Capítulo 9: Eres lo que comes
—Te regalo mi Estrella, Lizzy Collins.
—No —respondió, llena de convicción.
—¿No? —Patrick frunció el entrecejo—. Hago toda una escena dramática, ¿y me vienes con un no? —Extendió aún más el brazo, rozando la nariz de la chica con la bola de luz sobre su palma—. Mira mujer, no tengo tiempo para tu heroísmo, acepta la maldita Estrella.
—Es increíble lo romántico e insufrible que puedes ser en una sola oración —comentó, echando la cabeza hacia atrás.
El labio de Patrick dio un tirón, estaba frustrado. El brazo comenzó a acalambrársele. Su paciencia (casi inexistente) se le había agotado.
—Elizabeth, estoy intentando salvarte.
—Y yo estoy negándote la posibilidad de hacerlo.
Patrick suspiró. Esa chica no tenía remedio.
—¿Es acaso un deporte arruinar las pocas veces en las que soy tierno? Porque de ser así, iré a conseguirte una medalla de oro.
Ella le sonrió ligeramente, mas fue suficiente para llenarlo de júbilo. Se perdió en el brillo de su mirada, en el mar tranquilo de sus ojos. Anhelaba tomar sus manos y no soltarlas. Soñaba acariciar su cabello largo durante las noches, hasta que ambos se quedaran dormidos en el mismo sofá. La quería para él, sin importar lo egoísta eso sonara. La necesitaba para sentirse vivo, sin importar lo apresurado que pudiese parecer.
La amaba con casta inocencia y sensual lujuria (más esto que lo otro). Era una especie de amor capaz a charlar sobre El principito durante los atardeceres, y de recrear una escena de Historia del ojo bajo el manto de cada noche.
Ella era arte. Era literatura; un ejemplar destacado en su biblioteca.
Se vio acariciando el lomo de aquella obra exclusiva; el olor que desprendía era embriagador. Podía perderse entre sus páginas, sonreírle a cada capítulo... ¿Existía una mejor historia de amor que irte a la cama con tu libro favorito? Su profesor de inglés tenía razón: la literatura y las mujeres eran drogas adictivas, pero necesarias en cantidades adecuadas. No se podía vivir de verdad sin alguna de las dos. Sería una vida monótona e insípida, aunque puede que feliz; pero una vez que las pruebas, ansias más y más. Patrick ya había entrado en el laberinto de las letras y los corazones rotos. Estaba atascado en aquel paraíso fatal.
Ya se le arrebató una vez la oportunidad de escribir una historia junto a su brillante y sensible Austen. Y ahora, tenía a una Verne justo frente a él. Una Verne, sí, porque su belleza parecía sacada de un antiguo libro de ciencia ficción. Una desquiciada idea ficticia que con el tiempo se volvió tangible. Una Julio Verne. O lo fue durante un precioso instante.
Su amor dejó de ser palpable, y se transformó en un final que entristecería al mismísimo Shakespeare.
El destino decidió unirlos por la brevedad de un suspiro, solo para que al separarlos su dolor pudiera ser eterno.
Se fijó en Elizabeth, quien en vez de responderle se había quedado mirando la Estrella como una tonta. No, no se trataba de eso. Ella se le quedó viendo sus manos.
—Ni siquiera lo pienses.
Al oír su advertencia, el rostro de la chica se ensombreció.
—No lo comprendo, Patrick. Primero me ofreces tu Estrella, luego me insultas por rechazarla, ¿y ahora te rehúsas a que toque tus manos?
—¿Por qué te haces la que no me entiende, ahora? Sabes desde el primer día que nos conocimos que soy así.
—¿Raro? —propuso con una sonrisa.
—Elizabeth, madura.
—Lo siento, dejaste abierta la puerta para bromear. —Tomó una actitud más seria—. Es solo que... no puedes ser así de, ¿cómo se le llama a alguien que dice algo y hace lo contrario?
—¿Me estás diciendo incongruente? —preguntó asombrado.
—¡Eso, exacto! —Confirmó Elizabeth en una exclamación—. Yo no puedo aceptar tu Estrella, Patrick. No pienso dejarte, ¿sabes por qué? —Él se cruzó de brazos, no pensaba responderle—. Porque nos prometimos que esperaríamos al otro. Me iré de aquí, cuando tú lo hagas, y será con mi Estrella. De lo contrario, estaría faltando a una promesa, cosa que yo nunca hago, y eso me volvería una persona incongruente. Como tú que dices que me quieres —de a poco, la voz fue quebrando, hasta el punto que tuvo que tomar aire para poder continuar—, pero no eres capaz de siquiera —parpadeó unas veces, lo suficiente como para permitirle a las lágrimas resbalarse por sus mejillas—... rozar las yemas de mis dedos con los tuyos.
Patrick quiso abrazarla. Disculparse. Golpearse por ser un idiota. Deseó besarla hasta que su pena se convirtiera en alegría. Pero sabía que no debía, y por mucho que le doliera verla así, se prohibió dejarse llevar por sus instintos y se mantuvo quieto, fiel a sus ideales. Pues, por mucho que anhelara sentir la piel de Elizabeth contra la suya, no podría perdonarse el posible daño que le causaría. Ya no compartían Energía.
Su contacto no los unía, los repelía. Los castigaba. Los lastimaba.
Pero, ¿no fue siempre así? Desde un principio hubo indicios de que sus cuerpos estaban condenados a electrificarse. ¿Cómo pudo ser tan ciego?
Compartían un pasado, mas no un futuro, pues el presente ya estaba advirtiendo que, el amor no es la solución.
Porque, algunas veces, el amor es el problema.
Y mientras pensaba aquella horrible conclusión, Elizabeth le robó un beso. Fue corto, lo suficiente como para querer más, porque se sintió como una sinopsis. Igual que cuando lees la contraportada de un libro promete una excelente trama, pero no tienes dinero suficiente para comprarlo y debes regresarlo al estante de la librería.
Vio a Elizabeth echarse de inmediato para atrás; palpó sus labios sutilmente con sus dedos, en un inútil intento por ocultar el obvio dolor que sintió. Patrick no sintió nada, ya no tenía tacto. Pero, ver a la chica que te roba el sueño, sufrir por tu causa, se sentía tan mal que por un instante, creyó tener dolor de cabeza.
—¿Es que no lo ves? —Le preguntó Patrick sacudiendo la cabeza—. Con los dos aquí, este lugar se vuelve un infierno. No podemos ser felices como quisiéramos, quedarte aquí es masoquismo en su máxima expresión. Con razón Zack y tú se enamoraron, estoy seguro que jugaban a "apuesto a que yo puedo lastimarme más que tú" cada sábado por la tarde.
Pensó que se molestaría. Que le gritaría. Que canalizaría para irse a otro Mundo. Que se pondría a llorar. Se dijo que había sido un completo imbécil al bromear sobre su relación. Ella y Patrick ya no estaban en guerra, no les quedaba nada más que el otro, ¿por qué echarlo a perder comportándose así? ¿Qué ganaba además de odio en su corazón? Necesita aprender a controlar su malgenio, o terminaría alejando a toda persona que quería...
Lo que nunca se le pasó por la mente a Patrick luego de sus palabras, sería que Elizabeth entrecerrara los ojos y frunciera la nariz.
—¿Zack? —Repitió confundida—. ¿Quién es Zack?
Si ambos fuesen una pareja corriente de adolescentes que discuten, Patrick podría haberse alegrarse por el hecho de que su novia olvidase a su ex, pero su relación distaba de mantenerse dentro de los cánones de normalidad impuestos por una sociedad carente de fantasía, en la que estaban condenados a vivir.
El pedacito de luz que se instaló en su corazón y que lo iluminaba cada día un poco más, se hallaba en riesgo de apagarse. Sin memoria, aquella flameante aventurera podía extinguirse en cualquier momento y, a su vez, oscurecer el interior de Patrick, quizá para siempre. Ya no se trataba de un simulacro, estaba pasando en realidad; Elizabeth podía ser desconectada.
Se acercó a ella hasta un punto en el que tocarse habría sido inevitable, pero se abstuvo de lo que sus manos clamaban por hacer. Pasar sus dedos por entre su cabello rojo, acariciar esa mejillita...
—¿Recuerdas cómo caíste en coma? —le preguntó, intentando no sonar aterrado.
Pero al ver el pánico comiéndola, no pudo contener su miedo mucho más. Tardó en hablar, pero ya sabía qué iba a decir.
—No... —susurró agachando la cabeza—. Yo no lo sé. —Alzó la vista y se le quedó mirándolo. Permanecieron sin decirse nada, mientras veían cómo los ojos del otro se volvían rápidamente rojos, luego vidriosos, y, finalmente, se llevaban de lágrimas.
—Tienes que irte, Elizabeth.
—Tú de verdad no me conoces si piensas que dejaré que sacrifiques tu vida por la mía.
—Piénsalo como un favor para mí, ¿sí? —Le suplicó Patrick juntando sus palmas bajo la nariz—. Déjame hacerte feliz, Pandita.
—Me haces tan feliz que a veces olvido lo desagradable que fuiste los primeros días. Pero no te dejaré hacerlo.
—¿Qué cosa? ¿Salvarte? —Resopló—. Oh, pero qué horrible persona soy.
—No —contestó ella frotándose los ojos—. De jugar al héroe y la princesa. —No supo qué contestarle—. ¿Crees que no me doy cuenta? Estás intentado quedar como el héroe que salvó a la chica.
—¿Y eso es malo? —preguntó molesto—. ¿Tan terrible es que un chico quiera salvarte? ¿Cuál es el maldito problema con las feministas del siglo veintiuno?
Dios, sonó igual que su padre.
—No discutiré más contigo, mi niego a aceptar tu Estrella. Punto final.
—Entonces yo no la usaré.
—Bien.
—Perfecto.
—Fantástico.
—Maravilloso.
—Fenomenal.
—Fantabuloso. —Elizabeth le alzó una ceja—. ¿Qué? Se me acabaron las palabras —se excusó Patrick encogiéndose de hombros—. Me rindo. Si prefieres quedarte aquí, y olvidar toda tu vida, hazlo.
—No lo prefiero... Me asusta... Yo, no lo sabía. Muero de miedo.
Y ahí estabas esos ojitos que la hacían ver a veces como una niña pequeña. Quizá su tamaño podía resultar intimidante, pues medía alrededor del metro setentaicinco, y puede que su mirada dura también, pero si hablabas un poco con ella, resultaba ser un adorable rollito de canela (casi todo el tiempo: ya había aprendido a no idealizarla tanto).
Necesitaba salvar a ese exquisito postre, sin importar lo dulce y original que fuera. En ese momento de completa desesperación, ideó un plan. Fue una idea que brotó de la nada, pero estaba seguro que ella aceptaría. Y, mientras sonreía por su asombrosa idea, los ojos de Elizabeth se volvieron blancos y calló al suelo. La primera vez fue escalofriante, mas la segunda había perdido su encanto. Por muy insensible que sonara, Patrick resopló, molesto.
—Si me hubieras hecho caso, esto no habría pasado —le dijo al amor de su vida, sin la menor pizca de amor. De todas formas, ella ya no podía oírlo.
*******
Se despertó de golpe. Tanto así, que al observar su alrededor todo le dio vueltas. Estaba desorientada y, por un segundo, olvidó dónde se encontraba. Como cuando te quedas a dormir en casa ajena y temprano por la mañana te asustas al darte cuenta que no estás en tu habitación. La única diferencia es que, en ese caso, terminas por recordar, en cambio ella, se asustó al no poder hacer memoria de lo que había pasado.
—¿Elizabeth?
Recostada sobre un montón de hojas en las profundidades de un bosque, la chica se percató de que no se hallaba sola. Muy por el contrario, había un sujeto de cabello amarillo que la miraba con una peculiar mezcla entre preocupación y desinterés.
Él la llamó por su nombre.
Ella no sabía quién era él.
Gritó.
—¿Elizabeth? —la volvió a llamar, ahora intentando acercársele, con ojos tan asustados que el miedo se evaporó. Él no era su enemigo, eso lo había dejado muy en claro.
—Lo siento —se disculpó poniéndose de pie hasta quedar a su altura. Jugó con su cabello antes de continuar—. Yo... no sé quién eres tú.
—No... ¡No! —bramó arrojándose al suelo de rodillas. Se pescó los rizos del cabello con las manos, y se lo comenzó a jalar.
Qué dramático, pensó.
Por supuesto que en ese entonces, Elizabeth desconocía la situación actual. Porque de entender el contexto, lo habría abrazado sin importar qué.
—¿Qué... qué ocurre? —Quiso saber—. ¿Quién eres tú y cómo llegué aquí?
—Estás muriendo.
—¿¡Qué!?
Y de pronto, chispas brotaron de sus ojos cafés.
—Pero sé cómo salvarte.
En ese punto, ella no entendía absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo. Sólo imagina que despiertas en medio de la naturaleza, sin saber nada más que tu nombre y aparece un chico de tu edad que te ofrece no morir. Porque, al parecer, lo estás haciendo.
*******
(No sé tú, pero yo me callaría y aceptaría la ayuda).
*******
Elizabeth también.
—¿Qué debo hacer? —preguntó resulta. No había tiempo para preguntas ni inseguridades.
El chico de cabello rubio y de grandes ojos, sacó algo de su bolsillo. De a poco, su mano se fue iluminando hasta que el objeto se reveló por completo. Elizabeth abrió la boca, claramente asombrada por la belleza y fragilidad de la luz que flotaba sobre la palma de la mano del chico. Pero no era simplemente, luz. Se trataba de un conjunto de diminutas lucecitas blanquecinas, que se movían de un lado a otro, formando una bola rodeada de lucecitas largas como patas y rellena con puntitos que se movían. Recordó cuando era pequeña y veía las estrellas desde el alféizar de su habitación con su gato, Quince. Fue un flashback momentáneo, de únicamente esa escena en particular, pero eso bastó para que su lado sentimental aflorara. Ella adoraba ver las Estrellas, y...
¡Otro recuerdo! Ella siempre pedía una para su cumpleaños, imaginando que algo exactamente como lo que tenía frente a ella llegaría envuelto y con una cinta amarilla. Aquella luz sobre la mano de él, era cómo se imaginaba que una Estrella sería si pudiera tocarla.
Recordó eso. Recordó cómo se pensaba con la inocencia de un niño. Pero, ¿cómo la salvaría?
—¿Eso evitará que muera?
—Así es. Solo unos pocos afortunados tienen acceso a una Estrella y pueden salvarse.
O sea que eso sí era una Estrella. Mas no fue eso lo que le importó.
—¿Y no tienes otra?
—¿Para qué?
—Para ti. ¿Tú no estás en peligro de muerte?
El muchacho sonrió muy relajado, lo suficiente como para que Elizabeth se tranquilizara.
—Yo ya me salvé. Estoy bien. Antes de que desmayas... estabas por usarla para salvarte. Te llevará a casa, te llevará a tu familia.
—Pero entonces tú te quedarás solo —repuso Elizabeth preocupada. No lo recordaba, pero le dolía que ese sujeto tan gentil con ella se quedara ahí.
Él se mordió el labio.
—Soy la mejor compañía que puedo tener —contestó sonriendo de medio lado—. Me caigo muy bien.
Pero eso no la convenció. Algo en su interior le decía que no estaba bien.
—¿No podemos usarla los dos?
Los ojos del chico se abrieron como platos, seguramente había dicho algo descabellado. Pero sintió que usualmente ella hacía eso, por lo que se consoló medianamente.
—Es algo demasiado arriesgado.
—Pero... no me parece que debería dejarte aquí. No te conozco, pero siento que no debería. ¿Qué somos en realidad? —inquirió con interés.
Se tardó en responder.
—Como buen lector nos definiré como protagonistas del Romanticismo —dijo finalmente.
—¿Qué?
—Tragedia enamorada.
—Oh.
—Eso es todo lo que debes saber —le tendió la estrella—. Ahora, sálvate.
—Pero usémosla ambos. Intentémoslo.
—Aun sin memoria, eres testaruda —reveló el chico mordiéndose el labio—. Está bien, hagámoslo.
—¿Y cómo funciona? —Preguntó Elizabeth.
—Eres lo que comes —respondió él con una sonrisa—. Una amiga, que ya está a salvo me lo explicó. Te la metes en la boca y dejas que la luz te absorba desde dentro.
—¿Y luego?
—Luego despiertas.
Elizabeth echó la cabeza hacia atrás, ¿cómo que despertaba? ¿Eso significaba que estaba soñando? Pero uno nunca sabía cuándo se trataba de un sueño y cuándo no... Tal vez poseía un súper poder que le daba la capacidad de distinguir la realidad palpable de la realidad onírica.
Se dijo a sí misma que despertaría y no hizo más preguntas. Sólo estaba durmiendo.
Sus dedos fueron tocando la bola de luz lentamente, sintió los cosquilleos de las luces que se enredaban en su brazo como lianas; subías y subían, iluminando cada rincón de su piel que tocaban. El chico hizo lo mismo. De pronto, todo el paisaje que la rodaba era blanco.
—A la cuenta de tres, te la echas a la boca —ordenó el chico, lo único identificable en medio de la nebulosa luz. "Partió" el objeto en dos y le entregó una parte—. Uno, dos, tres. ¡Te amo y lo siento! No podemos ser los dos.
Pescó su pedazo y se lo plantó en el corazón, iluminándole el pecho.
Ella sólo alcanzó a ver cómo caía al suelo y se quedaba lejos, en un lugar que ella no recordaría.
Luego, vino la oscuridad.
*******
—¡Uno! —Gritó Victoria con júbilo.
Ingenuamente, creyó que ganaría.
Corrió la vuelta hasta llegar a Nick, quien jugaba antes que ella. Él le sonrió con malicia, casi como si hubiese estado esperando ese momento durante todo el juego.
—Lo lamento, mamá.
—No te atrevas —le advirtió Tori.
Y puso la carta al centro.
—¡Más cuatro yo te elijo! —se burló Connor. Le chocó los cinco a su hermano por encima del maso que estaba al centro de la mesa de madera en la sala de estar.
Victoria se cruzó de brazos.
—Anda mamá, sólo son cuatro cartas —le dijo Savannah con buen humor—. Todos sabíamos que no ibas a ganar.
—Mis propios hijos, yéndose en mi contra —dramatizó Tori llevándose una mano a la frente, como si se estuviese midiendo la fiebre—. ¿Qué sigue? ¿Mi esposo pasándole las cartas bajo la mesa?
David alzó las manos en señal de inocencia.
—¡Daniel tuvo la idea!
—¡Hermano! —Lo regañó Daniel golpeando la mesa—. ¡Eres un bocón!
—¡Sólo recoge las cartas, mujer! Acepta tu derrota —dijo Caitlin de modo burlón.
—¡Mamá pierde! —se río Emmet poniéndose de pie sobre la alfombra para poder tener un panorama de lo que estaba ocurriendo en la mesa del centro, pero desistió de la idea y volvió a jugar con sus muñecas en el suelo.
Victoria se levantó del sofá, y señaló a su traidora y tramposa familia con el dedo.
—Tú, tú, tú, tú, tú y tú están castigados.
—Pero yo no he dicho nada, mamá —se defendió Alexia.
—Y nosotros ni siquiera somos tus hijos —dijo Daniel apuntándose a sí mismo y a su hermana, Caitlin.
—Por supuesto que no, cuñadito. Mis hijos son lindos.
—Du hast das nicht gesagt, meine liebe! —bramó levántandose al igual que ella.
—Uhhhh —comentó David—. Kampf, Kampf, Kampf!
—Blut! —pidió Connor.
—Nein! Besser eine Blutschuld —propuso Dominic con esa sonrisa de medio lado, característica de él.
Y, entonces, todos se echaron a reír...
Excepto, Patrick, que los hizo callar.
Victoria, David, Daniel, Caitlin, Savannah, Dominic, Connor, Alexia e incluso Emmet voltearon a verlo, pero su hijo ya había vuelto la vista a la lectura. Se abstenía siempre de participar con la familia, encerrándose en un libro todo el día.
Habrían dejado a Patrick continuar con Granja de animales y vuelto al juego, de no ser por el timbre. Todos los integrantes de la familia se miraron con escepticismo. Nadie, nunca, tocaba el timbre en esa casa. Simplemente entraban, pues los conocidos sabían que la puerta nunca se encontraba cerrada con llave. Y, los desconocidos, no tendrían por qué viajar al fin del mundo a una casa de una familia con la que nunca habían hablado. Lo bueno de vivir lejos, era que se salvaban de los religiosos y de los vendedores de aspiradoras. No sabía cuál de los dos resultaba un mayor dolor de cabeza.
—Yo iré —dijo Victoria.
—¡Esa es la mujer que yo amo, tesoro!
—Eres un holgazán, David.
—Es que encontré una posición muy cómoda, y si me levanto me temo que nunca vuelva a hallarla.
Victoria le rodó los ojos y se encaminó a la puerta, mientras oía por detrás, a su familia reír, y guardar el juego de cartas para sacar el Pictonary. Sonrió. Amaba pasar cada día de su vida con ellos.
—¡Buen día! ¿Puedo ayudarte en...?
El dos rojo de su mano cayó lentamente hasta el suelo.
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Eli se quedó muda.
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Victoria no pudo decir palabra.
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Patrick no le dio importancia al desconocido visitante (nada ni nadie era lo suficientemente importante como para interrumpir su lectura) y pasó la página, dispuesto a proseguir el nuevo capítulo. Pero qué buen libro.
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Ahí estaba.
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Su hija.
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Su madre.
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Sangre de su sangre.
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La mujer que le dio la vida.
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Abrió la boca.
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Mostró una sonrisa.
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Cayó una lágrima.
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La vista se le nubló.
Y la abrazó.
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Fuerte.
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Con alegría.
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Desconcertada.
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Llorando a mares.
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—Mamá...
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—Lizzy.
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