Perdido en las dunas de Marte: Despedida y Estrellas
El cosmonauta dormía sobre el suelo áspero y frío de Marte. Las partículas de polvo fino se acumulaban lentamente en el visor de su casco, creando un velo rojizo que casi parecía latir bajo la tenue luz del sol distante. El sonido del viento marciano susurraba en sus oídos como un lamento, amortiguado por la protección del traje, pero aún persistente, una presencia constante que parecía burlarse de su vulnerabilidad.
Cuando despertó, sintió el incómodo contacto del suelo irregular presionando su cuerpo. El frío parecía atravesar las capas de su traje, un recordatorio de que Marte no perdona. Movió los dedos dentro de los guantes, intentando reavivar algo de calor, mientras el visor, aún empañado por el polvo, distorsionaba el paisaje ante él.
Se levantó con esfuerzo, y las articulaciones del traje crujieron en protesta, como si estuvieran tan cansadas como él. Las botas se hundían levemente en la arena fina, que se movía en remolinos al capricho del viento. El cielo, teñido de rojo y naranja, parecía un manto opresivo, sin nubes, sin cambios, solo el mismo horizonte desolado e infinito.
Pasó su mano enguantada por el visor, limpiando la capa de polvo, pero el movimiento solo esparció más partículas sobre la superficie. Estas danzaban en el aire en un ballet silencioso, iluminadas por la fría luz del sol distante, pareciendo cenizas de un fuego que nunca se encendió. El sonido amortiguado de su respiración llenaba el casco, acompañado por el ocasional golpeteo del viento contra su traje, como si el planeta intentara empujarlo de nuevo al suelo.
Cuando finalmente se giró para mirar al Spirit, vio que el rover también estaba cubierto por el polvo marciano, sus paneles solares opacos y sus ruedas enterradas en el suelo, como monumentos de un viaje olvidado. Se arrodilló, con la rodilla hundiéndose levemente en la arena, y pasó su mano por la carcasa metálica del Spirit.
Se sentó junto al Spirit, descansando los brazos sobre las rodillas. El cielo encima, teñido de rojo y rosa. Marte era hermoso en su hostilidad.
—¿Sabes, Spirit? Tal vez debería estar asustado. Perdido, solo... pero no siento nada más que cansancio.
Rió bajo, un sonido ronco, casi un sollozo.
—¿Sabes qué es extraño? Recuerdo voces, personas. Pero no tienen rostro, no tienen nombre. Como sombras.
El cosmonauta inclinó la cabeza hacia atrás, mirando al cielo vacío. Las estrellas punteaban el firmamento, pero no había señal de un planeta azul. Intentó localizarlo, pero era como buscar un fantasma.
—¿Sabes, Spirit...?
Dudó, como si eligiera sus palabras con cuidado. Había algo reconfortante en su presencia. El cosmonauta extendió la mano y dio una ligera palmada en la carcasa metálica del Spirit, como quien da una palmada en el hombro de un viejo amigo.
—Fuiste un explorador. Apostaría que eras un viajero increíble, recorriendo estas dunas mientras yo estaba... no sé dónde.
Hizo una pausa, mirando al horizonte.
—Ahora solo somos dos viajeros que se detuvieron a mitad del camino.
Permaneció en silencio por un momento, escuchando solo el sonido amortiguado de su propia respiración. Sabía que la despedida era inevitable, pero aun así, se demoró junto al Spirit, como si la presencia del pequeño rover pudiera prolongar su voluntad de continuar.
—Bueno, compañero —dijo con voz más firme ahora—, es hora de que descanses. Creo que ya has trabajado demasiado para una vida entera.
Pasó su mano por el lateral del Spirit una última vez, la acumulación de polvo dando al tacto una textura áspera. Se puso de pie, el traje crujió de nuevo mientras ajustaba el peso de su cuerpo. Sus botas dejaron marcas en la arena fina junto al rover, como un último adiós.
El cosmonauta dio un paso adelante, luego otro. El horizonte, implacable en su vastedad, parecía llamarlo. Las dunas se alzaban como olas congeladas en un mar de óxido, listas para engullir cualquier rastro de su paso. Miró una última vez por encima del hombro. El Spirit parecía pequeño, casi un juguete abandonado en el desierto infinito.
Mientras caminaba, sintió el peso de los kilómetros ya recorridos. Las piernas se sentían de plomo, las rodillas vacilaban, pero algo lo hizo detenerse. Instintivamente, levantó la mirada.
El cielo marciano, ahora libre de la luz del sol debilitado, se había transformado en un escenario de infinita belleza. Un océano negro salpicado por miles de estrellas brillaba sobre él, reluciendo con una claridad que la Tierra, con sus luces artificiales, jamás podría ofrecer.
Era un espectáculo de contrastes: Marte, tan desolado y cruel bajo sus pies, y el cosmos, vasto y sereno, suspendido como una promesa. Cada punto luminoso parecía un mensaje de algo mayor, una conexión perdida entre la soledad de un hombre y la inmensidad del universo.
El cosmonauta permaneció allí un momento, inmóvil, con los ojos fijos en la tapicería celeste. El visor de su casco enmarcaba la visión como si fuera una pintura intacta. Las estrellas parecían latir, como si lo llamaran, mientras las constelaciones danzaban en patrones que le recordaban historias olvidadas.
—Esto... es magnífico... —su voz rompió el silencio dentro del casco, amortiguada, casi un susurro. No esperaba que el vacío pudiera ser tan vibrante, tan vivo.
Inspiró profundamente, no porque necesitara aire —el traje se encargaba de eso—, sino porque necesitaba sentir el momento. Era algo más de lo que podía explicar. La inmensidad era a la vez abrumadora y reconfortante.
—Ahora lo entiendo... —murmuró para sí mismo, casi sin darse cuenta—. Entiendo por qué siempre miramos al espacio con tanta fascinación.
Permaneció allí, mirando el infinito, como si fuera una respuesta a la soledad que lo consumía. Por un instante, no era solo un hombre perdido en Marte. Era alguien conectado al cosmos, parte de algo mucho más grande que él mismo.
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