Capítulo VII | Nuestro lugar
A la mañana siguiente, las colinas Takushan y Hsiaokushan ya eran de los japoneses.
Hyoga, al igual que Shun, había ido directamente a su barraca. Isaak y Viktor se sorprendieron de verlo acostado en su cama, aunque su reacción fue más de confusión que de alivio; a diferencia de Shiryu y Seiya no estaban preocupados por su amigo, pues con la desorganización del ejército ruso nadie había notado su ausencia en realidad. Aquello facilitó inmensamente el hecho de dar explicaciones acerca de su paradero.
—¿Cómo es que estás aquí? —preguntó Isaak a modo de reproche.
Hyoga los contempló unos segundos, pensando su respuesta. Antes de que pudiera decir cualquier cosa, Viktor tomó la palabra.
—¡¿Lo ves?! —exclamó, golpeando el hombro de Isaak—. ¡Te dije que había escuchado la orden de retirada!
Isaak rodó los ojos, ya había tenido suficiente de las quejas de Viktor.
Hyoga ensanchó los labios. Crisis superada.
Las guardias nocturnas y tareas cambiaron, con dos colinas menos que defender todo se reorganizó. Desde su nuevo puesto, Hyoga observaba fijamente en dirección a las Huérfanas, imaginaba que Shun estaba ahí, medio dormido y despistado. Volteaba al cielo y le gustaba pensar que ambos veían las mismas estrellas. No tenía seguridad de nada de eso, pero el sentimiento que se albergaba en su pecho al imaginar que ambos se acompañaban a la distancia le llenaba de una manera que no sabía explicar o entender.
¿Shun pensaba en él tan a menudo? Tal vez lo había olvidado en el momento en que regresó a su campamento.
Durante el día, a menudo se perdía en algo o alguien que le recordaba a Shun. Cuando el sol salía en el horizonte le recordaba lo hermoso que se veía el japonés bajo esa luz; la brisa fresca de la mañana, a aquella arboleda en la que pasaron un día completo; y las montañas, su despedida de esa tarde.
Quería volverlo a ver. La perspectiva de no encontrarse con él nuevamente, de que aquel encuentro fortuito en la arboleda se tornara en una anécdota de guerra más y paulatinamente en un sueño lejano e imposible, le oprimía la garganta y le quitaba el sueño por las noches.
Pasaba horas con la mirada perdida en el horizonte, planeando una forma de contactarlo. Cualquier tipo de mensaje no llegaría jamás, y esperar por un enfrentamiento era un arma de doble filo.
Quedaba una posibilidad. Arriesgada y estúpida; sin mencionar que le quitaría noches tranquilas de sueño, aunque con todo lo que pasaba por su cabeza en esos momentos casi le era imposible dormir bien.
Conocía el terreno bastante bien, incluso mejor que los japoneses, se atrevería a decir. Podría llegar a Hsiaokushan sin que se dieran cuenta.
Sonaba sencillo, si no contaba los peligros que podían amenazar su plan, entre los que se encontraban, pero no se limitaban a: la defensa de las Huérfanas podría haber cambiado, un nuevo régimen significaba una nueva organización, los rusos mismos habían cambiado la defensa china de Port Arthur cuando tomaron posesión de este; que lo descubrieran en cualquiera de los dos bandos, si lo encontraban los japoneses terminaría muerto o en un campo de prisioneros, si lo hacían los rusos enfrentaría una corte marcial por espionaje y traición, y muy probablemente moriría también; y finalmente la más terrible de todas —a su parecer—, que Shun no se encontrara ahí en absoluto, entonces arriesgaría todo por nada.
¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar por un amigo?
No muy lejos, eso era seguro. Pero Shun no entraba en esa categoría.
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Shun trataba de vivir sus días con indiferencia hacia lo sucedido el 8 de agosto. Hyoga había sido un sueño —en todo el sentido de la palabra—, era quizás el recuerdo más preciado que guardaría de la guerra, un momento que viviría tatuado en su corazón hasta el día en que este se detuviera. Se había enlistado en una guerra para escapar de un amor no correspondido y había corrido directamente a los brazos de otro igual.
Le mataba no poder compartir nada de aquel encuentro con nadie, incluso contarle a sus amigos era arriesgado, ni hablar de escribirle a su hermano sobre ello. Había cruzado la línea, del honor y del deber, y al parecer de varios, de la integridad.
Shun actuaba más distraído de lo usual, el ambiente rígido del ejército era responsable de su reciente y aparente falta de coordinación cognitiva y física; ahora, con Hyoga en sus pensamientos constantemente, se le notaba más.
—¡Fíjate por dónde vas! —Shun había chocado con su bandeja de comida contra otro recluta. Balbuceó una disculpa y se dirigió con Shiryu y Seiya.
—No le hagas caso, es un bruto —consoló Seiya al ver la cara de su amigo—. Jabu es la clase de persona con la que no hay que juntarse.
Sato Jabu, otro conscripto como ellos. Aunque él se había enlistado más por obligación que por honor. No estaban seguros de si al muchacho le llenaba el patriotismo o la buena voluntad, parecía que sólo estaba ahí para golpear y matar, para desquitarse con otros por sus desgracias y bajos en la vida.
Era mejor mantenerse alejado de él.
Por las noches, Shun se sentaba en un incómodo banquito en su puesto en Hsiaokushan. Él creía que era una terrible idea ponerlo a vigilar en su estado soñador y despistado, cualquiera que se acercara seguro que pasaría sin problemas, quizás hasta podrían matarlo sin que se diera cuenta.
Su cabeza era un lío, no sólo por la añoranza de volver a ver al ruso de ojos azules, o el ardiente sentimiento que incendiaba su pecho cuando recordaba su tacto y su mirada; también por el hecho de que aquel hombre era el enemigo jurado del Imperio, no pudo haber elegido peor momento para prendarse de un joven así. Que fuera un muchacho era lo de menos, había aceptado su homosexualidad tiempo atrás, pero su nuevo estatus de traidor le inquietaba de sobremanera.
¿Acaso era traición tener sentimientos por alguien?
Probablemente no, pero durante los conflictos bélicos todo se enfocaba bajo una luz distinta. En tiempos de paz, aquello sólo habría sido aberrante, tal vez deshonroso; pero en tiempos de guerra, era un pecado.
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Habían pasado dos semanas desde aquel encuentro. Cada día que transcurría, Shun se convencía más y más de que todo había sido un sueño, una alucinación por haber tragado agua del río o algo parecido. Repetía lo sucedido una y otra vez en su cabeza, y siempre llegaba a la misma conclusión: algo semejante era delirante, por no decir imposible. Seguro su aversión a la violencia le había tejido aquella fantasía, en la que un atractivo soldado ruso había sido de lo más amable y agradable en medio de una batalla.
Estaba sentado en su incómodo banquito, con la cabeza recargada en la pared de la estación de vigilancia de Hsiaokushan. Según había escuchado, esa sería su última noche ahí, a partir de mañana haría guardia en alguna de las trincheras japonesas construidas al pie de las Huérfanas.
Así, mientras una melancolía gigantesca lo invadía al sentir pena por sí mismo aquella fría noche de agosto, un ruido llamó su atención.
Shun se volvió hacia la fuente del sonido, no lograba ver mucho de nada en la oscuridad.
No estaba asustado ni nada por el estilo, le parecía sumamente extraño que algún enemigo hubiera logrado llegar hasta su posición. Debía de ser algún compañero, de lo contrario había alguien más despistado que él en la estación de vigilancia de a lado. Aún así, el sigilo de los pasos no eran propios de un amigo.
Shun permaneció inmóvil, y justo cuando decidió acercarse a la sospechosa presencia, esta salió de entre las sombras.
El japonés dio un respingo y por poco cayó del banquito.
—¡¿Hyoga?!
—¡Shhhhhh! —lo calló el rubio—. Te escucharán.
Ambos caminaron hacia el otro, susurando y encogidos para pasar desapercibidos.
—¿Cómo llegaste hasta aquí?
—¿Es broma? Este fue mi puesto por más de seis meses, me sorprende que siga igual. Salvo por las trincheras de abajo. Pero, para mi suerte, no había nadie ahí.
—Acabamos de terminarlas. Pero... ¿por qué estás aquí?
Hyoga puso los ojos como platos y se quedó mirando a la inmensidad. No tenía una respuesta, al menos no una que fuera a admitir en voz alta en el futuro cercano, ¿acaso no era obvio?
Puede que lo fuera, pero Shun no se hacía ilusiones, prefería aclarar todo antes de dejar a su mente soñar con libertad.
—Aaaa... yo... bueno... —Hyoga se reprendió internamente por el balbuceo.
Cuando solía hablar con chicas en bailes o reuniones las palabras le salían con naturalidad, incluso les coqueteaba con una facilidad increíble. Ahora no podía decir una palabra sin titubear. Por supuesto, era más fácil decir las cosas cuando no significaban nada; actuaba de ese modo porque era lo que se esperaba de un joven como él, pero nada era en serio, no para él. Hablar de sus sentimientos y anhelos, abrir su corazón a otra persona, a un muchacho, era algo completamente distinto a lo que estaba acostumbrado.
—Yo... quería verte otra vez... —musitó finalmente.
Hyoga habría notado el rubor instantáneo en el rostro de Shun de no haber estado tan oscuro.
—Me alegra que lo hicieras, y que llegaras en una pieza —rió el castaño—. Yo también... esperaba verte otra vez.
Se contemplaron unos segundos que se sintieron infinitos, con sonrisas en sus labios.
Por la cabeza de Shun pasaron mil cosas de las que quería hablar con él. Pero antes de que pudiera decir alguna, un ruido llamó su atención.
—Demonios, debe ser mi relevo —rechistó el castaño—. Debes irte, ¡ya!
—¡Espera! —Hyoga detuvo a Shun del brazo—. ¿Cómo o dónde te encuentro? ¿Te veo mañana aquí de nuevo?
—Es mi última noche aquí, a partir de mañana estaré en la trinchera de abajo.
—De acuerdo, entonces te veré...
—Mañana no, mi general hará rondas de supervisión.
Hyoga lo miró decepcionado, el tiempo se les agotaba, pero no se iría sin concretar una próxima reunión.
—Tengo un día de descanso en dos días, podemos vernos en la arboleda de la otra vez —sugirió el ruso apresuradamente—. ¿Puedes salir?
Shun quedó impactado por la propuesta, el sonido de los pasos se acercaba. Sin pensarlo mucho —nada, en realidad— respondió:
—De acuerdo. Te veré en dos días, al mediodía en nuestro lugar.
A Hyoga se le cayó la quijada al escuchar esas palabras: «Nuestro lugar».
—¡Vete ya!
Con una sonrisa boba, Hyoga salió a empujones de ahí. Apenas el ruso se perdió en la oscuridad, el relevo de Shun llegó a su puesto.
—¿Novedades? —espetó Jabu, luego frunció el ceño—. ¿Qué haces tirado?
—Me... tropecé... —mintió Shun. Jabu bufó y negó con la cabeza.
—Ya vete a dormir.
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Dos días después, Hyoga se escabulló en dirección a la arboleda. A los únicos a los que parecía importarles su nuevo comportamiento sospechoso eran Isaak y Viktor; lo cual era más fácil de evadir. Ellos jamás dirían nada, por más idiota que fuera su explicación.
—¿Adónde vas? —preguntó Viktor al verlo casi con un pie fuera de la barraca.
—Por ahí —respondió sin siquiera verlo a la cara, despidiéndose con la mano.
Viktor no le dio mucha importancia y se tiró en la cama.
Por su parte, Shun se inventó una excusa estúpida: sin que nadie se lo pidiera, se ofreció a buscar hojas y ramas para el camuflaje de las trincheras.
Cuando Shiryu lo vio preparándose para salir, se extrañó por la respuesta. Shun siempre había sido lento en los entrenamientos, y en las últimas semanas había dejado mucho que desear —ni que decir del último par de días—, el castaño había estado anormalmente inquieto y distraído; y ahora, repentinamente y de la nada, se mostraba de lo más servicial.
Shun caminó con naturalidad hasta que estuvo seguro de que nadie lo veía, luego corrió como si su vida dependiera de ello en dirección a la arboleda; temía llegar tarde.
Hyoga ya se encontraba ahí, recargado en un árbol con el rifle a su lado.
—Creí que te perderías —dijo a modo de saludo con una sonrisa burlona.
—Por poco...
Una vez ahí, todo se dio natural, como la primera vez. Cualquier tema de conversación, por más mundano que fuera, fluía cómodamente entre ellos. De repente Hyoga pronunciaba algunas palabras de manera graciosa y Shun lo ayudaba a corregirlo; de igual manera, el rubio le enseñó algunas frases en ruso, que Shun pronunció tan mal que ambos se echaron a reír.
—Quisiera conocer San Petersburgo alguna vez, suena bonito —expresó Shun, mientras admiraban el paisaje sentados bajo un árbol.
—Tal vez puedas ir después de esto.
—¿Contigo?
Hyoga se paralizó, no había querido insinuar tal cosa, pero debía reconocer que la idea no estaba nada mal.
—¿Por qué no?
Shun se perdió en sus ojos una vez más, sonriendo ligeramente; luego se echó a reír.
—No creo que me dejen entrar. Pero si lo hicieran... ¿a dónde iríamos?
—Hay muchos parques muy bonitos. Y galerías enormes. —A Hyoga le brillaron los ojos al describir todas las atracciones de su hogar, aunque la felicidad no duró, pues su semblante se ensombreció casi al instante—. Probablemente no reconocería el lugar si volviera.
—¿Qué es lo que más te gusta de allá? —preguntó Shun, intentando animarlo.
Hyoga sonrió y recargó la cabeza en el tronco del árbol.
—La nieve. El frío es criminal, pero la nieve de San Petersburgo tiene algo especial. Es muy blanca y suave. Como vivir en una postal navideña.
Shun frunció el ceño. —¿Navideña?
Hyoga lo miró desconcertado hasta que se percató que por esos lares del oriente no tenían tal celebración.
—Es... una fiesta. Comemos y vamos a la iglesia. Pero también intercambiamos regalos. Hace que el invierno se vuelva cálido.
—¡Cuéntame más! —exclamó el japonés, sujetando a Hyoga del brazo y acercando demasiado su rostro al contrario.
—Nos reunimos en familia y amigos. Cenamos, bailamos y hablamos. Mi mamá hornea el más delicioso pastel de miel, esa es mi parte favorita. —Shun sonreía, imaginándose en aquel acogedor salón repleto de personas y risas—. Una vez, Freya intentó meter un trozo en su bolso, para comerlo después —relató entre risas—, se batió todo adentro antes de que la fiesta terminara, tuvo que tirarlo. Fue una pena, se lo acababa de regalar.
—¿Quién es Freya?
Hyoga abrió la boca para responder pero ningún sonido salió de ella.
—Es... bueno, era... mi prometida.
Shun sintió que la sangre dejaba su cerebro de repente. Se había precipitado. Hyoga solo buscaba un amistad, nada más.
El rubio sentía como perdía a Shun con cada segundo que transcurría sin decir nada.
—Era lo mejor. Es una chica agradable y... —Hyoga meditó unos segundos lo que estaba a punto de confesar—. No me gusta estar solo, y... alguien como yo... no podría vivir con quien quisiera de verdad...
—¿Alguien como tú?
Hyoga lo miró suplicante. Estaba costándole la vida expresar esas palabras, deseaba que Shun le ayudara, pero estaba forzándolo a aceptarlo y decirlo en voz alta.
Sin darse cuenta, ambos estaban a tan sólo milímetros del otro.
—Yo...
—¿Sí?
Los ojos azules se clavaron en los esmeralda, cuando se perdía en ellos nada le importaba. Una sensación de seguridad y éxtasis lo llenó.
—Me gustas mucho.
El corazón de Shun se aceleró. Cuando Hyoga lo fue a ver a Hsiaokushan pensó que era un hombre con agallas y sin miedo al éxito; pero jamás imaginó que llegaría tan lejos.
A Hyoga lo invadió el pánico. Se había abierto por completo a ese chico. Jamás se lo había dicho a nadie, ni siquiera Isaak lo sabía. No obstante, el japonés permanecía en silencio; era incapaz de determinar si estaba impresionado o decepcionado.
—Tú también... me gustas mucho...
Hyoga sonrió, aliviado.
—Deberíamos irnos. Se preguntarán en dónde estoy —añadió Shun, cambiando de tema.
—¿Cuándo te volveré a ver?
—No podemos escaparnos siempre, empezarían a sospechar.
—Entonces iré yo —respondió Hyoga, decidido. Shun lo miró confundido. —Conozco el área, puedo escabullirme, y ahora que estarás en la trinchera, será más fácil para mí.
—Es peligroso.
—No me importa si estás esperándome.
Shun esbozó una ligera sonrisa.
—¿Cuándo tienes guardia?
—Cada tercer día. Hoy no, mañana sí.
—Contaré los días.
—Hyoga... —Shun sujetó el brazo del ruso, un escalofrío recorrió su espalda al sentir los firmes bíceps del rubio—. Ten cuidado.
—Te veré mañana, entonces —afirmó el ruso con una sonrisa confiada.
Tendría que pensar en varias buenas excusas.
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