Un nuevo hogar, un nuevo comienzo:
Al recibir el fresco aire de la mañana en el rostro, Paula pensó en la libertad. Ese concepto abstracto que nadie comprende hasta que es privado de ella. ¡Que necesitada estaba de libertad! Y aunque le fue otorgada a medias, aquella brisa era el elixir de la vida. Una vida que le brindaba una segunda oportunidad.
El automóvil avanzaba lentamente y el viaje ya llevaba más de dos horas. Paula frotó su cuello, le dolía bastante y no podía dormir, intuía que no podría hacerlo a pesar de que aún faltaban dos horas más de viaje. Un vidrio la separaba del conductor que iba adelante, un hombre serio y de mirada fría que, sin embargo, no dejaba de observarla de reojo. Al principio su presencia le había puesto los pelos de punta pero, a medida que avanzaba el tiempo, había ido recobrando la valentía. Aquel era el chofer habitual que trasladaba a los pacientes a sus nuevas residencias cuando sus propios familiares no podían recogerlos, y a ella debía llevarla muy lejos. Había oído cómo se quejaba con su médico, pero la discusión había terminado cuando ella apareció, con su pequeño bolso, lista para el viaje.
De pronto, su vista volvió a perderse en la lejanía del paisaje, sin embargo ella no veía nada. Los recuerdos habían invadido su mente. Recordaba su larga estancia en el Hospital Psiquiátrico Santa Ana. ¿Cuál había sido su diagnóstico?... Trastorno de estrés postraumático... Amnesia disociativa... Pero allí no había terminado todo, en su historia clínica (que había podido leer de reojo) había otras palabras... Palabras más extrañas para ella... Casi incomprensibles. Palabras que no había podido olvidar... Trastorno paranoide de la personalidad... Psicosis paranoica... Delirio. ¿Qué querían decir aquellas palabras? ¿Qué estaba loca? Lo único que tenía claro es que todo había sido culpa del accidente...
El auto dobló por una curva cerrada, pisó la banquina y despertó sobresaltada. No comprendía cómo había podido dormirse ni cuándo había ocurrido aquello.
— ¿Dónde estamos? —le preguntó al conductor, somnolienta.
—Pronto llegaremos a "San Fernando" —respondió el hombre.
El pueblo de San Fernando estaba a 3 km de su destino, así que pronto llegaría a su nuevo hogar. Se colocó mejor en el asiento para adoptar una postura más cómoda, mientras pensaba en el accidente. El problema era que no recordaba nada, lo único que a su mente acudía cuando intentaba pensar en el asunto era aquella luz que la encandilaba y... el llanto del niño.
Aquel recuerdo auditivo hizo que en su pecho apareciera un profundo dolor, entonces intentó concentrarse en el paisaje para que, de ese modo, poder dejar de sentir o, mejor dicho, de oír ese grito en su cabeza.
Cuando intentaba recordar el accidente o los hechos anteriores a él, aparecían lagunas profundas en donde no se acordaba absolutamente nada. Su doctor le había dicho que pronto recuperaría la memoria, que sólo era cuestión de tiempo, y que la había perdido debido a los hechos traumáticos que había sufrido.
—Estamos llegando al pueblo —dijo el chofer del auto, sacándola de su ensimismamiento.
Luego dobló por una polvorienta calle lateral hasta estacionarse en una estación de servicio, necesitaba cargarle nafta al auto. Cuando estuvo detenido, en medio de una nube de polvo, Paula se bajó para poder estirar un poco las piernas. El lugar estaba desierto y había sólo un auto cargando combustible, aparte del de ellos.
El hombre rubio de mediana edad que los atendía la miró de arriba hacia abajo, con todo descaro, haciendo que la mujer se sintiese incómoda. Llevaba el pelo largo y sucio, una barba de una semana, y unos pantalones de jeans rotos.
—Voy al baño, vuelvo enseguida —le dijo al conductor, que la observó preocupado. Pero ya le había dado la espalda y Paula no lo notó.
La joven mujer casi corrió hacia donde estaba una descolorida puerta con un cartel que indicaba: "Baños públicos". Luego desapareció por ella.
—No demores —le gritó el hombre. Mientras la observaba llegar hasta las instalaciones sanitarias. Nervioso palpó los bolsillos de los pantalones y sacó una pequeña cajita. Intentó encender un cigarrillo con un leve temblor en sus dedos.
—No se puede fumar aquí —le dijo de forma antipática el hombre rubio.
El conductor lanzó una exclamación de fastidio, acompañada de un insulto, y guardó los cigarrillos. Cuando el hombre rubio terminó de llenar el tanque de nafta del automóvil y hubo pagado, el chofer lo arrancó y se estacionó a un costado, debajo de unos árboles raquíticos y un contenedor de basura. Las moscas y el olor nauseabundo fastidiaban más de lo soportable, no obstante de todos modos el conductor se quedó fuera del auto. Miraba nervioso hacia la puerta del sanitario en donde había desaparecido Paula.
Al doctor Rush le había costado mucho trabajo convencerlo de hacer aquel largo viaje. Normalmente él era el que trasladaba a los pacientes que eran dados de alta y nunca se había negado a hacerlo, porque, como le dijo el médico, para eso le pagaban. Sin embargo, esta vez había sido diferente; y no por el hecho de que el viaje sería muy largo, sino por ella. Esa joven mujer le causaba escalofríos y eso que a los "locos" (como él llamaba a los pacientes) estaba acostumbrado. Pero ella... Ella le daba miedo. Y después de lo que había oído, nadie podía reprocharle aquello.
Paula apareció por la puerta que daba hacia los sanitarios públicos y el conductor le hizo una seña con la mano, de inmediato se metió en el auto y esperó que la chica llegara hasta donde estaba él y entrara al vehículo. Luego de unos minutos, se encontraban en marcha.
—Este pueblo es muy pequeño —comentó la joven.
—Sí —concordó, distraídamente, el conductor.
La mujer lo miró de reojo, mientras pensaba que era un hombre de pocas palabras. Al principio, su contextura robusta y su altura mucho mayor de lo normal, le habían producido desconfianza, pero ya no. En todo el viaje le había dicho tan poco que las palabras unidas no componían ni una frase. Desistió entonces de tener una conversación con él y se concentró en el paisaje.
El pueblo de San Fernando sólo estaba compuesto por un grupo reducido de antiguas casas de madera de un solo piso y se ubicaban alrededor de una plaza principal que contenía una pequeña iglesia. Su extensión sólo equivalía a unas cuantas cuadras a la redonda y muy pocas personas se veían en la calle a esas horas. Paula observó como un anciano, que estaba sentado en una silla en la puerta de su casa, los miraba de reojo, pero atento. Entonces notó de repente que casi no había árboles, la tierra se arremolinaba en los rincones desdibujando los contornos de las cosas y el viento quemaba. Pronto el sudor le mojó la remera y tuvo que abrir la ventanilla para no asfixiarse.
Paula había vivido toda su vida en un pueblo llamado: "Juan Manso"; nombre que siempre hacía reír a sus amigos de la ciudad y que se había ganado por su ilustre fundador. Cuando tuvo edad para asistir a la universidad, se mudó a la gran ciudad de "Pico Alto", a un pequeño departamento que rentaba junto a una amiga y compañera de estudios. Allí en la ciudad vivió los años que siguieron, luego con su novio y su pequeño niño... hasta que todo se fue al carajo...
"Todo se fue al carajo"... Pensó deprimida. Era una expresión que le gustaba usar a una de las mujeres del Hospital Psiquiátrico y que trajo a su mente el recuerdo de su ropa descuidada y su olor a sopa de pollo. El doctor Rush le había preguntado en una sesión de grupo, qué había pensado cuando atacó a su esposo con un cuchillo y ella le había respondido con una frialdad aterradora: "Pensé que todo se había ido al carajo, doctorcito". Luego de esta frase había estallado en carcajadas, que produjo que a todos los presentes se les helara hasta el alma.
La chica movió la cabeza para espantar aquel feo recuerdo, no le gustaba pensar en lo que había dejado atrás. El Hospital Psiquiátrico Santa Ana no era un buen lugar para vivir y estaba feliz de que al fin le hubieran dado el alta. Aunque el incidente que había ocurrido la noche anterior la había perturbado un poco, pero no quiso hablar de ello con nadie por temor a que aquello modificara la decisión del doctor Rush y tuviera que quedarse allí más tiempo.
Aquella noche en el hospital la había despertado un ruido, la puerta de la habitación se había abierto y una monja se había quedado mirándola desde el umbral de la puerta, con un bulto en sus manos como si llevara a un pequeño niño. Esto, sin embargo, no había sido lo que la había perturbado tanto, ya que las monjas atendían a los pacientes a menudo. El problema radicaba en que la mujer de túnica oscura parecía flotar a medio metro del suelo.
Aterrorizada, dio un respingo en la cama y quiso despertar a su compañera, que dormía en otra cama gemela, ubicada al lado de la de ella.
— ¡Flavia! ¡Flavia, despierta! ¡Dios mío, Flavia!
— ¿Qué? ¿Qué pasa? —dijo la otra mujer, aún somnolienta.
— ¿La ves? —respondió Paula, mientras señalaba hacia la puerta, aterrada de mirar hacia allí.
— ¿Qué cosa? —dijo la mujer, mientras tomaba los lentes de la mesita de luz—. Allí no hay nada.
Paula desvió su mirada hacia la puerta, entonces se dio cuenta de que la monja ya no estaba allí.
Su compañera de habitación había refunfuñado un poco y luego, dándole la espalda, se había quedado dormida. La joven estuvo a punto de decirle lo que había visto, no obstante se contuvo. Tenía miedo de que nadie le creyera, ya que nadie le había creído lo "otro". Lo "otro" que se relacionaba con el accidente.
—Ya estamos llegando —le informó el conductor, sacándola de sus pensamientos.
Paula miró por la ventanilla abierta, habían tomado por un polvoriento camino de tierra que pasaba por el medio de un bosquecito de raquíticos árboles que, sin embargo, le daban algo de frescura al lugar. El cambio de temperatura lo sintió al instante. Pronto los árboles comenzaron a espaciarse y el camino de tierra desembocó en una gran casa de madera, de dos pisos, con la pintura blanca desteñida en su fachada.
El lugar parecía desierto y tan abandonado como las casas del pueblo de San Fernando. Un gran árbol a su izquierda la cubría con su sombra. La reja de hierro pintada de un descolorido color verde, que separaba al camino del patio delantero, golpeaba en su marco por el viento, produciendo un molesto y chirriante ruido.
La joven se bajó del auto y miró desanimada la casa, al fin había llegado a su destino.
— ¿Aquí es? —le preguntó al conductor.
El hombre, tan sorprendido como ella, asintió con la cabeza, mientras bajaba del vehículo.
—Así parece.
Paula se encogió de hombros y luego metió la cabeza en el auto para buscar sus pertenencias, que eran muy pocas. Agarró el pequeño bolso que la acompañaba y, al mirar otra vez hacia la casa, vio el rostro de una mujer que se asomaba por una oscura ventana. Asustada, pegó un respingo y su cabeza golpeó el marco de la puerta.
— ¡Hauuu! —exclamó de dolor. Se incorporó, mientras se llevaba la mano a la cabeza adolorida.
Por un momento tuvo una idea escalofriante, pensó que sólo ella podía verla, como a la monja, hasta que notó que el conductor le hacía una seña con la mano a la mujer, que desapareció de inmediato en la oscuridad.
—Bueno... Adiós —le dijo el conductor e hizo el amago de saludarla con la mano, pero pareció pensárselo mejor y subió al auto.
—Adiós —susurró Paula, algo confundida.
Luego arrancó el auto, que dio media vuelta levantando una considerable polvareda, y se perdió por el camino de tierra. Mientras la mujer lo observaba alejarse con nostalgia, pronto desapareció entre los árboles. El hombre era su último contacto con su antigua vida... Una vida que dejaba atrás.
Con un suspiro de nostalgia se dio media vuelta y, al alzar sus ojos del piso, vio que un hombre alto estaba parado frente a las rejas. Dio un respingo del susto, no lo había oído.
—Así que tú eres Paula —dijo en voz baja el personaje.
La joven asintió con la cabeza, mientras pensaba que debía controlarse, ¡no podía andar asustándose por cualquier cosa!
—Yo soy el señor Parker... Tu tía está esperándote dentro de la casa —dijo el hombre, con una expresión seria y no muy amigable. Abrió la reja de hierro, que chirrió aún más, y dejó que entrara la joven mujer.
Paula hizo el amague de saludarlo, pero el hombre no se movió. Una expresión extraña como de disgusto apareció en su rostro al observar lo que llevaba puesto su sobrina. Se dio media vuelta de repente, dándole la espalda, y se dirigió hacia la casa. La joven, sorprendida por su actitud, miró su ropa, demasiado moderna para su tío evidentemente, y se sintió algo incómoda. Llevaba una remera azul muy escotada y unos pantalones de jeans ajustados.
—Gracias por recibirme en su casa —comenzó a decir, no obstante el hombre no se dio por enterado. Para no quedarse atrás apuró el paso hasta alcanzarlo.
Dentro de la vieja casona estaba tan oscuro que sus ojos tardaron cierto tiempo en acostumbrarse. En el pequeño vestíbulo había dos puertas, una a la derecha y otra a su izquierda, frente a ella una empinada escalera ascendía hacia el piso superior y se perdía en aquella extraña semiocuridad. A un costado de la puerta había un pesado mueble que servía de perchero.
El señor Parker le hizo un gesto para que lo siguiera por la puerta de la derecha y Paula, luego de dejar el pequeño bolso en el suelo de madera, que crujía a sus pasos, caminó tras él. Allí se encontraba la cocina, era reducida y decorada al estilo de cincuenta años atrás. Un repugnante y descolorido papel tapiz de color amarillo cubría las paredes. En el centro había una pequeña y antigua mesa con cuatro sillas. Sentada en una de ellas estaba la señora Parker, su tía.
La mujer se levantó presurosa al verla y se acercó a ella, dándole dos besos, uno en cada mejilla.
— ¡Estás tan grande! —fue su único comentario, que lo acompañó un sonrisa algo forzada.
—Hola, tía —dijo Paula, sin saber cómo comportarse ante esa mujer que entraba en su vida. No la recordaba y, por lo que ella sabía, su madre y su tía nunca habían sido muy unidas.
—Tienes los mismos ojos grises de tu madre —le dijo con un brillo de nostalgia en sus ojos oscuros.
Paula le sonrió cálidamente. Su cabello rubio oscuro y sus ojos grises se los debía a su madre pero, en lo demás, era muy distinta a ella. En carácter se parecía más a su padre. Ambos ahora habían pasado a una vida mejor.
Poco tiempo transcurrió para que se diera cuenta de que su tía era mucho más amable que su tío y de trato más cálido. Apenas se había sentado la obsequió con un reconfortante té y comenzó a hablarle sobre lo pequeña que era la última vez que la vio, antes de casarse y cuando todos vivían en "Juan Manso".
La señora Parker era una mujer regordeta, de pulcro cabello gris y una sonrisa en la cual se podía observar que le faltaban algunos dientes, pero ella no parecía preocupada por eso. Lucía un desteñido delantal a cuadros de color rojo y verde, y una falda larga.
El señor Parker se había retirado de la cocina, apenas ella se sentó a la mesa, y su expresión seria y, algo perturbadora, no había desaparecido de su rostro. Al mirar sus ojos azules daban la impresión de encontrarse ante un abismo. Era un hombre alto y delgado, tenía una barba de algunos días y en su cabeza sólo había algunos pobres cabellos grises. Era tan parco en el hablar como el conductor que la había llevado hasta allí. La joven había oído que el hombre provenía de algún país lejano del norte y que al casarse con su tía la había empujado a la pobreza. O al menos eso decía su madre.
Paula sabía, gracias a una casualidad, que sus tíos se habían negado a recibirla en su casa. Poco antes de emprender el viaje, mientras caminaba por el corredor en donde estaban las oficinas, escuchó al doctor Rush cuando hablaba en voz baja con una de las enfermeras. Habían olvidado cerrar la puerta y, cuando Paula escuchó el nombre de sus tíos se detuvo cerca, intentando que no la vieran. Así se había enterado de que el alta había tenido una demora gracias a la negativa de sus familiares de recibirla en su hogar. Su tía era el único pariente vivo que le quedaba y, unas de las condiciones del alta, era que fuera a vivir bajo la tutela de algún pariente hasta que el doctor la considerara "curada".
Por qué sus tíos se habían negado a hacerse cargo de ella, no lo sabía, sin embargo no le sorprendía. Su madre nunca hablaba de su hermana y por lo general fingía que no existía. Estaba segura que nunca en su vida la había visto y, por las palabras de la propia señora Parker, no la veía desde que era un bebé. Paula sospechaba que algún grave problema había surgido entre ellas, cuando su tía había decidido casarse con el señor Parker.
—Ven, te mostraré tu habitación —le dijo en un momento la mujer, levantándose de la silla—. Espero que te guste, aunque es algo pequeña.
—Seguro que estará bien —dijo Paula, mientras la seguía hasta el vestíbulo.
Allí tomó el bolso, que todavía estaba en el piso, y se apresuró a seguir a la señora Parker escaleras arriba. De pronto, ésta se detuvo casi al final de la escalera.
—Ten cuidado con ese escalón, está algo suelto y cruje —dijo la mujer, señalándole el penúltimo escalón. Luego siguió de largo.
La escalera desembocaba en un estrecho y largo corredor. La señora Parker dobló hacia la derecha y pasó por alto dos puertas, hasta detenerse frente a otra que abrió con suavidad, ya que crujía ruidosamente, como todo en aquella casa. Paula entró a la habitación que le habían asignado y, a pesar de que era bastante pequeña, le pareció acogedora. Una cama de hierro antigua estaba contra la pared, frente a ella había un oscuro ropero con un espejo en el centro, y al lado una pequeña mesita de luz. La habitación sólo tenía una ventana, no obstante la luz entraba como un torrente, dándole calidez al lugar. La chica sonrió.
—Es muy linda —dijo, mientras se daba vuelta, pero la mujer ya no estaba allí.
Paula frunció el entrecejo con desconcierto y atravesó la habitación hasta el corredor, en donde comenzaba la escalera pudo llegar a ver una punta de la falda de su tía que bajaba por ella. Definitivamente sus tíos eran personas extrañas, pensó. Con un suspiro, cerró la puerta de la habitación y se recostó en la cama, mientras cerraba los ojos. Estaba cansada y las cosas allí no eran como había esperado.
En eso estaba cuando los sintió por primera vez... pequeños y suaves pasitos que se dirigían por el corredor hasta la puerta de su habitación y ahí se detenían. Paula con el corazón latiéndole a toda velocidad miró hacia la puerta de su habitación, esperando... Pero... nadie entró. Escuchó atenta a cualquier ruido que pudiera haber, sin embargo no oyó nada más. Se incorporó entonces de la cama y atravesó la habitación, estiró su mano hasta el picaporte y abrió la puerta de golpe... Allí no había nadie. Miró hacia el estrecho corredor, pero estaba desierto. Entonces volvió a cerrar la puerta. Estaba muy confundida, parecían pasitos de un niño y sabía que sus tíos vivían solos en aquella casa... O al menos eso le habían dicho.
Un minuto después pensó que a lo mejor lo había imaginado, esa casa era antigua y el ruido atravesaba las paredes. Se acercó hacia la ventana, que daba al jardín trasero, y miró hacia fuera. El lugar estaba cercado por una antigua cerca de madera y en el medio había un gran manzano proyectando su sombra. Bajo el manzano se encontraba su tío fumando. La miraba fijamente. Paula se sintió incómoda y retrocedió un par de pasos. Aquel hombre comenzaba a darle escalofríos. Luego se sentó en la cama pensando que definitivamente las cosas no eran como ella había esperado.
Nota de la Autora: El booktrailer es obra de @Japlyzef . ¡Muchas gracias por todo!
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