Capítulo 10: Amores contrariados
N/A: ¡Capítulo doblemente largo de lo usual! Y hecho con mucho amor<3
No entren a la universidad, es una trampa.
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El problema no era perder a sus amigos de la escuela, como mamá le advirtió que ocurriría. Ella tenía a su hermana y nunca había necesitado a nadie más salvo su compañía. Tampoco le preocupaba el nuevo paisaje. Ella siempre lograba contentarse con las cosas que la vida le daba, y una nueva ciudad era una de ellas. Tampoco se acomplejaba por tener que empezar otra escuela. Ella amaba aprender, y de seguro los maestros serían amables y las salas muy cómodas.
Lo que le quitaba el sueño a la pequeñita de ocho años, eran los gentiles adultos que cada día se preocupaban por asear los distintos lugares que visitaba. Los mejoradores, les decía ella. Con el tiempo, se había ido dando cuenta que muchas personas ignoraban a los que limpiaban el piso, o cortaban el césped, o preparaban las comidas. ¿Por qué, teniendo labores tan importantes, eran mirados como fantasmas? Nunca lo entendió, y ahora le apenaba no haberse despedido. Era buenas personas, no como la mayoría de chicos de su edad. A los Mejoradores sí podía tildar de amigos.
Suspiro; su hermana, al parecer, le leyó el pensamiento, ya que tomó su mano con fuerza durante el resto del viaje.
—Nuevo comenzar, nuevas alegrías —comentó con una sonrisa—. Tú siempre dices eso. No me hagas ser tú.
Miró a su hermana. Pese al parecido físico, vestían absolutamente distinto. Y, en realidad, eran parecidas en prácticamente nada salvo color de ojos y cabello. Tenía la frente sucia por el sudor del juego y el polvo de la cancha; su cabello desordenado en una coleta, y su ropa se encontraba aún en peores condiciones. Más importante todavía, la pelota de fútbol (¡llena de barro!) reposaba sobre sus rodillas rasmilladas por el deporte.
Sasha se estremeció de solo pensar en su hermana fingiendo ser ella y en ella comportándose como Amy. Odiaba el deporte, era muy peligroso. Los niños no se fijaban en las niñas, y pateaban el balón fuerte. ¿Lo peor? Si a alguna le llegaba ¡ni siquiera pedían disculpas!
—No funcionará —dijo Sasha tras su profunda reflexión para alguien de esa edad.
—Pero somos gemelas. La tele dice que sí.
—La tele miente.
—¡No digas esas cosas! —exclamó Amy alterada—. ¡La tele no miente!
—Sí lo hace, ¡lo leí en el periódico! ¿Sabías que la película de las gemelas no fue hecha por dos gemelas? Eran la misma persona. ¡Eso es una mentira! —Argumentó Sasha. Seguía impresionada por no haberse dado cuenta por sí sola.
—¡Mamá, dile a Sasha que la tele dice la verdad! —se quejó Amy pateando la pared negra que las separaba de los asientos delanteros.
—¡Mamá, Amy no quiere entender que la televisión nos manipula!
—¡Mamá, Sasha usa palabras raras otra vez!
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Anne se sobó las sienes. Estaba por explotar, así que se colocó sus audífonos y su antifaz. Mucho mejor.
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—¡Mamá, y dile también...!
—¡Chist! —La calló Sasha en voz baja—. Ya se durmió.
Amy se cruzó de brazos.
—Siempre se duerme.
—Claro que lo hace, duerme para no vernos.
—¿Por qué? ¿No nos quiere? —Sasha negó con la cabeza—. ¿Ni un poquito? —insistió Amy con los ojos vidriosos—. ¿Qué hicimos mal?
Sasha no supo explicarle, porque tampoco lo sabía. Se había dado cuenta que mamá constantemente buscaba una excusa para no verlas. Se iba a trabajar lejos o por muchos días, y en casa pasaba todo el día en el teléfono. Cuando papá no estaba, se quedaba gran parte del tiempo en su habitación. Por lo tanto, prefería dormir antes que verlas. Las dejaba solas, encerrándose por horas. A veces pasaba tanto tiempo durmiendo que algunos cuidadores se preocupaban e iban a comprobar que todo estuviera bien, principalmente el amable adulto que limpiaba la piscina.
Pero cuando papá volvía, mamá dejaba de estar todo el tiempo durmiendo. Y lo besaba mucho, y se decían cosas muy bonitas. Por lo tanto, llegó a la triste conclusión que el problema eran ellas, porque si las quisiera las besaría mucho y les diría cosas bonitas.
Apoyó la cabeza en la ventana, dándose cuenta que el camión de mudanza había estacionado justo en la casa frente a ellos. ¡Habían llegado! Entre la alegría y la ansiedad, ambas hermanas se miraron y gritaron. Su madre aprovechó ese momento para bajarse sin ayuda del conductor y entrar rápido a la casa. Menos mal estaban muy preocupadas la una de la otra como para la huía de su madre.
—¡Mira! —le dijo Amy apuntando hacia fuera—. ¡Hay niños en patines!
Sasha no alcanzó a seguir la vista del dedo de Amy, pues esta, absorta en el júbilo de hacer nuevos amigos, bajó el seguro y salió del auto disparada, lista para unirse a la diversión. Sasha se quedó sentada, observando el nuevo vecindario. La majestuosidad de las casas no la sorprendió como a cualquier niño común, pues creció en paisajes caros y lujosos. Eso sí, el calor de Los Ángeles se hacía notar. Le costaría acostumbrarse a una Navidad sin nieve.
La ventanilla de la limusina que separaba los asientos delanteros de los traseros comenzó a bajar hasta desaparecer. Alex, con su bigote y su traje negro, le sonreía gentilmente.
—Se ve muy divertido allá afuera, señorita Thompson.
—Alex, sabes que no sé patinar.
—Si supiéramos hacer todo, ¿dónde quedaría la emoción de aprender algo nuevo?
—Las niñas y los niños son sucios y no saben comportarse —contrargumentó la pequeña de brazos cruzados.
—Entonces debería ir a enseñarles buenos modales. Saludar a los nuevos vecinos me parece algo muy educado. Usted es educada, ¿no señorita?
Sasha debatió unos segundos qué hacer, finalmente, le correspondió la sonrisa.
—Gracias, Alex.
—Usted tiene un gran corazón, señorita. Y si sigue sin compartirlo, nadie podrá apreciar la belleza de él.
Sasha no le respondió. Porque en su interior esa oración la había entristecido, ella quería que mamá le dijera esas cosas. Mas, con el pasar de los años, habría de olvidar el amor que una hija debía sentir hacia su mamá, concentrándose en brindarle cariño y afecto a sus amigos, trabajadores y... Bueno, a cualquiera en realidad.
—¡Miren, ella es mi hermana! —Oyó que Amy gritaba señalándola—. ¡Sasha, ven!
Qué vergüenza. Qué vergüenza.
Tragó saliva, se arregló el cabello, alzó la barbilla y se dirigió al lugar donde estaba su gemela. Se encontraba con dos niños y una niña cerca del bordillo de la acera. Ambos la ayudaban a sostenerse con los patines sobre la calle, seguramente recién estaba aprendiendo a utilizarlos. Se asombró en cuanto la vio, su cabello era como un montón de tazón de frutillas. Eli fue la primera persona pelirroja que conoció.
—Hola —saludó captando la atención.
Los tres parecieron desconectarse de lo que estaban haciendo y la miraron. Sasha les sonrió tímidamente. Y ellos...
Ellos...
—Guau—dijeron al unísono, soltando a su amiga sin la menor compasión, y con sus miradas por completo en la recién llegada.
—¡Oh, Dios mío! —Exclamó Sasha angustiada. Ignoró por completo los ojos que la contemplaban con total asombro, y ayudó a la chica a ponerse de pie—. ¡Lo lamento mucho! ¿Estás bien?
—Qué es un rasmillón —le dijo ella limpiándose las piedrecillas de las rodillas rojas por la caída—. Tu hermana me dijo que seremos vecinas, ¿cómo te llamas?
—Sasha —respondió esta un poco aliviada.
—Sasha —repitieron los dos niños sin dejar de mirarla.
Ella le sonrió.
—Dime Eli. Este es Kevin —dijo, señalando al niño de cabello castaño revuelto y ojos grises—, y él...
—Soy Zack —se presentó el niño con los ojos muy abiertos. Ojos verdes. Extremadamente verdes. Su pelo no se veía desordenado como el del otro amigo, era más corto y muy prolijo, y limpio. Y tantas otras cosas que Sasha no acostumbraba ver en niños de su edad—. ¿Vivirás aquí ahora?
A Sasha le pasó algo extrañísimo: no supo qué responder. Ella no era tímida con otras personas, pero sí bastante introvertida. Sin embargo, eso nunca le había traído problemas a la hora de sociabilizar. Charlaba cuando quería y se mantenía distante de lo contrario. Pero ahora era distinto. Quiso decirle algo, pero tuvo... miedo, y ganas de salir corriendo. Pero no lo suficientemente lejos como para dejar de ver sus ojos verdes. Muy verdes.
—Sí —respondió su hermana por ella acercándose; se veía feliz y mientras los miraba, hacia trucos con la pelota de fútbol—. ¿Podemos jugar juntos?
Amy decía las cosas de frente.
—¡Con una condición! —le contestó Eli. Los niños ni siquiera le habían prestado atención a la gemela—. ¡Enséñame a hacer esas cosas con los pies!
Los ojos de Amy se iluminaron, exactamente como cuando ganaba un torneo de atletismo.
—¡En mi casa hay otra pelota, vamos!
—¡La última que llega es un huevo podrido!
Sasha nunca supo si su hermana verdaderamente estaba emocionada por ir a jugar con Eli o si hizo todo eso para que así ella pudiera hablar con Zack y Kevin.
—¿Cuántos años tienes? —le dijeron los dos al mismo tiempo. Sasha sacudió la cabeza ante la confusión. No acostumbraba a tener tanta atención.
Por ejemplo, jamás le habían celebrado el cumpleaños.
—¡Yo le pregunté primero!
—¡Yo la vi antes!
—¡Yo estoy hablando con ella!
—¡Vete! —Zack lo empujó.
—¡Vete tú! —Kevin lo empujó más fuerte, logrando que se cayera de espaldas a la calle.
Sasha, preocupada por el chico, le extendió la mano para ayudarlo a ponerse de pie.
—Tengo ocho, ¿y tú?
Zack le sonrió mientas aceptaba su ayuda. Ya levantado, le sacó la lengua a Kevin. Este, enfurecido, arrugó la frente y le jaló el cabello largo a Sasha. La chica gritó, más por desconcierto que por dolor.
—Eres feísima —le escupió molesto.
Zack le dio un golpe en el hombro.
—A las niñas no se les pega, ¡tarado!
—¡Tú no me mandas! —refunfuñó—. ¡Me voy a casa!
—¡Bien!
—¡Bien!
—¡No, espera! ¡Lo siento! —le gritó Sasha. ¿Qué rayos había hecho? Pero ya era tarde, Kevin se había marchado.
Por su culpa, había molestado a los dos amigos. ¡Los separó! ¡Y apenas sí habló! La situación se escapó por completo de sus manos. No se aguantó más.
—¡Vamos a buscarlo! ¡Oh, Dios! Yo no quería... Lo lamento mucho, pobre Kevin.
Zack entornó los ojos.
—¿Lo lamentas? Pero él acaba de tirarte el cabello, y eso no está bien. —Negó con la cabeza—. Él debería decirte lo siento.
—Pero si yo no hubiera estado... —se cubrió la cara con las manos.
—¡Eh, eh, no llores! —El niño tomó sus manos y la obligó a verlo a los ojos. No dejaba de sonreírle—. Eres muy rara. Te preocupas por alguien que te lastimó.
—¿Y si ya no son amigos por mi culpa?
—¡Tonterías! —Respondió de buen humor—. Ahora que eres nuestra amiga, vas a ver que Kev se enoja por todo. Así es él.
—¿Soy tu amiga?
—¡Claro que sí! Digo, si tú... Sólo si a ti te gustaría...
—Pero no quiero que peleen.
—Estoy bastante seguro que tú te encargarás de eso.
—¿Yo? —Se llevó las manos a la cintura—. ¿Por qué?
—Eres una buscadora de paz. Nos falta alguien así.
—Eli tampoco pelea.
—Pero Eli está loca —respondió Zack entre risas—. Además, todos saben que los ángeles son de color dorado.
Y negro. Definitivamente negro.
*******
Cuando tenían doce años, las tres mejores amigas se juntaron en la casa de Eli a ver películas, hablar de sus compañeros, y divertirse un montón. Por aquel entonces, Amy ya era una fiel copia de su madre: arreglada, limpia y perfecta. En fin, se había vuelto la Amy que ya conocemos. Sasha, por su parte, no había cambiado para nada en cuanto a personalidad o aspecto. Lo único nuevo era un sentimiento que de pequeña no podía experimentar, pero que con el pasar de los años, se mantuvo en su interior, y fue madurando junto con ella.
Eli tuvo un cambio menos drástico que Amy, pero muchísimo más explícito que la otra gemela. Había perdido la reputación de rara que el prescolar le dio y, de hecho, ya no maltrataba a sus muñecas o inventaba canciones con letras un tanto perturbadoras para alguien tan pequeña. Ahora, tenía a media escuela encaprichada. Acaparaba toda la atención debido a su buen humor, su personalidad ligera y su innegable belleza exótica. Rubias, había por montones. Pelirrojas que te vencían de cualquier juego, sin despeinarse, no tanto. Pero ella no se interesaba en ningún niño que no fueran Zack o Kevin. Por lo cual, se liberaba del odio de sus compañeras celosas.
—Yo opino que Jake merece un nueve —comentó Amy.
Se hallaban en la habitación de la pelirroja, echadas en la alfombra sobre una pila de cojines de todas las formas y colores existentes. La televisión exhibía Crepúsculo, la más reciente película de moda. Así que, obviamente, ellas debían verla. Sin embargo, perdieron interés a los diez minutos (excepto Sasha, pero ella lo negó).
—Jake se hurga la nariz —dijo Eli con asco.
—Está bien, un ocho punto cinco —respondió Amy.
—Jake golpea a los de cursos más pequeños —reveló Sasha—. Nadie que haga eso puede valer más que un uno.
—Pero hay que admitir que es lindo —lo defendió Eli.
—No sirve de nada una bonita cara en un corazón podrido.
—Entonces según tú, ¿quién es un diez? —pregunté su hermana.
—¡Uh, yo lo sé! —exclamó Eli mordiendo la punta de su cojín—. ¡Es obvio!
Amy frunció el entrecejo.
—¿Por qué Eli sabe quién te gusta y yo no?
—Eli no lo sabe —dijo Sasha a la defensiva.
—Sí lo sé.
—Que no.
—Que ¡zi...ack! —Eli comenzó a reír—. Ay, Zack eres taaaaan lindo. Y bueno, y amable, ¿nos podemos casar?
—Ay, Sasha —continuó Amy fingiendo voz de chico—, eres taaaan perfecta. Y pacífica y hermosa, ¡es mi sueño hecho realidad!
—¡Oh, Zack! —Eli estiró su brazo hasta alcanzar la mano de Amy—. ¡Te amo tanto!
—Y yo a ti...
—¡Ya paren, no es divertido! —se quejó Sasha avergonzada.
—¡Já, lo sabía! —exclamó Eli victoriosa—. Es que ustedes son muy obvios.
—Soy menos evidente que tú con Kevin —se defendió Sasha.
—¡Uhhh! —Dijo Amy—. Alto ahí, ¿por qué yo tampoco sabía eso?
—Qué va —suspiró Eli perdiendo el buen humor—. Kev se muere por Sasha también, a mí ni me mira. Al menos podrías dejarte uno, acaparadora.
—Ni que tuvieras motivos de quejarte, Eli, toda la escuela quiere ser tu novio —alegó Amy en un resoplido—. Aparte, ¿Kevin, de verdad? Yo creí que te gustaba Zack.
—¿Es broma? —Arrugó la cara—. ¡Qué asco, es como mi hermano! Y, segundo, se muere por Sasha. No nos enamoramos de los que están enamorados de otro. Es como la regla siete de nuestro contrato de amistad.
—Yo no le gusto —dijo esta.
—Claro que sí. Desde que te conoció que lo hace. Vamos Sasha, en dos años ya vamos a estar en la secundaria. Y habrán más chicas que lucharán por él. ¡Apresúrate! —la animó dándole un golpecito.
—Sigo ofendida de que ninguna de las dos me dijera quién les gusta —se quejó Amy.
—Tú nunca nos cuentas nada.
—Eso es porque hay demasiado chicos lindos. No puedo imaginarme con uno solo —respondió ella rápidamente, casi recitando la oración de memoria.
Sasha realmente le creyó a su amiga. Así de ingenua era. Pensó que, como ella, uno ama una vez, a una única persona y para siempre. Pero cada individuo es un universo distinto. Y mientras Sasha se iba enamorando cada día más del perfecto príncipe sacado de una novela de amor, Eli también lo hacía. Dejó a Kevin de lado, como un amor de niños pequeños y se concentró en el músico lleno de letras románticas para conquistar e ideas brillantes para divertirse.
Fue un enamoramiento gradual, por lo que Sasha nunca lo notó hasta que tenían poco más de catorce años. En ese momento, vio cómo su amiga se deleitaba con una canción de Coldplay que interpretaba Zack junto a la fogata. Parecía que él le cantaba únicamente a ella. Porque, con el pasar del tiempo, el muchacho cambió de un fuerte celeste a un profundo azul. De un ángel tranquilo, a una alegre aventurera.
E, incluso, cuando Zack les contó el plan de ir sin rodeos y pedirle ser su novia en medio del parque de atracciones de Disney, Sasha le aplaudió el gesto. Era una idea preciosa, romántica y un poco cursi. Exactamente lo que ella hubiese deseado. Pero, sorprendentemente, no fue él quien partió su corazón, sino Eli.
Descubrió que los mejores amigos también tienen el poder de partirte el corazón, y es de hecho, el peor tipo de estocada que se puede recibir.
Eli le prometió que no estaba enamorada de él. Que le pertenecía a ella.
Su mejor amiga la traicionó sobre un escenario, al aceptar convertirse en la novia del chico con el que ella había soñado con casarse, desde que se conocieron a los ocho años.
A partir de aquel doloroso día, Sasha aprendió que la vida no está hecha para quienes se preocupan por los demás, sino para quienes fingen hacerlo.
*******
El señor y la señora Scott acostumbraban a viajar de estado en estado por cuestiones de negocios. Cada vez que lo llamaban por una reunión, Cynthia lo seguía. Era una oportunidad más para visitar la ciudad y, cómo no, ir de compras. Pero últimamente, los viajes se le hacían cada vez más monótonos. A veces, estaba probándose un par de zapatos a solas y veía a una madre comprarle unas lindas botas a su hija. En situaciones así, Cynthia reprimía las ganas de llorar y se retiraba de la tienda.
Su más grande deseo siempre fue formar una bella familia, sin embargo, ese sueño se vio derrumbado por su condición médica, la cual no le permitía dejar su tan anhelado legado. Creció con el miedo de que ningún hombre jamás la tomaría por esposa, pero cuando conoció a quien ahora era su marido y el amor de su vida, se dio cuenta que no era necesario tener hijos para formar una familia y, en su defecto, ser feliz. Se casaron cuando aún ninguno de los dos terminaba la universidad. Él provenía de una familia sumamente adinerada, razón por la cual Cynthia se sentía constantemente inútil y desechable. Ella era una pobre estudiante de arte, infértil y de familia humilde, ¿cómo era posible, que alguien como él la quisiese para siempre? Si ella no era capaz ni de darle un hijo, ¿para qué servía? Sus angustias se fueron extinguiendo con el pasar de los años, pero ahora sus sueños rotos de la adolescencia volvían a renacer. Y su mente le exigía un hijo, y su corazón le suplicaba por uno.
Un día genérico de viajes, en el que su marido se había ganado la tarde libre, ella y él paseaban de la mano cerca de una plaza de barrio en la localidad de Pennsilvania. Se trataba de un pueblo pequeño, mayoritariamente habitado por comunidades amish debido a su cercana ubicación al campo. Cuando estaban juntos, preferían visitar pueblos, en vez de las tan ajetreadas ciudades. De eso tenían de sobra en casa y, además, Stephen se sentía sumamente intranquilo andando solo por una ciudad concurrida (defínase como solo viajar sin algún guardaespaldas), puede que no fuese un rostro televisivo, pero nunca faltaban los malnacidos que buscaban dinero en los más afortunados
El invierno ya se había ido y con él, la nieve. Se sentía una ventisca un tanto helada, mas el paisaje verdoso lleno de árboles frondosos y casas de estilo antiguo, opacaban el gélido ambiente (en comparación con el de California), brindándoles su ansiada paz.
Lo que nunca esperaron ver en aquel viaje, fue a una pequeñita persiguiendo una mariposa por en medio de la calle. Se miraron extrañados; buscaron a sus adultos responsables, dándose cuenta que el lugar estaba igual de solitario que las diez habitaciones extras en su mansión. El corazón de Cynthia se aceleró cuando la vio cruzar la calle, cayéndose de bruces en el intento.
—¡Oh, no es posible! —gritó aterrada.
Corrió a socorrer a la niña cruzando hacia al otro lado. La tomó en sus brazos y subió a la vereda. Sorprendentemente, la pequeña de no más de dos años la miró con sus ojos grandes y azules en silencio. Ni una sola lágrima o quejido brotó del accidentado humanito. Acaricio su mejilla, sin rozar la herida en su frente, que no era muy grande, pero podía ser una contusión.
Sintió una mano sobre su hombro y vio la sombra sobre ellas.
—Stephen —dijo dándose vuelta—. Tenemos que llevarla a un hospital.
Él tocó un cabello de la pequeñita, tan rojo como una perfecta manzana, completamente diferente a cualquiera de los dos, pero más bello que ningún otro que jamás vio.
—Es preciosa —comentó su marido—. Como una muñeca.
—Nos necesita.
—¿Qué hacías sola, hermosa? —le preguntó a la dulce niña callada—. ¿Dónde están tus padres? Espero que tengan una buena excusa por haberte descuidado de tal modo.
—Teno fío —respondió ella—. ¿Onde ta mami?
Cynthia la envolvió con su chaqueta.
—Tu mami es muy irresponsable, pero tranquila, ahora estás bien.
—¿Hedmanito? —Intentó girar la cabeza como buscando a alguien, pero estaba tan bien protegida que no podía moverse dentro de su chaqueta—, ¿y atick?
Cynthia y Stephen llamaron a su chofer privado, quien resultaba mucho más conveniente que una burda ambulancia pública. La contrajo en su pecho durante todo el viaje, y ya en la clínica privada no se despegó en ningún momento de ella.
Por fortuna, no le ocurrió nada grave, tan solo un rasmillón que fue rápidamente curado gracias a los doctores bien remunerados del lugar.
Cuando intentaron averiguar de dónde provenía la pequeña, fueron encuestados por la policía local para dar con alguna pista. Al decir dónde se encontraban, el oficial asintió con la cabeza.
—Debe haber escapado del orfanato —dijo el hombre de poco más de veinticinco años—. No sería la primera vez que alguien lo intenta.
—Estamos hablando de un infante. No huyó, fue descuidada por los encargados del lugar. Esto es gravísimo.
—Entiendes lo que significa, Stephen. Es casi... como si hubiese caído del cielo. Para nosotros.
—Nuestra pequeña...
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—Queremos adoptarla —declaró Cynthia a la encargada del orfanato. Una monja ya de la tercera edad, con el ceño fruncido y sin una mínima sonrisa en sus labios.
—Señora Scott, me temo que eso no es posible. Como verá, los niños no son mascotas que se escogen con el dedo.
—Rellenaremos todo el papeleo necesario —agregó su marido—. Lo que sea con tal de hacerla parte de nuestra familia.
—La pequeña que encontraron deambulando por las calles no es huérfana, y mucho menos fue abandonada por su madre. Ella ya tiene una familia.
—¿Y por qué entonces está aquí? —inquirió Cynthia impaciente.
—Muchos padres no están financieramente listos para llevar a sus hijos a vivir con ellos. La madre de Elizabeth trabaja muchísimo y visita cada fin de semana a sus hijos.
—No me interesa lo que esa mujer haga o no, ni los hermano que la bebé tenga o no. Me he enamorado de Elizabeth, y me la llevaré a casa —declaró Cynthia.
La monja frunció los labios.
—Se ve como el tipo de persona que no acepta un no por respuesta, señora Scott, pero me temo que es todo lo que oirá de mí —dijo estoica.
Stephen se inclinó hacia adelante, y puso esa cara de póquer que siempre utilizaba a la hora de negociar o bien, denunciar a la empresa enemiga.
—Dudo que que se vea muy bien en la noticias que un orfanato sea tan descuidado con los pobres niños. Ni me imagino el paradero de los trabajadores del lugar cuando salga esto a la luz. O, aún peor, ¿qué pasará con la encargada del lugar? La mujer cuyo único trabajo es velar por el bien de estos pequeños. —La monja se limpió una gota de sudor con un paño que había sobre el escritorio. Su nerviosismo logró sacarle una sonrisa al experto es negocios—. Pero por supuesto, no tiene por qué salir a la luz. Además, puedo brindarle todo el dinero que necesite para hacer este lugar un hogar de verdad. ¿Quién sabe? Puede que sobre más bastante para que usted se dé un lujo bien merecido.
—No sé qué pretende con esto, señor Scott...
—Oh, por supuesto que lo sabe. Creo haberme explicado perfectamente bien. Mire, verá usted. Esta mujer que está aquí, es el amor de mi vida, y si ella quiere algo, cueste lo que cueste, yo se lo conseguiré. ¿Queda claro?
La directora se persignó con los ojos cerrados.
—Dios mío, no puedo creer que estén intentando separar una familia. Algo sagrado para nuestro Señor.
—Si no me equivoco, estamos salvando a la pequeña Elizabeth de una vida llena de carencias. Créame, nadie podrá ofrecerle más lujos que nosotros. Será la envidia de la más rica princesa. Nos hemos enamorado de ella por completo.
—Ella tiene un hermano...
—¡Perfecto! —comentó Cynthia alegre—. Así su madre no tendrá que preocuparse por no tener dinero para alimentar dos bocas, sino solo una.
Stephen sacó su chequera y la arrastró por el escritorio hasta tocar los dedos huesudos de la casi anciana mujer.
—¿Necesita un bolígrafo? Tómese la libertad de anotar tantos ceros como quiera.
Cynthia sonrió al verla negar con la cabeza y tomar una pluma propia. Su sueño se había hecho realidad. Ella al fin podría ser madre; madre de un ángel del que se enamoró al verlo a los ojos.
Cynthia y Stephen resultaron ser el mejor ejemplo de lo egoísta que puede volverse el amor o, peor aún, lo fácil que es confundir el amor hacia alguien con la obsesión por conseguir algo.
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