El desconsuelo
—¿Y ese tatuaje qué, Hall?
Chelsea devolvió su copa a la mesa después de señalarlo. Todos teníamos los ojos puestos sobre el chico de pelo negro que había aparecido repentinamente en nuestra salida grupal. Él se miró el bíceps como si hubo metido la pata al dejar esa obra abstracta a la vista de la humanidad. Se cruzó de brazos con cierto nerviosismo que solo yo parecí percibir.
—Es una chiquillada —es lo único que dijo al respecto.
La aspereza en sus palabras era importuna.
El semestre había empezado. Estaba haciendo amistad con Sun Hee, la chica de fisonomías
orientales que sería mi compañera de piso. Ella deseaba que yo me incluyera en su círculo de amistades, donde había personas que, en su mayoría, también tenían domicilio en nuestro piso. Aquella noche me costaba socializar con dichas personas pues aún no encontraba el momento adecuado para meterme de lleno en su amenizada conversación.
Para liar las cosas, había dado por aparecer el hijo del nuevo marido de mi madre. Daba la
casualidad que concertábamos en el mismo café que él acostumbraba frecuentar con sus
amistades por asuntos académicos... y un tanto recreativos. Inclusive ese preciso momento acababa de desacoplarse de la mesa donde compartía junto a la mitad de su hermandad para conversar con nosotras.
Joshua era un chico introvertido. Demasiado para mi gusto. Había tenido la oportunidad de
conocerlo con anterioridad, en una reunión de negocios. En realidad, no se trataba de una mera reunión, como cualquier persona de lenguaje coloquial diría. Las parejas de mi madre se
distinguían por haber levantado un impetuoso imperio en el sector empresarial. Y como estos se ocupaban de contar sus ganancias millonarias diariamente, no contaban con tiempo suficiente, por lo que nos invitaban a mí y a mi madre a comités que ellos dirigían para, de ese modo, conocernos mejor. O bien, lo que mejor describiría, llevar a cabo un intento de persuasión, en el que ellos hacían provecho de todas sus posesiones y recursos materiales para seducción de mi madre.
En dicha reunión, llegaba a pensar que el sujeto contaba con algún síndrome antisocial o
alguno de sus derivados. Evadía constantemente las preguntas que le hacía mi madre, y si
contestaba, lo hacía de la forma más abreviada y hastía posible.
No sabía por qué, pero me llamaba muchísimo la atención… Es decir, su manera desabrida
de tratar con la gente no debía ser causada por mera personalidad, ello estaba claro: había una razón, y estaba resuelta a descubrirla.
A partir de ese misterio germinaron otras preguntas sobre él. Por ejemplo, ¿qué significado poseía aquel tatuaje? Era la misma pregunta que las chicas a mi alrededor se formulaban, por más que se esforzasen en disimular su intriga.
Una vez, en nuestra recámara, no había podido reprimirme y me había resuelto en mencionarle de una vez por todas aquella pasión desbandada que sentía por su brazo cubierto de tinta. Estaba tan al borde del interés que suprimí la distancia que había entre nuestros cuerpos posando los dedos sobre su piel, recorriendo el camino de los esbozos neutros.
Fue la vez con más proximidad que compartíamos.
Pese al talento excelente que tenía él para cohibir sus emociones, juraba que lo había sentido temblar. No sabía si se debía a mi indiscreto toque o porque el tema resultaba muy privativo para él.
En ese momento, nuestras vistas atinaban. Percibía en su rostro algo más que la fachada de
gravedad que conservaba continuamente.
Le dije:
“—Si no lo deseas, no tienes por qué sentirte obligado a responderme.”
De golpe, desvió los ojos de mí y contestó “no quiero” con una entonación más blanda de lo
normal.
Ese afán por saber qué ocultaba su tatuaje no hacía más que acrecentarse con el tiempo. No
solo porque podía ver a Joshua Hall todos los fines de semana, sino porque, tres veces a la
semana, lo volvía a ver cuando partíamos a hacer ejercicio en el mismo gimnasio a la misma
hora.
Cada vez que lo veía transpirando, realizando deberes, conversando con su padre o conduciendo en su ostentoso Honda camino a la universidad, sentía un hormigueo solemne en mi
pecho.
Me daba cuenta de las millaradas de secretos que reservaba, del estremecimiento que apreciaba a menudo cuando me rozaba la piel, cuando accidentalmente nuestras miradas colisionaban en un choque electrizante y enseguida se estancaba el mundo… Estaba segura: él
era consciente de ello.
Entonces lo veía nuevamente, a ese grabado en su dermis que, a simple vista, no era sencillo
de comprender. Estaba a dos personas de distancia de su cuerpo, pero recorría lo poco que
alcanzaba mi vista con esmero. Ese reconocido hormigueo se enviaba directamente a mi vientre y procedía a apreciar punzadas.
Joshua se había dado cuenta. Me miraba de la misma manera, empeorando el efecto irracional que poseía sobre mí.
Fue cuando por primera vez empezaba a sentir un hormigueo frecuente al mirarle. Cuando
por primera vez oía a mis amigas llamarle Glaciar y comenzar a hacerlo cada vez que rozaban
tema referente a él... Y fue cuando por primera vez, le veía elevar las comisuras de sus gruesos labios en lo que procuraba ser una sonrisa.
A la hora de la cena, no contaba con ganas de seguir combatiendo. Lidiar con la llegaba de Ewan y su hijo ya merecía gran tiempo para asimilar. Ahora que sus cosas rellenaban todo por donde se miraba, se avecinaba el momento más tétrico del día y del que yo no quería participar.
Mi madre afoptó una postura de fiereza cuando apareció su nuevo novio, y olfateé que no me quería ver faltando a la cena familiar.
Sin exageración de por medio, sentía que era una rea aprisionada en su propia vivienda.
La casa contaba con lo siguiente: dos alcobas y dos baños, entre ellos, uno privado. Desgraciadamente, mi habitación no cuenta con el baño privado. El principal ya era mío desde la
iniciación. Pero ahora que iba a descansar junto a Joshua, íbamos a compartir todo, sin excepción
de "mi" baño, el principal.
Relaté que no soy mujer de engalanarse, pero en cuanto entré al baño, me puse la meta de
permanecer dentro todo el tiempo que fuese posible. Para ello, cargué mi armamento de todos los cosméticos de maquillaje Revlon, ropa para cambiarme, shampoo y jabón extras y mucha, mucha
paciencia. Aunque si me repetía que afuera me espera una cena monótona, ya se me quitan las
ganas de salir.
Me desvestí con una lentitud exasperante pero que a mí me generaba una sensacón liberadora. Más tarde, me situé bajo el agua temperada, enjabonándome a conciencia y con la esperanza de que Joshua y su padre saliesen de mi mente.
El baño se atestó de un suave olor a esencias aromáticas. Hice espuma el shampoo entre mis
dedos antes de llevarlo a mi cabello y llenar cada hebra de él. Acababa de alcanzar un punto
éxtasis de no retorno. Nunca hube disfrutado un baño tanto como ese, quizás porque el objetivo era olvidarme de todo.
En mi mente resurgieron acontecimientos del pasado. Acontecimientos buenos, los cuales no había manera que me molesten.
El agua caliente, mis músculos relajados, la fragancia del gel y crema de afeitar que hicieron
magia bajo de mis fosas nasales…
La crema de afeitar.
Inhalé profundamente. ¿Cómo ha llegado aquel olor a mi baño?
«La crema de afeitar.»
Mi corazón pasó de un estado errático a paralizarse completamente. Me sentí empujada de un precipicio, en medio del aire, y a punto de estrellarme contra el suelo.
Los recuerdos que antes recomponían mi estado mental, se esfumaron. Finalmente, lo
recuerdo: ese evento clavado a mi memoria y del cual no me puedo librar.
Mis párpados decaen. Una oscuridad como la de aquella noche queda través de ellos. Me
siento pequeña, inútil, apreciando esa sensación de querer gritar y no poder soltar nada.
Eres hermosa…
En mi cuerpo se hallan unas garras que segregan humo, calcinando la sensible piel de mis
brazos, mis muslos…
Perfecta…
Los ojos me escuecen. Estoy a merced de aquellas garras que hoy día protagonizan mis
pesadillas.
Divina…
Las garras han adquirido filo. Se me clavan en la piel. El agua arrastra la sangre que sale de mi
piel a borbotones, junto con las lágrimas de mis ojos.
Como si fuera un milagro, consigo dar un grito tan veraz que hace eco en los muros.
Posteriormente, las aguas vuelven a su cauce. El ardor se ha aplacado. Me toma un tiempo ver que en realidad no hay sangre, ni lágrimas, ni alguna señal de que lo que haya pasado fuese real. Todo ha sido producto de mi mente.
El agua y la espuma siguen acariciando mi piel. Instintivamente, llevo una mano a mi acelerado corazón.
«Ya ha pasado.»
Niego a seguir con esta sensación claustrofóbica. Mando a paseo el plan de quedarme en el baño. En su lugar, desearía estar en esa cena familiar. Prefiero estar en cualquier lugar del mundo… que no sea aquí.
A toda máquina, y con la vista borrosa, me saco la espuma. Cierro el grifo, el agua deja de
salir automáticamente de la regadera y saco los pies de la ducha. Sigo repitiéndome que ha pasado, ya ocurrió. Lo hago tantas veces como sea posible.
Deslizo los jeans sobre mis muslos, la blusa sobre mi cabeza y me escurro el cabello. Formo
una bola con mi ropa sucia y la pongo debajo de un brazo antes de irme.
No se cómo a los ingenieros que construyeron esta casa les pareció justo colocar el único baño al fondo de un pasillo de quince metros. Emerjo de la pared y miro hacia el umbral que acaba a la izquierda, en el inicio de unas escaleras negras y elegantes. A sus costados había dos paredes, y al final de la derecha, se hallaba la puerta de mi pieza, bien apartada de mi sitio.
Elevo una plegaria para no cruzarme con nadie en el trayecto. Supongo que todos han dado por sentada mi falta e iniciaron la maravillosa cena.
Piso lo más insonoramente que puedan mis pantuflas hacia mi habitación, y me detengo en seco.
Mi madre se ha plantado delante de mí. Sus pendientes eran tres veces el tamaño de sus orejas.
Llevaba una camisa de mangas cortas y pantalones acampanados de seda. El rímel en sus pestañas era excesivo; requería de unas buenas clases de automaquillaje.
—Aly —utilizó esa cara de pocos amigos que he soportado desde el inicio del día—, ¿adónde
te habías metido? Llevo bastante tiempo llamándote desde el comedor y ni señales de vida…
—No me apetece comer.
Quedó patidifusa.
—¿Qué? —Hizo un gesto de no haber entendido—. Hija, ¿qué ha…?
—No me apetece comer —repetí con más insistencia—. Tengo el sueño pesado. No podré cenar
hoy con ustedes, lo lamento.
Una persona normal no habría entendido lo que dije por la rapidez en la que hablo, pero mi
madre lleva dieciocho años escuchando la misma velocidad.
Menea la cabeza para buscar algo en mí que le explique mi comportamiento.
Reprimí lo que venía siendo un sollozo, ese fue el sonido que explicó exactamente lo que ocurre. Baja la vista y deja esa ridícula entonación gruñona.
—Comprendo —no me mira. Sabe que prefiero que no me vea a los ojos—. ¿Te apetece que
te sirva la cena y la lleve a tu cama?
Negué.
—Es mejor que te ahorres el plato. No insistas, por favor.
El llanto me pone afónica. Ella se percata de la alteración a la que he llegado. Me da permiso
de volver a mi alcoba sin exigir explicaciones que lo imposibiliten. Agradezco que lo haya hecho.
Subí los peldaños evitando asomarme al comedor. La sangre hierve por mis venas. Siento que
untaron el piso con aceite y, por ende, me cuesta dar un paso.
Después de lo que pareció una eternidad, llego a mi destino, si bien no muy sana ni salva. He
cerrado la puerta tras de mí. Miro a todas direcciones con las manos en la cabeza. Todo da
vueltas. De alguna manera, consigo dar con mi cama. Oh, mi cama. Me lanzo sin pensarlo dos
veces colocándome en posición fetal.
La oscuridad se hace gorda conforme pasan los segundos.
Nuevamente, me siento en esa misma noche. Maldición. Aprieto los bordes de la sábana, ejerciendo más fuerza de la necesaria, y me cubro con ella.
En un momento dado, me cuesta mantener los ojos abiertos. Intenté varias veces imaginar que me encuentro en otro sitio, sin garras, y con Richard a mi lado. Sólo así consigo caer en brazos de Morfeo.
***
Un golpe.
Ese es el sonido que me extrae de mi sueño nocturno. Desconozco el tiempo que llevo dormida y las horas que deben ser. Los grados han descendido formidablemente.
El cielo ha cambiado de esa tonalidad púrpura a negra. Deben ser altas horas de la madrugada.
Paso de volver a dormir ya que sin dudas hay algo que me despertó. Trato de echar una mirada a mi alrededor.
Llevo las manos hechas puño a mis ojos y los restriego, a ver si con ello mejora mi vista nocturna. Empujo las sábanas fuera de mis pies. Mi equilibrio falla al sentarme. Hinco los pies sobre la superficie de madera. No deseo hallar mis pantuflas y voy directamente a la ventana. Las cortinas se mecen suavemente por los suspiros de la brisa. No recuerdo que la haya dejado abierta, aunque tampoco recuerdo haberle puesto cuidado antes de dormir.
El que pretendió cerrar la ventana no lo hizo totalmente. Estar en la segunda planta me saca ventaja para la vista. La calle está tenebrosamente desierta, pero no del todo.
Diviso el jardín delantero de la casa. Una cerca fracciona la acera del asfalto, y sobre el asfalto
se localizan dos personas. No sé quiénes son ni qué hablan pues apenas los escucho. A mi
parecer, llevan bastante tiempo dialogando. Se dirigen unas últimas palabras antes de asentir e irse en direcciones contrarias.
Alzo una ceja. Dos desconocidos conversando a estas horas, en plena vía. Suena demasiado
sospechoso para mi gusto. No me quiero ver involucrada de ninguna manera en ello y me
apresuro a volver a mi cama.
La calentura del colchón me recibe con los brazos abiertos. Despliego las piernas sobre las
sábanas, esta vez, sin acurrucarme debajo de ella, y me preparo para sumirme en otro plácido sueño.
El mismo golpe resuena en mis oídos.
Sin ganas, giro la cabeza. Por un instante no percibo nada, salvo las cortinas que se mueven
inclementemente. La ventana está abierta de par en par.
Mi corazón se dispara como si se pulsara un botón. Las malas ideas se hacen cargo de mi mente. Me voy preparando para lo peor cuando alguien salta de la ventana.
Gritar no es mi primera opción hasta asegurarme que no sea lo que imagino. Mis ojos escrutan
la silueta que pasan sus largas piernas a la estancia. Se baja la capucha y suelta un profundo
suspiro, lanzándola al bote de ropa sucia. La luna ilumina el escudo de la Universidad de Texas en ella.
Espabilo. Solo alguien tendría ese horrendo sweater y, sin importar eso, le quede guapísimo.
El mismo tipo cierra la ventana asegurándose de no hacer el más mínimo sonido. Pasa una mano por su cabello. Monta las piernas sobre la cama del extremo opuesto y se tiende sobre ella.
Resisto el impulso de llevarme una mano a la boca.
Joshua acaba de salir y entrar de un segundo piso. Y no solo eso: ha compartido una plática con un total desconocido bajo la oscuridad de la noche. Ha sido él, no doy lugar a dudas. Y la única frase que tengo al respecto es ¿por qué?
Reprimo un bostezo. A pesar de la opacidad y del sueño que tengo, he conseguido algo. Una pieza importante que queda presente en mi memoria:
El sujeto con el que Josh estaba hablando tenía cierta particularidad que ni el alba ni la oscuridad pudieron ocultar: el cabello rojizo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top