Prólogo
No existe consuelo estando en la boca de la desesperación. Cuando las opciones se acaban, cuando el dolor cada día aumenta en vez de aminorar y encontrándose en tales precarias situaciones movidas por la desesperanza, el ser humano, se lanzará siempre, a ciertas circunstancia indignas; para conseguir salvar al menos, a aquello a quien más aman.
Ella no tenía dinero suficiente, ni siquiera para comprarse una sombrilla porque se lo había gastado todo con el pasaje para el autobús. Bajo la lluvia torrencial de New York, ellos llegan a su destino salpicando agua sucia de sus ropas y zapatos de segunda mano. Empapados y helados. Pero cargando una pequeña (y última) esperanza, ardiendo en sus pechos; dándoles la fuerza necesaria para continuar con valentía.
Alto, descomunal e imponente se muestra frente a ellos la mansión de los Grace. El hierro del portón está frío cuando ella se sujetó de este, y trató de recobrar el aliento por un segundo; mientras sujetaba con mayor ahínco a su hijo que escondía su rostro en su cuello, haciendo todo lo posible para protegerse del frío y el viento.
—Ya estamos aquí, hijo. Ya llegamos. — Murmuró su madre en su oído, y recibió en contestación, un apretón más duro de sus brazos alrededor de su cuello. — Solo un paso más, y estaremos bien, —entre las gotas frías, sintió sus lágrimas de alivio, tibias cuando cayeron por sus ojos— Ya se va a acabar, te lo prometo.
Sintió unos ojos posarse en su deleznable figura, y levantó el rostro para encontrarse con la mirada recelosa de un par de porteros. Claro, para ambos, ellos debían verse como otros tantos mendigos que venían a pedir comida. Oh, pero ellos no sabían de la trágica verdad. Diferentes vidas, distintas oportunidades, pero los lazos de la sangre eran innegables, y ella venía solamente a reclamar algo de ello, para salvarlo. A él.
—Traigo al sobrino de su jefe en mis brazos. — Pronunció la mujer con voz fuerte, haciéndose oír por el estruendo de la tormenta.— Tienen que dejarme pasar, por favor.
Los guardias, secos y afortunados debajo del techo de su puesto de trabajo, se miraron confundidos y con desconfianza. Uno de ellos hizo la llamada, mientras la madre y su hijo, esperaban debajo de la lluvia; ningún auto pasó cerca de ella, pues en un barrio residencial como este, poco tránsito había en sus calles.
Ella no alcanzó a oír lo que decían, pero gracias al cielo, (tal vez como última ayuda) con solo un control remoto, abrieron las grandes rejas pintadas de oro y le dieron vía libre para pasar. La joven madre entró, y por el rabillo de su ojo, observó que había dos sombrillas sin uso a lado de ellos, que bien podían haberle prestado.
La mujer se dio cuenta de este gesto egoísta, pero fingió no notarlo, selló sus labios para evitar que se le escapara un suplicio; guardándose la poca dignidad que le queda e implantando una sonrisa gentil en su rostro pálido y moteado de moretones mal disimulados. Total, ¿de qué le serviría la sombrilla ya toda mojada como estaba? Tal vez, solo dolía la indiferencia. Aunque bien debía estar acostumbrada a ella.
—Quiero caminar, mamá—su hijo le pidió, pues se sentía avergonzado que a su edad, ella le cargara aún como si fuese un bebé. —Quiero caminar.
—Está bien, falta poco — le dio un beso en su mejilla húmeda y helada, y aquello le revolvió el estómago ante el temor de que se consiguiera una pulmonía. No obstante, traerlo consigo incluso en estas circunstancias, siempre sería mejor que dejarlo en esa "casa" con "él".
Dejó al niño al suelo y le cogió la mano con firmeza, acto seguido, madre e hijo fueron caminando bamboleantes debajo de relámpagos furiosos y sobre los charcos de agua. El destino acabó o se abrió delante de ellos, en el momento en que la joven madre tocó el timbre de la puerta de roble, tragando saliva nerviosa, y dándose por vencida de su aspecto de perro mojado. Sin darse cuenta que su hijo la observaba en silencio y pensaba todo lo contrario. Este admiraba la belleza de su madre, porque, pese a que ella estaba completamente pálida y ojerosa; para sus ojos (como solo una madre puede serlo para su retoño) ella era absolutamente perfecta.
Desde su punto de vista, él no entendía mucho de lo que ocurría. Solo recordó ver unos intensos ojos azul eléctrico que se incrustaron con los de él unos segundos. Tiempo suficiente para recordar a partir de ese día hasta su adultez, de esa fría y cruel indolencia, injustamente recibida.
Para sus oídos, era solo un montón de palabras sin sentido los que aquellos adultos compartían a su lado.
—Sí buscas dinero, —inició el hombre con traje, y barba recortada a decir— vuelve por donde viniste. Porque no te daré ni un centavo, ni hoy, mañana, ni nunca.
— Sabes muy bien, que no estaría aquí de no estar ya totalmente acorralada.— Su voz se quebró, pero no dejó de verse firme ante él, mientras que el niño a su lado, la miraba preocupado y ansioso— Cada día, es más difícil que el anterior, y solo Dios sabe cuánto ya he aguantado los abusos de Gabe... Cuánto he soportado para evitar: Esto. Pero... — sus labios se abrieron, y por un momento no dijeron nada, pero luego, las palabras fluyeron como el agua que escurría de su ropa— Ayúdanos, Zeus. Por favor. Solo le hace daño y es demasiado para un niño de su edad.
El hombre volvió a mirar al niño, quien a su vez lo estudiaba con curiosidad. Sus grandes ojos verdes, eran la prueba indiscutible de su sangre; pero el dolor que aquello le representaba, era mayor que el anhelo por ayudarle. Odio y bondad, su corazón optó por nutrirse del primero.
—Sally, — el hombre pronunció su nombre, con falsa severidad, porque al fin y al cabo, ni siquiera podía sostenerle la mirada.
—No te estoy pidiendo un sacrificio, no te pido nada más que lo alejes de la violencia que vivo todos los días. Por favor, Zeus, por favor, — rogó con fervor, no por ella, si no por su hijo a quien amaba con todo el alma.
Unos altos tacones acercándose, hicieron eco al caminar en el interior de la espaciosa mansión. Aquella mujer, se quedó de pie detrás de Zeus, apoyó todo su peso en una sola pierna bronceada y torneada; se cruzó los delgados brazos por debajo de sus pechos, y alzando su mentón respingón, dejó que una esquina de sus labios se elevara con arrogancia desmesurada.
Sally identificó la repulsión de la esposa de Zeus. Gritándole a través de sus ojos pintados con rimel carísimo. Malo. Su presencia era fatalidad y derrota, que no quiso aceptar aunque estuviera delante de sus narices.
— Ah, miren quien vino a visitarnos... Es la prostituta que Poseidón pagó para hacerla su esposa. — Sus uñas rojas tamborilean sobre su antebrazo con impertinencia. — Pensé que la tierra se había encargado de tragar a toda la inmundicia... Como sucedió con tus amigas. Pero veo, que aún sigues con vida.
Aun con las gotas de lluvia, incrustándose en su espalda como afiladas y heladas agujas sin piedad. Ella le devolvió la mirada sin temor. Aun con el pelo mojado y pesado; desordenado y de aspecto indigente, su mandíbula se apretó y también se elevó de orgullo en su dirección.
—Pues aquí me tienes, y a pesar de todo lo que has hecho, todavía sigo de pie, Hera. —habló, respirando con dificultad por el arrebato de furia.
Por un momento, había olvidado totalmente, la razón por la que se encontraba aquí. Que cuando oyó a Zeus de nuevo, su cuerpo soltó un brinco de sorpresa.
— ¡¡Guardias!! — Ordenó con mirada hastiada y apática el hombre. — Saquen a esta irrespetuosa mujer y a su hijo, a la calle.
Aquel hombre habrá tratado a perros callejeros, de lejos mejor de como trato a esa madre y a su hijo ese día.
El niño podría ser aún muy joven, pero claramente había entendido aquellas palabras de rechazo y desprecio. Agarró la tela mojada del pantalón de su madre con fuerza, como si de esa manera, pudiera protegerla del hombre malo y grande delante de ellos. Tal vez fuera más pequeño, pero el chico le frunció severamente el ceño, y lo miró con coraje.
Aquel gesto, no fue desapercibido por su madre y por Zeus.
— Zeus, por favor. Te lo suplico en nombre de Poseidón. De tu hermano. — Sally tragó saliva con dureza, y se quitó la lluvia o las lágrimas que le hacían doler los ojos — No te pido nada más que un techo seguro para él. Puedo morir mañana en paz, puedo aguantarlo todo, mientras sé que él está bien.
>>Te lo imploro, Zeus. Solo a él. No me importa lo que pase conmigo. No me importa. ¡Solo es comida y techo! ¡Ni siquiera será una carga para ti!
El niño vio al hombre cerrar sus ojos en una milésima de segundos, con gran amargura. Pero cuando los abrió de vuelta, no había rastros de empatía o sentimiento compasivo.
—Fuera... — susurró haciendo ademán de cerrar la puerta, y Sally estiró una mano como queriendo tocarle, sin embargo, no lo hizo. Sus dedos se extendieron en un tácito grito de ayuda, pero nadie le cogió la mano.
— Zeus, es tu sobrino. Sangre de tu sangre —. Susurró con voz derrotada por última vez. Sus ojos se apagaban rápidamente hundiéndose en la desesperanza. — Tienes un hijo, Zeus. Sabes lo que los padres son capaces de hacer por sus hijos. Por favor. Solo imagina al pequeño Jason, en la misma situación que Percy. ¡Siendo golpeado todos los días por un asqueroso imbécil! —gritó, y su voz se quebró, como el cielo lo hizo con un relámpago.
En tanto, los guardias de seguridad luchaban por acercarse. El viento se había puesto repentinamente violento como el de un huracán, como si no fuera a permitirles que tocaran a la madre y al hijo por ningún motivo. Las ráfagas eran feroces, y traían consigo, palabras ininteligibles que parecían sisear:
"No osen tocarlos".
"No os lo permitiré".
Pero se acababa el tiempo. La esperanza se convertía en falsedad. La señora Grace, cansada del asunto, se giró para marcharse, sin embargo, Sally se tragó su dignidad de nuevo, y la volvió a llamar:
—Hera, Percy pudo haber sido Jason, pudo haber sido el hijo de Beryl a quien salvaste esa noche. Te vi, Hera, ¡Hazlo solo una vez más! Sálvalo también a él...
Un pequeño Percy fue testigo de cómo su madre suplicaba con las manos juntas, rezándoles, implorándoles como si de Dioses se tratasen.
— Por favor.
— Suplica de rodillas. — Demandó la esposa de Zeus con regocijo, aún de espalda a ellos. — Postrada como la perra que eres, y tal vez, lo reconsidere.
Con esas palabras, Sally cerró fuertemente los ojos con decisión. Al abrirlos los utilizó para fulminar a aquella mujer despampanante.
Sally Jackson aún poseía bastante de dignidad y orgullo en su maltrecho cuerpo. Aunque a veces se los tuviera que tragar, no cabía duda de que los poseyera. Negó con tristeza con sus lágrimas mezclándose con las gotas de lluvia, y dió dos pasos hacia atrás buscando la mano de su hijo; buscando un poco de esperanza, porque su hijo la llenaba de eso.
Y también de valentía.
—Vete, Sally. — Demandó Zeus con voz ronca, mirando hacia los chubascos del cielo tormentoso. — No he de verte por aquí nunca más. Soy yo quien te ruega ahora. Largo de aquí.
— Tu sobrino. — Enuncia con los brazos caídos. — Es el único hijo de tu hermano, su única descendencia... Es idéntico a él, incluso tienen los mismos ojos...
Lo intentó otra vez, con una sonrisa aguada.
— Mi hermano murió hace años. — La voz de Zeus casi se quiebra al pronunciar las últimas palabras. — Ya no tengo un hermano con ese nombre. Por lo tanto, no tengo un sobrino suyo.
La puerta se cerró con estrépito acompañada de un rayo escalofriante que casi rompe el cielo a pedazos.
— Tú te encargaste de eso, ¿lo olvidaste? — Sonaron las palabras, rencorosas y amortiguados detrás de la puerta cerrada.
Esa fue la última vez que su madre pidió ayuda. La última vez que suplicó a alguien de una forma tan humillante. Porque ese día, ella juró con el cielo de testigo, que nunca más en vida lo volvería a hacer; ni recibiría ayuda de nadie sobre la faz de la tierra.
Percy aún recordaba hasta su adultez, como su madre lo agarró apresuradamente después de eso, con semblante tranquilo, y lo cargó en sus brazos, con una mirada firme, digna y llena de un fiero coraje. Ese mismo coraje que enamoró a Poseidón hace años, impactó de la misma forma a Zeus en ese instante, quien había estado espiando su partida a través la ventana, oculto tras las cortinas.
"Sally es una reina entre los mortales", eso era lo que siempre le repetía su hermano. Cuando él aún vivía. "Son sus ojos los que te engatusan completamente". Ese día, con el sufrimiento impregnado en aquellos orbes marrones, aun empapada y con apariencia enfermiza... Pudo darle finalmente la razón.
Recordaba cómo su madre, trató inútilmente de protegerlo de la lluvia. Recordó que corría con pasos firmes y respiraba casi en un sollozo, mientras besaba la cabeza húmeda de su hijo, inocente e ignorante de todo. Las ráfagas de viento con extrema crueldad; movían su pelo con violencia y la golpeaban en el rostro como si de de látigos furiosos se tratasen.
—No nos ayudó, tu desgraciado tío nos ignoró —farfullaba Sally, y un sollozo lleno de dolor escapó de sus labios.
Mientras las rejas se cerraban detrás de ellos, y volvía a lucir inalcanzable para los inferiores, el niño, sin saber porqué, alzó la mirada hacia las ventanas del segundo piso.
Y allí estaba él, su primo Jason. Quien lo veía marcharse con una mirada desconcertada en el rostro; protegido en su hermosa mansión de tres piso pintada de oro. Percy había alzado una mano para despedirse de él, porque aún no entendía la gravedad de lo que había ocurrido. Y Jason había hecho lo mismo, porque era ignorante del egoísmo de sus padres.
— Somos tú y yo contra el mundo, Percy. — Le susurró su madre con voz ahogada a centímetros de su oreja. — Ya lo entiendo. Solo somos tú y yo en el mundo. Nadie más vendrá a ayudarnos.
— Está bien, mamá, vamos a ayudarnos los dos. — le contestó, con el único deseo de verla sonreír. — Vamos a pelear todos los días con Gabe hasta que se vaya para siempre. Vamos a ser más felices.
Y él lo logró... Y lo sigue logrando incluso muchos años después entre las oscuras noches de desesperanza. Entre la tormenta voraz que peligra ahogar sus ojos marinos. Percy Jackson siempre encontró una razón en medio de un terrible huracán, un motivo para sonreír. Él solo necesitaba un pequeño motivo. Uno solo para elevar sus carnosos labios.
Y por esa inocente razón. Siempre fue la envidia de todos.
Por esa inocente razón.
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