Capítulo 14

Capítulo 14

A Daniela no le gustaba su compañera de viaje.

A lo largo de los años dentro de la organización, la asesora del Parente había tenido que ver pasar unas tras otras a decenas de personas que, de un modo u otro, se habían ganado su puesto a base de billetes o de posición. Normalmente se trataba de hijos de nobles, bellator retirados o, incluso, millonarios con ganas de vivir aventuras: gente que, en su mayoría, no disponían de la preparación necesaria para enfrentarse a los misterios que aguardaban en un planeta tan complicado como Mercurio.

Lo bueno que tenían aquellos especímenes, como a ella le gustaba llamarles, era que lo dejaban pronto. En la mayoría de los casos sus abandonos venían secundados por agotamiento o aburrimiento: o se cansaban de dar vueltas y ejercitarse en los gimnasios o, simple y llanamente, la cantidad de material a estudiar y repasar les vencía la batalla. También había algunos que morían en extrañas circunstancias, como bien le había pasado a la hija del tal Mikey Moore, o al imbécil que se hacía llamar "el Rey del Sable", pero aquellos era la minoría. Tempestad, después de todo, tenía que guardar la cara ante sus inversores potenciales.

Cuando entró a trabajar para Van Kessel Daniela pensó que nunca más tendría que cruzarse con ninguno de aquellos especímenes. Aidur era un tipo surgido de lo más bajo cuyas ideas imposibilitaban que se diesen aquellas circunstancias. Como él solía decir: en su equipo nunca habría ni idiotas ni fulanas. Lamentablemente, al igual que decía una cosa, también decía otra: jamás daría la espalda a Anderson. Y así había hecho.

En el fondo, y aunque él nunca lo admitiese, Aidur era demasiado bueno con según qué personas.

Así pues, Anderson había logrado convencerle para que se ocupase de la bastarda del gobernador planetario y allí estaba ella, dispuesta a cumplir con todo lo que Van Kessel le ordenase. ¿Que necesitaba que le trajese ropa nueva? ¿Que atendiese a sus invitados? ¿Que pasara a limpio las actas? ¿Que cenase con él? ¿Que fuese a buscar a Tremaine y su hijo? ¿Que cuidase al nuevo fichaje?

Pues muy a su pesar, lo hacía. ¿Acaso podía hacer otra cosa?

Pero que lo hiciese no implicaba que le gustase, y, desde luego, de todo lo que le había pedido hasta entonces, aquella petición era una de las peores. Morganne era presuntuosa, presumida y charlatana: apenas sabía nada de la vida real en Mercurio y, lo que aún era peor, se creía lo suficientemente buena como para formar parte del equipo.

De hecho, aquella cría se creía tan buena que el viajar hasta Nifelheim para recoger a Tanith y Daryn le parecía una misión inadecuada para su categoría. Ella había nacido para explorar el universo y salvar planetas, no para llenar de suministros las naves ni limpiar las armas.

Pobre inocente.

—Sigo sin entender por qué tenemos que ir —comentó la chica desde la fila de asientos sobre la cual estaba cómodamente tendida, apoyando los pies sobre el reservado para ancianos—. ¿A quién vamos a recoger? Imagino que debe ser alguien muy importante.

—Eso no es cosa tuya, Moreau.

—¿Por qué no? Vamos juntas, ¿no? Van Kessel lo dijo: somos compañeras. Y entre compañeras, que yo sepa...

Daniela suspiró profundamente, tratando de mantener la calma. La muchacha no tenía la culpa, desde luego: a ella le habían dado la oportunidad y, por supuesto, la había aceptado, pero no podía evitar aborrecerla. Aborrecía su cara, sus modales, su voz... Incluso aquellas fantásticas y fastuosas ropas que, con su edad, jamás podría haberse costeado.

La vida era demasiado injusta a veces.

—No somos compañeras, Morganne; simplemente me acompañas, nada más. No eres una agente, eres una aprendiz.

—¿Tu aprendiz?

Cerró los ojos. Lo peor de Moreau era que, en el fondo, tenía tantas o más ganas de las que había tenido ella en su momento de aprender.

—Algo así.

—Genial.

—Genialísimo, vaya.

La luz iba y venía al adentrarse en los distintos túneles que conformaban el camino a Nifelheim. Daniela no estaba acostumbrada a viajar, pues de aquellos quehaceres se ocupaban los otros, pero sabía que empleaban aquellas horas para prepararse y estudiar los casos. Merian, incluso, según palabras textuales, aprovechaba las horas para descansar un poco o, dependiendo del día y del ánimo, dibujar.

Con Morganne, por desgracia, cualquier cosa salvo hablar era imposible.

—¿Y a dónde vamos? A Nifelheim, sí, eso lo sé, pero ese sitio es muy grande... bueno, en realidad no, pero ya me entiendes. Iremos a algún lugar en concreto, ¿no?

—A la capital: al barrio de las Aguas.

—Eso no suena demasiado bien. Bueno, todo Nifelheim suena mal. Mi madre... —La muchacha le lanzó una fugaz mirada llena de interrogantes—. Tú sabes quién es mi madre, ¿verdad?

Asintió. Aunque las obras de Genevieve Moreau estuviesen sobrevaloradas era innegable que tenía talento. No mucho, pero sí el suficiente como para poder ser considerada artista. Era una lástima que no lo explotase más: de haber invertido más horas seguramente habría acabado siendo una mujer brillante. Por suerte para ella, teniendo un rostro y un cuerpo como los suyos, lo demás era secundario.

—Qué preguntas. —Sonrió con socarronería—. Todo el mundo sabe quién es mi madre. Pues bien, la cuestión es que ella me hablaba a veces de Nifelheim y nunca era para bien. No me extraña que medio planeta les odie: esa gente apesta.

—¿Apesta? No digas tonterías. Nifelheim no es el peor sitio en el que vivir, te lo aseguro. Chao Meng-Fu tiene unas condiciones bastante peores. Imagino que no has salido de Caloris en tu vida, ¿me equivoco?

Morganne entrecerró los ojos, repentinamente molesta, ofendida, pero no respondió. Su sonrojo evidenciaba que no solo no había salido de la capital del planeta sino que, además, apenas había salido del magnífico palacio en el que vivía con su madre. El gobernador, tratando con ello de evitar que saliese a la luz la verdad sobre su idilio con la artista y la existencia de la cría, había convencido a Genevieve de que cuanto les rodeaba era demasiado peligroso como para que saliesen de casa.

Era una lástima que no hubiese logrado seguir reteniéndola un poco más.

—Deberías ir con cuidado con lo que dices: el Parente se crio en Nifelheim. De hecho, las personas a las que vamos a recoger son bastante importantes para nosotros por lo que deberías vigilar un poco la lengua.

—¿Importantes para nosotros? —Morganne pasó de estar tumbada a sentarse entre dos asientos, llena de curiosidad—. ¿A qué te refieres? ¿Al equipo?

Daniela suspiró. Tarde o temprano descubriría su identidad por lo que no valía la pena seguir alargando más el misterio. Al contrario, quizás así, ya con algo con lo que distraerse, lograría mantener la boca cerrada el resto del viaje.

—Vamos a recoger a Tanith Tremaine y a su hijo, la esposa de...

—...del Doctor Murray —finalizó ella con seguridad, sorprendida—. La conozco: nos presentaron hace unos días, en Kandem. De hecho, yo fui la que la sacó del agujero en el que se cayó. El resto no cabía... Veo por tu cara que no sabes nada. ¿Quieres que te lo explique?

La historia sorprendió a Daniela. Tanith Tremaine, aunque siempre presente en la vida del Parente desde las sombras, nunca había intervenido abiertamente en nada. Ella era, como a la asistente le gustaba decir, el nexo de unión con la humanidad de Van Kessel.

Ella simbolizaba su lado más humano.

Resultaba sorprendente que Aidur hubiese permitido que llegase tan lejos. ¿Habría sido por ello por lo que había decidido recuperar a Thomas? ¿Para impedir que ella siguiese tomando aquel tipo de decisiones?

Fuese cual fuese la respuesta, Daniela no podía evitar sentir cierta envidia. Aidur nunca se había molestado tanto por protegerla. Era innegable que la trataba como a pocos, pues, en el fondo, de todos sus agentes era su favorita, pero le molestaba estar anclada a aquella categoría. Tanith, le gustase o no, siempre significaría mucho más para el Parente que cualquiera de los demás.

—Es curioso —reflexionó Morganne tras narrar la historia—. Los Tremaine siempre logran posicionarse muy bien en la sociedad curiana. Cuando yo era pequeña escuché en varias ocasiones a mis padres hablar sobre el tal Kaiden Tremaine. Ese tipo era peligroso: hacía y deshacía en Nifelheim todo lo que quería. Creo que era una especie de líder, o algo así... Aunque es raro, porque allí también tienen gobernador.

—Un gobernador impuesto por tu padre, sí —respondió Daniela con sencillez—. Esa gente ha pasado demasiado tiempo aislada como para llegar a aceptar que alguien externo les imponga un líder. Lo lógico hubiese sido poner a alguien propio de la zona, no a un empresario acaudalado de Caloris.

—¡Pero se necesita mano dura con esa gente! Son peligrosos... No me extraña que al final Schreiber diese la orden de borrar del mapa a Tremaine. A mi padre le costó convencerle, pero al final no tuvo otra opción. Esa gente pretendía levantarse contra el gobierno planetario, Daniela.

Nox arqueó las cejas, perpleja por la sorprendente revelación, pero no respondió. Desconocía aquel dato. Sabía que la peculiar ideología de Nifelheim preocupaba a la parte más conservadora de la sociedad curiana, pero jamás llegó a imaginar que podrían llegar a crearse tales complots.

Volvió la mirada hacia la ventana, pensativa. Dudaba mucho que Aidur lo supiese. De hecho, aparte del propio maestro y el gobernador, dudaba mucho que nadie supiese aquel dato. Aquel asesinato era un secreto de estado... Claro que, ¿cómo ocultar tan jugoso escándalo a su amante?

Se preguntó cuántos otros secretos conocería aquella jovencita.

—¿Sabes cuál es el auténtico problema de Mercurio? Que a casi nadie le importa su futuro. La mayor parte de la población prefiere centrarse en sus quehaceres que luchar por el planeta, y eso es un error. Si esa gente se salvó del primer Colapso fue por algo, ¿sabes? —Sacudió la cabeza—. Ahora, en el fondo, lo que les pasa es simple y pura justicia divina. Como se dice vulgarmente: donde las dan, las toman.

Daniela no se sorprendió al descubrir en su discurso los posos de haber vivido entre la nobleza. Aquella jovencita había absorbido todo el conocimiento que su madre y su padre habían logrado pagarle a base de talonario, pero también su ideología, su estupidez y sus odios.

Resultaba inquietante pensar que las palabras de Moreau fuesen el reflejo de los pensamientos del gobernador.

—Yo diría que la gente del planeta está demasiado ocupada intentando sobrevivir gracias a las condiciones de trabajo infrahumanas que tu papaíto ha dictaminado como para pensar en conspiraciones absurdas —contestó Daniela, indiferente, sin ganas de entrar una disputa sin sentido—. En fin, mientras mantengas la boca cerrada el resto del viaje me basta: nada más. Como ya te he dicho, Van Kessel no va a tolerar errores, y mucho menos con ella.

—Van Kessel —Morganne soltó una sonora carcajada—. Mi madre conoce muy bien al Parente, Daniela. Y cuando digo muy bien me refiero a... bueno, ya sabes —Moreau le guiñó el ojo, picarona—, así que no me preocupa lo que pueda hacerme o decirme. No se atrevería. Ni él ni Anderson. De todos modos, si tanto te preocupa, tranquila, no diré nada. En el fondo a mí ni me va ni me viene: él sabrá con quien se junta. Eso sí, que no espere lealtad por parte de esa gente: son venenosos.

Morganne era toda una caja de sorpresas. Fascinada por la retorcida mente de la muchacha, Daniela no pudo evitar mantenerle la mirada durante unos instantes, tratando de encontrar maldad en su semblante. No obstante, no lo hacía a malas. Aquella muchacha, sencillamente, no daba para más. Utilizaba la información privilegiada que su posición le daba para intentar captar su atención, y aunque no lo hacía del todo bien, pues no dejaba de escandalizarla y ofenderla con sus comentarios y opiniones, era innegable que sabía lo suficiente como para poder ser considerada una persona interesante.

Era una lástima que en aquel entonces tuviese tantas cosas en la cabeza por las que preocuparse como para escuchar los cotilleos de Moreau, de lo contrario, seguramente se habría hecho de oro.

Pasaron el resto del viaje en silencio, cada una volcada en sus propios pensamientos. A Daniela aquella visita no le entusiasmaba demasiado, pues sabía por Thomas que Tremaine tenía un carácter complicado, pero tampoco le disgustaba. Ahora que por fin parecía que había conseguido carta blanca para viajar no quería darle motivos al Parente para que se la retirase. Además, le gustaba la idea de visitar el lugar en el que Van Kessel se había criado. Si aquel barrio era tan pintoresco como se lo había descrito, seguramente le encantaría.

Y no se equivocaba. Aunque sorprendida por la miseria de la zona, Daniela encontró en el barrio de las Aguas un buen lugar en el que vivir. Las gentes parecían trabajadoras y agradables, los negocios acogedores y las viviendas, aunque pequeñas, habitables. Además, el aire era algo más puro y el ambiente, dentro de lo que cabía, algo más conciliador.

Guiándose de las indicaciones de los vecinos, Daniela y Morganne fueron abriéndose paso a través de las calles hasta alcanzar la plaza donde se encontraba el negocio de los Tremaine. Para sorpresa de Nox, encontraron un círculo de curiosos alrededor del edificio y de la tienda. Daniela se abrió paso entre ellos, sorprendida por la cantidad de gente, y no se detuvo hasta alcanzar al policía al cargo del cordón de seguridad que imposibilitaba el acceso al edificio.

Junto a él, otros tantos agentes impedían el paso a los vecinos, los cuales, ansiosos por saber qué estaba pasando, no dejaban de preguntar e insistir.

Al parecer llevaban ya varias horas así.

—Eh, no se puede pasar, señora. Si quiere algo...

—Cállate, imbécil —le cortó Daniela con brusquedad.

La mujer sacó de entre sus ropas la placa que la identificaba como miembro de Tempestad y pasó por debajo del cordón con decisión. No iba a permitir que nadie la detuviese, y mucho menos a aquellas alturas.

Morganne se apresuró a pasar por debajo del cordón tras ella, algo inquieta ante la cantidad de gente y agitación. Nunca había visto miradas que destilasen tanta rabia y miedo comoen aquel entonces.

—¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Quién está al mando?

El agente enmudeció al ver la placa. Intercambió una fugaz mirada con uno de sus compañeros y éste, a su vez, entró en la tienda a avisar al supervisor de la operación. Pocos segundos después, Billy Cruz surgió del interior de la tienda con una desagradable expresión de autosuficiencia cruzándole la cara. Se acercó a las mujeres con paso tranquilo, relajado, chulesco, y saludó con un ligero ademán de cabeza al que Daniela respondió mostrándole la acreditación.

—¿Qué coño está pasando aquí? ¿Dónde está Tremaine?

—Relaje esos modales, señora Nox —Cruz se abrió la chaqueta para mostrar su propia identificación como agente de la auditora Novikov—. Estamos entre compañeros. ¿Podría saber a qué se debe su visita? De momento no necesitamos más efectivos.

—Me envía el Parente Van Kessel a reconocer la zona —respondió Nox—. Nuestro encuentro es casual. No obstante, quisiera saber qué está pasando. ¿A qué se debe todo esto? ¿Hay algún tipo de redada?

Cruz invitó a las dos mujeres a que le acompañasen al interior de la ahora silenciosa y abandonada tienda para evitar ser oídos. Aunque tarde o temprano saldrían a la luz los planes orquestados por su señora y el gobernador, por el momento era mejor que los convecinos no supiesen nada. Ya tendrían tiempo para leerlo todo en sus periódicos u oírlo en sus noticiarios.

Daniela se sorprendió al ver que todos los muñecos yacían en el suelo, rotos y maltratados. Al parecer, Cruz no se había conformado con irrumpir en el negocio a la fuerza.

—Anoche intervenimos una reunión ilegal de lo que aquí se conoce como el Consejo de Nifelheim: un grupo terrorista muy peligroso y con un gran número de seguidores. Por lo que sabemos esos traidores planeaban un golpe de estado. Hace tiempo que se les estaba investigando. —Cruz chasqueó la lengua—. La intervención fue un auténtico éxito: la mayor parte de sus miembros fueron capturados, pero algunos de ellos escaparon.

Atónita, Daniela no pudo más que asentir, incapaz de responder. Bajo ningún concepto hubiese imaginado jamás que las cosas podrían haberse complicado tanto en tan poco tiempo. ¿Sería posible que, consciente del asalto a la reunión, Van Kessel hubiese intentado salvar a Tanith?

Su mirada volvió a perderse entre la marea de cerámica rota que cubría el rostro del muñeco. Si realmente esa era su intención, todo apuntaba a que llegaban tarde.

—¿Y sus fugitivos se encuentran aquí?

—Sus residencias, pero no ellos. Los Tremaine y los Ford han logrado darse a la fuga: actualmente están en busca y captura junto a Finn Katainen. El resto, de un modo u otro, han caído.

Cruz se relamió los labios tras pronunciar aquellas palabras, con malicia. Nox sabía lo que aquello significaba: alguien había muerto en la redada.

Sintiéndose abrumada por los acontecimientos, Daniela se retiró un par de pasos. Se agachó junto a uno de los muñecos y tomó el torso. La cabeza partida pendía por un extremo del cuello de su vestidito.

Frunció el ceño. Teniendo en cuenta las circunstancias, lo más sensato era desaparecer de allí lo antes posible. Aquella gente parecía tener las ideas demasiado claras como para dejarles un hilo del que tirar.

—Por cierto, Nox, dice que estaban reconociendo la zona... toda una casualidad, ¿no? —Cruz cruzó los brazos sobre el pecho—. No tenía noticia de que los efectivos de Anderson y Van Kessel se hubiesen unido.

—Y no lo hemos hecho —replicó Morganne con cierta petulancia—. Ahora trabajo para Van Kessel.

—Para el Parente Van Kessel —les corrigió a ambos Daniela, visiblemente irritada. Dejó el muñeco donde estaba y se incorporó de nuevo a la conversación, incómoda. A su alrededor, rompiendo e inspeccionando todo cuanto les rodeaba, media docena de agentes trabajaba sin cesar—. Y sí, ha sido toda una casualidad, desde luego. Me sorprende que no hayamos sido informados: Mercurio pertenece a mi Parente y a Anderson, no a su auditora, Cruz. ¿Acaso hemos perdido las buenas formas?

La sonrisa de Bill se quebró. La acidez que exudaban las palabras de Daniela no le gustaba lo más mínimo. Ni su cara, ni sus formas, ni su mirada desafiante.

En definitiva, no le gustaba en absoluto aquella mujer.

—Por el momento pertenece a su Parente, agente Nox, pero yo diría que eso no va a tardar demasiado en cambiar —respondió con veneno, entrecerrando los ojos—. Aún me pregunto cómo es posible que Van Kessel tenga entre sus hombres más cercanos al marido de una terrorista. Resulta inquietante, desde luego... y más que, casualmente, dos de sus agentes aparezcan por aquí poco después de la redada de anoche. —Chasqueó la lengua con desdén—. Cualquiera diría que habéis venido a por ella.

—Cualquiera que sea estúpido lo diría, sí. —Fue la respuesta de Daniela, la cual, adelantándose un paso, no dudó en hacer frente al agente—. Dígame, Cruz, ¿es usted estúpido? Aunque bueno, después del comentario que acaba de hacer queda bastante claro que no brilla por su inteligencia precisamente. Mercurio nos pertenece, Cruz, que le quede bien claro. No sé si lo hará durante mucho tiempo, pero de momento así es por lo que tenga cuidado con lo que dice: si alguien creyese que he venido a por Tremaine puede que también creyese que usted confabula contra el poder de Tempestad en el planeta.

Dejándole con la palabra en la boca, Daniela giró sobre sí misma y, a voz en grito, dio orden a todos los agentes policiales allí presentes de que se retirasen. Aunque dentro de Tempestad Cruz tuviese más posición que ella, aquello era Mercurio y allí, en su tierra, en su patria, Van Kessel tenía mucho más poder que Novikov.

Salieron de la tienda con paso firme y decidido, sintiéndose las dueñas del mundo por un instante. Aquellos actos comportarían graves consecuencias, ambas eran plenamente conscientes de ello, pero después de escuchar las palabras que Cruz acababa de dedicarles sobre el futuro de Van Kessel en el planeta era evidente que ya no importaba.

Se alejaron de la plaza a paso rápido, internándose en uno de los callejones, sin saber exactamente hacia donde se dirigían. Lo único que Daniela tenía claro era que tenían que irse de allí, y cuanto antes lo hicieran, muchísimo mejor.

Cruz no era estúpido.

Por el camino se encontraron con un grupo de alborotadores que escuchaban a un anciano gritar extrañas consignas contra el Reino de pie sobre una caja. Daniela se detuvo un instante a escucharles, sorprendida, pero rápidamente siguió adelante.

Aunque no fuese a admitirlo abiertamente delante de Morganne, la asesora sentía algo de miedo. Un miedo que le impedía detenerse pero que, constantemente, le hacía mirar atrás. Y es que, aunque seguramente no se atrevería, pues se jugaba mucho en ello, Daniela no descartaba la posibilidad de que Cruz quisiera hacerles pagar lo que acababan de hacerle.

Claro que no lo haría a la luz del día, en plena calle, rodeado de gente...

Se internaron en una de las pocas tabernas de la ciudad. El lugar, un estrecho pasillo repleto de gente, resultaba un tanto asfixiante, pues apenas había espacio para que cupiese un alfiler más, pero al menos estaba limpio y era acogedor. Además, tan pronto las vieron entrar, los clientes les dejaron paso hasta el fondo, lugar en el que, algo más despejado, había espacio para que ambas tomasen asiento en los taburetes de la barra.

Daniela pidió un par de cervezas. Aunque en aquel entonces dudaba mucho que la bebida pudiese calmarle los nervios, al menos le refrescaría la garganta seca. Se apartó el cabello de la frente sudorosa y lanzó un suspiro, agotada. Asustada. A su lado, tensa como una cuerda de guitarra, Morganne no cesaba de lanzarle miradas de soslayo, visiblemente sorprendida por la sangre fría de Daniela.

Ella nunca se habría atrevido a hablar de aquel modo a alguien como Cruz.

—No me mires así, no tenía otra opción —murmuró Nox con un leve encogimiento de hombros. Sacó un billete del bolsillo y se lo entregó a la camarera, la cual, les dedicó una amplia sonrisa antes de depositar las jarras en la barra—. Mercurio nos pertenece. Van Kessel y Anderson fueron elegidos por Jared y el gobierno planetario: Novikov no. Novikov forma parte del séquito de Varnes, no de tu padre. Lo entiendes, ¿verdad?

Morganne asintió, convencida. Daniela sabía perfectamente que a los Parentes los elegía el maestro sin necesidad de consultar al gobernador planetario, pero dado que ella no lo sabía, aprovechó la ocasión para ganarse su lealtad.

Quizás, después de todo, podrían sacarle provecho a su incorporación.

—No deberíamos volver sin los Tremaine. Desconozco si es cierto o no que haya estado confabulando contra el gobierno, pero desde luego no deberían ser ellos quién la juzgasen.

—Pero se ha dado a la fuga —le recordó Morganne visiblemente pensativa—. A saber dónde está: no podemos buscarla por todo el planeta.

—Desde luego... —Daniela cogió la jarra con ambas manos y le dio un largo sorbo. Desconocía cuando le habían empezado a temblar las manos, pero desde luego lo hacían con mucha violencia—. Necesito pensar. ¿Sabes? Creo que hablaré con Thomas: estoy segura de que él sabrá donde podemos encontrarla. Y sino recurriré al Parente. Él nos ayudará, estoy convencida.

—¿a Van Kessel?

Daniela sacudió la cabeza. Acudir a Van Kessel con aquella noticia era un auténtico suicidio. Conociéndole, aquel hombre era capaz de arrasar medio planeta con tal de encontrarlos.

No. No podía recurrir a él. Al menos no mientras hubiesen otras vías. Daniela no quería causarle daño innecesariamente.

—No, a Anderson. Aidur no debe saber nada de esto por el momento, ¿de acuerdo? Él tiene demasiadas cosas en la cabeza. Esto es cosa nuestra.

—Como veas —respondió con sorprendente docilidad, aún maravillada por la actuación de su compañera—. Tú mandas.

Tardaron casi cinco horas en llegar a la entrada de Acheron. Tras un largo viaje en tren a través de las profundidades del planeta, Van Kessel y Merian habían seguido el camino a través de los túneles más secretos y ocultos de Mercurio. En la mayoría de ocasiones, los túneles estaban abandonados y sucios, llenos de alimañas y polvo que apenas les dejaba respirar, pero eran relativamente transitables.

Ayudándose el uno al otro en las zonas más complicadas como bien podían ser los descensos en picado y las zonas contaminadas, los dos hombres fueron abriéndose paso hasta, al fin, alcanzar el túnel al final del cual se hallaban las escalerillas que daban a Acheron. Silenciosamente, recorrieron los últimos metros y se detuvieron ante la entrada a la excavación. Desde lo alto apenas se veía luz, pero se podía percibir una especie de latido generalizado que les hacía sentir como si estuviesen en el interior del corazón de una bestia.

—¿Usted cree que nos van a dejar pasar? Sinceramente, lo dudo mucho, Parente.

—Déjalo en mis manos —respondió Aidur con seguridad—. Entraremos sí o sí.

Consultaron el mapa virtual generado por el detector de calor a través de la terminal portátil por última vez. Van Kessel había propuesto la posibilidad de, en caso de no poder atravesar la puerta principal, buscar una alternativa como bien podía ser una puerta secundaria o algún tipo de conducto de salida, pero dado que tras sondear las opciones no habían hallado nada, las posibilidades se reducían a una: costase lo que costase, tendrían que atravesar la puerta principal.

Claro que no era tan fácil. Mientras recorrían los últimos metros y se descolgaban por la escalerilla de mano para descender a los accesos a Acheron, Kaine Merian comprobó su pistola. En cualquier otra circunstancia hubiese renegado de su uso: como buen curiano, él no usaba armas de fuego. No obstante, teniendo en cuenta que era muy probable que sus adversarios no tendrían tantos prejuicios, prefirió asegurarse de su presencia.

Ni iba a ser la primera vez que la usase ni, muy a su pesar, la última.

Al otro lado de las escaleras descubrieron un largo corredor descendente que se adentraba en la piedra. Ambos lo recorrieron con paso rápido, sintiéndose incómodos al alejarse tanto del camino principal, y descendieron unas últimas escaleras de piedra labradas en el suelo. Al final de éstas, separado por cerca de cien metros, se alzaba un enorme muro de metal injertado en la piedra en cuyo centro había una gran puerta de doble hoja con el símbolo de Tempestad a modo de cerradura.

Se acercaron sigilosamente, conscientes de que decenas de sistemas de grabación y detección les estarían enfocando en aquellos precisos momentos. Aidur pidió a Merian que se quedase atrás y se adelantó hasta la puerta. El símbolo inscrito en esta quedaba a la altura de sus ojos por lo que era fácilmente manipulable. El Parente acercó la mano, consciente de que la pieza central que unía la cruz era un detector de huellas digitales, y lo presionó con el índice.

Pasados unos segundos Van Kessel escuchó un pitido lejano. Apartó la mano, captando ya el sonido de un motor al arrancarse, y retrocedió. Poco después, emitiendo un ligero sonido de pérdida de aire, la cruz de Tempestad giró sobre sí misma y las dos hojas se separaron, permitiéndoles así el acceso.

—Oh, vamos, ¿así de fácil? —Merian se aproximó al Parente, perplejo—. Cualquiera diría que nos estaban esperando.

—No te confíes —advirtió Aidur—. Vamos.

No esperaron a que la puerta se abriera del todo para cruzarla. Atravesaron el umbral con rapidez, viendo ya en lo alto del corredor colindante como todos los sistemas de filmación giraban hacia ellos, y allí aguardaron a que la puerta se cerrara tras ellos. Al otro lado de ésta, un pasillo de paredes, suelos y techos metalizados, aguardaba una pequeña sala de recepción con una segunda puerta sellada.

—¿Hola? —exclamó Van Kessel llegando a la recepción. La puerta, una amplia pieza circular, tenía grabada sobre su superficie un magnífico mapa del segundo nivel planetario—. Soy el Parente Aidur Van Kessel.

Merian se acercó para comprobar que el mapa grabado en la puerta no se correspondía al Mercurio de la actualidad. Según sus cálculos y conocimientos, teniendo en cuenta la cantidad de explotaciones mineras y sus nombres, aquella representación debía ser del Mercurio anterior al Gran Colapso.

—Interesante —murmuró para sí mismo, tomando una fotografía con la cámara integrada del terminal portátil—. En este mapa aparecen más explotaciones de las que hay documentadas.

—Puede que se perdiese la información al respecto —apuntó Van Kessel, intrigado—. Puede que fuesen explotaciones privadas de tamaño reducido que cayeron en el olvido. El planeta es demasiado extenso para nuestros recursos.

Ambos retrocedieron al abrirse la puerta lateralmente. Atravesaron el umbral, inquietos por la repentina subida de temperatura, y juntos recorrieron un pequeño puente de malla al final del cual, de pie frente a un segundo, les aguardaba alguien.

Mientras recorrían el primer puente Aidur no pudo evitar detenerse para mirar. Bajo sus pies, a varios cientos de metros de distancia, pero tan presente como los globos lumínicos que levitaban iluminando la sala o ellos mismos, había lava líquida.

—Impresionante —exclamó Van Kessel—. ¿Cómo es posible?

Recorrió el resto del puente preguntándose cómo podría darse aquella situación. ¿Habrían sido excavados aquellos pozos con anterioridad? ¿O simplemente era la edificación la que había sido construida sobre ellos?

Fuese cual fuese la respuesta, la imagen era realmente impresionante.

Alcanzada la plataforma que unía los dos puentes ambos acudieron al encuentro de la persona que les esperaba. Desde la lejanía su identidad había sido imposible de discernir: la oscuridad y la distancia lo impedían. Ahora, sin embargo, estando a tan solo unos cuantos metros, era inevitable reconocer en el suyo un rostro conocido.

Un rostro que, desenterrado de sus recuerdos más cercanos, logró que Van Kessel palideciese de pura estupefacción.

—¡Tú! —espetó a voz en grito, anonadado—. Tú eres la mujer que se coló en mi celda y me habló de este lugar. Tú...

Aidur sintió que la garganta se le secaba al volver la chica la mirada hacia él. En su recuerdo, la joven era algo más mayor, una mujer hecha y derecha. En aquel entonces, sin embargo, era poco menos que una niña de catorce o quince años. El aura fantasmal también había desaparecido, pues ahora se mostraba como un ser humano físico normal y corriente, al igual que su vestido vaporoso y su voz aterciopelada, aunque la mirada seguía siendo la misma.

Aquella mirada de ojos azules que parecía conocer todos los secretos.

—Era la única forma de atraerle hasta aquí, Parente —respondió la chica con suavidad, levemente sonriente—. Espero que sepa perdonar mi intromisión.

—¿Quién eres? —preguntó Merian, visiblemente inquieto—. ¿Dónde estás?

Merian acercó la mano hacia su brazo y lo atravesó con facilidad, evidenciando así que se trataba de un holograma. La muchacha, la cual en aquel entonces vestía con una sencilla túnica verde muy parecida a la de un paciente de hospital, volvió la mirada hacia Merian, algo incómoda ante el atrevimiento, pero no respondió. Simplemente giró sobre sí misma y, con paso aparentemente real, muy real, empezó a recorrer el segundo puente.

—Parece un holograma —advirtió Merian a Aidur—, pero creo que no lo es. Al menos no uno convencional. —Kaine alzó la mano y le mostró la punta de los dedos, los cuales, tras entrar en contacto con la muchacha, se habían ennegrecido ligeramente—. Parece humo.

Aidur asintió. Realmente la reproducción estaba muy bien lograda: el cuerpo parecía real. No obstante, además de su tacto, había algo en ella que fallaba. Algo apenas perceptible pero que, teniendo en cuenta que allí no había corriente alguna, evidenciaba que se encontraba en otro lugar: el leve movimiento de su cabello rubio.

Sea donde fuese que estuviese la joven, debía haber corrientes de aire.

—Seamos precavidos: esto no me gusta nada.

Se adentraron en el segundo puente, sintiendo como el calor procedente de la lava les calentaba las piernas y los pies. Ante ellos, la joven avanzaba a buen paso, moviendo las caderas con gracilidad a cada paso que daba.

La ropa dejaba entrever una delgadez extrema.

—¿No vas a responder a nuestras preguntas? —preguntó Van Kessel, haciéndose oír por encima del gorgoteo de la lava—. Te lo pregunté la otra vez y te lo vuelvo a preguntar ahora: ¿Quién eres? Dame al menos un nombre.

—Un nombre, ¿eh? —La muchacha volvió la mirada atrás momentáneamente, pero no fue hasta alcanzar la siguiente plataforma cuando se detuvo para hablar—. De acuerdo, te daré un nombre, aunque dudo mucho que te sirva de algo. Me llamo Erinia, aunque en otros tiempos tenía otro nombre que ya no recuerdo. Y sí, soy un holograma, o al menos es el término que más se acerca. Por mucho que lo intentase, nuca podríais entender la realidad de mi naturaleza: va más allá de vuestras obsoletas mentalidades humanas.

—¿Mentalidades humanas?

Erinia se acercó a la entrada circular que les aguardaba al final de la plataforma. Procedente de su interior una potente luz blanca evidenciaba que, fuese lo que fuese que aguardaba en Acheron, estaba allí. Además, oía mucho ruido. Van Kessel no estaba demasiado seguro, pues el sonido de la lava le confundía, pero estaba prácticamente convencido de que podía escuchar cuchicheos, el sonido de maquinaria y, muy tenuemente, el tintineo de herramientas metálicas.

—¿Por qué me has atraído hasta aquí? ¿Qué es este lugar? Eliaster Varnes lo cerró hace tiempo: no deberíamos estar aquí.

—Me han despertado: mis hermanos han vuelto, y hacen mucho ruido. Vosotros no podéis escucharlo, pero yo sí. Oigo sus gritos y sus lamentos: los oigo cada vez que salen de la tierra y acuden a vuestra superficie para liberar a los hombres. Me parte el corazón: quisiera estar con ellos. Quisiera volver a estar a su lado, pero estoy encerrada. Tus antepasados me encerraron aquí.

—¿Mis antepasados?

Aidur y Kaine se miraron mutuamente, confusos, pero no siguieron preguntando. Sabían que, a partir de aquel punto, descubrirían las respuestas por si solos. Erinia, en el fondo, únicamente había sido la llave: ahora que ya estaban dentro, tendrían que arreglárselas por sí mismos.

Siguiendo nuevamente a la joven, se adentraron en la puerta circular. Al otro lado de ésta, por encima de una segunda planta de paredes y suelos blancos, se alzaba un estrecho puente acristalado desde el cual se podía divisar todo lo que sucedía en el piso inferior.

—No pueden veros —advirtió Erinia —. El cristal es de visión unilateral: podéis verlos, pero ellos a vosotros no. Este puente es de uso restringido.

—Entiendo entonces que hay otra entrada.

—¿Otra entrada? Oh, no. No la hay. Todos entran por aquí: simplemente lo atraviesan una vez, nada más. Una vez dentro, nadie puede salir.

Al asomarse descubrieron que toda la planta baja estaba repleta de laboratorios en los que, ataviados con batas blancas, decenas de científicos trabajaban y experimentaban con lo que parecían ser prototipos de exoesqueletos. La mayoría de ellos se dedicaba sobre todo a la documentación: leían y transcribían información en sus terminales sin cesar, bajo la tenue luz de sus globos lumínicos. El resto, por su parte, se dedicaba a la experimentación, aunque desde las alturas era complicado saber qué hacían exactamente. Lo único claro era que, sobre las camillas de trabajo, había lo que parecían ser exoesqueletos de aspecto humanoide alrededor de los cuales docenas de investigadores tomaban notas y trabajaban sin descanso.

—¿Qué demonios es todo esto?

—Los laboratorios de mi madre. Tras el Gran Colapso estos pasaron muchísimo tiempo enterrados: hundidos por los derrumbes. Con la aparición de Tempestad en el planeta, sin embargo, las cosas cambiaron. Reestructuraron el lugar y retomaron las investigaciones donde mi madre las había dejado.

—¿Tu madre?

La niña no respondió. Los tres siguieron avanzando, descubriendo a su paso más y más laboratorios y oficinas repletas de personal médico y científico, hasta que, transcurridos cerca de diez minutos, alcanzaron unas escaleras de descenso. La niña se detuvo al principio de éstas, pero les indicó que bajasen. Ella prefería no bajar. Aidur y Kaine, en cambio, no dudaron. Descendieron y, al final de éstas descubrieron una puerta sellada de cristal tras la cual, tumbado sobre una camilla y cubierto por lo que parecían ser ropas de tejido transparente, había un cuerpo esquelético y maltrecho, pero vivo.

Aidur fue el primero en asomarse. El cuerpo que yacía en la camilla estaba conectado a través de distintos cables y tubos a un terminal de grandes dimensiones situado al fondo de la sala en la pantalla del cual se podía ver la información básica del estado de salud del paciente: las constantes vitales, el control respiratorio, el gráfico de actividad cerebral, etc. Además de ello había otra pantalla en la cual se mostraba una imagen en rayos X del sujeto, otra con los puntos de calor, su temperatura y desviación, y, finalmente, una última en la cual decenas de palabras y conceptos sin sentido iban siendo transcritos automáticamente, basándose en los impulsos mentales del paciente.

También había otras tantas pantallas con más datos, pero Van Kessel apenas les prestó atención. Lo que realmente le inquietaba era el paciente y, más en concreto, su rostro y anatomía.

Ahora comprendía a qué se había referido Erinia al decir que estaba encerrada.

Aidur frunció el ceño, desconcertado. Aunque el hecho de que la paciente hubiese logrado llegar hasta él a través de la proyección de un holograma le preocupaba, no era lo más inquietante de todo aquel misterio. Lo que realmente le inquietaba era su identidad, la cual, grabada en una placa identificativa, revelaba que la naturaleza de aquella niña iba mucho más allá de lo hasta entonces conocido.

Empezaba a entender por qué Varnes había decidido sellar aquel lugar.

—Jocelyn Bicault, la hija de la Condesa Ashdel Bicault... —murmuró con perplejidad—. ¿Cómo demonios es posible?

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