Capítulo 2

Amy estaba preparando sus cosas para viajar por unos días a Zúrich. Se quedaría en la casa de su mejor amiga, quien amablemente le ofreció, llena de entusiasmo, su hogar por el tiempo que necesitara.

Todos sus amigos estaban felices por la gran oportunidad que se le ofrecía. Amy, en cambio, todavía estaba un poco escéptica. A pesar de que conocía de los adelantos tecnológicos en materia de discapacidad, intentaba no ilusionarse demasiado hasta comprobar los resultados en su propio cuerpo.

Esa mañana estaba recogiendo algunas pertenencias cuando encontró en uno de los cajones de su vestidor, una foto de Eric y ella. El corazón le dio un vuelo ante el inesperado descubrimiento, y se sentó en el borde de la cama para apreciar la foto polaroid que tomó su madre aquel día.

Eric y ella estaban haciendo juntos un trabajo de lengua, en la terraza de la casa, aprovechando el buen tiempo del mes de septiembre. El profesor había mandado a hacer la tarea en dúos, conformados por afinidad. Amy pensó que nadie la escogería, pero Eric no dudó en pedirle que fuera su compañera.

—Gracias —susurró ella. Tenía la autoestima tan dañada que creía que Eric le estaba haciendo un favor.

—Gracias a ti —replicó él, guiñándole un ojo—. Eres la mejor en lengua y yo soy pésimo. Además, soy el chico nuevo, y conozco a pocos todavía.

Lo de ser pésimo en lengua era cierto, según pudo comprobar Amy esa tarde mientras hacían la tarea, pero a pesar de ser el chico nuevo, Eric era bastante popular. Era guapo, divertido, y tenía unos ojos que hacían suspirar a más de una.

Esa tarde, el chico apareció en casa de la joven. Era la primera vez que iba, y se apareció con una tableta de chocolate con leche para compartir. Estuvieron toda la tarde conversando, al punto que la tarea demoró más de lo debido, aunque a ninguno parecía importarle.

¡Ha quedado muy bien! —elogió Eric, echándole una ojeada al ensayo que habían escrito sobre cuentos del folklore suizo—. En serio eres muy buena.

Me ayudaste mucho. Es un trabajo de dos.

¡Qué va! —exclamó Eric negando con la cabeza—. Lo mío es la matemática y la física. Algún día seré ingeniero. También me gustan la informática y las neurociencias.

Amy se rio.

¡No soy muy buena en ciencias!

No importa, tú me ayudas en lengua y yo en ciencias, ¿qué dices? —le propuso.

Ella asintió, todavía nerviosa de que Eric quisiera pasar tiempo a su lado.

¿No te asusto? —le preguntó ella asombrada, sin poder callar la pregunta.

¿Por qué? —el desconcierto del joven parecía genuino—. Ah, lo dices por la prótesis —añadió cayendo en cuenta.

Sí —afirmó Amy avergonzada—. Las personas siempre me miran raro y las comprendo. Yo todavía no me acostumbro a verme así.

A mí no me asustas, Amy —le aseguró él con una sonrisa—. De hecho, tu prótesis es genial.

Amy se echó a reír.

¿Qué dices?

En serio, ese es el futuro —repuso el chico muy convencido—. He visto un documental en el que afirma que en el futuro próximo la tecnología tendrá un papel fundamental para complementar o sustituir las funciones del cuerpo humano cuando sea necesario, con apoyo de la inteligencia artificial.

Ojalá eso sea posible —le dijo Amy—. La prótesis me limita mucho. Puedo andar, pero tengo que pensar mis movimientos para no caerme. A veces tengo miedo de tropezar y…

No tengas miedo —le interrumpió él mirándola a los ojos—. Eres muy valiente.

Y tú eres alguien increíble —respondió ella con el corazón en un puño.

Eric volvió a sonreír, restándose importancia.

Soy un desastre, ya lo verás —aseguró.

Te he visto estudiando, eres muy aplicado.

En ciencias sí, es lo que más me apasiona y quiero entrar a la Universidad a estudiar alguna ingeniería. ¿Qué quieres estudiar tú?

Amy se quedó en silencio, pensativa y se decidió a contarle algo muy personal:

Estoy viendo a una terapeuta que me ha ayudado desde el accidente. Es una persona maravillosa y pienso que me gustaría estudiar Psicología para ayudar a otras personas que, como yo, tienen que aprender a vivir de manera diferente.

Es una gran elección y estoy seguro de que lo lograrás, Amy —afirmó él—. ¿Entonces sufriste un accidente? —se atrevió a indagar—. No quería preguntarte y ser indiscreto.

Sufrí un accidente de auto hace un año. Mi papá iba conduciendo cuando otro auto lo envistió. El conductor estaba borracho… —le contó, y no pudo evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos.

Lo siento mucho —Eric le tomó la mano por encima de la mesa.

Mi padre y el conductor borracho murieron al instante. Yo estoy viva de milagro. Intentaron salvar mi pierna, pero estaba en muy mal estado. Era yo o la extremidad, así que decidieron amputar.

Imagino cuán duro debe haber sido para ti —le dijo Eric todavía con su mano entre la suya—, pero aprecio que eres una joven muy fuerte y te admiro.

Amy se enjugó las lágrimas y le sonrió.

Gracias, Eric.

Su madre les interrumpió, llevaba en su mano una cámara polaroid, luego de haber retratado a su cachorro de boyero en el jardín.

Mira qué lindo está —le dijo Elizabeth, quien se había refugiado en su nuevo perro para sobrellevar los momentos difíciles que estaban viviendo—. ¡Ha crecido mucho!

Amy y Eric mirando la foto del cachorro Mike, con quien habían jugado un rato cuando Eric llegó.

Les traeré un jugo de merienda —anunció Elizabeth—, pero antes les tomaré una foto…

¡Mamá! —protestó Amy ruborizada. ¿Qué pensaría Eric?

Por supuesto, señora Keller —dijo Eric muy dispuesto.

Entonces Elizabeth levantó su cámara y guardó el instante. La foto no tardó en mostrarse, y los chicos la tomaron en sus manos, sonrientes de haber guardado para siempre el recuerdo de una tarde muy especial.

Trece años después, la foto estaba algo descolorida, pero seguía reflejando aquel momento de sus vidas. Amy volvió a guardarla en su cajón y continuó preparando su pequeño equipaje.

Al cabo de un rato, apareció su madre, quien iría a llevarla Zúrich en el auto esa tarde, luego de compartir el almuerzo con su hija. Elizabeth era una mujer de sesenta años, alta y espigada como mismo lo era su hija. El pelo rubio encanecido, y algunas arrugas, no habían cambiado en lo más mínimo al rostro afable y lozano que conservaba a pesar de su edad.

—Hola, cariño, ¿quieres que te eche una mano? —le preguntó.

—No es preciso, tengo todo listo, mamá.

—¡Qué bien! —exclamó su madre sentándose en el sofá junto a ella—. ¿Estás nerviosa?

—No.

—¡Anímate un poco, Amy! —le pidió—. Esta es una excelente oportunidad para ti y estoy convencida de que todo saldrá muy bien.

—Gracias, mamá.

—Amy, espero que los consejos que les das a tus pacientes seas capaz de seguirlos tú misma. Ya sabes lo que opino, hija mía. No puedes tener miedo a tener una relación con alguien, a enamorarte… Espero que la nueva prótesis te de más confianza para afrontar el futuro.

—No tengo miedo a tener una relación —se defendió—, pero estoy bien sola.

—Te conozco muy bien y sé que eso no es verdad —respondió Elizabeth—. Yo no me he vuelto a casar, es cierto, pero ya viví un gran amor y quisiera lo mismo para ti. Si no bajas las defensas y permites que alguien se acerque, jamás podrás descubrir lo bueno que es la vida en pareja.

—La prótesis nueva no me va a cambiar, mamá —replicó la más joven—, pero me dará mayor calidad de vida. Es a eso a lo que aspiro.

—Está bien —Elizabeth se dio por vencida—. Iré a preparar un delicioso almuerzo para las dos antes de partir.

Amy asintió y la vio desaparecer hacia la cocina. Se miró la prótesis mecánica que llevaba y se preguntó si la nueva biónica sería tan maravillosa como le decían que era.

A las cinco de la tarde llegaron a Zúrich, a la zona de Altstadt, la más céntrica y con mayores atractivos turísticos de la ciudad. Su amiga Eva estaba feliz de verla y le dio un fuerte abrazo en cuanto la vio. Se conocieron en la Universidad y se tenían un gran cariño, pues era una chica excelente.

Amy se despidió de su madre y entró al ascensor del edificio. Eva no paraba de hablar, estaba tan emocionada con el ensayo clínico como su madre. Pasaron el resto de la tarde juntas y cenaron, mientras se ponían al día.

Eva era bajita, de cabello corto de color caoba y unos hermosos ojos de tonalidad ámbar. También tenía una consulta y le iba muy bien en la práctica de la profesión. Entre sus novedades, le contó a Amy que tenía novio, pero que este estaba de viaje.

—Regresará la semana próxima —añadió—, y espero que lo conozcas. Se llama Dirk y es arquitecto.

—¡Me alegro mucho por ti, amiga! —exclamó Amy de corazón.

Eva no quiso preguntarle si estaba saliendo con alguien, porque ya conocía la respuesta. Amy había cerrado su corazón hacía años, y no había vuelto a confiar en nadie más desde la adolescencia. Quería que su amiga saliera, se divirtiera y conociera a más personas, pero tampoco pretendía presionarla. Amy era reservada y estaba en todo su derecho.

Al día siguiente, Eva condujo hasta el campus de la ETH, en Hoggerberg, que era el menos céntrico, pero albergaba a la ciudad tecnológica. Al cabo de unos veinticinco minutos, llegaron al lugar.

—¿Quieres que pase por ti al terminar? —preguntó Eva.

—No, no te preocupes.

—¡Éxitos, amiga!

Eva le dio un abrazo y le sonrió, brindándole ánimos.

Amy salió del auto con cuidado y anduvo hasta el edificio que le indicaron. Era muy moderno: con cristales azules que le brindaban un diseño avanzado y llamativo. En la puerta estaba Mayla Shmid, aguardando por ella.

—¡Buenos días! —saludó la chica de cabello ondulado.

—Buenos días.

—Por favor, ven conmigo, eras la que faltaba —continuó la mujer dirigiéndose a un ascensor.

En el tercer piso, las dos chicas caminaron hasta una puerta. Tras ella estaba un pequeño teatro donde ya aguardaban algunas personas.

—Ellos son Juliette Kensinger y Daniel Lehmann, tus compañeros en el ensayo clínico —los presentó Mayla—. Ella es Amy Keller.

La aludida los saludó. Juliette era una mujer de unos cincuenta años, y Daniel aparentaba tener unos veinticinco. Amy los saludó, pero luego siguió a Mayla, quien le presentó a tres miembros más del equipo:

—El doctor Julio Hofer, segundo jefe e Ingeniero en Biomedicina; la doctora Angela Brunner, doctora en Medicina y especialista en Rehabilitación física y el colega Louis Kohler, doctorante al igual que yo del departamento.

Amy saludó a cada uno, y ellos fueron corteses con ella. Todos eran muy jóvenes, salvo por la doctora Angela que se notaba era una mujer madura.

—Iré a avisar al jefe de que todo está listo para comenzar —dijo Louis antes de salir.

—Es el jefe del proyecto —le explicó Mayla mientras se sentaban—. El doctor les brindará todos los detalles sobre el ensayo clínico.

Amy asintió, mientras se acomodaba en una de las butacas del teatro frente a la pantalla. A su lado se sentó Daniel, quien se veía muy emocionado.

—¡Esto es increíble! —exclamó el chico con una sonrisa.

Amy le devolvió la sonrisa, pero esta se esfumó de inmediato cuando vio a un hombre de barba subir al escenario. Trece años no la habían hecho olvidar a aquellos ojos azules que seguía viendo en sueños.

—Él es el doctor Eric Schweizer, —lo presentó Louis, el joven doctorante—. Jefe del Departamento de Ciencias de la Salud y Tecnología y líder del proyecto.

Eric asintió a su lado, no había hecho contacto visual con ella, pero Amy se sentía las mejillas hervir.

—Buenos días a todos —saludó el joven doctor.

Al escuchar su voz, Amy sintió que el corazón quería salírsele del pecho. ¡Eric! El joven que había amado en el pasado y que había roto su corazón, era el líder del proyecto que le daría una pierna biónica. ¿Cómo era eso posible? ¿Qué juego del destino los había llevado a ese punto? ¿Por qué Eric se dedicaba a ese campo de la investigación científica? ¿Era una casualidad que la hubiesen elegido para el ensayo clínico? Amy ahogó sus preguntas, e intentó mantener la calma, aunque toda su cordura se había ido al suelo desde el justo momento en que lo vio de nuevo.

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