Capítulo 16: La ética de un jefe
Aitana llegó a casa muerta de hambre, pero esperó a la cena para comer con sus padres y hermana. Su familia le preguntó cómo le había ido y ella, sin enjuiciar a nadie, se limitó a narrar la prueba que le había puesto Germán Martín.
—¡Qué desgraciado! —exclamó Amaia.
—Niña —le reprendió su madre—, no te expreses así, apenas lo está conociendo…
—Sí, es verdad —repuso Aitana—, pero no me agrada en lo más mínimo. Su padre, en cambio, era un señor encantador, siempre con deseos de enseñar y ayudar a las personas, no como él que a la legua se ve que es un antipático.
Su padre se quedó pensativo.
—Si supieras que creo recordarlo, fue de mis primeros estudiantes, una vez que terminé mi doctorado y comencé en la Universidad. Lo sé porque a su padre lo conocía, no somos muy cercanos, pero en el gremio todos se conocen. Pues bien, me parece que era un estudiante notable, muy inteligente. Sobre su carácter no puedo decir mucho, porque no lo traté con frecuencia.
—¡Qué casualidad! —exclamó Aitana—. De cualquier forma, no se lo comentaré, no quiero que piense que pretendo hacer méritos a costa tuya. Él ha leído mi ficha, así que es probable que sepa de quién soy hija.
—Haces muy bien en no decirle nada —le aplaudió su padre—, y por otra parte, te aconsejo que le tengas paciencia. Lo que ha hecho no es del todo reprochable, cariño, cada uno busca sus mecanismos de enseñar y es probable que dentro de un tiempo descubras que es una buena persona como su padre.
Aitana quiso decir que le parecía imposible, pero no dijo nada. Al término de la comida, se retiró a su habitación y revisó su teléfono, no había rastro alguno de Henri. Su corazón estaba triste… Luego del día que había tenido, hubiese deseado encontrar algún mensaje de él. Amaia la interrumpió, con una mirada interrogante.
—¿Has tenido noticias suyas?
Aitana negó con la cabeza, desalentada.
—No, ninguna.
—¿Por qué no le escribes? —le insistió.
—No creo… —dijo ella—, es mejor dejar las cosas como están. Yo siempre supe, desde el mismo comienzo, que nuestra historia era una locura.
Amaia no le replicó, sabía que cuando a Aitana se le metía algo en la cabeza, no había manera de disuadirla.
Al día siguiente, Aitana se fue al trabajo. Llegó temprano, conversó poco con Lola, para evitar ser reprendida, y luego se dirigió a su pequeña oficina. Unos minutos después, Germán Martín se asomaba por su puerta y le daba los buenos días.
—¿Puedes pasar por mi oficina, por favor? —le pidió.
Aitana se levantó de su escritorio y lo siguió. Él se percataba del hermoso juego de pantalón y chaqueta blanca que llevaba, hacía resaltar su caballera oscura y aquellos ojos tan atractivos.
Germán colocó delante de ella un expediente.
—Necesito que te ocupes de este caso. Se trata de una incapacidad por un accidente laboral. Es preciso que vayas a entrevistarte con el señor Hernández, que es el demandante. En estos casos, como bien sabes, la ley nos obliga a conciliar primero. Es importante que fijes con él cuánto estaría dispuesto a aceptar en esa conciliación…
Aitana asintió.
—¿Tienes coche? —le preguntó él.
—No, no tengo, pero puedo tomar el metro. Eso no es problema.
Él la dejó marchar y Aitana se fue del Bufete, por un momento agradeció estar al aire libre. Se dirigió hacia la casa de Pedro Hernández, un trabajador de sesenta años de una fábrica de ensamblaje de autos. La empresa no quería pagarle la cantidad de dinero que él pedía. En casa del señor Hernández le invitaron a pasar. Era una familia humilde pero muy agradable, a la esposa todavía le venían lágrimas a los ojos cuando hablaba de la condición de su esposo.
—¡Ojalá esto no hubiese sucedido! —decía—. La compañía lo ha tratado como si quisiera demasiado dinero, cuando no se dan cuenta que ha perdido una mano…
Hernández estaba más resignado, aunque firme en su posición.
—Mire, señorita —aludía, mientras su esposa le ofrecía agua a Aitana—, yo he trabajado toda mi vida en ese lugar. He ayudado a ensamblar miles de autos, y no fue mi responsabilidad esa explosión de una de las máquinas. Si no hubiese sido por mi intervención, que la apagué a tiempo, la cosa hubiese sido mucho peor. Sin embargo, por arriesgarme, me inutilicé mi mano derecha con la explosión, se puso totalmente negra y los médicos tuvieron que amputar. —Se notaba abatido—. Yo soy diestro, así que imagínese lo difícil que está siendo esta situación para mí…
—Lo entiendo perfectamente —apuntó Aitana—, pero para usted sería mucho mejor si llegáramos a un acuerdo conciliatorio. Los procesos en el juzgado son más costosos y dilatados, además de que la ley exige que primero se intente llegar a un acuerdo.
—Yo prefiero un acuerdo —dijo Hernández—, pero el maldito del Director, el señor Artigas, lo que desea pagarme es una miseria…
—Así es, Artigas lo que ofrece es muy poco, y nosotros necesitamos más puesto que con esta situación mi esposo no podrá trabajar más.
—Para eso estoy yo aquí —respondió Aitana, solidarizada con esta familia—, estoy lista para establecer con usted, los límites del acuerdo de conciliación.
Un rato después, Aitana se marchaba de la casa con una cifra estimada de lo mínimo que Hernández aspiraba a recibir. Con menos de eso, no llegaría a ningún acuerdo.
Cuando Aitana llegó al Bufete, era la hora de comida. Lola estaba sola y la invitó a un sitio cerca, para comer. Aitana no deseaba que le sucediera lo mismo de la vez anterior, así que accedió a comer con ella.
No se fueron muy lejos, sino que optaron por sentarse a las afueras de un bar para picar algo. En medio de su animada conversación, Aitana descubrió que de un elegante restaurante italiano que se hallaba enfrente, salía Germán con un hombre que ella no identificó. Lola se percató de que ella los observaba, así que le dijo con naturalidad:
—Es un cliente, creo. El señor Artigas —añadió—, ha venido a verle y luego le ha invitado a comer.
Aitana se quedó de piedra al comprender que aquel hombre era el Director de la empresa de ensamblaje, que no deseaba pagarle a su representado. ¿Era adecuado que Germán se mostrara tan afable con él y le aceptara su invitación. Los vio darse un abrazo y luego despedirse. Cuando los perdió de vista, le expuso a Lola sus temores.
—Él no es el cliente, es la contraparte.
Lola estaba asombrada.
—No entiendo por qué se comporta así —continuó Aitana—. Nuestro representado es un pobre diablo, cuenta con el dinero de la indemnización para pagarle al Bufete. ¿Soy yo, o es sospechoso que el señor Martín esté al habla y en esos términos con el Director de la empresa?
Tenía confianza con Lola y estaban fuera del Bufete, así que no temió verter su opinión.
—No conozco mucho al señor Martín y la verdad es que no me agrada —le confesó Lola—. Todavía no sabemos nada de su integridad… ¡El padre era un hombre intachable, si lo sabré yo! Sin embargo, debes tener cuidado, porque no podemos decir lo mismo de nuestro actual jefe. ¿Qué tal si acepta un generoso donativo del señor Artigas por una conciliación que le sea favorable a él y no a quién representa?
—Eso creí —asintió Aitana disgustada—, debe sacarle dinero a Artigas para luego convencer al pobre Hernández de que le conviene aceptar la suma que le ofrecen, aunque sea pequeña.
Luego de comer, regresaron al Bufete. A Aitana las dudas no la dejaban vivir, y cada vez más creía que Germán estaba jugando sucio. Se dirigió directamente a su oficina y allí lo encontró, abstraído mirando un retrato que estaba sobre su mesa: era una niña pequeña, ella lo había visto un tiempo atrás.
—¿Y bien? —le preguntó al verla—. ¿Has hablado con Hernández?
—Sí —contestó Aitana con seriedad—, y estos son sus números. —Le tendió una hoja con lo que pedía—. No aceptará ni un centavo menos.
Germán asintió, pensativo, mientras veía el papel.
—Por cierto —le comentó ella arriesgándose—, le he visto hace un rato en el restaurante italiano comiendo con alguien.
Él levantó los ojos y la miró, quizás sorprendido ante su curiosidad.
—Comía con el Director de la compañía para la que trabaja Hernández —contestó con sinceridad.
—Para la otra parte —apuntó ella con gravedad.
Germán le sonrió, advirtiendo por dónde venía Aitana. ¡Sí que era una muchacha osada!
—¿Me estás reprochando algo? —le instó.
—No considero oportuno que comiera con la contraparte. Hernández es un hombre de pocos recursos, pero es nuestro representado. Su situación es lamentable, ha perdido una mano y creo que debemos ayudarlo a obtener lo más posible en esa conciliación.
—¿Está insinuando, señorita Villaverde, que yo no estoy actuando según los intereses de mi representado?
Ella se quedó callada, sabía que había ido demasiado lejos.
—¿Cree obtener sin dificultad lo que Hernández solicita? —le preguntó a su vez.
—No —reconoció él—. No creo que logre obtener lo que él solicita…
Aitana estaba furiosa.
—¡No puedo creerlo! —exclamó disgustada—. ¿Está conforme con eso?
—Se vincula demasiado con los casos y con los clientes, señorita Villaverde y eso no es bueno —le respondió él, calmado.
—Ese hombre ha perdido su mano dominante, no volverá a trabajar, ha confiado en nosotros… ¿cómo quiere que no me involucre? —continuó ella molesta.
—Hagamos algo: redactaré el acuerdo de conciliación en los términos que he pactado con el señor Artigas. Mañana temprano se lo daré para que lo lleve ante Hernández y él le de su aprobación.
A Aitana le hervía la sangre.
—¡Jamás podré llevarle algo que le perjudique! —exclamó.
—Salga de aquí entonces —repuso él molesto también y levantándose de su asiento—. No deseo escuchar sus reproches ni un minuto más. Váyase y mañana temprano la espero, con la mente más fría.
Aitana se marchó del Bufete. ¡No toleraría trabajar más con un hombre que no cumple los sagrados principios de su profesión!
Sin embargo, cuando llegó a casa, no quiso contarle a nadie lo que le había sucedido, era demasiado privado y no era ni ético ni profesional hacerlo. Se acostó sobre la cama, revisó su teléfono y tampoco tenía noticias de Henri.
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