Capítulo 18

Capítulo 18

—De haber sabido que traías compañía me habría arreglado un poco, Van Kessel.

Un holograma de tamaño medio ya aguardaba a Van Kessel y sus acompañantes sentada en los pies de la camilla donde yacía su cuerpo cuando entraron en la sala. La imagen no era del todo nítida, pues la falta de energía provocaba que de vez en cuando titilase, pero era innegablemente superior a la diminuta que anteriormente había aparecido a través del terminal móvil del Parente.

Aidur aguardó a que Thomas y Daniela entrasen en la sala para cerrar la puerta tras de sí. Su intención inicial había sido que le acompañase únicamente su asesora, pero tras encontrar al Doctor en la planta e intercambiar unas cuantas palabras respecto a las últimas pruebas médicas había optado por cambiar de opinión. Sus aportaciones podían ser de gran ayuda. Así pues, sin volver a planteárselo, el Parente se los había llevado a los dos con la esperanza de que Erinia pudiese seguir con la conversación allí donde la habían dejado.

Y no le decepcionó.

El holograma de Erinia alzó la mano derecha a modo de saludo. Mientras que la joven del holograma parecía bastante rehecha, confiada y fuerte, la de la camilla yacía en el mismo estado decadente que tanto preocupaba a los médicos. Teniendo en cuenta las circunstancias, Thomas aún se preguntaba cómo era posible que siguiese viva. Aquel cuerpo maltrecho debería haber fallecido hacía ya mucho tiempo. No obstante, Erinia aguantaba y, poco a poco, iba mejorando.

—Veo que te fortaleces rápidamente.

—Mi mente es poderosa; mi cuerpo no tanto. —Erinia se puso en pie—. ¿Puedo saber quién te acompaña?

Thomas y Daniela, los cuales se habían quedado en la puerta, perplejos, se adelantaron hasta quedar a lado y lado del Parente. Antes de entrar, Aidur les había descrito la situación, pero en ningún momento había hablado de hologramas ni de entidades parlantes. Al contrario. Su descripción había sido simple y sencilla: tenemos una alienígena encerrada, pero nada más. ¿Cómo imaginar, entonces, lo que les esperaba?

Daniela no pudo evitar llevarse la mano al puño del arma que llevaba en la cintura, asustada. En apariencia aquel ser parecía humano, pero tanto los informes como Thomas evidenciaban que no lo era por lo que no podía evitar desconfiar. A diferencia de Varick Schmidt, a Daniela no le gustaban las abominaciones.

—Mi asesora personal, Daniela Nox, y el jefe de mi equipo médico, Thomas Murray. Confío en ambos plenamente.

—Ya veo. Un placer. Imagino que si los has traído hasta aquí es porque quieres que sean testigos de mis palabras, ¿me equivoco?

—Ya sabes la respuesta. Tenemos una conversación pendiente de acabar así que adelante, no perdamos más el tiempo: ni lo tengo ni me sobra.

Erinia se alejó de la camilla varios metros para que Daniela pudiese tomar asiento en la butaca. Thomas y Aidur, por su parte, se quedaron en pie, inquietos, a la espera. El primero no podía evitar que la mirada volase de una Erinia a otra, preguntándose una y mil veces como era posible que la mujer se hubiese dividido. Daniela, en cambio, no le quitaba ojo a la versión holográfica, desconfiada. Al primer paso en falso no dudaría en sacar el arma y vaciar el cargador.

—¿Y bien? Ya te he explicado el origen de mi especie: ¿qué más quieres saber?

—Oh, muchas más cosas, te lo aseguro —Aidur ensanchó la sonrisa—. Primero, ¿qué hacéis aquí? ¿Si tan magnífica es vuestra realidad, por qué habéis vuelto? Dices que vinisteis para salvar a Bicault y al resto de hombres "puros", pero no me lo creo. Tiene que haber algo más.

Erinia sonrió. Ciertamente, la historia no era tan sencilla. Bicault se había convertido en uno de los grandes motivos de su presencia en Mercurio, pero no la único. Al contrario.

—A lo largo de muchos siglos llevamos trabajando en la apertura de nuestros portales. Cada cierto tiempo, en los distintos confines del universo, aparecen y desaparecen portales, tal y como sucedió en Gaia. Ese es el modo con el que Taranis premia nuestro valor. La cuestión es que dichos portales están cerrados y abrirlos es nuestro deber. Conectar las dos realidades y traer de regreso a los hermanos perdidos; aquellos que, de haber podido, habrían sido elegidos para vivir en nuestro mundo.

—¿Cuántos portales existen?

—Cientos; ¿miles? —Erinia se encogió de hombros—. Tan solo Taranis sabe.

—A lo que se refiere mi Parente, señorita... —intervino Daniela—. Es a cuantos portales hay abiertos. Cuantos haya no importa: son las brechas en la realidad lo que nos preocupa.

—Oh, como no. —Erinia sonrió—. Abierto permanentemente no hay ninguno; abrirlos conlleva un gran trabajo. No obstante, el portal de Mercurio es el que con mayor facilidad logramos abrir. El resto permanecen durmiendo la mayor parte del tiempo.

Erinia alzó la mano derecha con la palma abierta. Sobre esta, rompiendo el cielo azul de la pequeña esfera holográfica flotante que levitaba entre sus dedos, surgió una enorme estructura de piedra en lo alto de lo que parecía ser un monte alrededor del cual centenares de figuras humanoides aguardaban en silencio.

—¿Cómo se abre un portal? —preguntó Thomas acercándose varios pasos para poder ver más de cerca la estructura—. ¿Qué tipo de mecanismo tiene?

—Oh, eso es demasiado complejo para una mente humana, doctor —se disculpó Erinia—. Ni tan siquiera vale la pena que pierda el tiempo explicándolo. En respuesta a vuestra pregunta, Parente y asesora, el único portal que podemos abrir es éste.

—¿Y porque decidisteis abrirlos? —insistió Daniela, con interés—. Dices que rescatáis a los humanos dignos para llevarlos a vuestra realidad: ¿por qué? ¿Qué derecho tenéis para hacerlo? Además, ¿qué hacéis con los humanos una vez cruzan el portal?

La sonrisa de Erinia se crispó por un instante, visiblemente incómoda ante las preguntas. Hasta entonces, la conversación con Van Kessel había sido sencilla: el Parente preguntaba y ella respondía. Ahora, sin embargo, viéndose rodeada por tres humanos, la alienígena se sentía en inferioridad.

Se obligó a si misma a sonreír. Dadas las circunstancias no tenía otra opción.

—Fue decisión de Taranis. Él nos pidió que lo abriésemos.

—¿Y por qué? —insistió Daniela—. ¿Acaso sabíais vosotros de la existencia de otra realidad?

—Sabíamos de su existencia, aunque no creíamos que quedasen humanos en ella. Según la leyenda de León, la traición de Elías Marsh conllevó la maldición de éste y de la Cristo Redentor, abocando así a la raza humana a la extinción.

—¿Os creíais los únicos? —Aidur no pudo evitar que se le escapase una carcajada—. Imagino que os llevaríais una buena sorpresa al cruzar el portal, entonces. Lo que me lleva a lo siguiente: si no creíais en la existencia de otra raza, ¿a quién ibais a salvar? —El Parente negó suavemente con la cabeza—. No tiene sentido.

Erinia sacudió la cabeza, molesta ante el comentario de Van Kessel. Tantas preguntas empezaban a agotarla demasiado. Además, no le gustaba que la mirasen de aquel modo. En la mirada del Parente había respeto, curiosidad: interés. En la de los otros, en cambio, el sentimiento era totalmente distinto. Daniela la miraba con odio, recelosa, desconfiada; Thomas como si de un insecto al que deseara poder viviseccionar.

Parente...

—Responde —advirtió Van Kessel alzando levemente el tono de voz—. No olvides nuestro trato.

Erinia suspiró irritada. Resultaba sorprendente ver cómo, de repente, estaba entre la espada y la pared.

—Hubo un incidente —admitió al fin—. Los portales no deberían haber sido abiertos... O al menos no sin control. A pesar de su existencia, tan solo unos cuantos pueden atravesarlos: los elegidos de Taranis. Hombres  y mujeres bendecidos por nuestro señor que hemos entregado nuestra vida a la evolución del Imperio...

El término empleado para describir su sociedad no pasó por alto a ninguno de los tres humanos, los cuales, fugazmente, intercambiaron una rápida mirada entre sí. Poco a poco, en su mente empezaban a formarse la imagen de lo que podría ser una segunda civilización humanoide con un Emperador al mando y un Dios gobernando desde los cielos.

—Explícanos lo del incidente —la invitó Daniela—. ¿Qué sucedió?

—Varios miembros del equipo científico atravesaron el portal sin permiso. Lo atravesaron y, simple y llanamente, no regresaron: desaparecieron. Y al igual que ellos, en otros tantos portales sucedió algo parecido. Nadie sabe cómo lograron abrirlos, pero varios de los nuestros los atravesaron y desaparecieron en vuestra dimensión. —Erinia sacudió la cabeza—. Esos traidores abandonaron sus puestos para entregarse a la vida de lujo y placer que la vida humana puede ofrecerle a cualquiera con nuestras capacidades. ¡Imaginadlo! ¡Podrían conseguir lo que quisieran! Somos más inteligentes, más astutos, más hábiles... ¡Estamos muchísimo más evolucionados que vosotros! ¡Si lo quisiéramos, podríamos gobernar vuestra realidad! Pero ése no es nuestro objetivo... no deseamos mezclarnos con vosotros. Vuestra dimensión no nos interesa.

—Pero atrapar a esos traidores sí, ¿me equivoco? —Reflexionó Thomas—. Es por ello que cruzasteis el portal y, para vuestra sorpresa, descubristeis que no estabais solos: que al otro lado aguardábamos nosotros.

Erinia asintió con melancolía, atormentada ante la idea. Como elegida de Taranis, el mero hecho de plantearse el abandonar el Imperio para unirse a la civilización que en el pasado les había dado la espalda le resultaba terrible.

Cerró los ojos, sintiendo como un profundo sentimiento de odio y traición se encendía en su pecho. Había quien decidía unirse a los Elegidos por fama y riqueza; posición. Otros lo hacían por obligación o desesperación. Ella, sin embargo, lo había hecho por el odio que aquella tremenda traición despertaba en ella.

Jamás podría perdonarles.

—En un inicio nuestra misión era darles caza: traerlos y juzgarlos. Sin embargo, al descubrir vuestra existencia, las cosas cambiaron. La mayoría de los humanos sois viles y crueles: seres desalmados a los que la codicia y el poder ha corrompido. No obstante, hay excepciones... y nuestro deber es dar una segunda oportunidad a esas excepciones. Taranis nos lo ordena.

—Así pues —resumió Van Kessel—, se podría decir que tenéis dos misiones: traer de vuelta a los fugitivos y secuestrar a los humanos que consideráis que deben formar parte de vuestro Imperio.

—¡Secuestrar no es el término adecuado! ¡Los estamos liberando!

—¡Una mierda! —exclamó Daniela bruscamente poniéndose en pie—. ¿¡Con qué maldito derecho lo hacéis!? ¡Es un secuestro! ¡Y no me digas que es porque te lo pide ese maldito Dios tuyo, porque sabe Lightling que los Dioses no existen!

Los ojos de Erinia se encendieron al escuchar el nombre de la Suprema. Fue un brillo repentino, instintivo, incontrolable, pero lo suficientemente claro como para que las dudas despertasen en la mente de Van Kessel. Si realmente había hombres y mujeres de la raza de Erinia entre los suyos, camuflados, ocultos, ¿quién podía saber hasta donde habían logrado llegar? La mayoría habrían pasado inadvertidos seguramente, tratando así de ocultarse de los suyos, pero estando tan evolucionados como todo parecía apuntar, ¿cómo no iban a destacar en la sociedad humana?

Aidur sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Al volver la vista al frente descubrió que Erinia le miraba fijamente, como si intentase ver más allá de sus ojos, y, en cierto modo, tenía la sensación de que lo estaba haciendo.

¿Estaría aquel ser leyéndole los pensamientos?

—Basta, Daniela —ordenó antes de que las dos mujeres pudiesen empezar a discutir—. Hay demasiados cabos sueltos aún como para que nos pongamos a discutir por nimiedades. Necesito saber más, Erinia.

—Lo sé: no eres el único. Llevo muchos años separada de los míos: necesito regresar; saber qué está pasando, pero para ello antes tengo que recuperarme. Yo podría llevarte hasta ellos, Van Kessel: hasta el portal... pero no así. Necesito mi cuerpo real.

—¡Dinos la localización e iremos nosotros! —exclamó Daniela, decidida—. Puede tardar meses en poder ponerse en pie, Aidur. No podemos dejar que pase tanto tiempo.

—¿Vosotros? —Erinia soltó una insolente carcajada que resonó por toda la estancia, arrancando inquietantes ecos a las paredes—. Ni lo sueñes, humana. Tú jamás verás nuestro portal: no eres digna. Ni tú ni él, pero tú... —Los ojos de Erinia volvieron a centrarse en los de Van Kessel—. A ti sí que puedo enseñártelo, Aidur. Es más: tienes que verlo.

Al encontrarse sus miradas Aidur volvió a sentir el mismo escalofrío de antes recorrerle la espalda. Era Erinia, ahora estaba convencido. Aquella mujer podía conectar con él de un modo tanto físico como psíquico y, en aquel entonces, lo estaba haciendo.

—¡Vigila tus palabra, maldito monstruo! —advirtió Daniela con el arma ya en la mano, temblando de puro nerviosismo— ¡O te juro por Mercurio que no sales con vida de aquí!

—¡Inténtalo si te atreves!

Las visitas habían acabado, comprendió de inmediato. Traer consigo a Daniela y a Thomas había servido para intimidar a la alienígena, pero poco más. A la hora de la verdad, tal y como acababa de decir, tan solo él era digno de saber algunas secretos.

Secretos como el motivo por el cual lo había elegido a él en vez de a Anderson.

Dejó escapar un suspiro de puro agotamiento. A su alrededor la situación se le escapaba de las manos: Daniela tenía ya el arma entre manos, fuera de sí, y no dejaba de gritar mientras que Thomas, con el pánico reflejado en el semblante, intentaba calmarla. Erinia, por su parte, no cesaba de provocarla, consciente de que Van Kessel no iba a permitir que la ejecutase. Después de todo, tenían un trato.

—Basta de tonterías: Daniela, Thomas, salid. Dejarnos solos.

—¿Solos? —Nox abrió ampliamente los ojos, perpleja—. ¡Pero Paren...!

—¡¡He dicho que salgáis de una maldita vez!!

La asesora lanzó una maldición y un par de amenazas más hacia la alienígena, rabiosa, iracunda como pocas veces la había visto, pero finalmente abandonó la sala seguida de Thomas, el cual, a diferencia de ella, parecía bastante aliviado.

Más tarde, supuso Aidur, tendría problemas con ella: conocía a Daniela y, por supuesto, no iba a perdonarle aquel desaire. No obstante, eso sería más tarde. Ahora que al fin volvían a estar solos Van Kessel no iba a abandonar la sala sin saber la verdad.

Aguardó unos minutos para asegurarse de que estaban solos. Ahora, con Erinia algo más relajada, tomó asiento en la butaca y centró la mirada en ella. En su rostro  ya no había rastro alguno de la insolente niña con la que Daniela acababa de discutir. Ahora solo había paz y armonía: la misma paz y armonía que le había visitado la primera vez.

Resultaba increíble pensar que pudiese ser un ser de otra especie: parecía tan humana...

—Dímelo.

—Esa mujer no te va a traer nada bueno, Aidur. —Erinia cruzó los brazos sobre el pecho—. Tiene demasiado miedo a lo desconocido... y la boca muy grande.

—Cállate, Erinia: Daniela es una de mis mejores agentes. Probablemente, si le diesen la oportunidad, ella sería mejor Parente que yo. Cumple con todos los requisitos necesarios para ello así que ni la menciones.

—La sobreestimas —simplificó Erinia con sencillez—. Pero no me importa: no es mi problema en el fondo.

Erinia tomó asiento en la camilla, junto a su cuerpo. Sobre su mano derecha chispeaba una imagen holográfica que, poco a poco, se iba formando. En cuanto extendiese los dedos, Aidur podría verla.

—Dímelo: ¿por qué yo? Hasta ahora has ido eludiendo la pregunta: ¿por qué? ¿Por qué me elegiste a mí? Anderson...

—¿Quieres saberlo? De acuerdo, no me culpes después de ello... simplemente quería protegerte, pero allá tú. En el fondo mereces saberlo —interrumpió Erinia—. Hace aproximadamente cuarenta años humanos el portal a Mercurio se abrió y varios de los nuestros lo atravesaron en plena noche. En aquel entonces yo aún no estaba en manos de Tempestad por lo que pude percibirlo con claridad: las mentes de los nuestros están conectadas. Consciente de su naturaleza rebelde, envié el avatar que tienes ante tus ojos empleando todas mis fuerzas para intentar detenerles, negándome a que lograsen escapar, pero me abatieron: eran demasiados. En un tres contra uno habría podido: siendo cinco la cosa se complicaba notablemente. No obstante, sus rostros quedaron grabados para siempre en la memoria... quizás te suene alguno.

Al extender los dedos, la imagen holográfica que había guardado hasta entonces en la mano se expandió dejando a la vista varios rostros de aspecto humanoide. Todos ellos eran seres de aspecto joven y saludable, gentes cualquieras como las que se podía ver a diario en las calles. No obstante, había uno de ellos, el rostro de una de las dos mujeres, que sí que le resultaba familiar.

Muy familiar.

Aidur nunca la había visto tan joven. En su mente, el retrato de aquella mujer se mantenía en una edad indefinida, como solía pasar siempre entre una madre y un hijo. No obstante, siempre la había visto enormemente hermosa, fuerte y valiente. Y precisamente aquel era el recuerdo que tenía de ella, el de una mujer decidida capaz de enfrentarse al mundo en solitario.

Apretó los puños. El cabello largo y lacio y los ojos oscuros, la piel clara, los labios rojizos... Incluso cada vez más difuso debido al paso del tiempo, era innegable que se trataba de la misma persona.

—Logró escapar del planeta. Siempre fue una mujer astuta, no te voy a mentir, autosuficiente e inteligente como pocas: es una lástima que volviese. Los míos le habían perdido la pista por completo. Lamentablemente, como siempre sucede, se arrepienten, Aidur, y vuelven. Es como si el portal les atrajese de regreso... —Erinia hizo un alto—. ¿Lo entiendes ahora?

Conmocionado ante el calibre de tal revelación, Aidur apenas pudo reaccionar. A lo largo de toda su vida se había preguntado centenares de veces sobre sus orígenes; sobre la identidad de su padre, su planeta natal, su familia... Aquella duda le había acompañado siempre y, en base a lo poco que sabía, se había atrevido a crear una historia en la cual él, Aidur Van Kessel, era hijo de un noble caído en desgracia. Obviamente, siempre había sabido que aquello no era cierto. Aidur no procedía de una familia adinerada, o al menos así lo evidenciaba la miseria que siempre le había acompañado, pero era innegable que no había sido un muchacho cualquiera. Desde pequeño había brillado con luz propia y todos aquellos que le habían rodeado lo habían percibido: Kaiden Tremaine, Tanith, Thomas, Jared, Adam... Todos habían querido que formase parte de su vida; lo habían atraído a su mundo y, de un modo u otro, habían logrado quedarse con una parte de él. Kaiden se había convertido en el padre que jamás había tenido, Tanith en la mujer a la que amaba pero con la que nunca le permitirían estar, Thomas en el hombre que podría haber sido su mejor amigo, Jared en su maestro y Adam en el hermano que siempre había soñado. Todos ellos, desde el primero al último, habían dejado una importante huella en él, pero no habían logrado atravesar la barrera que les distanciaba. Una barrera cuya existencia hasta entonces no había logrado comprender pero que, llegado a aquel punto, entendía perfectamente.

Aidur siempre se había sentido especial y, por primera vez en su vida, creía saber el porqué.

Repentinamente acalorado, Aidur se puso en pie y se alejó hasta la puerta. A pesar de desear no creer a Erinia, en lo más profundo de su ser sabía que no le mentía. Aquella evidente conexión que había entre ambos delataba la verdad. Claro que, en caso de ser cierto, ¿en qué posición quedaba él? ¿Acaso aquello no lo convertía en un monstruo? ¿En un alienígena?

Se negaba a creerlo.

—Me estás mintiendo.

—¿Mentirte? —Erinia sacudió levemente la cabeza—. Cree lo que quieras, Van Kessel: tú me has hecho una pregunta y yo simplemente respondo. ¿Por qué te elegí a ti? Porque únicamente confío en los nuestros... Y aunque tú no lo seas por completo, pues es evidente que hay más de humano en ti de lo que desearía, tienes demasiado potencial como para desperdiciarlo aquí. Este lugar... Este Reino está corrupto, Aidur: sé que aún no lo entiendes, pero en cuanto lo veas comprenderás lo que quiero decirte. Tu sitio no está aquí: nunca lo ha estado ni nunca lo estará.

La verdad ardía más que el alcohol en las heridas. Ciertamente, Mercurio nunca había sido su lugar. Aidur había querido creer que sí, que aquel era su planeta y sus habitantes sus hermanos, pero lo cierto era que nunca había llegado a sentirse un curiano.

Estaba fuera de lugar.

—Quiero verlo; necesito verlo.

—Lo verás, pero no ahora. Necesito tiempo. De hecho, creo que ambos lo necesitamos. Yo para recuperarme: tú para ordenar tus ideas... Dame un par de mes...

—¡Imposible! No puedo esperar ese tiempo.

Erinia sonrió con tristeza, embriagándose inevitablemente de la trágica desesperación que ahora llenaba de dudas y miedos la mente de Van Kessel. Aunque éste no la creyera, le entendía muchísimo mejor de lo que imaginaba.

—Aidur, intentaré que sea el mínimo tiempo posible pero tienes que entenderme: no es fácil. Llevo mucho tiempo aletargada, mi cuerpo se ha deteriorado. Necesito recuperarme.

—Pues hazlo lo más rápido posible. Utiliza cuanto necesites del laboratorio, el material, las conexiones, a mis hombres... ¡haz lo que sea! ¡Pero recupérate ya! Hay tantas cosas que necesito saber...

Se cubrió el rostro con la mano, tratando de ocultar así el pánico que sus ojos reflejaban. Además de respuestas, necesitaba aire. Necesitaba pensar; estar solo... aislarse de cuanto le rodeaba.

Necesitaba escapar.

Volvió la vista hacia la puerta. Más que nunca, Aidur necesitaba cruzar la puerta y perderse en la negrura de los corredores de la Fortaleza.

—Esto no acaba aquí: volveré.

—Y yo te estaré esperando.  Descansa, Aidur. Lo necesitas.

Hacía tiempo que no subía a la azotea de la Fortaleza. Aidur recordaba haberla decorado a su gusto, trayendo para ello desde Nifelheim todo tipo de plantas y árboles autóctonos de la Reserva. Pocos días después, ante la falta de luz real, todos habían acabado pereciendo por lo que había decidido sustituirlos con holografías. Desde entonces, la azotea era un pequeño bosque de colores oscuros cuya frondosidad era tal que cualquiera podría llegar a perderse.

Cualquiera menos él, claro. A pesar de hacer años que no lo visitaba, Van Kessel recordaba hasta el último de los rincones de aquel hermoso lugar. Sabía la localización exacta de los árboles, de los macizos de flores y de los arbustos, de los hongos y del césped: de las enredaderas y de los setos. Aidur conocía a la perfección absolutamente todo cuanto le rodeaba, incluido el estrecho camino que, abierto entre las enredaderas, accedía al mirador secreto donde, tiempo atrás, había pasado tantas horas pensando en tonterías que por aquel entonces había creído importantes.

Tonterías que, en el fondo, no habían sido más que estupideces en comparación a lo que aquel día había descubierto.

Sintiéndose más pesado que nunca, Aidur se dejó caer sobre el banco de piedra que él mismo había ordenado traer. Desde allí las vistas a los alrededores eran excelentes, aunque un tanto lúgubres, como todo Mercurio. Los corredores y avenidas labrados en la piedra nunca habían sido demasiado de su agrado. Claro que, ¿acaso había algo de aquel planeta que realmente hubiese llegado a gustarle? Las minas le resultaban interesantes únicamente por los secretos que guardaban y sus gentes por lo luchadoras que eran. Por lo demás, Mercurio era un lugar terrorífico. Sus gentes eran pobres, sus enfermedades mortales, el aire tóxico, las condiciones de vida salvajes y su futuro totalmente incierto... sin olvidar lo déspota que podían llegar a ser sus gobernadores, por supuesto. No obstante, incluso así, había algo en aquel planeta que había logrado enamorarle desde el primer día. ¿Serían sus viajes en tren? ¿O quizás las noches eternas? ¿La satisfacción de quitarse la máscara tras horas de continua exposición a la polución extrema? ¿O simplemente el mero hecho de ser alguien realmente importante?

Aidur sentía que Mercurio le había dado mucho hasta entonces, pero tras las palabras de Erinia todo perdía importancia. Van Kessel se sentía perdido, confuso, asustado, y cuanto más pensaba en ello, más sombríos eran sus sentimientos.

En Tempestad le habían enseñado a desconfiar de absolutamente todo. La verdad podía llegar a convertirse en una magnífica arma arrojadiza si se sabía emplear, pero en la mayoría de los casos el enemigo prefería la mentira: algo mucho más manipulable y dañino. Basándose en aquel principio, Aidur siempre había preferido pensar que de cada diez disparos, tan sólo uno estaba cargado con la bala de la verdad. El resto eran mentiras y engaños.

Sin embargo, con Erinia las cosas eran distintas. Aidur deseaba creer que estaba siendo víctima de un engaño, que Erinia jugaba con él para intentar llevárselo a su campo, pero lo cierto es que había algo en su interior que le impedía creer en ello. Hasta entonces Aidur siempre se había sentido fuera de lugar y, por alguna razón, al escuchar aquellas palabras había creído comprender el porqué. Ciertamente el Parente siempre había estado fuera de lugar porque, simple y llanamente, no era de allí. Aidur no era un cualquiera, y al fin creía tener un porqué para ello. ¿Sería por ello que había sido reclutado tan joven en Tempestad? Quizás, se decía, la obsesión con la existencia de una segunda civilización en Mercurio venía de aquel origen. Su obsesión, sus capacidades, sus pensamientos y, por supuesto, el velo de misterio que siempre había rodeado a su madre.

Lo que era innegable era que Aidur era especial. Jared lo había notado nada más verle, al igual que lo había hecho Kaiden Tremaine. Ambos hombres habían percibido en él su enorme potencial y habían intentado llevarle a su campo. Y al igual que habían hecho ellos, lo hacía ahora Erinia...

¿Pero cómo? ¿Cómo era posible que nadie se hubiese dado cuenta? Es más, ¿cómo era posible que él mismo no hubiese sido consciente de ello hasta entonces? Las pruebas físicas siempre habían evidenciado que se trataba de un humano normal y corriente; uno entre mil. No obstante, las psicológicas...

Aidur cerró los ojos, perturbado por todos aquellos pensamientos. Si realmente Erinia quería que creyese en su palabra tendría que demostrárselo de algún modo. Las palabras no eran más que palabras después de todo. Por el momento, teniendo en cuenta todo lo que se le venía encima, lo mejor era no pensar demasiado en ello. Después de todo, ¿de qué le iba a servir? Si al menos tuviese alguien con quien poder compartir el secreto quizás podría llegar a alguna conclusión clara, pero estando solo como estaba, de nada servía insistir en el tema. Porque, pensándolo fríamente, ¿Cómo confiarle tal secreto a Daniela? Conociéndola le tacharía de loco, de crédulo: de estúpido. ¿Y qué decir de Thomas? Él le sometería a un millón de pruebas para las que no tenía tiempo. Adam no estaba en su mejor momento por lo que tampoco podía contar con él, y Tanith...

¿Dónde demonios se habría metido aquella maldita mujer? A ella podría habérselo contado sin ningún problema. Era alguien de confianza: leal y sincera como pocas. Además, no sería la primera vez que lo hacía. Después de todo, ¿a quién sino a ella le había confesado el modo en el que había muerto su madre? Todos sabían lo del atracador y el cuchillo, pero poco más. Ella, además, sabía cuánto se culpaba Aidur por no haber intentado evitarlo; cuanto sufría al recordarlo y cuanto se odiaba a sí mismo por haber sido tan cobarde.

Tanith era perfecta para guardar secretos; para ello y para llenar aquel extraño vacío que en aquel entonces volvía a asolarle. Un  vacío que no sentía desde que era un niño y que, por alguna razón, en aquel entonces amenazaba con apoderarse de su ánimo.

—¿Dónde demonios te has metido? —murmuró para sí mismo, pensativo—. Si al menos supiese que sigues viva...

El sonido de unos pasos procedentes de la maleza captó su atención. Hasta entonces el silencio había guardado como un manto de hierro aquel lugar, reduciéndolo a un pequeño paraíso ideado y creado únicamente por y para él. Sin embargo, aquel suave sonido, poco más que un crujido, evidenciaba que no estaba solo.

Aidur volvió la vista hacia atrás, sorprendido, y entre la maleza, a varios metros de distancia, vio a dos figuras moverse con agilidad. Una de ellas era la de un niño cuyos rápidos pasos evidenciaban la seguridad que tenía en sí mismo. La otra, algo más rezagada, se correspondía a alguien algo más mayor al que la vegetación le resultaba tan extraña como a la mayoría de curianos.

Los reconoció de inmediato.

—¿Se puede saber qué hacéis vosotros aquí? —preguntó Aidur alzando la voz para hacerse oír. Al escucharle, los dos aceleraron el paso hacia su posición, como si hasta entonces no le hubiesen visto—. ¿Quién os ha dado permiso para subir?

Daryn acudió a la llamada rápido como un rayo, esquivando y saltando por encima de los arbustos y de las raíces holográficas como un felino. Morganne, en cambio, necesitó diez segundos más. Sus pies no se sentían ni cómodos ni seguros sobre aquella recreación.

—Merian —exclamó el muchacho con rotundidad—. Él dijo que podíamos venir.

—Daryn dice la verdad —le secundó Morganne—. Creo que ese tipo estaba harto de escucharnos gritar. Este crío es un as en las cartas, Parente.

—¿No sois ya algo mayores para estar molestando? —inquirió el Parente cruzando los brazos sobre el pecho—. Sobretodo tú, Morganne. Aquí la gente está trabajando.

—¡Eh! —exclamó Moreau repentinamente roja—. ¡Yo también cumplo órdenes! ¡A mí me dijo Nox que mantuviese al crío entretenido y eso hago!

—Ya, claro.           

Aidur lanzó un suspiro. En cualquier otro momento seguramente se habría enzarzado en una discusión sin sentido por pura diversión, pero dadas las circunstancias prefirió pasarlo por alto. El Parente se dejó caer en el banco nuevamente y volvió la mirada hacia el horizonte. Más allá de la Fortaleza únicamente había piedra.

Piedra y más piedra.

—¿No podemos quedarnos? —preguntó Daryn con tono lastimero—. Este sitio me gusta: es como la Reserva. No huele igual y las plantas son de mentira, pero...

—Al menos seguro que está más limpio —apuntó Morganne—. Mi madre me habló una vez de ese lugar: dice que apesta. Los guardianes de allí son...

—¡Eh! ¡Cállate! —exclamó Daryn—. ¡Mi abuelo era un guardián!

—¿Tu abuelo? —Una sonrisa maliciosa surgió en los labios de la joven—. Ahora me explico muchas cosas, ¡je! En fin... ¿qué hacía aquí, Parente? ¿Le puedo ayudar en algo? Si lo que quiere es una buena conversación... —Morganne se detuvo frente a él y le guiñó el ojo, coqueta—. Soy la indicada: puedo dejar al crío en su celda y subir para que estemos solos. De hecho, si usted quisiera...

Aidur no pudo evitar dibujar una sonrisa, divertido. No era la primera vez que una Moreau intentaba ganarse su simpatía insinuándose. La madre de Morganne, una mujer muy bella aunque demasiado peculiar para su gusto, también había intentado seducirle en su momento. De hecho, aquella mujer había llegado bastante más lejos, incluso a insinuarle según qué cosas con las que sonrojaría a un planeta entero... Aunque con bastante poco éxito. A pesar de ser hermosa, aquella mujer era demasiado mayor para el gusto de Van Kessel.

Resultaba intrigante que la escena se repitiese con su hija.

—Morganne...

—¿Sí?

Daryn dejó escapar una risotada al leer en los ojos de su padre la respuesta a la pregunta. Obviamente Van Kessel no tenía la más mínima intención de quedarse a solas con aquella cría.

—Cállate.

—¡Oh, vamos! ¡Jefe!

—Date un paseo, anda.

Sintiéndose repentinamente avergonzada ante la falta de interés de Van Kessel, el cual ya había centrado la atención en Daryn, Morganne se alejó de la zona para inspeccionar los alrededores, incómoda. Era evidente que Van Kessel había intentado mantener la compostura por el crío, a ella no podía engañarla, por lo que no se lo tendría en cuenta. No obstante, no le había gustado el detalle. Después de todo, ¿quién se creía que era para dejar en evidencia a una Moreau?

Aidur aguardó a que la muchacha se alejase lo suficiente para dar un suave codazo a Daryn, el cual, risueño, miraba alejarse a Moreau. Aunque algo antipática y prepotente en según qué ocasiones, le gustaba aquella chica.

—No le hagas caso —suspiró Van Kessel—. La Reserva es un lugar magnífico, y sus guardianes grandes hombres. Y más tu abuelo, te lo aseguro. Yo le quería mucho; casi como a un padre.

—Me hubiese gustado conocerle —respondió el niño—. Mi mamá habla mucho de él. Siempre dice que con el abuelo todo era más fácil.

—Y no se equivoca. Tu abuelo conseguía hacer fácil lo más difícil. Me enseñó muchas cosas... de hecho, él y tu madre me enseñaron prácticamente todo lo que sé. Fueron unos buenos maestros.

El niño frunció el ceño, repentinamente entristecido. La mención de sus dos familiares parecía haberle entristecido, y más ahora que ambos estaban desaparecidos.

Aidur volvió la vista al frente, pensativo. No muy lejos de allí, contemplando el paisaje rocoso que rodeaba la Fortaleza, Morganne iba y venía en silencio, seguramente a la espera de ser llamada de nuevo. Aquella joven, aunque en un principio no hubiese sido de su agrado, iba a serles de gran utilidad. No ella por sí misma, desde luego, pero sí por su sangre.

Morganne sería la clave para llegar al gobernador.

El timbre de su terminal portátil captó su atención. Aidur la extrajo del bolsillo, molesto por el desagradable e intenso sonido que éste causaba, y examinó la pantalla. Desconocía la terminal desde donde intentaban establecer conexión, pero teniendo en cuenta que podía tratarse de Tanith, la aceptó. Acto seguido, el sistema holográfico del terminal se activó dibujando un rostro masculino ligeramente familiar a pequeña escala ante él.

El hombre saludó con una ligerísima reverencia.

 —Parente Van Kessel, me alegra volver a verle.

—Cruz —reconoció al instante—. Precisamente con usted quería hablar: he sido informado de que ha dado con los Ford. ¿Es cierto?

El hombre asintió con la cabeza, sin variar un ápice la expresión facial. Si estaba o no satisfecho u orgulloso de su captura, no lo demostraba. Al contrario. Tal era la frialdad e inexpresividad de su rostro que parecía labrado en piedra.

—Así es, Parente. Precisamente por ello contacto con usted: necesitaría que acudiese a la sede policial de Nifelheim Capital. Los terroristas se niegan a hablar sin la presencia de un Parente curiano: se aferran al artículo 212. He intentado contactar también con el Parente Anderson para evitarle la molestia, pues sé que está ocupado con la investigación de las desapariciones, pero no responde a mi llamada.

—Ya veo; de acuerdo. En unas horas estaré allí, ¿ha dicho en la sede policial, me equivoco?

Nuevamente, Cruz asintió. Envió las coordenadas al Parente, por si por alguna extraña razón no conociese la localización de dicho lugar, e inmediatamente después, sin más dilación, cortó la comunicación. Billy Cruz no era un hombre de muchas palabras. Por suerte para él, tampoco las necesitaba. Aidur sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

Finalizó la conexión presionando el botón superior de la terminal, bloqueó la pantalla y la guardó en el bolsillo, sintiéndose renovado. Ahora que al fin tenía algo más en lo que pensar las palabras de Erinia quedaban en un segundo plano.

—Me temo que tengo trabajo, Daryn, quizás otro dí... ¿Daryn?

Al volver la mirada hacia el niño descubrió terror en su mirada. Daryn miraba fijamente el bolsillo donde había guardado la terminal, boquiabierto; estupefacto. ¿Sería posible que hubiese reconocido a Cruz de la redada? Le costaba creer, pues todo había sucedido de noche y a gran velocidad, pero siendo él su hijo, cualquiera cosa era posible.

Apoyó la mano sobre su hombro. El muchacho temblaba.

—Daryn, ¿estás bien?

—¡Él...! —exclamó en apenas un hilo de voz—. ¡Fue él...!

Aidur cerró los ojos: efectivamente, tal y como había temido, el niño le había reconocido. Era de esperar: si Aidur era tan especial, ¿Cómo no iba a serlo también su hijo?

Lanzó un suspiro. Si además de inteligente era tan obstinado como él iba a ser muy complicado hacerle entender que, muy a su pesar, tenía que reunirse con Cruz.

—No te pongas así. Ya sé que fue ese tipo el que os tendió la trampa en la Reserva, Daryn, pero te aseguro que va a pagarlo muy caro. En cuanto le coja...

—¡No! —El niño sacudió la cabeza con brusquedad—. ¡No! ¡No! ¡No! ¡¡Él es el hombre de la tienda!! ¡¡Él...!! —El niño se puso en pie sobre el banco, nervioso, exaltado: excitado—. ¡¡Él envenenó a mamá!! ¡¡Él intentó matarla!! ¡Él es Mellon! ¡Ese hombre es Mellon!

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