Capítulo 1: Encuentro en Museo de Orsay
Se conocieron en el Museo de Orsay en París, frente a "Desayuno sobre la hierba", el emblemático cuadro de Édouard Manet. La pintura se llevaba una pared completa y Aitana estaba tan absorta observándola, que no se percató del hombre que se hallaba a su lado. ¡Era impresionante estar en Orsay al fin! Tantas veces había soñado con visitarlo: ver las grandes pinturas de los impresionistas franceses y experimentar ese júbilo interior al ver una obra conocida fuera de una pantalla o un libro de arte.
Desayuno o Almuerzo sobre la hierba —como también se conocía por su título en francés—, era una pintura de grandes dimensiones: dos caballeros vestidos conversaban sentados en el césped de un paisaje boscoso —predominaba el verde—, en primer plano la comida que habían llevado para degustar. Junto a ellos, mirando hacia al espectador, una mujer desnuda y sentada también, junto a los caballeros que conversaban plácidamente. Al fondo de la pintura, en un camino del bosque, otra figura semidesnuda de mujer recogía algo del suelo. Sin embargo, no podía compararse con aquella dama en primer plano que, resuelta y muy dueña de sí misma, miraba sin avergonzarse de su desnudez.
Aitana se colocó un poco más en centro de la pintura, sacó su teléfono para realizar una fotografía —eran permitidas—, sin advertir al hombre que continuaba a su lado. Lo pisó sin contemplaciones, él emitió una queja... Ella, sin haberlo mirado si quiera, se precipitó al suelo a recoger su teléfono que en el incidente había dejado caer.
—¡Dios mío! —decía de forma audible—. Que esté bien, que esté bien... —repetía incesantemente, pues no podía darse el lujo de perderlo en ese momento y quizás las fotos del día anterior.
El hombre se agachó también y tomó la cartera de ella del suelo. En ese momento fue que sus miradas se encontraron. Él, un hombre de más de treinta años: un rostro muy atractivo, pelo castaño, una incipiente barba muy cuidada, unos profundos ojos azules... Ella, una joven recién graduada, una turista en París, como tantas otras...
—Lo siento —balbució ella, con el teléfono en las manos—. Creo que he tropezado con usted.
Su francés era correcto, y no se sorprendió cuando él le contestó en el mismo idioma, que parecía ser su lengua materna.
—No se preocupe —contestó con sobriedad, sosteniéndole la pequeña cartera.
Aitana se percató de que era muy alto, y se quedó unos segundos observándole, lo cual le resultó muy ridículo, así que se incorporó enseguida también.
—¿Su teléfono está bien? —le preguntó él con amabilidad.
Aitana ni siquiera lo había encendido. Eso hizo de inmediato y soltó un suspiro de alivio cuando comprendió que todo estaba en orden. Abrió la galería y sus fotos estaban todas allí.
—Sí —le contestó con alegría—, ¡está bien!
El sonrió por primera vez, le parecía muy agradable aquella joven, delgada y de pelo oscuro que tenía enfrente.
—¿Déjeme adivinar? —le preguntó—. ¿Primera vez en París?
Ella asintió avergonzada.
—¿Lleva mucho tiempo aquí? —prosiguió él con otra pregunta.
—Llegué el domingo en la noche y me marcho el viernes.
Era martes, así que le faltaba poco tiempo para regresar a su país.
—¿Dónde has estado? —volvió a preguntar él con curiosidad.
—La noche que llegué, quería ver el espectáculo de luces de la Torre desde Trocadero, pero estaba muy cansada y confieso que me fui antes de que comenzara... —No sabía por qué le decía todo aquello—. Ayer fui al Louvre, y de regreso tomé por los Jardines de las Tullerías, Plaza de la Concordia, Les Invalides, luego retomé la avenida de Campos Elíseos para llegar al Arco del Triunfo.
—¡Caminaste mucho! —exclamó él.
—Todavía me duelen los pies —admitió Aitana con una sonrisa, tan infantil, que le cautivó.
—Toma —dijo el hombre dándole la cartera y tomando el teléfono de ella sin pedírselo—, te haré una foto con la pintura de Manet. He notado que te ha gustado mucho... ¿Sabes que a Manet le criticaron en su época por su osadía con esta pintura?
—Lo sé —respondió ella—, me apasiona el arte.
—Ya veo que no vienes a los museos solo porque sí...
Ella volvió a sonreír y se colocó al lado del cuadro. Él le sacó dos o tres fotos y luego se las enseñó, a ver si le parecían correctas. ¡Qué hombre tan amable! —pensó ella mientras miraba sus fotografías—. Él iba a decirle alguna cosa cuando su teléfono comenzó a vibrar. Lo sacó de uno de los bolsillos de sus pantalones: vestía un jean y una camisa azul de mangas largas remangada.
Aitana se alejó unos pasos para no escuchar su conversación, pero tampoco quería alejarse lo suficiente de él. Temía que, si lo hacía, él se marchara y no volviera a verlo. ¡Se sentía tan estúpida! Para su alegría, el hombre se acercó a ella una vez más.
—Lo siento —se disculpó—. Era mi abuela, que está en el museo por una cuestión personal. —Le estaba dando más explicaciones de las que merecía—. Me pide le acompañe en la cafetería, ¿te gustaría venir con nosotros?
Aitana se debatía ante esa invitación. Tenía un itinerario justo, y todavía debía terminar de ver las pinturas.
—Lo siento —le respondió—, pero aún tengo mucho por ver y una planificación demasiado exacta, pero se lo agradezco.
Él la entendió.
—Henri Maunier —le dijo tendiéndole la mano—. Un placer.
—Aitana Villaverde —le contestó ella dándole su mano a la vez—. También ha sido un placer.
—¿Española? —le preguntó él en perfecto castellano.
—Así es —respondió ella con alegría, al escucharle hablar tan bien el español—. Soy Valenciana.
—¡Una tierra preciosa! —exclamó—. Yo nací aquí en París, pero tuve también una abuela española, y me gusta mucho el idioma. Hasta pronto, Aitana.
Ella le dijo adiós con la palma de la mano, preguntándose cómo podría ser realmente un "hasta pronto".
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