Capítulo 18: Cómo descongelar un corazón y no morir en el intento, tomo II

A la tierna edad de seis años, los niños son reconocidos por su brutal honestidad debido a la intocable inocencia que los caracteriza, muy útil por cierto, a la hora de engañarlos. Sin embargo, como es de suponerse, Grace distaba mucho de actuar como un niña normal y corriente de esa edad. Los médicos, sin resultados positivos, intentaban una y otra vez convencerla de que su madre estaría bien. Que, en realidad, su enfermedad era muy curable. Y que —la mayor mentira de todas—, en un abrir y cerrar de ojos sonreiría con la misma intensidad de antes.

El olor a hospital se había vuelto tan común como el de la lluvia de Londres en invierno. Veía a hombres altos caminar por los pasillos sosteniendo sus fichas; conocía cada golosina disponible en la máquina expendedora, que muchas veces se quedaba atorada al apretar el E-23, pero un buen día logró abrir la compuerta y arreglarla. Podía haberse robado los caramelos y todas las galletas, de no ser porque su honradez y bondad dejaba mal parada hasta a la mismísima Madre Teresa de Calcuta.

A pesar de las visitas casi diarias, Grace no se sentía devastada por su madre. Había comprendido el concepto de la muerte, tan abstracto para los pequeños. Estaría mintiendo si dijera que nunca lloró; las lágrimas brotaban a menudo de sus ojos pardos, pues seguía siendo una niña de seis años que amaba a su mamá y que se rehusaba a dejarla partir.

Su hermano mayor, Andrew, siempre fue muy cercano a su madre, mucho más que Grace. Mientras que ellos leían acerca de imperios antiguos y guerras que cambiaron la historia, Grace y su padre charlaban sobre el origen del universo, el poder de los números primos y el principio de incertidumbre de Heissen. Estas conversaciones se fueron haciendo más y más frecuentes, ya que en pocos meses más, Grace tendría que dar el examen de admisión del internado más prestigioso de todo el mundo. Siempre que el postulante calificara con un CI mayor que 160, se le daba la oportunidad de rendir la prueba; aceptaban súper dotados y genios, y los educaban para ser los futuros científicos que cambiarían el mundo. Afortunadamente, Grace había obtenido un CI de 201, por lo que la presión de entrar no la atormentaba en los sueños. Muy por el contrario, se sentía ansiosa de poder conocer a niños que pensaran como ella.

Andrew siempre buscaba la oportunidad para molestarla y llamarla bicho raro. Pero Grace lo ignoraba y asociaba esa conducta a una personalidad insegura y carente de afecto por parte paterna. Ella sabía que Andrew había intentado entrar al internado, pero su solicitud había sido rechazada, por lo que él niño de once años siempre se mostraba a la defensiva con ella.

Celoso. Molesto.

Camino al hospital, un lluvioso día gris, Andrew le preguntó a papá:

—¿Por qué mamá se cortó el pelo? Le quedaba muy bonito largo.

—La quimioterapia causa caída del cabello en muchos pacientes, así que mamá de seguro no quiere tener un peinado desprolijo y prefirió cortárselo para pasar desapercibida —le contestó Grace mirando por la ventana.

Su padre le dirigió la mirada por el espejo retrovisor.

—¿De dónde sacaste eso, Gracie? —Inquirió preocupado.

Ella lo miró con regaño.

—Tú no quisiste decirme qué tenía mamá, así que le pregunté a una enfermera muy amable, y ella me lo dijo. —Sonrió con complicidad—. Como es obvio, el nombre no me bastó, leí muchos libros sobre el cáncer para entender.

—Gracie, no creo...

—¿Cáncer? —Interrumpió Andrew tembloroso; el labio inferior le tiritó y pareció perder el poco color en sus mejillas.

Grace le asintió.

—Es una enfermedad que descontrola la división celular. Las células se multiplican como locas y dañan a...

—¡Sí sé lo que es el cáncer, tonta Wikipedia!

—¡Andrew! —Lo regaño papá.

—¡Mamá va a morirse! —Exclamó cubriéndose el rostro—. ¡Y tú me dijiste que no era algo grave!

—Todos vamos a morirnos en algún momento, hermanito —le dijo Grace acariciándole el hombro—. Partimos como cigoto y terminamos como polvo.

—¡Cállate, bicho raro! —Le apartó la mano con brutalidad; sus ojos no aguantarían mucho más tiempo las lágrimas.

—Andrew, no permitiré que le hables así a tu hermana.

—Por supuesto que no, si es tu favorita de todos modos.

—Hijo, en ningún momento...

—¡No digas que es mentira! Soy una decepción. Soy el hijo del famosísimo oncólogo Ryan que es demasiado estúpido como para entrar a ese tonto internado de raros.

—Estoy segura que...

—¡No te metas, Grace!

Papá detuvo el automóvil a pocas cuadras de llegar al estacionamiento. Volteó para dirigirse al chico.

—Escúchame bien, Andy. —Su voz era suave, cariñosa—. Tu madre y yo te amamos tanto como a Grace. Y en momentos así, es cuando debemos unirnos como familia. Discutir no le hará ningún bien a tu mamá ni a nosotros. ¿Lo entiendes, no hijo?

Su hermano asintió, pero al instante se largó a llorar.

Y siguió llorando por el resto de la semana, porque su madre nunca más les sonreiría.

Entró con una sonrisa y salió con la mirada perdida; el cuerpo se le paralizó y su alma bien subió al cielo o no (Grace no sabía si la religión era cierta). Lo único que sabía con certeza era que su linda cara se pudriría, que sus ojos se volverían agujeros y que sus manos suaves pasarían a ser ceniza. Y ninguno de ellos podía evitarlo.

La pequeña fue fuerte, se despidió de ella en el funeral y apoyó a su padre lo mejor que pudo. Andrew no perdía la oportunidad de jugarle una broma pesada o simplemente burlarse de ella, así que Grace acabó por comprender que nunca se llevarían bien. No fue un problema en realidad, pues el Consejo la admitió de inmediato en el internado; casi nunca veía a su hermano, ya que de a poco se fue alejando tanto de ella como de su papá. Sólo eran ella y su padre. Ella y un hombre maravilloso. Ella y su modelo a seguir...

A los catorce años, justo antes de comenzar a estudiar en Harvard, entendió que lo bueno dura poco. Que la maldad caracteriza a los humanos. Que la muerte es la escapatoria. Que el conocimiento es un arma de autodestrucción. Y, lo más importante de todo, aprendió que el mundo no descansará hasta verte de rodillas, rogando por un fin; o bien, hará la vista gorda ante todas las adversidades que se te presenten.

Destrozaron su corazón, así que juntó los pedazos y los convirtió en piedra. Quebraron su espíritu, así que escondió lo que le quedaba de alma. Le hicieron ver que la monstruosidad asecha en cada esquina, así que se transformó en ese monstruo.

La despojaron de todo lo que amaba sin previo aviso, y le impusieron un nuevo futuro del que ella escaparía a cualquier costo, incluso si eso significaba acabar con su propio presente.


*******


—Hotel Mandarin Oriental, señorita —anunció el conductor.

Grace tocó con las yemas de sus dedos la ventana del vehículo, anhelando salir y a la vez huir. O, mejor aún, deseando nunca haber despertado; rogando por una segunda oportunidad en la que las pastillas si le funcionases y pudiese acabar con la desagradable tarea de vivir.

Soy basura, se regañó.

Fue lo suficientemente valiente como para intentar matarse, pero no para enfrentar a su mejor amigo. Porque ella lo sabía, sabía lo que había hecho y cómo lo había conseguido. Jamás pensó que Patrick sería capaz de asesinar.

Además, despertó, sí, pero no en buenas condiciones. Y no podía recrear a las ojeras de mamá en quien fue lo más cercano a un hermano desde Sam. No estaba lista para ver a su persona favorita convertida en asesino, y recordándole lo que era tener a un ser querido convaleciente.

—Conserve el cambio.

No sabía qué la hacía más parecida a Harry Potter: si ser inglesa o si heredar una enorme fortuna de sus padres fallecidos. Puede que ninguna, y que su parentesco se basaba en ser anormales; bichos raros de la sociedad. Como sea, nunca le gustó Harry Potter en realidad. La fantasía no era lo suyo.

A pesar de ser febrero, el viento no le sacudió los huesos. Muy por el contrario, la madrugada estaba tranquila, y los carteles iluminados parecían decirle que todo saldría bien.

Suspiró y esperó a que el taxi se fuera para realizar la llamada, que fue contestada no bien pasaron cinco minutos.

—No puedo creer que vinieras —le dijo Kevin de golpe.

—¿Qué te hace creer que lo hice?

—Te estoy mirando por la ventana.

Deja de sonreír, imbécil, se ordenó en vano.

—¿Piensas que soy la clase de chica que deja plantado a los demás? —Preguntó con fingida molestia

—No —respondió él rápidamente—. Te ves como alguien que se hace de rogar.

—Puedo devolverme entonces. No tiene gracia que me salga del personaje, ¿no te parece?

—Grace tiene un montón de gracia.

—No es chistoso.

—Qué raro. Acabo de ver que sonreías.

—Es físicamente imposible que seas capaz de detectar algún gesto facial mío desde el ángulo y la altura que te encuentras —respondió de malhumor.

—Bueno, un ser humano ve desde el suelo una distancia de hasta cinco mil metros de lejanía, pero como puedo suponer, tú sabes que esta aumenta al aumentar la altura desde donde se encuentra el observador. El edificio es bastante alto. —Grace se mordió la lengua—. La vista crea un triángulo rectángulo, así que es una simple ecuación. Si reemplazas los datos del teorema de Pitágoras con valores conocidos, como lo que mide el edificio y el radio ecuatorial, puedes obtener...

—¿Y cuánto mide el radio ecuatorial? —Preguntó Grace.

Kevin soltó una risa.

—Dame algo de crédito, mujer. Estoy intentando impresionarte.

—Seis mil trecientos setentaiocho kilómetros —reveló la chica acercándose al hotel.

—No seas creída, tú ya me impresionaste desde que te vi en la entrada de la casa de Eli. Es mi turno.

—No vas nada mal, Kev. He de admitir, que pensé que eras un idiota —confesó Grace soltando una risita. Una risa que desde hacía años no se oía. Kevin le correspondió la alegría.

—Oh, tranquila, Encanto inglés. Soy un completo idiota, que mi dotado cerebro no te engañe. El punto aquí es: ¿Podré ser tu idiota?

Grace llegó hasta la entrada: Una puerta giratoria de cristal.

—Eso lo veremos.

Y mientras entraba por ella, vio que Kevin salía. Se quedaron contemplando al otro, cada uno sosteniendo el teléfono contra la oreja. Al mismo tiempo, bajaron el brazo hasta que los aparatos quedaron colgando de la mano suelta de cada uno. Y se sonrieron, como dos tontos que se gustaban mucho.

—Bienvenida a Nueva York —le dijo Kevin desde la calle con una sonrisa de genuina alegría—. Por favor, díganos cómo podemos hacer su estancia más placentera.

—Tarado—le respondió ella ofreciéndole la mano para que entrara.

No pudo más de felicidad, hasta que su sonrisa se volvió un tanto torcida. Entonces, Grace se echó hacia atrás, asustada e insegura, porque aquel gesto alegre y un tanto engreído, la obligó a viajar al tan asqueroso pasado.


*******



Grace comenzó a preocuparse luego de que Sam no dijera nada, mas fue su amigo quien cortó el silencio.

—¿Es algo mal? —Preguntó Komiku—. ¿Dónde ilas tú?

—Harvard —respondió Sam mirando a Grace a los ojos.

No es posible...

Flo, Vice, Sebas y Kumiko dirigieron la vista a Sam, pero Grace fue incapaz de sostenerle la mirada.

—Eso sí que es cuea —comentó Vice con la boca abierta.

—Estos pibes siempre han sido mi fanart número uno —reveló Flo juntando las manos alegremente—. Lo único mejor que un ship es un canon.

Sebas estuvo a punto de decir algo, pero Grace le levantó rápidamente. Miró desconcertada a sus amigos, ¿acaso ellos estaban diciendo que...? ¡Oh, ni que lo estuviera dudando! Tenía un CI de 201, sabía perfectamente qué insinuaban, muy descaradamente por cierto.

—Gracie, yo... —intentó excusarse Sam llamándola por su apodo.

—Lo-lo lamento, de verdad. Tengo que ir a preparar mi maleta, a solas. Papá me dijo que vendría por mí en una hora más.

Lo único que alcanzó a oír a medida que se alejaba fue a Sam, gritando:

—¡Serán pendejos! ¡Los voy a agarrar a unos buenos putazos!

Samuel Díaz, esa no es forma de referirte a tus amigos, lo regañó mentalmente. Porque, en realidad, estaba muerta de la risa.

Entró al edificio que tenía los dormitorios de niña y, afortunadamente, Samu no la siguió hasta allí. Había oído que las chicas eran conocidas por decir no, cuando en realidad es sí, y viceversa. Pero Grace, no. Si anunció que quería estar sola, era porque... bueno, porque eso deseaba.

Empacó con el pensamiento en un lugar ajeno. Se iría a la universidad con su mejor amigo, ¿por qué entonces había reaccionado de ese modo? Sintió el estómago vacío, pero apretado. Tal vez estaba sufriendo un desbalance hormonal; era común que a los catorce años el sistema endocrino se desbordara, emocionado por cumplir su labor de una vez por todas. Quizás... le gustaba después de todo. Si el amor no es más que una reacción química, Grace estaría encantada de estudiarla. Pero, ¿con Sam?

Se quedó mirándose en el espejo por un largo rato; el negro cabello largo y lacio le llegaba hasta poco más debajo de los hombros. Y su vestido amarillo le hacía juegos con el cintillo del mismo color. Se sonrió. ¿Le gustaba a su mejor amigo? Su sonrisa se ensanchó. ¿Él creía que ella era bonita?

Un llamado a la puerta la devolvió a la realidad.

—¿Sí? —Preguntó amablemente. Nunca era descortés. ¿Qué razón tenía para serlo?

—Vengo en son de paz —se trataba de Sam—. ¿Me dejarás entrar o tendré que llorar hasta que me abras?

Grace le abrió la puerta.

—¿Por qué clase de monstruo me has confundido? —Inquirió con una sonrisita.

—Con uno que me abandonó, apenas le dije que estudiaría con ella. —Sacó una cajita de su bolsillo—. No hay pedo, te tengo un regalo.

Grace lo aceptó complacidad, pero antes de que pudiese abrirlo, Sam puso sus manos sobre las de ella y lo evitó.

—Yo no lo haría. Es un cultivo de e.coli. Flo y Kumiko no estarán muy contentas si su pieza apesta.

—¿Un cultivo de bacterias?

Sam se rascó la nuca con una sonrisa incómoda.

—Bueno, tú no eres la clase de chica a la que le gustan las flores. Así que me metí al laboratorio de biología celular y robé nuestro primer cultivo. El que usamos para detectar RNA.

—Sam, pero tú odias la biología. Es más, odias la ciencia. Siempre dices que quieres dedicarte al teatro.

—Pero tú no, y no te odio ni en lo más mínimo.

Cuando los ojos de Sam se iluminaron, Grace estuvo casi segura que los de ella brillaron igual de intensamente, o aún más.

—¿Eso significa que sí vendrás a Harvard?

—Jamás rechazaría la oportunidad de estar cerca de ti. El teatro puede esperar. Además, tú siempre me regañas porque dices que estaría desperdiciando mi potencial de genio si no estudio algo para ayudar a la humanidad.

—Estoy segura que yo lo digo de una forma menos engreída —dijo Grace dejando que pasara a la habitación.

—Solo soy honesto.

—Así veo.

—Ah, y Grace.

—¿Qué?

Sam se acercó, sin advertencias, sin peticiones, y sin ningún pudor, y le dio un beso; Grace no alcanzó a alejarse a tiempo, y para cuando salió de la conmoción, entendió que lo mejor que podía hacer era respondérselo. Y se besaron torpemente. Porque, aunque sumaran casi 400 puntos de CI, seguían siendo dos preadolescentes que nunca antes habían besado; y sus narices chocaron y los labios se sintieron raros, pero ninguno se apartó hasta que logaron la posición perfecta; hasta que calzaron como uno.

Finalmente, fue Grace quien se separó, más por vergüenza que por arrepentimiento.

—No sabes lo doloroso que era oírte llamarme hermano cada vez que te ponías tierna —confesó Sam.

—Siempre soy tierna. —Le tomó la mano—. Pero ahora lo sé, Sam.

—Suena mejor novio.

Ella chasqueó la lengua.

—No creas que te lo haré tan sencillo. Somos científicos, nos gustan los retos.

—Pues yo seré un actor, pero no por eso seguiré actuando como si no me gustaras por más tiempo. Seis años fueron suficientes. 

—Eres un muy buen actor entonces.

—Y tú besas muy bonito.


*******



—Grace —la llamó Kevin—. ¿Nos vamos?

—¿Qué tienes planeado? —Le preguntó la chica enterrando los recuerdos.

Kevin sonrió de medio lado.

—¿Alguna vez has allanado propiedad privada?

—¿Qué?

—Venga, Inglaterra. ¿No me digas que eres una cobardona, fiel seguidora de la ley?

Ella alcanzó el cuchillo bajo el pantalón, y lo sacó.

—Ya no más —admitió con una sonrisa afilada.


*******


¿Quién iba a pensar que, dos pisos más arriba en el mismo hotel, yacía Samuel Díaz durmiendo? 

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