Capítulo 17: Una lección

Aitana llegó al Bufete al día siguiente dispuesta a pelear por su cliente. Si Germán creía que lo tendría fácil, estaba equivocado. Ella era íntegra y no aceptaría algo que no fuese lo mejor para Hernández. Para su sorpresa, cuando llegó al Bufete, se encontró con los otros Asociados y con Lola, pero Germán no estaba.

—Ayer lo molestaste y de veras —le dijo Lola en la intimidad y preocupada—, estaba hecho una furia. Se fue tarde del Bufete y yo no pude marcharme hasta que él decidió irse. Trabajó hasta tarde y te dejó esto… —Le entregó unos papeles—. Dice que debías llevarlos al cliente esta mañana.

Aitana te dio las gracias y se marchó a su oficina para leerlo con detenimiento. Se quedó fría cuando, en el acuerdo de conciliación, había una cifra que era casi el doble de lo que Hernández había pedido… Era la cifra que había pactado con Artigas, solo faltaba que Hernández diese su visto bueno. ¡Qué feliz estaría! Al final de la hoja, Germán había pegado una notita, escrita con su puño y letra, dirigida a ella: “No vuelvas a dudar de mi honestidad”.

Aitana se sintió muy mal al leer aquello. Germán había sido leal a su cliente, aunque tal vez hubiese utilizado otros métodos… Ella lo había juzgado sin darle la opción de explicarle cuál era su estrategia y, al final, le había dado una lección. Aitana fue a ver a Lola y, nerviosa, le contó lo que había sucedido.

—Es tan íntegro como su padre —le comentó a la secretaria—, y lo hemos juzgado mal.

—Sí —admitió Lola—, quizás tenga un carácter difícil, por lo que le sucedió, pero es una persona honesta.

—¿Qué le sucedió? —preguntó con interés.

—¿Acaso nunca lo escuchaste durante tus prácticas?

—No, no escuché nada acerca de su vida.

La secretaria miró para percatarse de que nadie la estuviera escuchando, y luego le dijo en voz baja:

—El señor Germán vivía en Madrid, trabajaba en un buen bufete y estaba casado. Su esposa era una jueza muy renombrada… Una mañana, yendo para el trabajo, sufrió un accidente y murió al instante. Un coche se saltó la luz roja… ¡Fue una tragedia!

—¡Dios mío! —exclamó Aitana consternada—. Jamás lo hubiese imaginado… ¡Qué tristeza!

—Tenían una niña pequeña que, por fortuna, ya había dejado en la guardería esa misma mañana —agregó.

—¿Entonces esa niña pequeña del retrato es su hija? —Aitana no lo sabía.

Lola asintió.

—Tiene cinco años ahora, pero de la tragedia hace casi cuatro años ya.

Aitana se marchó para casa de Hernández con el corazón aún más dolorido al saber aquello. Lo sucedido era suficiente para curtir el carácter de aquel hombre y que fuese complicado. No obstante, él era un honesto y justo y aquello lo había comprendido de la peor manera: dudando de él…

Cuando Aitana le mostró a Hernández el acuerdo de conciliación, quedó con la boca abierta y un par de lágrimas brotaron de sus ojos. La esposa estaba más feliz y no hacía más que agradecerle a Aitana por su buen corazón:

—¡Muchas gracias, señorita! —le decía—. ¡Es usted tan buena! ¡Ahora mismo voy a traerle un juego que recién hice!

—No tengo cómo pagarle, señorita Villaverde —le expresó Hernández—, ha sido usted un ángel.

—No me debe nada —respondió Aitana, con el corazón en un puño—, ha sido mi jefe, el señor Martín, quien ha logrado un acuerdo tan ventajoso para usted.

—Pues trasmítale mi agradecimiento, señorita. Lo vi una vez y me pareció un hombre honrado y bueno.

Eso era, después de todo. Aitana tuvo que admitirlo, ¡se había equivocado y mucho!

—Se lo diré, señor —le contestó.

Luego de tomar el jugo y de platicar par de cuestiones sobre el acuerdo, Aitana regresó al Bufete con la intención de disculparse con Germán, pero no lo encontró allí.

—Vino poco después de que tú te fuiste —le comentó Lola—, y me preguntó si le habías ido a llevar el acuerdo de conciliación a Hernández, cuando le dije que sí, no agregó nada más. ¡Es indescifrable! Se marchó sin decirme si volvería…

Aitana se pasó el resto de la tarde con un gran sobresalto, creyendo que volvería en algún momento, pero no fue así. Aquella situación le había generado una gran tensión y hasta que no se disculpara con él no podría estar en paz. Tenía su número de teléfono, pero no se arriesgó a llamarle, era algo estrictamente profesional que debía ser tratado en la oficina.

Al día siguiente, Aitana se levantó muy temprano y se fue al Bufete. Había dormido mal y no sabía cómo la recibiría Germán. Cuando entró al despacho, allí estaba. Había madrugado a juzgar porque ni siquiera Lola o el resto de los asociados habían llegado. En cuanto Germán la vio se levantó de su asiento —algo que no acostumbraba a hacer— y la hizo pasar. Aitana no demoró en ir a su encuentro. Luego de darle la mano —saludo demasiado formal—, tomaron asiento.

—Has llegado temprano —advirtió él.

—He querido venir a disculparme por lo que sucedió hace dos días. —Las palabras no le salían bien—. Lo he juzgado mal y eso es imperdonable, teniendo en cuenta que trabajo para usted.

Germán iba a interrumpirla, pero la dejó continuar.

—En mi defensa diré —prosiguió ella—, que tengo poca experiencia en cómo tratar clientes o en trazar la mejor estrategia. Es evidente que usted supo, desde el comienzo, cómo lograr lo que se proponía. Yo, en cambio, me cegué en mi apasionamiento, sin comprender que, con la cabeza fría, podría ayudar mejor a mi cliente.

—Has dicho bien —le dijo él al fin—, si crees que los años que llevo en la profesión me dejan impasible ante el sufrimiento y la necesidad ajena, estás equivocada. Hernández es digno de mi compasión, pero no acudió a mí en búsqueda de lástima, sino de una solución. Yo traté de hallarla y para ello tuve una larga conversación con Artigas, en medio de un almuerzo muy agradable, pero que no dejó de ser estrictamente de negocios.

—Sin embargo, cuando le pregunté si podíamos obtener lo que Hernández solicitaba, me dijo que no —le recordó Aitana.

—Jugué con las palabras —reconoció él—. Estaba disgustado porque me creyera capaz de lucrar a las espaldas de un cliente, faltando a mi ética y por ello, preferí que supiera la verdad una vez que tuviese listo el acuerdo. Me preguntó si podría lograr lo que Hernández pedía y la respuesta era no, porque logré más de lo que él había imaginado inicialmente. Le recordé a Artigas que podía perder mucho si no llegaba al acuerdo y lo logré convencer.

—Ha actuado con habilidad. —Ella estaba admirada—. Lo comprendí después. Ayer pensé haberme disculpado, pero no coincidimos y me fue imposible.

—Acepto sus disculpas —le dijo de corazón—. Espero que no me juzgue más injustamente.

—No lo haré. —Ella por un momento le sostuvo la mirada—. Si me permite, me marcho a mi oficina.

—Aitana. —Él le impidió marcharse, y era la primera vez que la llamaba por su nombre.

—¿Sí?

Germán le dio un expediente en las manos.

—Te agradecería si pudieras revisarlo y después darme tu criterio.

Ella asintió. Luego, antes de marcharse se quedó mirando la fotografía que se hallaba de frente a ella, en el despacho.

—¿Es su hija? —Se atrevió a preguntar, a pesar de que ya sabía la respuesta.

Germán se volteó para mirar el retrato.

—Sí, es mi hija —contestó—. Jimena.

—Es muy bonita —le comentó ella con amabilidad.

—Gracias —contestó él con cierta tristeza—. Se parece a su madre.

Aitana no se atrevió a indagar más, por lo que se dirigió a su oficina con el expediente, con varias emociones que no supo comprender.

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