Capítulo 3: Montmartre

Henri Maunier tenía un espléndido coche: un Mercedes AMG de color plateado que dejó a Aitana muy impresionada. ¡Era más de lo que ella hubiese esperado! Sabía que él era nieto de una Marquesa, que era un escritor de renombre, pero aún así nunca esperó verse montada en aquel auto deportivo.

Henri le abrió la puerta con amabilidad y luego se sentó en su puesto. Manejaba con precaución y el viaje fue agradable. Por el camino, trató de que Aitana se relajara, a fin de cuentas, él no dejaba de ser un desconocido para ella. Aitana se fijó en los firmes brazos de él sobre el volante, y en su sonrisa. Debía ser diez años mayor que ella, pero jamás había estado en compañía de un hombre tan interesante. Además de inteligente era muy culto.

—¿Qué te ha parecido Orsay? —le preguntó para obligarla a hablar.

—Puede ser un sacrilegio lo que voy a decir, pero lo he disfrutado más que el Louvre. ¡Había tantas personas ayer que era sofocante! En cambio, la atmósfera de los impresionistas para mí fue mágica...

—¿No habrá sido porque me conociste en esa sala? —le dijo para desconcertarla.

—En realidad —contestó ella para molestarlo de forma deliberada—, nuestro encuentro quebró esa mágica experiencia...

Él rio.

—No eras a la primera persona a la que escucho decir eso sobre Orsay. Lo cierto es que a veces los turistas en su afán de retratar y llevarse el máximo de la experiencia no lo disfrutan en lo absoluto... El arte requiere de una introspección, que no se logra a plenitud con tantas personas a tu alrededor.

—Exacto —concordó ella, agradecida de que le hablara en castellano—, además, ver esas pinturas conocidas y queridas para mí, fue algo muy especial. El Louvre es impresionante también, pero la sensación que experimenté en Orsay fue única.

El volvió a sonreírle con malicia, tal vez aludiendo al encuentro que compartieron.

—Mi abuela va a prestar dos obras valiosas al Museo de Orsay, es por eso que darán esa cena y el baile después en su honor. Se trata de un Renoir y de un Cézanne, quizás te agrade estar con nosotros mañana en la noche.

—¡Qué formidable! —exclamó—. Tu abuela debe tener una colección muy valiosa.

—Así es, una colección envidiable, esa es la verdad, pero hará ese préstamo por algunos meses.

Henri se percató de la mirada preocupada de Aitana y lo comprendió de inmediato.

—Estás preocupada por la ropa, ¿verdad? Seguro que no has traído en tu equipaje nada formal.

Ella se avergonzó al percatarse de su atuendo, que era en realidad muy sencillo. Una blusa blanca y fresca, un jean azul, unas alpargatas blancas...

—Es cierto, no he traído nada elegante... Debí haberlo pensado antes para excusarme con tu abuela. ¿Podrías decírselo por mí?

Henri se rio de ella, mientras doblaba en una calle.

—Te mandaré mañana un par de vestidos de mi hermana, para que escojas. Estoy convencido de que son la misma talla. Ella es casi tan delgada como tú, un poco más alta quizás, pero nada que unos zapatos no puedan arreglar. ¿Qué número calzas?

Ella le dijo y le dio las gracias, pero de inmediato agregó.

—¡No es necesario! Yo misma me puedo comprar mis zapatos...

—No te preocupes por eso, es probable que mi hermana y tú también usen el mismo número. Lo importante es que cumplas tu itinerario, una chica como tú debe haber planificado muy bien sus visitas a museos y lugares de interés, más que en irse de compras...

—Así es, soy muy sencilla —le contestó ella—, prefiero recorrer a gastarme una barbaridad en un par de zapatos.

—Yo también soy una persona sencilla, aunque quizás pienses lo contrario.

—¿Lo dices por el carro? —sonrió ella con ironía—. ¡Te delata, sin duda!

—Fue un regalo de mi padre —le aseguró—, por mí hubiese continuado con mi viejo deportivo.

Poco después aparcaron y se apearon del auto. Ella se preguntaba si él la acompañaría y su mirada era tan interrogante, que él le dijo:

—Me gustaría acompañarte, si no te parece demasiado desagradable mi compañía...

—¡Por supuesto que no! Quizás me da un poco de pena que inviertas tu tarde con una turista desconocida...

—Es una buena inversión —respondió él guiñándole el ojo.

Para llegar a Sacre Coeur debían subir varios tramos de escaleras, así que se dispusieron de inmediato a hacerlo. Había mucho calor, por lo que Aitana sudaba mucho y Henri también. A cada rato le sonreía, pero ninguno de los dos hablaba mucho.

En el último tramo de escaleras Aitana llegó de primera a la cima, y de quedó observando los candados que las parejas dejaban por muchos lugares en la ciudad. París era la ciudad del amor y Sacre Coeur tenía una atmósfera muy especial, proclive a dar rienda suelta a los sentimientos. Ella misma pensó haber colocado con alguien el candado en algún lugar de París, pero la realidad le había sorprendido con su crudeza, y sus sueños se habían desvanecido de plano. Estaba en París, pero estaba sola.

La voz de Henri la sobresaltó. Quizás no estuviera tan sola, después de todo.

—¿Mirando los candados? —le pretendió en tono de burla—. ¿No te parece una cursilería?

—Por supuesto —le contestó ella—, y ese es el encanto que tiene.

Echaron andar, muy cerca el uno del otro. La altitud les refrescaba un poco y la brisa les acariciaba el rostro.

—¿Tienes a alguien para poner en el candado con su nombre junto al tuyo? —le preguntó súbitamente.

—No —respondió ella de inmediato con seriedad—, no lo tengo.

—Una respuesta demasiado rápida y definitiva —le contestó él—, así que intuyo que esa persona del candado existió en algún momento.

—¿Por qué tanta curiosidad? —le preguntó ella mirándole a los ojos—. Yo podría preguntarte lo mismo...

—Tienes razón —contestó Henri—, supongo que la respuesta se parecería a la tuya. Existió alguien, pero es el pasado. Sin embargo, a diferencia de ti, los mejores años de mi juventud han pasado ya, así que me acero a una etapa en la que debo medir muy bien mis pasos y las consecuencias de mis actos.

—Quieres decir que, a diferencia de los veinte años, no le entregarías tu corazón a cualquier persona y te has vuelto alguien muy selectivo.

Él asintió, sorprendido ante su sagacidad.

—En realidad, no pienso entregarle mi corazón a nadie por el momento.

—Eres joven todavía... —le comentó ella mirando el paisaje.

—Tengo exactamente diez años más que tú, eso supone una mayor experiencia.

—No sé en qué punto volvimos a hablar de mí o qué te llevó a compararte conmigo, pero la juventud, al menos en mi caso, no me vuelve irreflexiva. Tampoco le entrego mi corazón a cualquier persona y he amado una sola vez en mi vida.

—Tu novio de la carrera... —le dijo él mirándola de reojo.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó ella sorprendida.

—Eres un libro abierto, Aitana. La típica chica a la que el novio de la carrera, después de tantos planes hechos y sueños en común, le rompe el corazón dejándola por otra.

Aitana estaba enrojecida.

—De seguro el plan de venir a París había sido de los dos.

Ella asintió.

—No sabía que podía ser tan predecible.

—Historias como la tuya ocurren a diario. La parte triste es que tú no te merecías una historia cualquiera, un final ordinario...

—Gracias —masculló. Estaba demasiado ofuscada para responderle algo mejor.

—Mira —le señaló con el dedo—, hemos llegado a la Plaza de los pintores de Montmartre, aquí esta vivo el espíritu del arte, en su expresión más típica, más popular...

Aitana se alegró de ver a los pintores en las calles, con sus caballetes. Algunos hacían cuadros pequeños, otros en cartulina, unos con tenues colores... Otros preferían las tonalidades más fuertes. Aitana se quedó mirando uno en especial en tonos ocres, donde se observaba Sacre Coeur. Le había impresionado mucho, era precioso. Miró el precio, ¡200 euros! Jamás podría adquirirlo...

No es que no tuviese el dinero, era que no podía invertirlo en una pintura y dejar así de experimentar el resto de las cosas que tenía planeadas. Henri la observaba a cierta distancia, respetó su espacio, la dejó escudriñar las pinturas y tener ese espacio de gozo espiritual. Luego ella lo buscó con la mirada y siguieron caminando, justo al fondo de Sacre Coeur.

Frente a la Iglesia, Aitana se quedó maravillada por su arquitectura: la piedra blanca, las cúpulas que tantas veces había visto en fotos. Sin darse cuenta, Henri sacó su celular y le retrató. Luego la instó a colocarse de frente a él para sacarle más fotos. Aitana le sonreía, con esa sonrisa hermosa y tierna que le había deslumbrado desde que la conoció.
La vista desde Montmartre era muy hermosa, se podía ver buena parte de París desde allí, era como tener a la ciudad a tus pies.

—¡Qué belleza! —dijo Aitana contemplando París, en todo su esplendor.

—Sí —le contestó él, pero la estaba mirando a ella—. Es hermosa... —Luego le dijo: Puedes entrar a Sacre Coeur, yo te esperaré aquí.

Aitana asintió y subió hasta la Iglesia, para admirar su interior.

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