, las cuales ahora carecían de sentido.

—Yo soy la resurrección, y la vida. Dice el Señor: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive, y cree en mí no morirá eternamente. Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo: y después de deshecho este mi cuerpo, aún he de ver a Dios: al cual yo tengo que ver por mí, y mis ojos lo verán, y no otro. Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. El señor dio, y el señor quitó; bendito sea el Nombre del señor.—

Ya con el ataúd metido en las paredes de concreto, los obreros del cementerio comenzaron a colocar ladrillos delante de él, tapiando la tumba, haciendo que aquella ocasión fuera la última en la que vería a su madre. No lloró, no quería hacerlo, desde ahora la tierra sería amarga allí a causa de una mentira. Su madre no merecía la pena que solo un ser amado podría abrazar como consuelo.

La gente tocaba los ladrillos recién colocados y se persignaba para luego marcharse de manera dispersa por el panteón, solo él y su hermano quedaron allí, de pie observando el reposo final de su progenitora. De repente, una mano tocó su hombro.

Volteó de manera instantánea, Amelia estaba allí, mostrando seguramente una norma de etiqueta mortuoria más que acorde. No dijo nada, solo le extendió una rosa a su mano, transmitiendo en su silencio el claro mensaje de que no sufriera.

Los hermanos la miraron un momento, sobre todo Tomás, Héctor al darse cuenta de que su pariente más cercano en el mundo se quedó atónito contemplando a esa joven, con la boca abierta, le pegó un codazo. Sacándolo de su trance.

—Gra... Gracias— Tomás intentó no reír con dolor en su mente ante aquella ironía, la víctima y el victimario estaban juntos por primera vez, aquello era demasiado para él.

—Estaré en la zona "D", búscame cuando quieras marcharte, no tengo prisa.— Amelia solo lo miró una vez más, para luego despedirse del hombre que acompañaba a Tomás con un ligero movimiento de cabeza. Sin esperar respuesta empezó a recorrer los adoquines con sus tenis blancos, a paso calmo, a ella no le hacía falta despegar la mirada del suelo para saber a dónde iba direccionada. Conocía ese camino de memoria.

Héctor se paró a un lado de su hermano, observando como él seguía cada paso de esa joven, atento, conocía esa expresión. —Así que ella es ¿Verdad?—

Tomás solo salió de su letargo, para responder. —¿Cómo te diste cuenta?—

—Te conozco, gigantón. Pasaran los años, pero tú siempre serás el mismo por más que no me visites. Para que tú, con tu uniforme de iglesias que con tantos años alabaste y glorificaste, te quedes viendo a una mujer de esa manera... Significa que es importante—

Tomás suspiró con pena, nuevamente el dolor de una vida soñada lo atacaba. —Ella es Amelia... Podría haber sido todo, madre de mis hijos, mi esposa... Mi todo... Y ahora es nada—

Héctor tocó su espalda, tratando de que la tierra no se secara bajo sus pies a causa del odio que ambos sentían en aquel instante. —Tu, siempre recto, siempre el orgullo de la familia, me sorprende que te des tan rápido por vencido. Aún ella está ahí... Esperándote, deja de lamentarte y amargarte, solo busca tu propia felicidad, hermano.—

Una leve sonrisa brotó de sus labios al escucharlo. ¿En qué momento el niño que lloraba por un platón de cereal de colores se convirtió en un hombre? —Creo que ya estás grande para que te invite un helado ¿Verdad?—

—Yo sí, pero tus sobrinas también aman el helado. Tendrías que visitarnos...—

—Prometo hacerlo, cuando todo esto pase y las heridas cicatricen, iré...— Respondió Tomás.

—En ese caso, te esperaré. Ahora debo marcharme, las gemelas tienen su ensayo de danza y créeme que no querrás estar en mis zapatos si Zulema se entera que llegué tarde— Héctor comenzó a alejarse, no sin antes tocar el hombro de su hermano. —Cuídate, gigantón...—

—Tú también, hermanito...—

Lo observó alejarse, desapareciendo por completo de la ciudad mortuoria donde ahora su madre era habitante. Miró la tumba de su progenitora y con algo de calma colocó la rosa que Amelia le había entregado, apoyándola contra los ladrillos, comenzando una pospuesta despedida.

—Mamá... Tendrías que habernos cuidado, velado por nuestros sueños y sobretodo ayudarnos a alcanzar nuestra felicidad... Pero no importa, yo te perdono. Te perdono por lo que hiciste, aún sigo vivo... Puedo arreglar los desastres que causaste, te perdono—

—Espero que alguna vez en tu vida te sintieras orgullosa de mí, por más que me hayas olvidado...—

Se persigno por primera vez en toda la jornada y dedicó una oración a su recuerdo, las palabras brotaban con normalidad. Ahora la memoria de su madre podría descansar en paz, ya de nada servía estar molesto con un muerto.

Dando por terminada su responsabilidad, emprendió retirada a donde sabía que Amelia lo estaba esperando. Le sorprendió que ella decidiera reposar en una de las manzanas del cementerio, pensó que quizás iría a visitar la tumba de sus abuelos, pero esa idea rápidamente fue negada. Ningún Von Brooke reposaría en suelo destinado a los humildes.

Centenares de tumbas pasaron delante de sus ojos, rostros anónimos que estáticos miraban desde sus fotografías a los que aún tenían su corazón latiendo. La muerte no diferenciaba, no le importaba la edad o el sexo de a quienes ella se llevaba, poco a poco su dirección fue tomando rumbo.

A dos calles de aquella ciudad infestada por podredumbre y dolor, la vio. Amelia estaba sentada sobre el césped, mirando fijamente a una pared. Sus labios se movían, pero sus palabras no se escuchaban, curioso y con las manos aún en los bolsillos, decidió acercarse a ella, quería conocer con quien hablaba por más que eso no fuera asunto suyo.

La distancia empezó a acortarse y ella no sabía de su presencia, cuando se encontraba a solo unos metros de separación de su antiguo ángel, la escuchó.

—Yo... Yo sigo bien, intento no caer de nuevo, duele, pero no lo hago. Después de todo soy de acero ¿No? Aunque para ti yo soy de porcelana... Te extraño—

—¿Por qué debías dejarme sola? Eras lo único que realmente me importaba y lo mismo... No me llamaste aquella noche, ahora podríamos estar juntas, no importa cómo, pero lo estaríamos...—

—Vida hija de puta, destino de mierda... Pe... Pero no importa, soy de hierro, construida a base de fuego y bordada en lamentos. Cuando todos los imbéciles mueran yo seguiré estando aquí, por ti... Por lo que perdí y por lo que tendré—

—¿Me escuchas mundo? ¡Jódete! No me vas a ganar de nuevo, no... A mí no. Mis venas ya son de diamantes y mi cabeza de marfil, nadie los dañará de nuevo. Fría como el acero y dura como un castillo...—

Amelia hablaba y por momentos gritaba, podía sentir el dolor en su garganta, ella fumaba mientras seguía con su discurso. Cuando se puso de perfil notó como su maquillaje se escurría, estaba sumergida en un colérico llanto.

Del bolsillo de su enlutado abrigo, sacó el paquete de pañuelos descartables que Augusto le había dado. El doctor tenía razón, los iba a necesitar, pero no para él.

Caminó hasta ella, poniéndose detrás suyo, tocó su hombro con calma. Amelia se asustó demasiado y lanzó un pequeño grito al aire. —¡NO PUEDES ANDAR POR UN CEMENTERIO ASÍ! Casi me matas de un susto—

—Dis... Disculpa—

Notando como su corazón nuevamente se tranquilizaba, Amelia secó sus lágrimas con el puño de su sudadera y se recompuso a sí misma. —Discúlpame tu...—

Con cuidado le extendió el pañuelo, ella lo aceptó mientras que aún salía humo de su boca. Curioso, Tomás cuestionó. —¿Con quién hablas?—

—La conoces, o por lo menos alguna vez la conociste— Amelia solo señaló a una tumba empotrada en la pared, aquella que tenía infinidades de pensamientos morados llenando sus floreros.

Dolores Ortega

Tomás comprendió rápidamente porque Amelia lloraba, ella solamente continuó mirando a la tumba, llevando el cigarrillo a su boca.

No sabía que decir, así que solo dejó que los impulsos lo guiasen, se sentó sobre el césped a su lado. Mirando la fotografía de la anciana mujer que alguna vez, de manera muy amable, le había abierto las puertas de su casa.

—¿Ami?—

—¿Si?—

—¿Me... Me das un cigarro?—

Amelia volteó a mirarlo, mostrando su rostro bastante sorprendido ante lo que escuchaba. —No puedo creerlo... ¿Fumas?— Una leve risa sarcástica salió de su boca mientras que sacaba uno de sus cilindros de nicotina y lo dirigía a su labios para encenderlo con su mechero y pasárselo. —El mundo se volvió loco—

Agarró el cigarrillo y sentado a su lado, comenzó a fumar. —Augusto me había dicho que tú ya no lo hacías...—

Amelia volvió a mirar la tumba de su nana, mientras dejaba que su propio humo llenara su cabello. —Barcelona dice muchas cosas... Hasta piensa que soy la salvadora de sus males—

Recordando a su amigo, aquel al que no quería hacerle ningún daño, solo se limitó a cuestionar lo que su curiosidad le dictaba. —¿Cómo murió?—

—Ella...— Sintió como el dolor crecía en su ángel y como las palabras eran tragadas, pero no digeridas. —Su corazón un día dijo "Basta"— Observó como una lágrima tintada en negro maquillaje descendía por su mejilla, por reflejo la atrapó antes que cayera al suelo, rosando su piel.

Amelia lo miró unos momentos, ya no sentía el mismo odio hacia el que antes, no en ese momento, no en presencia de la única mujer que le enseñó a perdonar.

—¿Pu... Puedo?—

—Sí, hazlo—

Con calma la abrazó, sintiendo como nuevas lágrimas traspasaban su camisa y se colaban por su hombro. De verdad le dolía que Amelia hubiera perdido a el único ser que velaba por sus pasos aparte de él.

—¿Tomás?—

—¿Si?—

Con cuidado, ella se despegó de la calma de sus brazos, reintegrándose a su mundo y enjuagando sus ojos. —¿Podrías decir algo? No sé qué, pero algo de eso que dicen los curas—

Rápidamente se persigno, a ella no podría negarle eso. —Dios, tu hija Dolores ha partido a tu encuentro. Protégela en su camino y nosotros festejaremos su gloria, al saber que está a tu lado. Lleva calma a los corazones de quienes la extrañan y protege a su hija, la cual aún llora su perdida... Amén—

Amelia solo lo escuchó, para luego seguir fumando. —Gracias...—

—No tienes nada de qué agradecerme, Ami..—

Intentando no perturbarse con los ojos del único hombre al que realmente había amado, cambió de tema. —¿Qué le pasó a tu madre? Sé que no es fácil batallar contra un cáncer...—

Tomás solo miró el césped que se colaba por medio de sus rodillas. —Amelia... Ella nunca tuvo cáncer, fue toda una mentira orquestada por Samuel para que yo no me fuera y ella aceptó seguirle el juego... Al final, ambos lograron su cometido—

Amelia al escucharlo, rio con dolor. —Hijos de puta...—

—Cuando me enteré de aquello, créeme... No me lo tomé nada bien—

Amelia se puso de pie y sacudió la tierra de su ropa, para luego empezar a caminar. Apresurado, también replicó su acto, poniéndose a su lado. —¿A dónde vas?—

—A recuperar la puta rosa que le di a la vieja bruja de tu madre y de paso a mearle la tumba—

—Espera... Espera... Ami ¿Qué ganarás con eso? ¿Te sentirás mejor?—

—¡Por supuesto que me sentiré mejor!—

Tomás la agarró de sus hombros, deteniéndola en su fechoría, mirando directamente a esos ojos en los que tantas veces en el pasado se había perdido. —Pero, Ami... Tu decías que no me recordabas...—

—¿Qué no te recuerdo? ¿De verdad te comiste eso? Después de todo lo que pasamos... ¿Piensas que olvidaría al idiota que me rompió el corazón?—

—Ami... Yo—

—¡No me importa lo que tengas qué decir Valencia! ¡Quiero mi puta rosa!—

—Pero ¿Por qué? ¿Por qué te duele a ti? Después de todo, tú ya eres feliz y tienes tu vida...—

Amelia dejó de forcejear, quedándose quieta unos momentos. —Podríamos haber sido felices ¿Lo sabes? Yo no habría hecho tantas idioteces... Y tú, no tendrías que seguir mintiéndote a ti mismo usando esa horrible ropa. ¿Después de todo lo que hicimos aún tienes el descaro de sentirte consagrado?—

—¡Lo sé! ¡Lo sé, Amelia! ¡Sé todo lo que perdí! Y me arrepiento demasiado ¿Estás feliz?—

Amelia solo se dio vuelta y comenzó a caminar en dirección contraria a él. Sorprendido, Tomás la siguió. —¿A dónde vas?—

—De vuelta con mi prometido y te recomiendo que vengas conmigo al menos que quieras quedarte aquí, en el cementerio, donde todos tienen el corazón tan seco como tu...—

... ... ...

Ambos estaban dentro de la cabina metálica del auto, sin cruzar alguna palabra, atravesando la carretera con la noche encima suyo. Amelia había prendido la radio y algunas conocidas canciones sonaban mientras que bufaba aún presa de sus propios rencores.

Tomás miraba por la ventanilla, divisando la cantidad de nubes que encima suyo se acumulaban, notó como la centellas caían en la lejanía, aquello no podía avecinar nada bueno.

—Oye...—

—¿Qué necesitas, Tomás?—

—Pro... Pronto lloverá, no es bueno estar en la carretera en esas circunstancias—

—Tranquilo, no le tengo miedo a la lluvia— Nuevamente allí estaba la ironía en sus palabras, Amelia por más que lo negara estaba presa en su odio, sumergiendo en el silencio seguramente todos los insultos que su mente conjugaba.

—Ami... Tú no eres de aquí, las lluvias no son como en la capital—

Amelia estiró su mano y aumentó el volumen de la radio, mostrando su clara intención al no querer escucharlo. Dándose por vencido, continuó mirando a la nada, divisando como encima suyo severos rayos empezaban a notarse con la densidad de una telaraña.

Pasó una hora de viaje, la civilización había sido dejada atrás en el camino, se encontraban en algún punto recóndito de la nada. Tomás se había quedado dormido mientras que Amelia seguía en su labor de retornarlos a el lugar donde ambos residían.

De pronto, centenares de bruscos golpes empezaron a resonar sobre el techo de aluminio del coche, haciendo que el sacerdote se despertara.

Amelia manejaba apresurada, bastante asustada por los impactos que sufría el parabrisas por las pequeñas bolas blancas de hielo que chocaban constantemente con él, temiendo que en cualquier momento se quebrara.

Apresurado, Tomás miró por las ventanas como uno de los fenómenos naturales más comunes de la zona se manifestaba. — Granizo—

Ella seguía batallando en encontrar un lugar seguro para resguardar su auto, hasta que aquella tempestad pasara, alumbrando con los faroles del coche cualquier zona segura a la que ese camino pudiera conducirla. —Me llegas a decir "Te lo dije" y juro por mi vida Tomás, que te bajo del coche—

La radio seguía sonando y ella apresuraba la marcha, intentando que el daño que sufriera el automotor fuera mínimo.

En la lejanía, un árbol seguramente bastante viejo, prestaba su copa como resguardo, Tomás fue el primero en notarlo. —Mira, allí, el árbol.—

Al notarlo, Amelia pisó el acelerador, conduciéndose directamente a esa ancestral planta. Pronto el carro estuvo resguardado gracias a su denso follaje. Amelia solo miraba el exterior con algo de sorpresa, aquellas cosas no se veían en la capital.

—Tranquila, ya pasará, no suelen durar mucho—

Amelia volteó a mirarlo unos segundos, mientras que seguía maravillada ante la devastación que, con pequeñas esferas blancas, cubría la carretera.

—A... Aprendiste a manejar bien. ¿Ya sacaste tu licencia?—

—Si— Respondió ella. —Augusto me obligó, pero adivina ¿Qué no aprendí a sacar?—

—¿Qué cosa?—

—Un seguro contra el granizo— Sintiendo como la lluvia seguía cayendo, atónita notaba como su flujo aumentaba.

—Tranquila, solo será cuestión de unos momentos. ¿Estamos muy lejos?—

Amelia pensó unos momentos para luego responder. —Creo que estamos a mitad del camino—

Un fuerte trueno resonó cerca suyo, haciendo que la joven que aún sostenía el volante, sea tomada por sorpresa. Rápidamente, observó como el cielo se iluminaba con el resplandor de un nuevo rayo.

—Sé que estás enojada, y lo entendiendo, yo también lo estuve... Pero, gracias, sin ti no podría haberme despedido como era debido—

Amelia lo miró, mientras que desprendía su cinturón de seguridad, soltando el volante. —No estoy enojada... Es solo que—

—¿Duele?—

—Si... Para ti quizás no importe, Tomás. Pero alguna vez, de verdad pensé que tú eras el hombre adecuado para mi.—

Con nostalgia en su frente y tristeza en su alma, Tomás también soltó su propio cinturón y volteó su cuerpo, quedando enfrentada a ella. —Me importa... Si no te digo esto moriré, sé que es tarde, pero... Amelia... Ami, yo desde hace tres años rezo por ti. Para que seas feliz, para que me perdones ese momento oscuro que tuvimos. Te mereces toda la felicidad posible, tú eres y serás por siempre la mujer perfecta para mí, ahora el destino te devolvió a mi lado, solo quiero tu amistad y tu perdón...— Por fin lo había dicho, ahora podría dormir tranquilo por las noches. Amelia sabía sus verdaderas intenciones.

—¿Amistad?—

—Si... Quiero verte ser feliz con Augusto—

Amelia ahora si parecía haber hecho su mirada arder con una lumbre demoniaca. —¿Qué piensas que Barcelona diría si supiera que tú y yo nos conocimos mucho antes?—

—Se... Seguramente él entendería la situación—

Amelia hizo un ligero suspiro que fue oído a kilómetros de distancia. —¿Sabes por qué le decimos Barcelona?—

—No... No tengo idea—

Amelia nuevamente volteó su rostro al camino. —Porque Barcelona siempre será mejor que Valencia...—

—Oh...— Comprendiendo que Amelia había almacenado odio todos estos años, dio por concluida su búsqueda de amistad. Ella jamás le perdonaría lo sucedido.

Oyentes de FM 24.1 tenemos el placer de acompañarlos nuevamente a casa, a veces juntos, a veces solos. Para todos aquellos que tienen el corazón lastimado y buscan una estancia en la soledad, para todos ustedes... Eagles

Amelia miró la radio y rio ante las palabras que el locutor con tanta paz en su voz pronunciaba —Ironías de la vida—

Reconoció aquella vieja canción que tantas veces retumbó en una vieja iglesia, a veces desde el gramófono, a veces de su chelo y varias veces desde el piano. Nuevamente el brillo sepia del pasado los cubría, en cada acorde que alguna vez habían compartido, en cada paso de baile, en cada noche destinada solo a ellos dos.

—Esa canción siempre me hizo acordar a ti...— Tomás se había sincerado, ya nada podía salir peor.

—También me hace acordar a ti... será por eso que la odio—

Movió la cabeza, cansado ante tanta batalla sin descanso. — Amelia, no puedes odiar esa canción...—

—A ver, señor sabio de cristo. ¿Por qué no?—

—Porque es bella... La tocamos y bailamos juntos...—

Amelia lo miró, esta vez sin ánimo de pelear. —Hay bailes y canciones que se olvidan, Tomás, por el bien de todo lo bueno, deben olvidarse—

—No... Esa canción no, fue uno de los momentos más felices de mi vida cuando la tocábamos juntos—

Ella rio unos momentos, encomendando su mente a la memoria —Me acuerdo tu cara cuando te dije que se trataba de un ritual satánico—

—Recuerdo que te dije que algo tan bello no podía estar relacionado con algo tan oscuro...—

Amelia se sorprendió al escuchar sus palabras ser recordadas con tanta exactitud. —Y yo te dije que...—

Interrumpiéndola, repitió esas suaves palabras que ella alguna vez había pronunciado. —La belleza y la pureza si son corrompidas siempre acabarán por volverse oscuras—

—¿Lo... Lo recuerdas?—

—Claro que lo recuerdo, Ami— Dolía, pero era bueno que ella lo supiera.

Amelia solo seguía mirándolo, ahora con su guardia baja, entregada a un pesar del pasado. —¿En qué momentos nos volvimos oscuros, Tomás?—

Respiró hondo, debía pronunciarlo o morir con esas palabras reducidas al silencio como su único ataúd. —En el momento en que nos separamos...—

El silencio reinó dejando aquella vieja canción de fondo, las miradas se perdían en un ya conocido camino hacia un amor profano. Cuando todo lo de afuera del auto desapareció, supo que ya no estaban en el simple mundo mortal, nuevamente su ángel había aparecido. Tocó su rostro y se encomendó a sus labios, Amelia le respondió con el mismo entusiasmo que él, besándolo con desespero y jalándolo de su cabello como antes lo hacía. Sus respiraciones estaban agitadas y el aire se tornaba etéreo en sus pulmones, después de tres años ellos nuevamente disfrutaban su canción haciendo que mundo muriera y solo las nubes tengan la densidad suficiente para soportar el peso de un antiguo romance prohibido.

Sintió como ella mordió su labio y enredaba sus manos alrededor de su cuello, allí estaba de nuevo esa vieja pasión quemándolo con su fuego, ya no lo dañaba. Necesitaba de su calor y la sinfonía del crujido de aquellas llamas, las cuales nunca tuvo el valor de apagar.

La abrazaba sin despegarse de sus labios, reconociendo cada parte de su cuerpo por dónde pasaran sus manos. Cada vez que ella suspiraba o susurraba su nombre sentía que le estaban dando una cálida bienvenida al único templo que siempre sería suyo.

La pasión aumentó y fue Amelia quien decidió hacer un movimiento arriesgado, aún con el sonido de sus dientes chocando y el instinto a flor de piel, corrió el seguro del asiento de su acompañante, Dejándolo en una posición horizontal en que ambos quedaron tumbados. Se subió arriba suyo y sintió las grandes manos de Tomás apretar su cintura. Sus labios supuraban el tan necesitado veneno del cual jamás quería curarse.

Cuando empezó a desabrochar la camisa del único hombre que realmente había dejado huella en ella, lo comprendió, de manera abrupta paró su acto y casi con la velocidad de un rayo se separó de él.

—¿Qué... Qué pasa?—

Amelia llevó sus manos a su propia cabeza y cerró los ojos. —No puedo engañar a Augusto... No se lo merece...—

Tomás comprendió lo que ella sentía y compartió su sentimiento, la culpa ahora los llenaba a ambos. —Tienes razón...—

—Prometo no volver a molestarte, Tomás. Lo lamento, pero nuestro tiempo ya pasó... No deberíamos volver a vernos—

-.-.-.-.-.-.-.-.-

¡Uffs! Demasiadas cosas para un solo cap.

Aquí estoy, nuevamente en el mundo de los vivos.

¿Qué cuentan de nuevo?

Yo no tengo mucho que agregar, hoy iba a subir material multimedia de los concursos y un manip pero desafortunadamente será para el prox cap.

¿Qué les pareció?

Aquí dejo los dos audios que utilicé para crear éste cap.

https://youtu.be/EqPtz5qN7HM

https://youtu.be/LNFx06Z412c

Los escuché a ambos juntos para crear la atmósfera necesaria, demasiado recomendado.

Sin otra cosa más que agregar, nos leemos en dos días.

Quien irá a dejar unas cuantas flores al cementerio:


Angie

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