El interés
En los asientos de descanso, procedí a desenvolver las vendas blancas de mis palmas. El vuelo me había agotado en muchos sentidos, y ello era la causa por la cual acudía de nuevo al gimnasio. Era mi guarida. Roer mis músculos en el saco sería la única labor que menoscabaría
la sensación solitaria a la que me he sumido las últimas horas.
Había muchos pendientes sin
resolver, y muchas propuestas con las que comenzar a trabajar para eliminar de una vez por todas esa oscuridad que ataca mi estado emocional e impide que encuentre solución a mis problemas matutinos.
Por lo que me hallaba cien por ciento preparada para comenzar el proceso… regresando a mi
zona de confort.
Luego de guardar las vendas en el bolso y marchar con él a recepción, se me vinieron a la
cabeza fragmentos de las palabras que Nessa había dicho en la heladería. Puede que hayan sido pequeñas señalaciones pero, luego de una reflexión, había descubierto que funcionarían como punto de partida para la recomposición emocional que ansiaba comenzar pronto.
Entre ellas, el hablar con mi madre. Cierto: su actitud nada condescendiente en el comedor de Gina me había afectado hondamente. Parte de mí no se hallaba muy a gusto aún con la sugerencia.
Fuera de ello, puesto que estaba lista para derrumbar murallas, parecía conveniente empezar por la que nos separaba a ambas. Poseía muchas preguntas, pero la de mayor importancia solo podía
plantarse cara cara a cara con ella.
Por si fuera poco, me ayudaría a comprender y quizás —solo quizás— consentir su elección
de introducir a los Hall en nuestras vidas.
Incluyendo a Joshua.
Aun no podía llamarle o mucho menos considerarle mi hermanastro. Era una denominación que no encajaba en mi cabeza, sin importar las veces que haga para aceptarlo.
O sacarle de mi cabeza.
O no recordar aquel beso que me dio en Nashville.
O las siguientes cosas que descubrí luego de ello.
Con los latidos desestabilizados, regresé los guantes oscuros y volví camino a la salida.
En el momento que me faltaban cuatro metros para pisar pavimento, advertí algo que cesó
todas pulsaciones en mi cuerpo. El aire me fue despojado. Mis movimientos se estancaron. El ruido precedente de los televisores y ventiladores que cuelgan de los techos fueron reemplazados por un punzante pitido que atestó mis tímpanos. Inclusive llegaba a sudar.
Me atolondré como si estuviese en presencia de un espanto. En realidad de alguien que había
dejado huella en mi cuerpo y me evocaría un recuerdo de sufrimiento cada vez que lo vería.
Una coronilla pelirroja se entreveía en medio de las puertas abiertas, cruzando a la derecha.
Sin percatarme del todo, había regresado a trompicones a aquella noche de fraternidad. Su
aliento viril en mi nuca, su nauseabunda lengua en mi clavícula. Su saliva chorreando dentro de la unión de mi escote o sus gordos dedos rompiendo cualquier límite existente en mi piel.
El ambiente se tornaba denso a los alrededores. Una serie de espasmos recorría cada una de
mis extremidades.
Experimentaba calor y un frío que entumecía cada zona de mi cabeza. Mis lagrimales se hicieron pesados nuevamente.
Firmemente, rechacé el bloqueo en mi interior. La dolencia era abundante y difícil de erradicar. No pbstante, no se lo dejaría tan sencillo a mi cuerpo y permitiría que blindara sus propias reacciones.
Era hora de anular toda sensación fustigadora en mi cuerpo, y eso incluía hacer frente a cada causa.
Inmediatamente me puse en marcha. No derrocharía más tiempo.
Lentamente, ubiqué cada
rastro de fuerza que tengo y lo envié a mi torrente sanguíneo. Mi pecho se contrajo. Combatí contra las lágrimas. Poco a poco, erigía un muro inmunizante a las costas de mi corazón y desgasté cada molécula de aire para blindarle.
Fue el modo en que me deshacía de la irrupción desde la raíz.
Y lo obtuve.
El pitido en mis oídos descendió de manera uniforme. Pude movilizar cada articulación sin opresión abrasiva de por medio.
Gradualmente, recuperé el sentido y mi orientación del sitio donde me localizaba. Las aspas de los ventiladores giraban ocasionando un sonido suave, hasta me había fijado en ellas y no en el tipejo que poseía adelante.
Se trataba de un sentimiento… infrecuente. Por poco se me olvidaba la misión inicial de ida.
Bajé la vista hacia el pelirrojo para corroborar la efectividad de mi método. Continuaba sintiendo un intenso dolor al mirarle, por lo que me mantendría lejos.
Sin embargo, éste no parecía notarme, ni prestarle atención a su alrededor. Poseía el entrecejo
bien fruncido. Sus gritos se hacían insonoros por los ventanales, y ello no reflejaba una actitud alegre que digamos. Jamás le había visto tan crispado, por lo que interesaba saber a quién le destinaba tanta ira.
En un momento dado, sus pies retomaron movilidad rumbo a la avenida. Se iba.
¿Por qué permanecí allí de pie? Era el depravado que intentaba darme el lote sin mi consentimiento en una fiesta. ¿Se encontraba razón alguna para que me importasen sus
conversaciones? De ningún modo…
Conversaciones.
Oh, cierto. Si mal no recordaba, su aparecimiento estelar se dio una noche en casa. Él era el
desconocido que recibía una entrega de Joshua. Aunque, Dios, ¿cuántos pelirrojos no habitan
en el país? No se trataba de la única malta en el desierto, era claro. Podría haber sido cualquier otro desconocido que comparte el mismo pigmento en sus vellos.
No era mi incumbencia. No me concernía. Por tanto, ¿qué había hecho?: pisarle los talones.
La curiosidad puede hacer que se realicen actos retorcidos.
De un momento a otro me hallé avanzando precipitadamente a unos cuatro metros del
pelirrojo, utilizando a los transeúntes que saturan la acera como artilugio de camuflaje. Si no fuese gracias al llamativo de sus rizos, con facilidad lo habría perdido de vista.
Estaba ida. ¿Y si ya se habrá dado cuenta de mi acecho? Con más destreza me llevaría a un callejón u otra área abandonada para concluir con lo que dio inicio en esa fiesta. Básicamente entraría a la boca del lobo por mi cuenta.
Abrí los ojos a los peligros a los que concienzudamente me exponía, pero ya no existía salida.
Los peatones se hacían más escasos a medida que nos alejábamos de las calles principales y virábamos totalmente a solas a un estacionamiento. Fue irónico que los vehículos tenían una cantidad reducida en la zona. Se resumían a unos cuantos pares dispersados por todo el terreno.
El sol se manifestaba sin mucha violencia en el asfaltado entretanto nos introducíamos a los laterales de los muros de ladrillo.
Disminuí la velocidad de mi marcha hasta situarme a unos doce metros de él, fuera del
parking. Parecía tener el celular enganchado a la oreja.
Pude haber dado media vuelta y haberme ahorrado pesares posteriores. La idea de espiarle era ridícula, y no comprendí cómo había llegado a brotar en mi mente. Y a pesar que el corazón me dolía de tanto bote en mi caja torácica, la voz del sujeto que vigilaba se hizo más clara.
—Demonios, que no he encontrado rastro de él. ¿Debería aclarártelo en otro idioma? —aguarda unos segundos de respuesta y agita los brazos en demasía—. Llevamos meses con
ese ridículo plan sin obtener frutos… ¿Podrías dejar de ser tan cabrón y decirles a los demás que
lo olviden? Esta búsqueda se está convirtiendo en un grano en el culo… Va. Que hagan lo que les
venga en gana.
Repentinamente, se volvió en mi dirección. Quedo de piedra.
Aprecié mi alma desintegrarse en un soplido. Las plantas de mis pies se dispusieron a prepararse para hacer el maratón de sus vidas.
Permanecí lo más helada que era posible. Fue cuando escuché el estruendo de su saliva contra el suelo caliente.
El pelirrojo enderezó su columna vertebral, descendió el brazo en que sostenía el móvil y,
con el dorso de ella, restregó su contraído e irascible rostro.
Mi sistema respiratorio no daba señales de función. Eché un leve vistazo a las bermudas que cubren sus piernas y el tono cobrizo que adopta su cabello en la exposición del sol.
En ese momento, no prestaba demasiada atención al
desarrollo en sus grupos musculares. Eran sus palabras las dueñas de mi atención. Y pese a ello, por más veces que las repitiese, no les hallaba el sentido. Aunque algo —a saber qué— me aseguraba que no eran ciertas del todo.
Un nuevo bufido irrumpió en sus labios. Elevó las palmas a nivel de los hombros y se las llevó
a la nuca, tensando de aquella manera los ligamentos de sus brazos. Eran gruesos, si bien no
mucho como los de Josh. Y precisamente, en el brazo que apunta hacia mí, su piel mostraba un rastro de tinta oscura.
Desde donde me hallaba se veía claramente su forma: el grabado de una pulcra serpiente cascabel.
De improviso, se guardó el teléfono en el bolsillo izquierdo y se dispuso a irse.
Fue cuando reactivé el estado preparatorio de mis pies y corrí.
Lo que me resultaba muy extraño era, mientras se iba, procuró cubrir el tatuaje lo mejor posible.
***
—¿Segura que lo quieres así…?
—Sí —utilicé el tono más cortante que pude—. No: no he reanudado la dieta libre en carbohidratos.
Mi madre parecía desear añadir comentarios. Optó por negar con la cabeza y encontrar un plato
con el que cubrir las reses y huevos que me había preparado como cena.
El ejercicio de ese mediodía, sumado a la carrera que hice luego, no me brindaron un
resultado provechoso. Con el batido de proteínas había apaciguado el apetito del resto del día. Por lo que quise finalizar el día de una vez.
Mis ojos se posaron en mi madre, quien tomaba el plato y se subía a un peldaño improvisado
para estirarse y almacenarlo en las platilleras de vidrio. Su mirada permanecía ambigua y apacible. Le había dedicado tiempo para decidir que no me vendría mal tener la plática con ella, aprovechando que Ewan y Joshua se retirarían mañana a la empresa para remitir papeleo a los proveedores.
Hacía una buena porción de tiempo que no compartíamos una tarde juntas, por lo que anhelé saber cómo transcurriría ello. Además, mis preguntas ya estaban organizadas y preparadas para dárselas.
¿Extrañaba pasar tiempo junto a ella? Puede ser posible. Los recuerdos de nuestras reuniones
femeninas eran pocos. Quién sabía, y puede que regresaramos al hábito de sentarnos a hablar
de mis estudios, preparando papitas con chocolate caseras y conversando deliberadamente.
Atesoraba aquellos momentos, y no me importaría traerles de nuevo al presente.
Si es posible que mis recelos hacia Ewan o sus decisiones no interfieren en ello.
Hecho el almacenaje, volví sobre mis talones, y, sin mediar
palabra, me dirijo hacia arriba.
Ewan —quien aún no puedo considerar padrastro— había emprendido la tarea de dormir para despertar por la mañana temprano. Así que, por ningún motivo, debía hacer ruido por la
escalera o el pasillo en el que se encuentran nuestras piezas.
Al acabar de contar peldaños, me encontré al principio de un pasadizo. Los laterales eran de larga extensión. El suelo de madera parecía ablandarse bajo mis pisadas.
Todas las paredes eran hechas de una gruesa ladrillera a vigas y recubiertas de pintura blanca. A
la derecha e izquierda, había cuatro puertas que daban a las oficinas de Ewan, unas escaleras que llevan al desván, las dos únicas habitaciones y, más al fondo, la del baño.
Mi pieza queda a unos pocos pies a la izquierda, justo al frente se situaba el lugar donde Ewan dormitaba. Con suma delicadeza, me descalcé los Reebook grises y les sujeté por las trenzas. Pasé en puntillas en dirección a la primera puerta. El piso se sentía frío a través de las medias de lana.
Así la perilla dando un leve empujón con el hombro derecho para abrir y entré.
Oh, mi pieza. Echaba de menos acurrucar mi cuerpo en el sitio que ahora, sin baño privado o ventana de metro y medio, tiene la impresión de ser oasis: ideal para dormir y olvidar el ajetreo de la semana.
Ansiosa por olvidar la noche de Navidad, me apresuro hacia mi cama. Fue agradable descansar un par de noches en una matrimonial, si bien ella no se tragó las lágrimas o me consoló de la manera que la de mi verdadera habitación hizo. Ninguna podría.
Tomo asiento cuidadosamente sobre las sábanas, como si desease disfrutar del retorno. Una sensación laxante embriaga mi cuerpo.
Lleno y vacío mis pulmones para dejarme tumbar a un costado. Permito que mis pestañas oculten mis ojos dentro de
una honda y serena oscuridad.
Fue a continuación, en una oscuridad solemne, que mis oídos percibieron algunos murmullos.
Pronto salí de mi hipnosis. Cabeceaé sin ponerle ni una chispa de cuidado a las
voces. Intenté retomar el sueño. Quizás no eran más que producto de mi propia imaginación.
Mi madre era la única en la planta baja, y cuando miraba sus telenovelas guardaba silencio. Por lo tanto, era innegable que la pieza se sumiera cada noche en una crítica calma.
Al percatarme que eran sonidos reales, me espabilé. Despegaba mi cuerpo del colchón entretanto echaba un vistazo a mis alrededores, que no eran más allá de una penumbra.
Medio dormida, fui hacia la ventana. El viento era suave barullo sobre los edificios de la ciudad. A su vez, éste soplaba sobre algunas de las ondas de mi rostro. Posé mis dedos sobre el borde inferior del marco,
inclinándome sutilmente hacia adelante, y con la vista clavada en el pavimento.
La Moonlight casualmente se encontraba encendida, lo que dejaba una amplia luminiscencia
cerca de mi vivienda. No fue sorpresa vislumbrar a Joshua nuevamente en las calles.
Entorné la mirada. Llevaba de nuevo ese sweater universitario. Su cabeza castaña oscura era cubierta por la capucha y miraba a todas direcciones.
Lamenté no haberme asomado más temprano. Quizás el pelirrojo con el que concierta había ido menos cubierto.
Un auto circuló a su frente y él tomó prisa para cruzar. ¿Qué oculta tras estos encuentros, eh? ¿Por qué debe entregar cosas a ese pelirrojo? Joshua tampoco es que sea de hablar demasiado. Y si estos eventos ocurren a medianoche, a hurtadillas de todos, era claro que era un asunto que no le agradaría que se diera a conocer.
Sin embargo, percibí una intensa expectativa. Resolver aquella
incógnita me sentaría mejor que ganar un record guinness.
Sin advertirlo, me quedé frente a la ventana, ahondando en el misterio, tanto que Joshua emergió enfrente de mí y los latidos de mi corazón fueron interrumpidos.
Ninguno pudo articular palabra. Mis ojos vagaron por su formulado cuerpo bajo la
luz de las estrellas. La lana se le ajustaba lo justo por los brazos y abdomen, y me fue imposible
no mirarle sin ni una medida o precaución por debajo de los pectorales, donde se escondía un
Bevo inescrutable.
Todo ensamblaba: su cuerpo doblegado, el modo en que los músculos se le tensaban aferrados al marco. No me había percatado de la mirada malhumorada en su rostro.
Pasé de sentir deleite a un profundo pavor. Me hice a un lado con toda la velocidad que poseía, tropezando un poco en el proceso. Por supuesto, a él no le valió. De un brinco, acabó de entrar a la habitación y quedamos más cerca.
Su mirada estaba plagada de odio, y me pregunto si de esa
manera los asesinos miran a sus víctimas antes de aniquilarlas.
Hice todo a mi alcance por colocar la mayor distancia entre nosotros. Los metros que
constituían la pieza no me daban mucha ayuda.
Attrapé un extremo de la mesilla de noche que resbaló repentinamente, por lo que me apresuré a regresarla al sitio. Su color de ojos era tan atrapante que no podía evadirlo.
—¿Qué hacías aquí? —reclamó con puñales en la voz.
La cera es oscura en comparación a mi piel.
«Soy chica muerta.»
«¿Por qué no me pude quedar en la cama?».
Por un momento, no podía dar más que balbuceos.
—Oí un ruido.
Su risa fue cruda.
—Y pretendes que me lo crea.
—Da igual. Allí estarás tú con a tus asuntos sin relevancia.
Ni siquiera me dio tiempo de pensar en volver al colchón. Sus manos se asieron a un
costado de mi abdomen y el mundo se contuvo.
—Ni lo pienses.
Santa María Hwa Sa, líbrame de las llamas del infierno y ampárame en tus curvas.
El frígido en sus dedos, y en su aura en general, era paralizante. . El mero e insignificante roce de su piel generaba un estallido nuclear en mi interior, fundando una barrera para pensar en algo más.
Todo su cuerpo era un glaciar que divulgaba peligro.
El ritmo cardíaco me aumentó. Suprimí los impulsos de engancharme a su cuello y entrar a las profundidades
de su toque y su seductor temperamento.
Su cuerpo se acercó dominante, sofocando los escasos centímetros que nos separaban. De pronto, las yemas de sus dedos se adentraron a mi abdomen en un roce que me erizó la piel. Se movieron lentamente en ascensión desde mi ombligo, acariciando los imperceptibles vellos de mi dermis, curveando cada costilla por encima de la tela de mi
franela.
El corazón me saltaba a punto de librarse de mi pecho. Percibí su aliento sorpresivamente caliente sobre mi mejilla.
Sus dedos flamantes apagaron cada órgano vital. Con aquel gesto, deseché toda clase de razonamiento.
—No te atrevas a mentir, Alyssa Lauper —Sentí sus labios en mi sien.
Se podría decir que sus palabras aniquilaron el fuego corporal que combatía para salir a flote de mí. No obstante, estaba lejos de llegar a eso.
Por obligación, alcé la vista a sus ojos. Toda capacidad de discreción desapareció. En su iris se hallaba aquel brillo que tenían en Nochebuena.
¿Existía la posibilidad de que recordase lo que aconteció esa noche?
Solté un soplido. El cosquilleo en mi estómago no lo causaba el contacto de sus dedos o su voz. Se debía a algo más intenso. Algo que, quizás, no había manera que él viera.
Inclinándome un poco, susurré a su oído.
—Jamás te he mentido, hermanastro.
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