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» Una tarde de verano en el año 2009 «
La frondosidad de los árboles revoloteó con el aire, creando aquel suave sonido de tranquilidad que armoniza junto a el canto de los pajaritos, y el sol brillante alegraba la vida con una sonriente calidez (al menos donde sus rayos alcanzaban a iluminar y el moho de la humedad no sobrevivía, así como las ratas comiéndose el engaño delicioso por los rincones oscuros), pocas hojas caían en los jardines de los vecinos, salpicando el césped perfectamente cortado y al suelo de la banqueta limpia de aquella calle al final del pacífico vecindario donde vive el dulce niño de sus más profundos... Incluso para... algo, como él, el simple pensamiento era... horrible, y muy vergonzoso, sus iguales tenían la osadía de reírse de su penosa situación en su cara.
La solución está en tus manos. Bueno, en tu boca.
Los maldijo mil veces, sin necesidad de palabras, suficiente tuvieron con la transparencia de su mirada inflexible de ojos rojos para reducirles a risitas nerviosas. Meterse en sus mentes y sembrarles ideas espeluznantes de como los desollaría con lentitud suficiente para negarles la oportunidad de regenerarse, ya era innecesario, lo había hecho una vez, no fue tan satisfactorio. No por nada él era como una especie de líder, algo así; siendo fuerte, poderoso, y con sus dones, que no eran ninguna broma, les mantenía a raya.
Les recordaba su lugar.
Desde las sombras observaba, como el niño andaba a pasos contentos con sus tiernos zapatitos y el listón de su boina brincando; tarareaba una canción, en medio de saborear una paleta color cereza que oscurecía el rosado de su lengua esponjosa y resaltaba su boca gorda, tan alegre como cualquier niño saludable, rodeado de delicados cuidados y amor, naturalmente ignorante de los peligros acechando; ignorando la presencia siguiéndolo.
Hace algún corto tiempo atrás, la madre de la criatura incauta, permitió que andara solo, a insistencia de este, "estoy creciendo", había dicho el niño, adorablemente, con mucha seguridad, tan ilusionado que la mujer no pudo resistirse, incluso, a punto de llorar de pura ternura combinada con nostalgia.
Sí, el niño estaba creciendo, pero no tanto como para darse cuenta de su alrededor. Estaban persiguiéndolo. Y no se refería a si mismo.
Un hombre calvo, de contextura media, como su aparente edad, llevaba al menos algunos días, estudiando la rutina de lo que no era suyo. Se atrevió a poner los ojos en su niño, y no dejaría que sus manos lo hicieran.
Pero debía esperar el momento adecuado, y ese parecía, haber llegado ya.
De una casa a otra, un terreno baldío, de lo que antes era una propiedad legítima, una mancha gris en el mapa satelital; la oportunidad perfecta, y no precisamente para los terribles planes del asqueroso humano.
Los pájaros salieron volando, el retumbe de sus rápidos aleteos dieron lugar a un silencio espeso que cubrió los restos del ruido citadino distante por unos segundos, tan rápido como el cuerpo entre sus brazos volviéndose más blando y la calidez desapareciendo, sus uñas clavadas en los costados se hundieron con cada aspiración. Una vez vacío, sin nada más que sorber, dejó olvidado, tirado en la tierra, el saco gris de piel deshidratada y ojos blancos. Sintió repulsión, unas ganas de vomitar que logró controlar, no había sido la peor, sin duda, pero si le había dejado con mal sabor de boca y la garganta seca.
Tan concentrado en ello, limpiando el río escurriendo de la comisura de su boca con el puño de su camisa negra, que no se percató del par de ojitos que le observaban cuando salió de aquel terreno.
Se miraron, y se sintió sumido en una verdadera eternidad, antes de que el niño parpadeara. Cuando volvió a mirarle, se aseguró de que en sus ojos viera el iris correcto para la mente humana, teniendo cuidado de no perturbar los pensamientos del infante.
— ¿Qué miras, mocoso? — Su voz grave, queriendo que se asustara y huyera directo a su casa, que no faltaba mucho para llegar a ella, pero el niño sólo ladeó su cabecita redonda, abultada de un lado por la paleta dentro de su boca. — ¿Tus padres no te enseñaron a responder una pregunta?
El niño sacó su paleta de su boquita con un chasquido. — Me ensañaron a no hacerle caso a los desconocidos.
— ¿Y si a mirarlos fijamente? — Las mejillas del niño, como dos manzanas maduras; llenas de color. Miró al piso, a sus zapatitos bien lustrados, y su manita apretó la costura de su camisita azul de marinero. Podría alejarse y pretender irse de allí, pero... — Vete a casa, niño. Tu madre no debería dejar que regreses solo de la guardería.
— No voy a la guardería. — Refunfuñó el niño con valentía repentina. — Soy grande y usted no me da miedo. ¿Cómo se llama?
Esceptisismo en su mirada, y luego, risas, burlándose de la criatura que arrugó el ceño. — He fallado, entonces. — Se acercó, tres pasos, el niño lo miró, quieto, sin titubear. Siempre pensó que el niño era interesante, una razón más por la que estar cerca. ¿Se volverá más interesante con el tiempo? ¿Más difícil el mantenerse alejado? — Te diré si me dices el tuyo.
El pequeño valiente asintió. — Soy Nunew Chawarin.
Sonrió, estaba vez sin una pizca de burla; le daría al niño el trato que estaba pidiendo. — Un placer, Nunew Chawarin. Soy Zee. — Nunew evidenció un gesto, insatisfecho. Zee rodó los ojos. — Zee Pruk Panich. ¿Algo más? ¿Quieres ver mi identificación, niñito?
Nunew sonrió, negando. — Me agrada señor.
Estático, Zee tragó saliva, y metió sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón. Viró el rostro y dijo algo que hizo a Nunew parpadear confundido.
No deberías hacerlo.
La paleta fue sacada de su boca. — ¡Oiga!
— Los niños no deben comer caramelos. Se te picaran los dientes.
— ¡Claro que no! ¡Los cepillo muy bien!
Zee metió la esfera de caramelo a su boca. Lo más cerca que estará de probarlo.
— Lo sé. — Murmuró.
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