Capítulo 9
Eric preparó una deliciosa comida para Amy, aunque sencilla, para no perder tiempo de estar con ella. Los fetuccinis estuvieron en su punto, una vez que él los pusiera al horno para que gratinaran las distintas capas de queso. La salsa tenía algún secreto, pero el chef no quería revelarlo: el aroma que poseía, las especias picadas de manera pequeña, y su delicioso sabor, la hacían merecedora de los mejores calificativos.
Amy quedó encantada con la cena. Abrieron la botella de vino, y tomaron la mitad. El postre fue una tarta fría que Eric había comprado el día antes, cuando fue al supermercado en busca de los chocolates.
Cuando concluyeron, se acomodaron en el diván de la sala y encendieron la tele para ver una película, aunque fueron más los besos que compartieron que la atención que le prestaron al filme. La copa que habían llevado se fue vaciando, y Amy se sentía en las nubes, no sabía si por el vino o por aquellos besos que la volvían loca.
Eric la abrazó, acarició cada centímetro de su cuerpo y la besó apasionadamente, bajo las tenues luces de la sala. Amy se recostó en el sofá, mientras él descendía por su cuerpo, recuperando todo el tiempo que habían perdido.
Amy lo detuvo un instante, pues sintió que algo la molestaba en el brazo izquierdo. Introdujo la mano y extrajo de la hendidura entre el cojín y sofá, una pulsera de metal.
—Debe ser de Simone —le dijo la chica tomándola en sus manos, pero al apreciarla mejor, se percató de que era una pulsera médica, que indicaba que el propietario padecía una enfermedad—. No sabía que tu hermana fuera diabética —comentó después, viendo aún el grabado de la prenda.
Eric frunció el ceño, la examinó y luego la colocó encima de la mesa de centro.
—Se la devolveré —fue su respuesta.
Amy no le dio mucha importancia al asunto, y continuó besándolo. La noche era suya, y su felicidad no podía ensombrecerse con nada.
Eran casi las doce de la noche y continuaban todavía en el sofá, luego de haberse amado apasionadamente.
—¡Qué bueno que Simone no está! —rio Amy, abrazada a Eric.
—Lo mismo digo, mi amor —depositó un suave beso en su mejilla—, aunque en lo adelante, tendrás que invitarme a tu casa.
—Está bien. ¿Cuándo volveremos a Winterthur? —le preguntó—. Ya sé que durante el ensayo debes mostrarte muy profesional, pero aquí somos libres.
—Es cierto, pero también puedes quedarte en mi casa en Zúrich. De hecho, sería maravilloso que te mudaras para allá los días del ensayo. Ya nos las arreglaremos para no llamar demasiado la atención al llegar a la Universidad. Por cierto, ¿en dónde te estás quedando por ahora?
—En casa de una amiga. Mi mejor amiga de la Universidad —le contó.
—Me parece bien, pero no será por mucho tiempo.
—No pretenderás que me mude el lunes, ¿o sí? —Amy estaba asombrada con los planes de él y el deseo que manifestaba de estar a su lado.
—El lunes no, porque no estaré en el país. Lamento no habértelo dicho antes, pero mañana en la tarde viajo a Múnich para un Congreso muy importante. Me han invitado a dar una conferencia.
—¡Eso es genial, Eric! —exclamó ella—. Te echaré mucho de menos esta semana, cuando esté en el instituto y sepa que no me toparé contigo en los pasillos. ¿Cuándo regresas?
—El jueves en la noche —informó—. Pasaremos el fin de semana juntos en tu casa y haremos los preparativos para que conozcas mi departamento.
Amy le sonrió y se acercó más a él para darle un beso. Estaba completamente enamorada de él, y no podía esperar a que regresara para volver a estar juntos. Cuando el beso concluyó, Eric la llevó en brazos hasta su habitación de adolescente, dispuesto a satisfacer una fantasía que durante mucho tiempo había albergado: dormir con ella.
Una vez arriba, Eric se dirigió al armario y extrajo de un cajón la camiseta gris con el logo del Instituto Técnico de Massachussets. Le brillaban los ojos al dársela, pues al fin podía entregar un regalo que había comprado mucho tiempo atrás especialmente para ella.
—¿Qué te parece?
—Me parece genial —contestó Amy sonriendo—, sobre todo el hecho de que la hayas guardado por todo este tiempo y lavado para mí —todavía olía a lavanda, el suavizante favorito del investigador.
—Soy todo un partido. Lavo, cocino, —rio, mientras se acercaba a ella—, y otras cosas que irás descubriendo con el tiempo, cuando vivamos juntos.
—Me estás convenciendo —ella lo abrazó.
Eric aprovechó para despojarla del vestido y ponerle él mismo la camiseta.
—Te queda estupenda, amor mío.
—Perfecta.
Eric le prestó también un bóxer suyo, completando así un magnífico atuendo para pasar la noche.
Amanecieron juntos, abrazados. La cama era pequeña, pero eso no importaba en lo más mínimo. Eric la ayudó a colocarse su prótesis, y luego desayunaron juntos. No podían disfrutar de todo el domingo pues él debía regresar a Zúrich, preparar su maletín para el viaje, copiar la conferencia y tomar otras providencias antes de viajar en la noche.
—¿Vas solo a Múnich? —le preguntó Amy, terminando de desayunar.
—Voy con Mayla —le respondió él con naturalidad—, ya que su tema de doctorado está muy relacionado con uno de los ejes centrales del Congreso. Además, quiero presentarla con un doctor muy importante, que le brindará asesoría en su investigación.
Amy asintió, no dijo nada más. Se sentía mal por la pizca de celos que experimentó al saberlo, pero intentó no dejarse dominar por aquel sentir irracional. No tenía motivo alguno para dudar de Eric, quien le había demostrado su amor de mil maneras.
Recogieron sus pertenencias, y Amy notó que Eric tomaba la manilla metálica de la mesita de centro.
—¿Verás a tu hermana en Zúrich? —le preguntó la joven.
—Eso pienso, antes de marcharme. Tenemos que hablar de varios asuntos —contestó él, con el semblante algo más serio y colocando en el bolsillo de su pantalón la prenda.
Eric sacó su auto del garaje y dejó a Amy en su casa. Se despidieron con un largo beso, y él le aseguró que se verían muy pronto.
—Te daré mi número de teléfono, creo que aún no lo tienes —repuso él.
—Te echaré de menos…
—Pensaré en ti todos los días, y te pido que hagas lo mismo.
—Eso no tienes que pedírmelo —respondió—, es inevitable pensar en ti. Éxitos en tu conferencia y buen viaje.
—Gracias, mi amor, que todo vaya bien en el ensayo —la abrazó por última vez y la dejó marchar.
La soledad no siempre es buena consejera, y no lo fue para Amy quien, luego de disfrutar de un largo baño en su hogar, extrajo del librero de su salón principal, el anuario del último año del instituto. Recordar no era lo mejor, pero no pudo controlarse.
Abrió la sección de la foto del graduado. Vio a Eric, y suspiró. En esa época ya estaban separados, y fue un tiempo sumamente difícil para ella. Continuó mirando otras de sus compañeros y encontró la de William Weber, el capitán del equipo de fútbol que tanto daño les había hecho.
Weber rivalizaba con Eric, a quien envidiaba, además era un chico de malos sentimientos y un abusador. Fue quien primero comenzó a llamar a Amy “naranja mecánica” o “Ojoloco Moody”, como el personaje de Harry Potter que tenía una prótesis de pierna. Aquellos episodios llevaron a que más personas se burlaran de ella y de su relación, guiados por lo que Weber inició.
Eric se peleó varias veces con el chico, por lo que fue suspendido en muchas ocasiones y finalmente expulsado del equipo. Weber fue muy inteligente al solo ofender sin agredir, logrando que fuera Eric quien asestara el primer golpe. Aunque Weber también fue castigado, jamás su sanción se comparó a la de Eric, quien se llevó la peor parte.
A partir de ese momento, Amy advirtió que las cosas ya no fueron las mismas. Eric le aseguró que todo estaba bien y que incluso se alegraba de haberse marchado del equipo, para concentrarse en lo verdaderamente importante para él: la ciencia. Sin embargo, Amy sabía que eso no era del todo cierto y que se hallaba sumamente triste por haber dejado el equipo.
De cierta forma, Amy se consideraba responsable, y aunque no se lo dijo, estaba apenada de que su aspecto físico y las burlas, lo perjudicara así.
Eric comenzó a avergonzarse de ella, pues en el colegio ya no la tomaba
de las manos ni propiciaba muestras de cariño en público. Cuando Amy le preguntaba, decía que quería evitar habladurías y dejar de ser el centro de atención por un tiempo. Pretendía protegerla, pero con su actitud la hacía sentir peor, pensando que él se arrepentía de estar con ella.
Por eso cuando hablaba con Christine, su paciente, se veía a sí misma con todas las inseguridades que tuvo en su adolescencia. Algunas de ellas todavía subsistían, por más esfuerzo que pusiera de su parte.
La actitud del amigo de Christine le recordó a Eric, y la explicación que él le dio, se parecía mucho a la que el propio Eric le daba a ella: quería evitarle un mal momento. Sin embargo, conductas de ese tipo generan con frecuencia el efecto contrario, desatando ese sentir de inferioridad e insuficiencia que a veces asalta a las personas que enfrentan una discapacidad.
Amy continuó mirando las fotos; cerca de la suya estaba la de Astrid Kohler, una hermosa chica de cabellera dorada y ojos grises que era una de las más populares de ese curso. Con ella, Eric la había traicionado. Aunque él lo negara, Amy tenía motivos para pensar que sí lo había hecho. Tal vez fue por la presión social; quizás fuese por sexo o por el deseo de estar con una mujer que no estuviese rota como ella.
Estaban en casa de Amy; Elizabeth había ido al supermercado a comprar provisiones, y ellos estaban haciendo la tarea, que era de Ciencias esta vez. Debían hacer un ensayo sobre algún Premio Nóbel de Física y para ello Eric había sacado un libro de la biblioteca.
—Iré al baño un momento —anunció él, levantándose de la mesa.
—¿Trajiste el libro?
—Sí, está en mi mochila, puedes tomarlo —le dijo Eric antes de desaparecer.
Amy abrió la mochila del muchacho y encontró el libro, pero también una carta sin abrir. Le llamó la atención los dibujos de corazones rojos, y la caligrafía que por fuera anunciaba: “Para Eric”. El corazón le dio un vuelco cuando la tomó en sus manos. No se atrevió a abrirla, pero la dejó sobre la mesa, al lado del libro.
Eric salió del baño, despreocupado, sin saber lo que sucedía. Se quedó pasmado cuando vio el sobre y la expresión de Amy. No estaba molesta, más bien sorprendida y decepcionada.
—¿Qué es eso? —le preguntó con voz queda.
—Por favor, no es lo que piensas… —él se acercó, cauteloso.
—Entonces sabes lo que es, y aún así me permitiste que abriera tu mochila para que lo encontrara. ¿Qué pretendes? ¿Dejarme?
Eric le tomó las manos y la miró a los ojos. Le juró que la quería y que eso no era así.
—No sabía que estaba ahí. ¿Me crees tan desalmado de hacerte pasar por un momento como ese? Amy, lo pusieron en mi mochila sin que me diera cuenta. No lo sé… Sin embargo, te confieso que no es la primera que recibo.
—¿Hay más? —Amy estaba desconcertada.
—Sí, la primera la leí, por curiosidad. Me las dejaban en mi pupitre en la clase de Matemática, en donde no coincidimos. Al parecer, la persona en cuestión cambió de estrategia y la colocó allí, probablemente para causar un disgusto entre nosotros.
—¿Y qué has hecho con las otras?
—Las he devuelto, sin abrir, a su remitente —confesó.
—Entonces sabes quién es… —murmuró.
—Sí ––le confirmó.
—¿Quién es? —Amy tenía el corazón en un hilo.
—Preferiría no decírtelo, porque este asunto no tiene la menor importancia para mí. Te quiero y nadie puede cambiar eso. Tienes que confiar en mí.
—Confío en ti, y también te quiero, pero no puedo volver a la escuela mirando a cada chica y sospechando de ella… Si no quieres que me vuelva loca, por favor, dime.
Eric vaciló por un instante, pero luego se percató de que ella tenía razón y de que le haría más daño ocultándole la identidad de la muchacha de las cartas.
—Es Astrid Kohler —dijo al fin.
Amy se cubrió el rostro con las manos, abrumada. En su mente no podía competir con Astrid Kohler, que era preciosa, popular y tenía dos piernas.
—Amy… —Eric le tomó las manos con cuidado y la obligó a mirarlo a los ojos—. No me interesa Astrid, te lo aseguro. Solo me interesas tú. No quiero que esto te perturbe. Por eso no te lo había dicho…
—Ahora entiendo por qué ella y sus amigas se ríen últimamente de mí.
—¿Crees que yo pudiera fijarme en alguien que se ríe de ti? —consideró él en voz alta—. Astrid tiene una cabeza vacía y lo que está haciendo no tiene sentido alguno. Solo te quiero a ti.
Amy se calmó un poco y le dio un ligero beso. Quería confiar en él, y aunque cada uno intentó poner de su parte y concentrarse en la tarea, las cosas no volvieron a ser igual.
A partir de ese momento, Amy tuvo miedo de perderlo. Alimentó sus celos en silencio, se sintió desdichada, y la distancia que Eric había interpuesto entre ellos para evitar las burlas, la volvió a interpretar como rechazo y desamor.
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