Encadenado

En un cabaret con poca fama pero irónicamente bastante concurrido, se encontraban un hombre de aproximadamente treinta años. Bebía alegremente acompañado de una encantadora mujer que se robaba muchas miradas por parte del sexo masculino. El ambiente alrededor de aquellos dos se notaba bastante agradable mientras hablaban de diversos temas y se les escapaban de vez en cuando alguna que otra carcajada por las ocurrencias del otro.

Era como si una burbuja hubiera encerrado a la pareja, viviendo en su propio mundo, ajenos de lo que pasaba a su alrededor.

En un momento dado, ella había insistido en ir a bailar a la pista algunas canciones que recitaba la banda presente ese día, ya que según la chica, la música le resultaba colorida y movidiza. Él sin muchos tapujos aceptó con una sonrisa de oreja a oreja.

Danzaron con felicidad cual muchachos, dejándose llevar por el ritmo y la cercanía tan reconfortante que experimentaban estando juntos.

Todo iba de maravilla, él no podía sentirse más dichoso en aquel momento, hasta que el cantante comenzó a interpretar una letra que se le hacía muy familiar. Todos sus músculos se tensaron mientras la canción se desenvolvía, quedándose rígido sin previo aviso.

—Oye, ¿te encuentras bien? —había preguntado la mujer con aparente preocupación al notar como su compañero se había quedado quieto de repente.

—No es nada —respondió de inmediato con la vista perdida—, creo que algo que comí me cayó mal, voy al baño. Vuelvo en seguida.

Mentira. Él ya no volvería.

Salió del establecimiento con rapidez advirtiéndose un poco mareado. Sentía un sudor frío recorrer su espalda mientras sus sentidos se nublaban. Caminó sin rumbo alguno hasta desplomarse en una banca de un parque que había encontrado en su paso errante.

Miró hacia el cielo con una expresión perdida y curvó sus labios en una sonrisa torcida, mas sus ojos destellaban con una melancolía profunda de colores oscuros y difusos.

—Así que no me vas a dejar, ¿eh? —murmuró con voz ahogada. Las estrellas apenas visibles en aquel cielo nocturno de ciudad brillaron en respuesta.

Desvió su mirada hacia el suelo en tanto imágenes pasaban por su mente. La pista de baile, las risas, los empujones amistosos de sus amigos, el pastel, los regalos, ese precioso vestido blanco...

La tristeza poco a poco se arremolinaba en su interior, proporcionándole una sensación que había padecido en muchas ocasiones antes. Intentó contraatacar aquel sentimiento torciendo más su sonrisa, pero era en vano.

Ella había dejado su vida hacía un poco más de tres años. Ella, la mujer que se había convertido en el amor de su vida.

La culpaba por no dejar que pudiera continuar con su día a día, por no dejar que volviera a ser feliz. Pero en el fondo sabía que toda la culpa la tenía él, sabía que su corazón ya había tomado una decisión y que por mucho que su cerebro lo engañara, no iba a cambiar de parecer. Y aquella canción
lo encadenaba. Era su verdugo, su maldición.

Aquella maldita canción que le recordaba siempre que no importaba lo que pasase, ni cuantos años transcurrieran; ya nunca sería capaz de amar con tanta locura y devoción a alguien que no fuera a esa mujer de sonrisa radiante que lo había abandonado a él y a ese mundo hacía bastante tiempo.

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