La indecisión
—¿De veras existe el café con sabor a coco?
—No te sorprendas: he visto cosas peores.
Esbocé una amplia sonrisa hacia Darcy, quién reprimía la risa al recibir un billete. Hoy, la
actividad en el Starbucks era muy movida. A pesar de estar situados por fuera de los días de la semana con mayor asistencia, el frío repercutió en la clientela. Ese viernes la gente iba y entraba
del local, dejándonos a mí y a ella una buena cantidad de trabajo por efectuar.
Eché un vistazo fugaz al muro donde se encuentra el menú y las ofertas del día. No tenía tiempo para puntualizar los precios puesto que no dejaba de ir de un lado a otro, preocupada de
los cafés que salían y la gente que los retiraba.
El sudor hace destrozos en mi piel.
Un par de chicas se desviaron de mi puesto, ambas con un café entre las manos. En un estado
post mortem, arrimé mi cuerpo a uno de los muros. En mi vida había hecho tantas entregas al
mismo tiempo.
—Tienes suerte de que aún no sean las doce —apuntó la mujer castaña sentada en la caja—.
Dios sabrá qué será de nosotras a esa hora.
—Al contrario: soy afortunada de poseerte como compañera de trabajo —dije, respirando
como si me faltase el aire.
—Avísame para traerte el tanque de oxígeno para entonces.
Ni la falta de aliento pudo impedir que de mis labios surgiera una carcajada. Darcy era, sin lugar a dudas, la mejor cajera con la que podía contar la franquicia. Su ánimo se advertía a simple vista: en su piel hidratada, sus ojos celestes o en esa mirada refulgente que debería ser penalizada.
Es como si nunca se cansase de su trabajo. Una mujer como ella, que cuenta con la edad de mi
madre, infunde respeto... O tal vez lo sea porque el local huele a café en un radio de cinco kilómetros.
—Por otro lado, Aly, ¿cómo se encuentra tu familia?
La pregunta desmanteló la sonrisa que traigo. El sudor se acopió en mis manos.
—Pues hoy acaba de mudarse mi padrastro hacia el lado opuesto del país… Ex padrastro, quise decir.
Tal parece que mi respuesta le despojó las palabras a ella. Detrás de nosotras, en la cocina, se
podía percibir el ruido que generan los demás empleados.
—Siento escuchar eso, Aly —objetó al cabo de un momento—. Ya verás que pronto todo saldrá bien.
—Sucedería, si mi madre no cesase de comportarse como hace habitualmente.
—¿Amanda sigue dejando hombres?
—¿Su actitud proviene desde la infancia? —pregunté acercándome a las personas que
abandonaban el puesto de Darcy y se desplazan al mío.
—No, no. Que yo sepa, tu madre nunca hizo algo así en la escuela, ni en la preparatoria. Creo
que todo empezó desde tu padre. Pensé que ya lo sabías.
—Sí, incluso mejor que nadie —murmuré con el mismo sabor amargo de la mañana en mi
boca.
El pedido salió en ese instante. Me preparé para regresar torturada a la cocina para ir a
buscarlo y entregarlo a sus dueños cuanto antes. Al girarme, sin embargo, otra persona ya se
encaminaba con esa ocupación.
Una chica con uniforme de trabajo y cabello teñido acudió mi encuentro. Susurró unos cuantos insultos cada vez que su equilibrio declinaba y la orden oscilaba en su regazo. Al alzar la vista, pude garantizar que nunca antes la había visto.
—Mierda —dijo cuando casi se le derrama café en la ropa—. ¿Tú eres la que entrega esta cosa, no?
Sus grandes ojos marrones me habían absorbido por un momento breve. Asentí con retardo.
—Bien. Pues entonces puedo regresar a mi puesto —me extendió el pedido como si ansiara deshacerse de él. Se volvió a Darcy y nos dedicó a ambas una sonrisa forzada—. Buen día.
Dicho eso, se ubicó de espaldas a la caja y retornó por el umbral.
Pestañeé un par de veces para dirigirle la misma mirada estupefacta a Darcy. Me aclare la
garganta haciendo entrega del pedido.
—¿Debería suponer que ella es…?
—¿No sabías? Han contratado a una nueva barrendera, luego del percance con Lena Astwood,
¿recuerdas? —comenzó a teclear en la caja registradora. Una difusa e inherente imagen sobre la mencionada mujer se vislumbró entre mis recuerdos—. A saber cómo se llama. Lo cierto es que ella y su cabello son extraños.
Por un corto periodo de tiempo, miré hacia el interior de la cocina. La castaña de mechas
californianas traspasaba el recinto con la misma torpeza con la que se encaminó anteriormente. El disgusto que cuelga de su rostro es manifiesto.
Fuera de ello, mi opinión va en dirección contraria: sus mechas multicolores son algo que me parece muy original y no un simple gesto de rebeldía.
—De acuerdo —dije sin sopesar mucho.
Al cabo de unos quince minutos, se estuvo dando inicio a mi último descanso. Eche la cabeza
al cielo y junté las manos como muestra de mi agradecimiento a Santa María Hwa Sa.
Abandoné mi puesto laboral, dejando a Darcy ejerciendo lo que mejor sabe. Me trasladé a un
sitio lo suficientemente aislado de los clientes y empleados, en la parte opuesta del Starbucks. Se
podía escuchar el bullicio de los cocineros tras de mí. Visto desde ese ángulo, no era un lugar
sereno, pero contaba con lejanía suficiente para despejarme en lo que a ocupación se refiere, ya
que mentalmente estoy terrible.
Las paredes son color crema. No hay muebles, por lo que tomo asiento a una esquina, apoyando la espalda en el yeso. Acaricié la tela de mis pantalones y saqué un teléfono. Con dos sacudidas, se encendió, atiborrando mi rostro de luz azul. Me lo llevé a la oreja.
—¿Aly?
Me aclaré la garganta antes de contestar.
—Sí... Hola, Nessa.
El ácido en mi estómago se amplificó. Nos resulta embarazoso hablar después de lo que le han hecho, sin añadir los inconvenientes que ello ha llevado. No puedo creer que su mejor amiga pudo decir aquellas mentiras sobre su familia y engañarla durante todo este tiempo, alejándola de sus planes y sumiéndola en graves situaciones que manejar. Y como guindilla a pastel, su ex contribuyó a empeorar la situación.
Quiero hacer todo lo que esté a mi alcance para echarle el hombro. No obstante, nuestra relación también se ha visto afectada. Tratamos de hablar a menudo y arreglar lo que podamos.
Ese silencio incómodo al hablar con quién sabes que está destruido mentalmente.
—¿Ya terminaste de trabajar?
—No —dije mirando el vidrio de la única ventana—. ¿Has avanzado en el proceso de mudanza al campus?
—Creo. Tengo que esperar a que me consigan una plaza, y ya sabes lo difícil que está eso.
Asentí. Desde hace un tiempo, Nessa ha estado hospedada en el apartamento de su hermano
mayor, quien recientemente acaba de llegar a la ciudad y, a mis conocimiento, no tenía ningún tipo de comunicación con ella hasta ahora —moría por saber por qué—. Sé que ella solo lo hace para alejarse de las personas que han destruido su vida, y estoy acorde al cien por ciento.
A pesar de ello, cuánto desearía poder ayudarla en todo: la mudanza, su ruptura amorosa, su curación personal y abandono precipitado del equipo de voleibol... Perder y recuperar nuestra amistad nunca fue un proceso tan arduo para ambas. Sin embargo, estoy dispuesta a aguardar a que asimile el proceso. Sé que necesitará mucho más tiempo para rearmar sus piezas y comenzar de cero. Y sé que, por ahora, no soy prioridad.
—Lo sé —dije en conjunto de una sonrisa triste—. Espero que puedas obtener piso pronto. Lo
mereces por haber sufrido tanto.
Pude sentir la culpa atacarme. No tenía pensado culminar la frase con aquello, por lo que esperaba que mis palabras no hubiesen agravado la situación, de por sí, muy embrollada.
Escuché cómo se aclaraba la garganta.
—Tranquila —dijo con carga latente—. Tienes razón.
La tensión entre nosotras es tan tangible como las paredes.
Deseo hablar extensamente con ella, contarle lo que sucede, preguntarle por su hermano,
vernos una sola vez…
Ojalá todo fuese como antes.
Tuve ese deseo impetuoso de prescindir de ese silencio a como diera lugar. Por lo que corté la
plática diciendo que mi descanso había acabado —está de más decir que no es cierto— y nos
despedimos entrecortadamente. Hecho el sonido de cuelgue, bajé el móvil con pesadez.
—¡Puta madre!
Que constase que había escuchado muchas palabrotas en mi vida, pero la rudeza en que lo
podía hacer una voz femenina, no.
Desplegué las piernas sobre el suelo para incorporarme. No había lugar que me demostrara de dónde provino. La alternativa más obvia fue asomarme por la ventana.
La barrendera de mechas multicolores se encuentra en el estacionamiento lanzándole una
patada a las llantas de un Audi rojo. Se podía leer su estado de ánimo en el rostro. Otro taco
precedía de su boca, y otro. Si yo tuviese una lengua como esa, desde cuándo me habrían
despedido.
—¡Eh! —llamé y, automáticamente, giró la cabeza hacia mí—. ¿Todo en orden?
—¿Cómo? —pareció repetir mis palabras mentalmente—. Eh, ¡sí! ¡No pasa nada!
Abrió una puerta del Audi y, luego de unos cuantos intentos, entró en él. A continuación, mis
oídos percibieron el ruido del motor tratando de encender. Y de nuevo. En ninguna de las dos
pruebas logró lo esperado.
—¡Mierda, maldición! —la voz de esa chica sobrepasa su estatura.
Junté todas mis fuerzas por reprimir una risa, aunque estuviera a varios metros de distancia para que pudiera oírme. Esperé a que saliera nuevamente del auto para gritarle.
—¿Segura de que no precisas de sufragio?
—¿Siempre usas palabras raras?
—sacudió sus mechas californianas.
—Mi léxico es extenso a veces.
Para mi suerte, mis palabras han dado en el clavo puesto que me dedica una gran sonrisa. Es
una lástima que esté muy apartada para saber si ha venido en lugar de una risa.
La sonrisa le dura poco, puesto que se da media vuelta y ve el auto. Suelta un profundo
suspiro. Me aclaro la garganta y aguardo unos segundos antes de añadir:
—¿Te importaría que te acompañe a donde necesites ir?
—Eh, no… Yo me las arreglo, pero muchas gracias —dijo sin mucha conformidad.
—¿De veras? Me da la impresión de que necesitas ir a un lugar apartado. Si lo requieres, puedes guardar el auto en mi garaje. Mi casa no queda tan lejos.
La castaña se tomó un minuto para reflexionar. Tanteó superficialmente la fachada de su auto y se volvió a mirarme.
—Te lo agradecería mucho.
Alcé las comisuras de mis labios.
Antes que nada, no resultó pan comido. Necesitamos la ayuda de varios empleados para poder
trasladar el coche deteriorado a mi casa. Eso sin añadir que franqueamos la autopista, corriendo el peligro de que un vehículo nos arremetiera en acto. Pese a ello, pudimos llevar el Audi sano y salvo a mi garaje y cumplir nuestro cometido.
Después de despedir a nuestros compañeros de trabajo tan generosos, ella y yo nos quedamos en el garaje. Mi madre debía estar durmiendo o realizando alguna diligencia porque había dejado la casa a solas. Por fin pudimos hablar sin gritos de por medio, y contemplé los colores de su cabello con más detenimiento.
—¿Hoy fue tu primer día de trabajo? —pregunté en cuanto me sentí segura.
—Sí. Si te soy sincera, lo necesitaba urgentemente. Cubrir mis gastos en la universidad es
importante para mí, y no quiero que mis padres sigan encargándose de eso.
—Te comprendo. Yo también asisto a la universidad —coloqué mis brazos en jarras detallando las florecillas del jardín—. Se siente extraño que, después de independizarte, tus padres sigan custodiando de ti.
—Tienes mucha razón —sonrió y se cruzó de brazos—. ¿Estudias Comunicación en la UT, no?
Abrí mucho los ojos.
—Sí. ¿Cómo es que lo sabes?
—Dones de superstición. A que no te has conseguido una chica así —golpeó mi pecho con el
dorso de la mano mientras pasa por mi lado—. Calma: solo estoy jugando. No me meto con la
brujería desde mi primera vez jugando la Ouija.
Cuánto habría agradecido por no haber sabido lo último.
Me quedé boquiabierta mientras ella se colocaba en cuclillas sobre el césped que, a esta hora,
debe estar gélido. Observó un girasol de tamaño reducido, bordeando los pétalos con los dedos.
Mis ojos enfocaron sus lindas curvas cuando se volvió a colocar de pie.
—¿Te llamas…? —dejó la frase a medias.
—Aly.
—Aly —coreó y se puso frente a mí—. Mi piso hará una fiesta esta noche. ¿Te gustaría venir
conmigo?
Sus manos se estrechan ligeramente sobre mis hombros. Miré su sonrisa llena de esperanza. Aún me resultaba raro el hecho de que adivinase mi carrera y mi lugar de estudios con tanta exactitud —si es que lo de la superstición era una broma—. No obstante, en aquella semana habían sucedido situaciones que, sin lugar a dudas, merecen salir de mi cabeza. Es decir, debo
desembrollarme, aunque las fiestas y yo no vamos de la mano.
«¿Por qué no?»
La espera se hacía latente entre nosotras, quedó manifestado cuando hizo una mueca de
impaciencia. Me apresuré a cambiar mi expresión meditabunda y mostrar una distinta.
—¿Y bien?
Cerré los ojos y los abrí. Su cabello cae agraciadamente sobre sus hombros.
—¿Te llamas?
—Eh, ¿Jade? —miró a ambas direcciones.
—Pues, Jade, déjame dar mi respuesta a tu invitación —daba un disimulado suspiro—: acepto.
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