Capítulo 19: Lo que Dios une, el humano lo destruye (Parte 1)
Dylan creció pensando que había nacido con alguna especie de falla, pero tardó años en averiguar qué clase de desperfecto lo volvía distinto. Sabía que algunos niños eran ciegos, otros tenían síndrome de Down y no faltaban los que confundían los colores; y a pesar de sus diferencias, lograban adaptarse lo mejor posible a la sociedad. Él siempre los admiró y sintió, quizás, hasta una pequeña pizca de envidia, pues sabía que, sin importar lo mucho que se esforzara por aparentar ser normal, nunca llegaría a sentirse como tal.
A los seis años, la mayoría de los niños pedía una pista para autos; Dylan quería la muñeca a las que podías cambiarle el peinado. A los nueve años, todos en su clase estaban profundamente enamorados de Dakota O'Shea; Dylan la rechazó cuando la chica se le declaró detrás del edifico de música... No fue hasta poco antes de cumplir los trece que descubrió por qué siempre se había sentido tan... desincronizado. Específicamente, lo supo en enero del 2009, fecha en la que su mejor amigo intentó cortarse las venas por primera vez.
John no había asistido a clases el día anterior, así que Lauren y él decidieron ir a la escuela secundaria y preguntarle a su hermana qué es lo que le había ocurrido. Si bien querían a John como a su propia familia, sus padres les tenían estrictamente prohibido ir a su casa, alegando que vivía en un barrio muy peligroso. John tampoco dio señal de querer recibirlos en todo el año que llevaba siendo amigos, así pues, nunca se enteró del verdadero motivo por el cual jamás pidieron juntarse en su casa.
Montaron sus respectivas bicicletas y pedalearon hasta la entrada del instituto académico. El frío de Seattle se hacía notar: El clima era húmedo, anunciaba que una lluvia estaba por aproximarse. Dylan se cubrió la boca con la bufanda que se había tejido el día anterior mientras que Lauren se abotonó el abrigo negro que traía puesto.
—¡Ahí está Lily! —Señaló a la chica con entusiasmo.
Dylan le atajó la mano.
—Es de mala educación apuntar con el dedo, Lauren.
—Ay, son un año mayor que uno y ya se creen dioses —respondió cruzándose brazos.
—Eres del noventa y ocho y yo del noventa y seis. Eso me hace mayor que tú por dos años, y por ende, tu Dios supremo.
—¿Qué significa "por ende"?
Dylan le revolvió el cabello, desordenándole la cola de caballo. Lauren odiaba cuando le tocaban el pelo, así que este no perdía la oportunidad de molestarla.
Salió de donde estaban las bicis aparcadas y se acercó a la hermana de su amigo, quien se había quedado charlando con unos amigos.
—Eh, ¡Dylan! —lo llamó a modo de saludo apenas lo vio acercarse—. ¿Cómo estás?
—¿Qué le pasó a John? —Lauren no sabía ser discreta.
Lily ladeó la cabeza con notoria confusión debido a la pregunta.
—No lo he visto desde que fue a la escuela esta mañana. —Se dirigió a sus amigos—. Los veo en la parada de autobús.
Los adolescentes se despidieron y alejaron, cosa que no tranquilizó en lo absoluto a Dylan. Porque, cuando se trataba de John, lo único que Dylan sabía hacer era preocuparse y, en esporádicas ocasiones, se daba el lujo de reír. Le habría encantado vivir en un universo donde solo riera con él.
—No vino a clases —anunció Dylan rascándose la nuca—. Creíamos que estaba enfermo...
La mirada de la hermana se ensombreció.
—Váyanse a casa —ordenó Lily.
Dylan y Lauren le sostuvieron la mirada de manera desafiante.
—No —dijeron al unísono.
—Si John está en peligro queremos ayudar —dijo Lauren decidida.
—El mayor peligro de John es él mismo.
Y así sin más, sin explicaciones ni despedidas, Lily salió corriendo hacia vaya a saber Dios dónde. Los amigos no alcanzaron a reaccionar, y para cuando decidieron ir tras ella, ya estaba fuera del mapa.
Esa noche, Dylan no pudo conciliar el sueño. Se quedó jugando Mario kart en la nintendo, pero cuando Lauren se desconectó, él dejó la consola portátil sobre la mesita de noche y se quedó sentado, con las manos sobre las rodillas y un nudo en el corazón hasta que faltaron cinco minutos para que su alarma sonara. ¿Por qué de pronto el aire se sentía tan pesado?
Cuando ya eran casi las cinco de mañana se levantó para marcharse al templo. Siempre asistía, sin excepciones; se dijo que tal vez podría rezar por John allí. Dios ayudaba, ¿no? Dios escuchaba. Dios amaba. Se lo repetía una y otra vez frente al espejo, al mismo tiempo que se esforzaba por ocultar las profundas ojeras con un poco de maquillaje. Aunque no supo qué sería peor, pues si bien sus padres no aprobarían en lo absoluto que se hubiese quedado en vela, tampoco les encantaría la idea de que su hijo varón usara corrector de hombre. Porque el maquillaje era utilizado por mujeres y hombres que aparentaban serlo.
La principal razón por la que habían mudado casi un año atrás, se debía al supuesto mal ambiente en el que Dylan se estaba criando. Según escuchó a su papá decir, San Francisco no era un lugar apropiado para los niños; los homosexuales estaban más y más presentes en las calles, y eso no era aceptable. Los hombres no se amaban. Las mujeres tampoco.
Porque eso no era de Dios.
Estaban enfermos, y la enfermedad podía tornarse contagiosa.
El labio le tembló ligeramente; no pudo tomar el control de su mano, que no paraba de agitarse cada vez que intentaba acercarse al ojo. Desistió de la misión y escondió el lápiz dentro de la funda de su almohada, dispuesto a reunirse con el resto de sus compañeros mormones en la casa del Señor. Quizás, lo que más le gustaba de toda su fe, se resumía a tener a alguien a tu lado, quien, sin importar qué, caminará junto a ti.
Él sabía que Dios lo amaba aun con maquillaje y sin haber dormido nada. Y por un brevísimo instante a la edad de diecisiete años, Dylan habría de creer que sus padres también lo amaban por sobre todas las cosas en la tierra, sin embargo ya sabemos que terminó expulsado de su propio hogar, bajo el simple argumento de que su amor no era más que una enfermiza obsesión producida por el diablo, pero consensuada por él.
Se despidió amablemente de su papá, quien se encontraba enlistado las actividades de la Iglesia durante esa semana; el hombre le sonrió afablemente y le brindó un beso en la frente, como todos los días.
El trayecto de la casa al templo era considerablemente largo, pero Dylan prefería caminar bajo el helado manto de Seattle, ver los postes de luz iluminar el camino y adentrarse en el parque que quedaba a la pasada. Aún recordaba el llanto de desolación que el pasado febrero lo obligó a inmiscuirse por entre los árboles para hallar al responsable de esa tristeza; la sola imagen le oprimía el pecho, pues el niño tras esa pena era ahora su mejor amigo. A nadie le gusta saber que su mejor amigo se encuentra en un estado de sufrimiento. Te hace sentir inútil, impotente. ¿Cuál es la gracia de la amistad sino ayudar a aliviar el dolor de tus personas favoritas?
Durante un brevísimo instante, pensó en ir a casa de John; no podía quitarse la idea de que algo horrible le había pasado. Agitó la cabeza y siguió caminando, regañándose por siquiera pensar la posibilidad de faltar a una reunión. Por supuesto que, de saber que a unos pocos kilómetros de donde se encontraba, John yacía inerte sobre su propio baño de sangre, Dylan habría partido volando.
Quizás el diablo sí se hallaba oculto en su interior después de todo.
Más aún, cuando se enteró al día siguiente de lo ocurrido con John. En ese momento, él no tuvo cabida para nada más que para odiar. Al mundo, a la gente, a la vida. ¿Cómo era posible que Dios permitiese que un ser humano tan bueno como era John padeciera tantos males?
Así, con el demonio cavando por entre sus huesos, los tres amigos fueron creciendo y volviéndose cada vez más inseparables.
Dylan no tardó en volverse conocido apenas pisó la entrada de la secundaria. Se esparció la noticia de que estaba soltero, y todas las chicas suspiraban al verlo pasar. Todas anhelando ser su novia, pero a sabiendas que no tenían oportunidad. Primero, porque era imposible e impensable encontrarlo solo, sin su constante escolta, y segundo, debido a que se trataba de un chico inalcanzable para cualquiera de ellas. Era cortes, divertido y tan atractivo que parecía una broma de mal gusto. Dylan, consiente de sus atributos tanto físicos como psicológicos, no ignoraba el hecho de que tenía a toda la escuela —incluyendo a profesoras—, encaprichada. Comiendo de la palma de su mano.
¿Por qué un chico tan increíble se juntaría con ese chico tan poco agraciado?
Aquella pregunta resonaba con el eco de las pisadas cada vez que los dos amigos recorrían los pasillos. Dylan los ignoraba, pero John...
*******
John fue perseguido por esa inquietante duda cada noche en vela, cada viaje en autobús, hasta que llegó un punto en el que no pudo soportarlo más y lo enfrentó.
Él y Dylan salieron del laboratorio y se dirigieron a la cafetería por algo de comer. John llevó un sándwich que la familia de Lauren le había preparado la noche anterior, mientras que Dylan sacó su almuerzo vegano libre de gluten.
Un grupo de chicas pasó por su lado cuchicheando como si no se escuchase lo que comentaban en voz baja.
—Parece un vagabundo.
—De seguro es su acto de caridad.
John sabía de quién hablaban; mordió el pan con rabia, pasando a llevarse la boca. Se tragó la sangre y las ganas de responderle. Todos los días lo mismo.
—Sé que solo han pasado unos meses, pero se nota mucho la ausencia de Laury, ¿no te parece? —le comentó Dylan haciendo caso omiso a las chicas—. Espero le esté yendo bien en la primaria.
—Es la desventaja de tener un amigo un año menor. Piensa que nos iremos a la universidad sin ella, vaya alivio, ¿no? —respondió John con una sonrisa burlona.
Se tragó la rabia, justo como su hermana le enseñó.
—Bueno, es tu culpa en parte. Tú fuiste el que se hizo amiga de ella primero, yo llegué nada más que como un forastero.
—No digas eso, eres genial, increíble, y tan amigo mío como de Laury —le contestó John asombrado. No tuvo palabras para describir todo lo que era, pero espero que eso bastara para convencerlo.
—Mejor amigo —le corrigió Dylan.
—Hasta la muerte.
—Y cuando muramos, seremos mejores amigos fantasmas.
—Y penaremos juntos.
Ambos chicos se sonrieron, sin embargo John estaba lejos de encontrar la leticia que muchas veces aparentaba experimentar. En un arrebato de impotencia, le preguntó:
—¿Me lo prometes?
—¿Qué cosa?
—Que no me dejarás.
Dylan ladeó la cabeza, casi como si hubiese oído mal, o no hubiese captado la idea del todo, pero su amigo sabía que siempre ladeaba la cabeza para demostrar desconcierto.
—Johnatan Drew Evans, eres el único chico que vale la pena en toda esta escuela, ¿por qué clase de tonto me tomas?
—Todo el mundo dice...
Dylan lo tomó por la muñeca.
—El mundo no sabe nada —lo interrumpió con una sonrisa.
John se apartó violentamente de su amigo. El corazón tuvo la disposición de salírsele, así que reunió todas las fuerzas que tuvo para responderle antes de que viniese alguien y le robase el poco oxigeno que sentía en el aire. ¿Por qué de pronto las manos le sudaban?
—Es fácil para ti decirlo. El mundo está a tus pies.
—Pero a mí no me interesa el mundo —debatió Dylan, claramente herido—. Me interesa mi mejor amigo. ¿Qué tengo que hacer para que me creas?
—Nada, sí te creo.
Estuvo por agregar algo más, pero se distrajo con Jack y Nate, dos compañeros de clases que, unos metros más allá, se estaban dando la mano. Arrugó la nariz, pues le incomodaba profundamente tener que ver esa escena, pero no podía quitar los ojos de encima. Parecía morbo; observaba con asco y curiosidad, como quien se queda mirando el cuerpo sin vida de un chofer en un accidente automovilístico. Dylan, seguramente intrigado, volteó para ver.
—¡Lo supe desde la primaria! —exclamó emocionado; se dirigió a John—. Lauren me debe tres dólares y un helado.
—Ahora se están besando —fue todo lo que dijo.
—¿Genial, no? Era evidente, iban para todos lados juntos, parecían pareja.
La mandíbula de John se tensó.
—Nosotros hacemos eso.
—¿Y qué tiene?
—Pues que no somos pareja. ¿La gente cree que sí?
—No lo sé, John, ¿qué importa lo que el resto piense?
—A mí me importa. Es a mí a quien dicen vagabundo, no a ti, Señor Perfección.
—Oye, ¿cuál es tu problema?
—Estoy cansado de ser tu sombra —comenzó diciendo John; ahí estaba, la bomba.
—¿Se puede saber de dónde vino todo esto? —inquirió Dylan preocupado.
—¿Crees que no escucho lo dicen de mí?
—John...
—Que soy sólo el nerd de las computadoras.
—John...
—Que soy tu obra de caridad religiosa.
—Para...
—Que no merezco estar contigo.
—Por favor, John...
—Que soy un pobre indigente.
—Sabes que no es cierto...
—¡Lo que menos necesito ahora es que me empiecen a tildar de gay! —gritó a todo pulmón poniéndose de pie.
La escuela quedó en completo silencio. Todos los estudiantes mantenían sus ojos fijos en John, pero éste ya había absorbido por el cólera, estaba ciego de rabia, y en todo lo que podía pensar era en lo horrible que su vida se estaba volviendo. Sin importar qué, siempre algo le salía mal. Era señalado en la escuela por sus compañeros, y era golpeado en casa por sus padres. Estaba cansado. Estaba harto. Quería acabar con todo.
Esa noche, intentó suicidarse por segunda vez.
*******
Solo entonces Dylan se dio cuenta de lo imposible que sería llegar a ser un día como Jack y Nate. Ya había comprendido que lo que sentía por John no era lo mismo que sentía por Lauren; las piezas de su infancia encajaron. Entendió por qué nuca le atrajo una chica, descubrió por qué quiso fundir su alma con la del pequeño niño del ojo morado y la sonrisa alegre; ahogó el grito en su almohada, dejando caer el corrector de maquillaje y, con él, su máscara por tantos años. La verdad había salido a flote: estaba enamorado de su mejor amigo.
En contra de todos sus principios de honestidad, Dylan llegó a la resolución de crecer con ese secreto, hasta que estuviera listo para decírselo. Debía, también, comentárselo a sus padres, pero ese era tema aparte.
Los años fueron pasando, y la verdad en su interior escocía cual herida abierta bañada en limón. Pegó los trozos de su corazón roto apenas se enteró que John estaba saliendo con una chica; no duró mucho en realidad, fue una relación de poco más de un mes, pero lo suficiente como para que se distanciaran. Dylan, desesperado por recuperar a su mejor amigo, no sabía de qué forma idear un plan para volver el tiempo; Lauren lo detuvo, le dijo que John se merecía ser feliz, incluso si eso significaba con personas que no fueran ellos.
Pero yo puedo hacerlo feliz, sólo pido una oportunidad, pensaba en su mente.
A los dieciséis años, John atentó contra su vida una tercera vez. Según parece, su padre había abusado físicamente de Lily. Su hermano no pudo soportarlo y se preparó un cóctel de pastillas.
La diferencia de las veces anteriores, se debió a que fue Dylan quien lo encontró en vez de Lily.
Ya llevaban varias semanas sin hablarse, cuando Dylan oyó el llanto camino al templo; justo como años atrás. No le importó su maldito orgullo, ni que John estuviera distante, porque algo le pasaba y él podía ayudarlo.
Partió corriendo al parque y se detuvo en seco al verlo bebiendo un brebaje de alcohol; lo iluminó con la linterna de su celular.
—¿John? ¡John, Dios mío santo!
Su amigo intentó levantarse y huir, mas Dylan se abalanzó sobre él con tanta desesperación que parecía el mismísimo Romeo encontrando a Julieta en su lecho de muerte. O tal vez al revés. En realidad Dylan no era muy bueno para leer historias de amor, así que no se sabía el final, pero se entiende el punto.
Pensó en abrazarlo hasta que ambos no fueran más que polvo y el sol una estrella muerta. No obstante, actuó como si en su vida pasada hubiese sido una enfermera profesional, lo cual era ridículo de pensar, porque cualquiera que conociera a Dylan sabría que le tenía pánico a las agujas, a la sangre...
Se tragó el asco y le metió dos dedos en la garganta a su mejor amigo. Y ese, por irónico que suene, es el mayor acto de amor que jamás mostró. ¿Besó antes? Por supuesto. ¿Tuvo citas? Incontables. Pero meter la mano hasta el fondo de la boca de alguien, con el propósito de hacerlo vomitar y evitar que se muera, es de lo que realmente se trata el amor.
—¡Escúpelas de una vez, maldita sea!
Dylan nunca maldecía. El ambiente era tenso, y le gritaba llorando; no podía contenerse. Temblaba como un gato mojado, incapaz de hacer que John vomitara. El chico comenzó con arcadas y terminó por vomitar encima de Dylan.
Dylan jamás se ensuciaba la ropa, pero no pudo importarle menos. Lo abrazó con fuerza, y le acarició el cabello; era insoportable, no poder besarlo era insoportable.
—Todo va a salir bien —le prometió.
Llamó al 911. Le hicieron un lavado de estómago. Él espero todo el día en el hospital.
Dylan se perdió, por primera vez, una reunión de la Iglesia; el reto que le llegó de su padre no fue ni la mitad de doloroso que la reacción de John al enterarse de la verdad.
Fue pocas semanas después del alta de John. Dylan y él habían vuelto a ser inseparables, aunque ninguno había sacado el tema del intento de suicidio a colación. Por aquel entonces, Dylan se había estado mensajeando con el capitán del equipo de natación de su escuela. Resultaba increíble la cantidad de homosexuales encubiertos que existían. Ambos habían salido un par de veces, siempre en secreto, pues el chico aparentaba más masculinidad que un leñador de hombros anchos, y se mantenía reacio a no revelar su orientación sexual. A Dylan le pareció bien. El simple hecho de poder besarse con un chico lo liberaba. Claro que, cuando hacía reír a John, cuando compartían un abrazo... las cadenas regresaban. El yunque lo aplastaba. Volvía a ser esclavo de su secreto.
—John necesito decirte algo —le anunció un día cualquiera mientras se encaminaba al cine—. Pero tienes que prometer que nada va a cambiar.
—¿Qué podría cambiar?
—Nuestra amistad.
—Eh, ¿cuántas veces debo decirte que lo siento? Lo de alejarme hace un tiempo fue una estupidez, fue... fue miedo de un tonto rumor.
El pánico se clavó en el palpitante corazón de Dylan.
—¿Rumor? —repitió inseguro—. ¿Cuál rumor?
—De verdad, Dylan, no es nada. Ahora que lo pienso suena hasta ridículo.
—Quiero saber.
—Cómo sea. Julia, la chica con la que salí me dijo que Ana le dijo que Cristina había oído a Margaret decirle a Rosse que se asombró mucho cuando le dije si quería salir conmigo, porque pensaron que nosotros dos... que teníamos algo. —Soltó una risa—. ¿Ves, es una estupidez? Sólo porque no hayas salido con nadie, no significa que seas... Nada más lo dijeron de celosas porque no les haces caso.
—¿Que yo no sea qué, John? Termina la frase.
—Dylan, ¿qué te pasa?
—Termínala.
—¿Por qué?
—Porque sí lo soy.
John se pellizcó la nariz.
—No bromees, Dylan.
—No lo hago. Estoy saliendo con un chico, John. Lo soy. —La herida se cerró—. Soy gay.
—Pero tu... tu padre... ¿Sabe tu papá? —John parecía fuera de sí. Tenía los ojos tan abiertos que asustaría a cualquiera—. Esto, no... ¡Esto no está bien! Tú, tú mejor que nadie sabes que no me agradan... no me gustan...
—John, crecí contigo señalando a las parejas homosexuales con desdén. ¿Crees que es fácil para mí decírtelo?
—Yo no puedo...
—Ayúdame a hacer esto más fácil, ignorado lo que te dije, ¿sí? Sigo siendo la misma personan.
—No. No lo eres. —Dio un paso fuera de la fila—. Todo esto ... —se agarró la cabeza—, todo está...
—¿Está jodido? —propuso abatido—. Por supuesto que sí. ¿Piensas que no lo sé? ¿Sabes siquiera lo difícil que es para mí revelártelo? ¿Vivir con ello? ¡Por, Dios! Mi padre vive de la iglesia. ¡Soy mormón, Dios mío! Lo más probables es que no lo acepte, que no lo entienda, que me señale como un bicho raro. Quizás intente cambiarme, pero no puedo. No amo a las chicas.
—Basta —lo interrumpió con la voz dura—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué me dices todo esto de pronto?
—Crecí junto a mi mejor amigo en todo el mundo, incluso lo salvé de que se matara, ¿sabes por qué? —Cerró los ojos un momento y, cuando los abrió, se veían rojos por el llanto que se aproximaba—. ¿Sabes por qué rechacé a todas las chicas y preferí estar con él? Me lo he guardado por años. Lo vi hacer comentarios negativos acerca de los homosexuales, oí cuando se autoproclamó homofóbico, pero me quedé a su lado. ¿Sabes por qué? —Su mejor amigo negó con la cabeza—. ¡Yo lo sé! Y tú vienes, y me preguntas qué quiero... Cuando la respuesta es tu propio espejo. ¡A ti, por supuesto! Es a ti a quién quiero desde los doce años. A mi mejor amigo, quien odia a las personas como yo. A él. Eso es lo que quiero, nada más. Y sé, que nunca podrá ser así. Pero por lo menos, se merecía mi honestidad. Mereces saber que no hay nadie más en esta vida que te ame como yo te amo a ti.
Él no dijo nada, simplemente le gritó y salió furioso del centro comercial.
Creyó que nada más sería una discusión, pero esa misma noche, su amigo intentó quitarse la vida por cuarta vez. Y sabía que había sido su culpa.
Afortunadamente ambos llegaron, luego de muchos tropezones, a un final feliz. Pero si creían que ese sería el final de verdad, estaban tristemente equivocados.
La vida les tenía preparado males aún peores; quizás algunos imposibles de superar.
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