Triste partida
A veces me preguntaba cómo hacía para permanecer fuerte todo el día y yo le sonreía a cambio de que me diera una de esas noches donde podía derrumbarme entre sus brazos. Lo miraba como se contempla el paisaje en un tren en marcha: aferrándome a los recuerdos. Despidiéndome de todo, hasta de mi propia existencia. Dejando atrás todo lo vivido y poniendo la mirada en el deseo de algún día volver y encontrar las cosas tal como las había dejado. Olvidando que, ahí, fuera, hay un mundo que sigue en marcha y no piensa detenerse, aunque mis heridas sean la musa de las canciones más tristes. Cierta vez la encontré llorando, mientras escuchaba su canción favorita; otras veces lo hacía con mi canción favorita y le preguntaba que por qué lo hacía, y se lanzaba a mis brazos, al tiempo que me susurraba al oído: porque algún día será lo único que me quede de ti. Y su llanto, juro, me parecían la tormenta más bonita que había caído sobre mis hombros. Algunas personas poseen cierta magia que las diferencia del presente, porque te llevan de nuevo a los lugares donde has reído, aunque te des cuenta que las cosas, quieras o no, siempre cambian. Lo mismo pasa con las personas. Y él eso lo sabía a perfección. Un día, el mundo volcó antes que aprendiera a frenar. Él cambió de una estación a otra, en un pestañeo, pasó de ser mi día favorito a ser la más triste de mis tardes. Y, tras ello, comprendí que siempre la echaría de menos y que su sonrisa me perseguiría como una sombra —la tristeza es la condena de haberse arriesgado a ser valiente—, y me torturaría al preguntarme si él realmente era feliz sin mí. Si, dondequiera que se encontrara, me echaría de menos y anhelaría toparse conmigo accidentalmente un día cualquiera. Lo único que me quedó de él es el deseo de algún día volverlo a ver y quizá lo único que le quedó de mí sea mi canción favorita.
Ámbar
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