Partículas en el aire
Día uno, horario desconocido: todo es gris:
Pasaron seis meses desde que la lluvia de fuego, ceniza y azufre cayó sobre la ciudad, con una oleada de muerte y destrucción masiva que irrumpió en nuestras vidas tan repentinamente que no tuvimos tiempo ni de pensar. Lluvia que pulverizó a todo quien tocara con su tóxico calor: grandes edificaciones, niños pequeños, ancianos, monumentos. Todo había desaparecido con las partículas en el aire que pulverizaban cualquier objeto, ser o existencia.
Quienes enviaron esa lluvia de fuego no tuvieron piedad de nada y de nadie, ni de las lágrimas, ni del dolor, ni de la muerte. Quizás estaban conscientes de la desesperanza que traerían, la tragedia y el sufrir, y quizá esa era su idea, pero... ¿por qué? Simplemente ¿por qué...?
Aquellos que habían desaparecido se llevaron la mejor parte de morir: la cazadora de almas llegó al instante por ellos, llevándoselos sin dolor o ruegos, mientras que todos aquellos que sobrevivimos de a poco nos pudrimos de afuera hacia adentro.
Las deformidades comienzan a carcomernos, grandes ampollas llenas de pus se vuelve nuestro día a día en la piel, y la consciencia nos enloquece de a poco, incluso mantenernos cuerdos es todo un suplicio, toda una odisea. Todo un milagro.
Solo hemos quedado unos pocos supervivientes que, poco a poco, terminamos por convertirnos en desagradables monstruos...
He encontrado un cuaderno algo rasgado, sucio y polvoriento en la estación del subterráneo, lo poco que se mantiene de pie en este lugar. Con un trozo de carbón me he animado a depositar en estas hojas mis pobres pensamientos antes de sucumbir a la locura. Ese al menos había sido el consejo del viejo Leopoldo, quien prefirió terminar con su martirio antes de que su piel se deshiciera y sus deseos homicidas comenzaran a dominarlo. Algunos lo consideraron débil, otros, como yo, lo consideramos un ejemplo a seguir: un ejemplo de fortaleza y convicción.
En eso nos volvíamos al sucumbir a la locura y la hambruna, en monstruos. Nuestras pieles de a poco se volvían pútridas y esta podredumbre llegaba a invadir nuestro interior, nuestros órganos y, por sobre todo, nuestras mentes. Nuestros dientes de a poco se estaban volviendo negros al igual que nuestras escleróticas, pero sabíamos que al llegar al punto de perder de a poco la visión, el punto en que nuestras córneas se ennegrecieran y el iris se volviera gris, ese sería el final. Era nuestro final como seres humanos.
Yo aún estoy en un punto intermedio: pierdo la visión y he terminado por perder el olfato debido al olor nauseabundo de mi piel deforme que –poco a poco– termina por desprenderse de mí, pero no estoy segura de cuánto podré durar.
No lo estoy, no lo estoy porque ya estoy empezando a ver las cosas en un tono gris... Mis córneas están empezando a ser afectadas.
Día cinco, horario desconocido: todo es gris oscuro.
Me encuentro escondida en lo que antes pudo haber sido un cubículo de baño público del subterráneo. Debo ser de las últimas sobrevivientes que aún continúa luchando contra la deformidad y la locura, puesto que oigo a los otros ya convertidos en monstruos cazando a personas como yo para alimentarse de su carne, como si no les importara la podredumbre y el hedor que emana de nuestras pieles, ignorando el terrible sabor que tendremos.
Intento mantenerme en silencio mientras ensucio mis dedos con los pocos carbones que me quedan para escribir. No quiero que esas bestias lleguen hasta mí y me devoren en vida, no quiero morir de esa forma. En realidad... No quiero morir jamás.
¿Quién quiere morir? Todos queremos vivir, salvo que la vida nos lleve a un abismo de desesperación del que ya no podemos salir, pero yo aún sigo, sigo aquí, sigo resistiendo.
Hubo una época en que tenía una familia, una madre adorable que le fascinaba cocinar y llenarme de golosinas; un padre serio y poco afectivo que de vez en cuando me sorprendía con una caricia y una sonrisa de orgullo; un hermano molesto que siempre me protegía de todo; una hermanita pequeña que soñaba con ser adulta sin saber lo que ello implicaba. Tenía un empleo que detestaba, una casa que ansiaba poder cambiar, incluso un perro al que llamé «Floppy», un gato gordo que jamás hacía caso pero que siempre me recibía al llegar del trabajo...
Tenía una vida, y aunque era simple y patética, algo de lo que siempre me he quejado, todo ello había desaparecido. Se esfumó como se esfuma el humo al aire libre. Como se desvanece un primer amor. Como se entierra a un muerto. Repentino, sin dar aviso, pero ahí, presente en la memoria.
No resisto por mí, por más que es la cobardía la que me mantiene aún con esperanzas y con vida, sino por mi familia, aquellos que perdí y ya no existen, aquellos que han desaparecido sin dolor y sin pesares. Quiero demostrarle a mi madre que puedo ser fuerte, que puedo resistir este sufrimiento y que soy lo suficiente valiente –cosa dudosa– como para resistir esto hasta el final.
O quizá solo quiero mentirme a mí misma, quizá la locura comienza a apoderarse de mi ser. Quizá solo es el miedo a morir, o quizá no, o quizá sí.
Quizá la locura ya me dominó por completo.
Día siete, horario desconocido: todo es gris oscuro, otra vez.
Se me dificulta demasiado escribir, mis manos comenzaron a temblar de una forma que es imposible de controlar. Las líneas de mi escritura se van y vuelven, mis palabras se retuercen en símbolos indescifrables. Solo espero que alguien pueda entender esta mierda que escribo.
El dolor en mis llagas en la piel es demasiado fuerte y el ardor, con la picazón, me es imposible de ignorar. Al rascarme sangro más y me hiero más, y la piel se me cae, y el dolor me domina. No quiero que me domine el dolor porque si este puede conmigo, entonces la locura podrá aún más.
Partes de mi cuerpo se inflaman, se hinchan y se entumecen. Mi vista se hace cada vez más borrosa y a veces no puedo evitar vomitar sangre a un costado. He llegado incluso a vomitar mi propia bilis.
Intento con todas mis fuerzas mantenerme en silencio en este cubículo que se ha vuelto mi hogar. Agradezco tanto haber perdido el olfato porque seguramente vivir entre mis propias heces, vómito y orina no debe ser agradable para el sentido del olfato. Y el hecho de estar perdiendo consecutivamente la vista me ayuda a no ver con claridad lo que me rodea. Al menos de algo debo estar agradecida: estoy muriendo sin saber dónde estoy y qué me rodea.
Retorcijones de hambre y de dolor me martirizan. Llevo mucho tiempo sin comer y mis costillas comienzan a notarse más y más. No hay espejos en el lugar, pero estoy segura de que mi cuerpo es un saco de huesos y carne desgarrada que asustaría a cualquiera que me mirase.
Debo verme como uno de esos horribles monstruos de las películas, a los que matan con un disparo en la frente.
Guardo silencio otra vez porque oigo a las bestias cerca, entonces levanto mis piernas y escondo mi respiración mientras, lentamente, sigo escribiendo. Si moriré, que alguien pueda leer estas palabras, y si vivo seguiré escribiéndolas.
No sé qué podría suceder si llegara a morir o a quién podría ayudar con estas palabras, pero es lo único que me mantiene cuerda. Escribir. Escribir. Escribir.
Si no escribo moriré. Necesito escribir y ayudad a alguien con mi mísera experiencia.
Ayudar, ¿a quién diablos podría ayudar? No existe nadie, solo monstruos y deformidad, nadie. Nada. Estoy sola en el mundo escribiendo en un estúpido papel, escondida en un maldito cubículo con un inodoro lleno de heces y orina, rodeada de papeles y carbón y algún que otro envoltorio de barras energéticas que encontré en una mochila infantil.
Quiero llorar, pero el solo hacerlo me hace doler el rostro. A veces me animo a tocar mi cara y puedo incluso quitarme trozos de carne. Sé que soy un monstruo que lentamente se cae a pedazos por la putrefacción, y el agua salada de mis ojos solo me hace escoger las heridas como si de una tortura se tratase.
Llevo días sin sentirme una persona, cada día me siento más un monstruo.
Y quiero llorar otra vez porque tengo mucha hambre y temo convertirme en esas cosas. En esas cosas que pierden su consciencia y se guían por el instinto. En esas cosas que se pudren enteros y se alimentan de otros seres humanos. En esas cosas a las que probablemente pronto acompañaré...
Día veinte: horario desconocido: todo es casi negro.
El hambre me está carcomiendo, duele, carajo ¡duele! Duele mucho, el hambre duele, ¿cómo algo tan normal podría doler? Veo mucho menos, solo escucho, solo oigo los gruñidos en el exterior. Solo puedo sentir el dolor de mi carne.
Mis manos tiemblan cada vez más y mi espalda se encorva. No sé lo que escribo, no sé si lo escribo bien. Intento que sí porque quiero que, si alguien encuentra esto, sepa lo que estoy viviendo, que sepa que esos monstruos que se cruzará algún día fueron como yo: personas que luchaban contra la locura y la hambruna, que fueron personas que amaron y odiaron y vivieron. Personas que han dejado de serlo y se han vuelto esas cosas.
Una de las cosas que ahora estoy por ser.
Siento el sabor a sangre en mi boca por mis encías cortadas y mis labios desgarrados, y es en este momento en que sé que estoy perdida, porque puedo saborear la sangre, mi propia carne pútrida a la que ahora encuentro deliciosa. Es el hambre, es el todo. Es todo lo malo en mí y en mi mente.
Las lágrimas me sulfuran las heridas y quiero chillar de dolor pero intento evitarlo, no quiero que me encuentren antes de tiempo.
Tengo reservado algo para mi último momento, pero cuando sienta que ya no puedo más, cuando lo pierda todo, entonces allí lo usaré.
A veces oigo la voz de mi madre, a veces oigo muchas voces de personas desconocidas en mi cabeza, a veces incluso juro que puedo ver a alguien frente a mí aunque sé que el blanco de mis ojos se ha vuelto negro y que mi iris de a poco se vuelve gris. Juro que puedo ver a algunas personas y que puedo oírlas, me llaman, me ruegan, me piden ayuda.
Rasco mi propio cuerpo hiriéndome cada vez más, y es así como sé que he caído en la locura, porque río y lloro a la vez, y vuelvo a reír y vuelvo a llorar.
Día veinticinco, horario desconocido: todo es negro.
He perdido la vista, he dejado de ver y ese es el momento en que sé que estoy perdida, acabada, que solo me faltan minutos para ser un monstruo de verdad.
No sé lo que escribo, no sé si lo hago bien y ni siquiera sé por qué lo hago. Quizá para creer que alguien lo leerá. Quizá porque no quiero abandonar la humanidad. Quizá solo porque me niego a morir...
Ya no veo nada, absolutamente nada. Todo es negro a mi alrededor. Todo está tan oscuro como una noche sin luna y el sabor a hierro en mi boca cada vez se hace más deseable. Siento que la persona que fui ya está dejando de existir, que mis pensamientos son llevados a lo profundo de mi mente y que solo un instinto carnívoro y homicida me invade.
Estoy perdida, completamente perdida.
Tengo hambre, tengo tanta hambre, ¡tanta hambre! Ya no quiero que duela, ya no quiero sufrir. Quiero que esta hambre se vaya, quiero que el dolor se desvanezca.
Quiero dejar de existir.
Mi mente se diluye, se aleja cada vez más, siento mis pensamientos cada vez más lejos y es ahí cuando tengo mi señal, es en este momento en que solo pienso en comer que sé que he llegado a mi límite. He llegado a mi final.
Mi nombre no interesa, solo importa saber que acababa de entrar en la adultez. Sexo femenino, tipo de sangre que a nadie le importa, nacionalidad... ¿a quién le importa? Ha dejado de existir.
Amada hija, adorada amiga, dueña de un bello perro y un gordo gato.
Y dejando eso en claro, solo coloco el cañón del revolver de Leopoldo en mi sien, mientras escribo esto último.
No me convertiré en un monstruo.
Y entonces disp...
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