Epílogo
9 meses después
—Elzahr—
El paso del tiempo es algo curioso: una hora puede pasar volando o parecer eterna. A veces, uno se para a pensar qué estaba haciendo hace meses y se sorprende al darse cuenta de lo rápido que ha pasado el tiempo. Un día te despiertas y ves que tu vida es diferente a la que tenías antes... Una vida que ya apenas recuerdas porque no pensarías ni por un segundo en cambiarla por la que tienes ahora.
Yo no la cambiaría a ella por nada. Su mirada de esmeralda, sus besos, su fuerza, su dulzura; toda ella. Y tampoco cambiaría por nada en este mundo nuestros ocasos infinitos ni lo que hemos creado entre los dos.
§ § §
La hierba perlada por el rocío moja mi pelo. Tumbado boca arriba en medio del pequeño claro de un bosque desconocido, miro el cielo cuajado de estrellas. En mis oídos se repiten las historias de cada constelación; unos relatos que alguien me contó en algún momento que no acierto a precisar. Su voz cuenta y canta sobre las estrellas, conectándolas, cosiendo una a otra con hilos mágicos, y me hace volar y sentir una paz imposible de imaginar o describir con simples palabras.
Una sonrisa traída por el aire me llama y yo, sin dudar, acudo a su llamada. Mis pasos parecen conocer el camino nunca recorrido, avanzando sin vacilar entre esta floresta de árboles temerosos entre ellos mismos: no llegan a tocarse los unos a los otros, tímidos, recelosos.
Entonces, unos puntitos de luz aparecen frente a mis ojos y no dudo en seguir a esas pequeñas luces verdes que conocen mi destino. Persigo los puntos de luz que revolotean delante de mí hasta que la encuentro: la dueña de la sonrisa —la más dulce que mis ojos contemplarán jamás—, mi contadora de historias... Mi paz.
Frente a mí hay una criatura que solo puede ser llamada «magia»: hada, ninfa o dríade, no sé qué es. Simplemente, es Magia y es hermosa, casi irreal. La nieve tiñe su sedoso cabello, entre el cual se asoman unas orejas que llaman mi atención: alargadas, cubiertas de pelo, similares a las de una cabra. Sin embargo, no es eso sino sus ojos los que me cautivan por completo. Son dos profundos pozos verdes en los que nadar, del mismo color que las lucecitas brillantes que flotan en torno a nosotros. Vuelan con una lentitud hipnótica alrededor de las manos de ella, que extiende hacia mi, llamándome. Las tomo entre las mías y ahora esas mágicas luciérnagas nos rodean a ambos, todo nuestro cuerpo que es uno solo, con dos corazones que laten al unísono.
Entonces, sus labios como pétalos de una rosa roja se acercan a los míos y yo cierro los ojos, esperando ese roce que haga temblar mi alma. Las luces se extinguen, solo veo oscuridad; y espero su beso...
...que nunca llega.
Me despierto.
Tardo unos segundos en darme cuenta de que todo lo que acaba de pasar era un sueño. Pestañeo un par de veces, acostumbrando mis ojos a la penumbra de la habitación. La claridad del nuevo día se cuela por la ventana y giro la cabeza hasta ver la hora que es en el despertador. Hace bastante que amaneció.
Algo junto al despertador me hace sonreír: un gorro de lana con unas orejas que parecen las de una cabra. Es de Amaltea, su madre se lo hizo antes de que viniéramos aquí a París y, aunque se queje por el detalle de las orejas, en el fondo le encanta. También en la mesita está la foto que nos hicimos el día que llegamos: nuestras caras de cansancio por el largo viaje con la Torre Eiffel al fondo y, en medio de los dos, esa gallina suya, Marcelina. Fue imposible convencerla de dejarla en su casa. Una gallina en París, solo a Amaltea se le ocurre algo así.
Amaltea... Mi locura y mi paz.
Un movimiento junto a mí consigue disipar las últimas brumas del sueño. Mis ojos vuelan hasta posarse sobre la enmarañada melena blanca que descansa sobre mi pecho. Amaltea decidió teñirse el pelo poco después de venir a esta ciudad; según me contó, era una idea que tenía desde hace años y, además, dice que le trae buenos recuerdos. Sonrío al tiempo que aparto unos mechones rebeldes de su rostro, con cuidado de no despertarla. Si se trata de los mismos recuerdos que inundan ahora mi mente, no son buenos, son mejores aún.
Acaricio su mejilla y su cabello, para ir luego con mi mano recorriendo su hombro y su costado, hasta llegar a su cintura y decidir quedarse allí. Amaltea lleva puesto uno de mis pijamas pues anoche vino a cenar a mi apartamento y, al final, se quedó a dormir. Aunque decidimos no vivir juntos —no queríamos forzar las cosas tan pronto ni que luego la convivencia no funcionara y acabara con lo que fuera que parecía haber empezado entre nosotros—, últimamente pasamos más tiempo bajo el mismo techo que separados. Y eso es algo que me encanta porque así es cómo, a lo largo de estos meses, nos hemos ido conociendo de verdad, hablando de todo y de nada: de su fascinación por el cielo y las estrellas, de mi sueño infantil de ser el bibliotecario —como mi madre— de la biblioteca más grande del mundo, de nuestros planes para el futuro... Así, poco a poco, ha crecido entre ambos una confianza diferente a la que pudiéramos tener antes.
Antes... Cuando era su profesor y ella, mi alumna. A pesar de eso y de que mi parte racional me obligaba a ignorar lo que me provocaban sus miradas, algo dentro de mí me impedía olvidarla y verla como lo que era y no como un sueño imposible. Ahora, es mi sueño hecho realidad.
La pego más a mí, ajustándola mejor a mi costado, con su cabeza reposando en mi pecho, sobre mi corazón, y ella se remueve apenas en sueños; sigue dormida. El roce de su cuerpo contra el mío me provoca tantas cosas, casi como aquella primera vez que la tuve entre mis brazos; un abrazo que ni siquiera la aparición de un monstruoso perro bicéfalo gigante habría impedido que culminara como lo hizo: con un beso hambriento, descarnado, lleno de necesidad.
Lo reconozco, al principio solo sentía una gran necesidad física por ella, su cuerpo, sus besos y su pasión. Ese primer te quiero que le dije era más bien un "quiero tenerte" dicho con mi cuerpo necesitado y no con el corazón, pues hay que reconocer que no se puede sentir verdadero amor por alguien a quien no se conoce de verdad; pero, cuando ella dijo lo mismo, parecía haber algo más en esas dos palabras, oculto bajo sus dudas y miedos.
Ahora, con el paso del tiempo, mis sentimientos por ella han cambiado y crecido hasta tal punto que me costaría horrores concebir mi vida sin ella, porque Amaltea me hace más feliz de lo que sería si no la tuviera conmigo. La amo, aunque todavía no se lo haya dicho. Ni ella a mí, al menos no con palabras, pues en sus ojos puedo ver, cada vez que la miro, que ese amor es correspondido.
Entonces, se escucha el tono de llamada de mi teléfono, que dejé anoche en el salón, pero no puedo ir a contestar: los brazos de Amaltea me mantienen atrapado bajo las sábanas. El teléfono deja de sonar justo cuando la noto removerse entre mis brazos. Ya se está despertando.
—Venga, princesa, a despertarse, que aunque sea domingo no quiere decir que vayamos a estar todo el día en la cama —le digo al oído.
Se abraza más a mi cuerpo antes de responder, con la voz aún adormilada:
—¿Y por qué no? Se pueden hacer muchas cosas interesantes aquí, ¿no crees? —Me río por su tentadora oferta—. Y no me llames «princesa», que para algo tengo un nombre.
—¿Te puedo llamar "Amy"? —pregunto.
Levanta la cabeza y me mira con los ojos entornados.
—¿A ti te gustaría que te llamara "Elzy"? —Mi mueca de disgusto es todo lo que necesita como respuesta—. Pues eso. —Se recuesta otra vez sobre mí, entrelazando nuestras piernas; no parece dispuesta a dejarme ir.
Me permito estrecharla entre mis brazos por unos minutos antes de empezar el nuevo día, dejando que su aroma se impregne en cada fibra de mi ser.
—Amaltea —susurro, pensando que se ha quedado dormida de nuevo.
—¿Qué? —Su voz suena amortiguada al chocar contra mi pecho.
—Te amo.
Lo digo casi sin pensar, sin haber planeado siquiera confesárselo ahora. Por un segundo, temo haber metido la pata cuando la siento tensarse entre mis brazos y, justo después, me mira con los ojos como platos. Me golpea con el puño cerrado, con apenas fuerza pero sí cierta molestia, y se coloca sobre mí a horcajadas antes de decir:
—¡Eso no vale!
—¿Qué? —pregunto, incorporándome, un poco confundido por su recriminación.
—¡Que yo te lo quería decir primero! Lo tenía todo pensado para hoy, que es San Valentín. Iba a ser tan bonito y empalagoso que te daría un subidón de azúcar y todo. ¡Pero ahora me lo has fastidiado! —Cruza los brazos, en una postura que intenta reflejar su molestia.
—¿Perdón? —digo, dudoso, pero sin poder evitar la felicidad que me invade con su casi confesión.
—No te perdono. —Sus labios se fruncen en una mueca que conozco muy bien: intenta no sonreír.
Tan rápido que logro sorprenderla, consigo ponerla contra el colchón y cubrir su cuerpo con el mío. Se retuerce debajo de mí y su roce consigue que me excite. Ella no tarda en notarlo y sus ojos verdes se vuelven brillantes.
—Perdóname. —Beso su mejilla.
—No. —Ladea su rostro y mis labios rozan con suavidad el lóbulo de su oreja. La noto temblar y reír cuando mi boca le provoca cosquillas.
—Perdón —repito, sonriendo por su poco creíble indignación.
Agarro su barbilla entre los dedos y giro de nuevo su rostro para poder besarla pero ella consigue esquivar mis labios.
—¡No! —dice otra vez, tozuda y divertida a partes iguales.
Su mirada chispeante me reta a continuar, pero sé otra forma mejor de acabar con esta conversación sin mucho sentido. No entraba en mis planes que pasara esto cuando le dijera que la amaba... Aunque, en realidad, no sé por qué me sorprendo: es Amaltea y desde que está en mi vida hay tantas locuras y sinsentidos como momentos de dicha y paz. Ella dice que le encantan mis contrastes e incluso ha llegado a llamarme "princeso" en alguna ocasión —en parte como venganza por las veces que yo la llamo así— cuando me comporto de forma sensible. A mí también me gustan todos y cada uno de sus contrastes: cuando se muestra miedosa o se deja llevar por su impulsividad; su fuerza y su seguridad, tan opuesta a sus momentos de vulnerabilidad y mi propia forma de ser, normalmente insegura; o sus sonrisas, que pueden ser las más dulces o las más perversas que se puedan imaginar, cuando me seducen y me arrastran hacia el infierno del placer más puro. Sí, dulce pero perversa, esa sería su mejor definición, en todos y cada uno de sus más pintorescos sentidos: es capaz de comportarse como la más delicada, elegante e inteligente de las mujeres —algo que sin duda me encanta— y, un rato después, retarme a una guerra de eructos... y ganarme —no sé si esto me desagrada o también me encanta, pues algo que me gusta y mucho de ella es la facilidad con la que consigue hacerme reír siempre—; es Amaltea, es así y así la amo. Y sé que ella también, lo veo en sus ojos desafiantes en este mismo momento.
—Pues si no quieres perdonarme, dímelo tú también y así estaremos en paz —le propongo con una sonrisa pícara, a la vez que vuelvo a besar su piel, esta vez la de su cuello.
Un suspiro de placer es mi recompensa; sin embargo, la necesidad de hacer el amor con ella no es lo que hace latir mi corazón a mil por hora, sino el deseo de escuchar de sus labios lo mismo que pronunciaron antes los míos.
Entonces, mi teléfono vuelve a sonar.
—Ve y cógelo —se apresura a decir.
—Amal...
—Que vayas —insiste.
Me doy por vencido, parece que por adelantarme he perdido la oportunidad de que me diga te amo. Vaya puntería he tenido para elegir el momento...
Antes de salir de la cama consigo besar sus labios por un instante y que se dibuje una sonrisa en ellos; con eso tengo bastante. Cuando llego a la puerta, echo un vistazo a la cama y veo a Amaltea estirarse por completo, ocupando todo el espacio que he dejado libre. Sonrío y voy al salón para contestar por fin a la insistente llamada.
—¿Sí?
§ § §
Un rato después, Amaltea todavía no ha salido del dormitorio, pero conozco la manera de sacarla de ahí en un abrir y cerrar de ojos: el olor de unos crêpes para desayunar.
Mi táctica no falla. No tarda en salir por la puerta, llevando mi pijama —que le queda adorablemente grande— y su gorro de lana; esto último, tal vez, para disimular su alborotado pelo blanco. Parece un duendecillo travieso, con esas graciosas orejas y su melena despeinada. Amaltea se sienta a la mesa mientras se frota un ojo y sonríe ampliamente cuando coloco un plato ante ella con un crêpe recién hecho. Con chocolate, como le gusta.
Me preparo uno para mí mientras ella devora el suyo justo después de darme las gracias. Cuando ya está listo, paro el fuego; ya seguiré haciendo más después. Me siento frente a ella y empiezo a comer yo también.
—¿Quién ha llamado? —pregunta con curiosidad.
—El profesor Bileda. Lo recuerdas, ¿verdad? Se va a casar.
—¿En serio? —exclama, sorprendida—. ¿Cuándo? ¿Con quién?
—Seguramente después del verano, pero aún no tienen fecha. Pues verás... Ella se llama Lavinder. Es cirujana y jefa de planta en un hospital. Según me ha contado, se conocieron en un bar y terminaron compitiendo para ver quién podía beber más alcohol. Se parecen mucho en eso: en la competitividad. Bueno, y en el tema de beber.
Me río, recordando algunas de las mejoras borracheras que he compartido con mi compañero, en las que me llegó a decir que yo era su discípulo en el noble arte de la bebida.
—¿Y quién ganó? —pregunta Amaltea, divertida.
—No quiso decírmelo, lo que significa que ganó ella y Bileda no quiere reconocer ese golpe en su orgullo bebedor. —Compartimos una carcajada. Luego, añado—: Me gusta la pareja que hacen. Lavinder es la mujer fuerte y decidida que Bileda necesita en su vida. Un reto constante. Y con un gran sentido del humor...
—¿Y todo eso te lo ha contado en una llamada o cómo?
—No, he tenido que escucharle hablar de ella muchas veces. Aunque supongo que es lo mínimo que podía hacer por él después de todas las veces que me escuchó hablar de ti... —confieso, con algo de timidez.
—¿Qué? —Sus mejillas se tiñen de un rubor adorable. Se levanta de la silla y viene hacia mí, sentándose en mi regazo. Le rodeo la cintura, casi como un acto reflejo—. ¿Que tú qué? —pregunta con una enorme sonrisa que nubla mis pensamientos por un segundo.
—Estaba completamente loco por ti —digo, rozando su nariz con la mía—. ¿Sabes? Esta noche he soñado contigo.
—¿Y qué pasaba en el sueño? —Noto sus dedos en mi cabello y un escalofrío recorre mi espalda.
Acaricio con mi mano una de las orejas de su gorro.
—Que tenías unas orejitas peludas encantadoras. —Me mira entrecerrando sus ojos verdes como si quisiera atravesarme con la mirada—. No me mires así, que no puedo controlar lo que sueño.
Mis labios se dirigen a su cuello, dejando un camino de besos a lo largo de su clavícula, al mismo tiempo que mis manos se cuelan por debajo de la camiseta que lleva puesta. Acaricio su espalda y sonrío al comprobar que no lleva sujetador, algo que mi torpeza en estas cuestiones agradece.
—Lo que dijiste antes... Eso de pasar todo el día en la cama... me parece cada vez mejor plan para San Valentín. ¿Sigue en pie la oferta?
Su piel se eriza bajo mis caricias y todo mi cuerpo arde en llamas cuando Amaltea se mueve sobre mi regazo.
—Depende... ¿Qué vamos a hacer tanto tiempo ahí? —Acaricia mi boca con el pulgar, repasando el contorno de mis labios. Luego, me besa con suavidad y yo puedo notar el sabor del chocolate en ella.
Apoyo mi frente en la suya —un gesto que me encanta— y, con nuestros alientos confundidos en uno, le digo:
—Me basta con mirar tus ojos y perderme en ellos.
En ese momento, Amaltea se abraza a mí con fuerza y yo respondo del mismo modo, queriendo que su cuerpo se funda con el mío y se vuelvan solo uno. Un abrazo eterno y tan fuerte como el amor que siento por ella, un abrazo que consigue que mis cinco sentidos se olviden de su existencia.
—Te amo —susurra Amaltea en mi oído—. Te amo, te amo, ¡te amo!
Un latido después, me besa y todo desaparece. La beso y no importa nada más que saborear sus caricias incendiarias y saber que nos amamos. La tomo entre mis brazos y vamos al dormitorio, donde, bajo las sábanas arrugadas, dibujo con mis labios en su cuerpo cuánto la amo y ella, con sus caricias, repite una y otra vez lo que confiesan a gritos sus ojos enamorados.
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