9. NO



Previously on Paranoidd...

[...]

Aquella fue la noche pionera en rechazar el Zyprexa. Salí a la calle a las nueve de la mañana esperando ver el resultado de mi sacrificio. ¿Habría desaparecido Oveja Rosa?

—¡Hola, Aless! ¿Qué haces despierta? Digo, que soy Kornelius —anunció el teléfono.

—Estoy con un amigo. Te está escuchando. ¿Quieres decirle algo?

—¡¿Qué?! ¿Tenía interés extremo en espiarnos? ¿Acaso ese individuo tiene hocico y orejas de lobo?

¿Kornelius sabía sobre los secuaces de OP? Decidí ir a ver si el Arizon's estaba abierto a esas horas. Me acerqué a Pot y me senté en la silla opuesta.

—¿Qué haces aquí solo?

—Llevo dos días sin dormir. Estoy haciendo un nuevo experimento. ¿No sería RE increíble ser consciente del momento en el que uno pasa de estar despierto a estar dormido? Llevo dos noches intentándolo porque cuánto más concentrado estoy, más me despierto. ¿Pero sabés qué? De seguro llega un momento en el que voy a estar tan cansado que voy a tener que quedarme dormido mientras estoy consciente.

...

—Teniente Rudy, ¿recuerda usted haber perdido algún objeto esencial a lo largo de su vida?

—¿Por qué el Arizon's está escrito en negrita?

El militar levantó la cabeza hacia el firmamento con terrible pesar y anunció:

—¡Oh, Jesús! Qué espléndido era con su magnificencia y su enorme frente. Que frialdad. Qué discursos. ¡General Arizon, cuánto le amaba! Murió en la guerra civil de Grecia cuando su aeronave fue derribada por un misil desviado. Me presenté en casa de su familia, besé su felpudo y les pedí una pequeña cantidad de sus cenizas para que me acompañaran en mi andadura. Cuando me las proporcionaron, las metí en un recipiente de cristal que prometí colgar de mi cuello y llevar durante toda mi vida.

—Apostaría el cuello por decir que el teniente Rudy está desarrollando Trastorno Obsesivo Compulsivo.

—Una figura de una oveja interrumpía las conexiones de vez en cuando. Me hablaba por el Walkie Talkie cuando solo yo podía escucharlo. Un día estaba yo de servicio, sentado en la barra de un bar que había para militares de alto cargo. El recipiente que llevaba al cuello estaba roto por abajo... y las cenizas del general Arizon no estaban. Entonces escuché la voz de la oveja por el aparato. Dijo que había visto caer las cenizas dentro del bote de los pepinillos. Me dio una idea. Alcé el bote de pepinillos y me bebí el líquido de conservas de un trago.

—Estuvo veinte años esperando a que apareciera tu objeto esencial —informó Romina—. Tu objeto esencial fueron las cenizas. Fue OP quien te las quitó para que desarrollaras el Trastorno Obsesivo Compulsivo.

—Pues me vine a vivir a Áspid y fundé una taberna con el nombre de mi amado general Arizon, donde podría tener acceso a cientos de tarros de pepinillos sin que nadie me molestara.

Cuando por fin salí del Arizon's eran las tres de la tarde. Cuando alcé la vista, allí estaba: el individuo vestido con una camiseta amarilla y su máscara de lobo. El alma se me cayó a los pies porque, según mi teoría, no debería de encontrarme a ningún miembro de OP mientras mantuviera el Zyprexa lejos de mi cuerpo.

¿Estás molesto porque he dejado de tomar Zyprexa? ¿O porque estoy averiguando cosas sobre tu repulsiva organización?



NO

Aquella fue la segunda noche que no tomé Zyprexa.

Vagabundeé por las tierras oníricas de forma perezosa y drástica, entrando y saliendo como una descerebrada para poder despertarme cada dos horas y seguir estropeándome la noche. Recuerdo que, pese a las intermitencias, el sueño fue continuado:

Me encontraba en mi habitación junto a un reloj de arena gigante que tenía la copa inferior quebrada. Por la telaraña de grietas se escapaba la arena a una velocidad desesperante, lo cual me producía una extraña sensación de nerviosismo y prisa que jamás había experimentado anteriormente. Intentaba tomar el té y las manos me temblaban con histeria; intentaba ver la televisión y me descubría estando alerta como un felino escuchando el aspersor. Entonces me acercaba al artefacto y descubría que la arena que caía, lo estaba haciendo en la copa superior de otro reloj que había situado más abajo. Y así sucesivamente. Aquello despertaba en mi interior un sentimiento de angustia y altas presiones justificadas.

La eternidad me empequeñecía y me deprimía, y lo peor de todo era que no percibí ningún indicio de que aquello fuera un sueño que pudiera acabarse a la mañana siguiente. Porque sentirse atrapado en un sueño es como sentirse atrapado en la realidad; y porque la temporalidad convierte los minutos soñados en horas, y las horas, en toda una vida.

Había resultado tan realista que no estaba segura de si el sueño se parecía a mi vida o si mi vida se parecía al sueño. Porque al fin y al cabo... ¿si la vida también se me hacía una eternidad, qué diferencia había con el sueño?

En el cajón de basura de mi mente recordé una frase que había dicho Kornelius y que ahora cobraba sentido: que si era posible que nosotros fuésemos eternos pero la eternidad durase ochenta años. La eternidad se define como un periodo que no tiene fin, y por tanto, la percibimos eterna porque sabemos que es la fase de transición hacia algo, de preparación. Y sabemos que las esperas siempre se hacen eternas. ¿La meta será morirnos? ¿O la aceptación? ¿O el reencuentro con la paz, quizás? No lo sabemos. No lo sabemos porque no hemos llegado y jamás llegaremos... hasta que lleguemos.

Se me hacía terriblemente demencial encontrar la lógica a cualquier estupidez que saliera de la boca de Kornelius; eso indicaba que había llegado a lo más bajo.

El sueño también se me hizo eterno y cuando me desperté, sentí el profundo alivio de vivir en un mundo donde podría atropellarme un coche dentro de un año o morir de cáncer de laringe dentro de treinta.

Peregriné por la casa destartalada sin nada que hacer hasta acabar en la cocina. El teléfono fijo sonó mientras me estaba llenando la boca de galletas.

—¿Fí?

—¡Hola, Aless! ¿Qué tal has dormido?

Ay, Jesús. Qué hombre. Ahí venía de nuevo para endemoniarme con sus frases alienígenas y adentrarme aún más en el abismo de la extraordinariez. Qué pesadilla. Qué drama tan innecesario.

—Oeh, Kofnelius, cuelga y défame en paf. En ferio. Eftáh como una regadera y luego efah cofah fe pegan.

—No he entendido un carajo de lo que me has dicho, así que espero que no haya sido importante. Oye, ¿puedes venir a verme al hospital? —asaltó—. Quiero decir... no es que me sienta solo. Uno nunca está solo, ¿sabes? Porque aunque nunca te acuerdes de él, el suelo siempre te acompaña. ¿Pero sabes qué es aún más curioso?

El pie me temblaba de la impaciencia y me pareció una sensación extraña. Tragué arrebatadamente para decir, cortante como un folio:

—Kornelius, me sorprende que aún no te hayas dado cuenta de que no voy a ir a visitarte. Me niego a pasarme la tarde en un hospital mientras tú me embadurnas la cabeza de tus ideas de cenutrio, así que he pensado que podías masturbarte tú solito con la diarrea mental que sale de ese melón que tienes y dejarme a mí vivir el sueño de la cordura.

Colgué con brutalidad.

Terminé de desayunar con satisfacción y opté por la inaudita operación de ducharme. Tardé tres cuartos de hora en meterme en la bañera de tanto mirar el chorro de agua fría con recelo, meditabunda junto a la hilera de los botes de champú sobre lo que me había sucedido últimamente y mi forma de encararlo.

Debía reconocer que muchas veces me habían asaltado las dudas y mi tiempo medio de reacción había aumentado casi el doble. ¿A qué venía esa vacilación y esa inseguridad? ¿Ese interés repentino por las situaciones ajenas y esa toma de decisiones como evitar el Zyprexa? ¿A dónde se había ido esa Aless apática y desfallecida que se pasaba días sin salir de casa como un murciélago?

Di una vuelta a la llave. La vieja puerta renqueó. Dos. Luego me di la vuelta y bajé por las escaleras en dirección a casa del doctor Merlo. Él se asomó con una mueca de inquietud y me acompañó a su despacho.

—Buenos días, doctor Merlo —anuncié, sentándome en el sillón habitual—. ¿Le han sabido buenas las tostadas?

—Aless, me dejaste muy preocupado la última vez que viniste a mi consulta.

—A su casa.

—Eso. —El doctor Merlo se sentó frente a mí y sacó mi expediente—. Me preocupa que tus paranoias hayan llegado demasiado lejos.

—¿No me ofrece usted un café?

—¿Quieres un café?

—No, gracias.

—Vale, Aless, escúchame bien. Necesito que me cuentes exactamente lo que ves y lo que te está oprimiendo.

Me estremecí en el sillón como un gato junto a la chimenea, remolona y algo reacia a enfrentarme oralmente a mis alucinaciones. Paseé mi vista por la consulta en busca de Oveja Rosa, pero no estaba. Llevaba dos días sin verla, y eso se traducía en una mezcla de alivio y de suspicacia. ¿Qué estaría haciendo a escondidas? ¿Robando objetos a otras personas inocentes para torcerles el camino de la mediocridad?

—Aless.

—No podría expresar con exactitud lo que me sucede ni aunque lo quisiera —confesé por fin—. Tengo el presentimiento de que no puedo expresar todo lo que siento; de que ninguna persona puede. A veces nos sucede algo que creemos único y raro, pero entonces nos damos cuenta de que no se lo hemos dicho a nadie. ¿Y si el resto de gente también lo ha sentido pero tampoco nos lo han contado?

—Son cosas que pasan.

—Pero si les prestas atención, podrías darle más importancia de la que tiene. ¿Seremos, acaso, egocéntricos por defecto? ¿O quizá el egocentrismo colectivo se denomina autoestima?

—No hemos creado vocabulario suficiente para explicar cualquier cosa lo que nos suceda, es cierto, pero partimos de la base de que todos procedemos del mismo sitio y podemos sentir lo mismo. Ya no solo empatizar, sino comprender.

—¿Es en eso en lo que debo confiar? —Alcé una ceja—. ¿En una masa de millones de personas incomunicadas pero conectadas entre sí por patrones genéticos?

—Eso es.

—No me parece un método muy fiable —aclaré—. La intolerancia de las personas a menudo empaña su genética.

El doctor Merlo se echó a reír y contestó:

—En eso tienes razón, pero si yo fuera un individuo intolerante con la locura no me habría hecho psiquiatra, ¿no crees?

—Y yo que sé. Al final cortáis todo con el mismo cuchillo. Pin. Cuerdos a un lado, locos a otro. Y es tan subjetiva la locura... —Puse una mueca—. Usted me acusa de tener alucinaciones visuales, pero a veces sus globos oculares sufren desviaciones que hacen que perciba colores en el cielo y destellos donde no los hay. ¿Se da cuenta de que aunque sea algo que todos veamos alguna vez, basta con que se lo comunique en alto a otra persona para que sea tachado de loco por ver alucinaciones? Supongo que por eso, las personas primero perciben paranormalidades y luego les quitan importancia, lo asumen en silencio y esperan a que desaparezcan. Y por esta razón, las paranormalidades no existen.

—Entiendo lo que dices —cedió el doctor Merlo—. ¿Entonces tú consideras que lo que estás viendo en la realidad es normal?

—No —admití—. Es una paranormalidad.

Agaché la cabeza y suspiré, con un sentimiento radiactivo de abandono y desconsuelo. Al final no saber distinguir lo que era cierto y lo que no, lo único que me producía era tristeza.

—A veces no sé si es que soy demasiado imaginativa para este mundo... —murmuré—, o es que la mente occidental se marea cuando le rompes los esquemas.

El psiquiatra me miró con cariño y contestó:

—No puedo darte respuestas que abarquen el conocimiento del mundo o de Occidente, Aless, pero llevo muchos años trabajando con personas de tu condición y sé perfectamente cómo funcionan. De momento, si quieres alcanzar una vida normal y dejar de venir a verme, vas a tener que colaborar en la disipación de tus paranoias. Dime. ¿Sigues tomando Zyprexa?

—Sí.

—Bien. Te informo de que las alucinaciones visuales no son muy usuales en el Trastorno de Personalidad Paranoide. Eso podría significar que tu enfermedad está... evolucionando.

—Le aviso que no estoy dispuesta a tomar más medicamentos —gruñí con recelo. El doctor Merlo inclinó la cabeza y resopló hasta que se le hincharon los mofletes.

—De acuerdo. Esperaremos un poco a ver cómo se desarrolla. Pero no dejes de venir a mi consulta ¿eh? —Alzó el índice—. Es muy importante que sigas manteniéndote en la línea. Lo más importante es no salirse de ella.

Asentí tímidamente y me levanté.

No salirse de la línea. ¿Qué marcaba esa línea? Entonces me di cuenta de que aquella línea me provocaba pavor, una agobiante taquicardia que me obligaba a cuadricular mi mente y a fijarme en dónde ponía mis pies.

Cuando salí de la consulta era la hora de comer y no tenía hambre. Algo se me había indigestado. Quizá fueron mis palabras.

Decidí pasarme por el Arizon's a ver qué hacía esa panda de deficientes y, por el camino, me encontré un billete de diez euros mirándome entre los chicles de la acera. Qué carajos, ¿acaso los bolsillos de los griegos estaban hechos de azúcar?

El individuo con máscara de lobo estaba al final de la calle, mirándome y exhibiendo una camiseta azul. Me pregunté si quizás él me estaba dejando los billetes. Indignada y harta, reuní escroto suficiente para acercarme a él y preguntarle. A la mierda. Que me apuñalara si quería; se lo permitiría un poquito a cambio de que contestara alguna de mis preguntas.

Galopé por el paso de cebra, pero el individuo vio mis intenciones y retrocedió rápidamente hasta desaparecer. No le encontré al doblar la esquina, pero tampoco me apetecía buscarle más. El interés se desinfló y seguí mi camino para descubrir que, minutos después, el secuaz de OP volvía a asomarse por la calle siguiente. Pues que le dieran por culo.

A medio camino hacia el Arizon's, distinguí un pelo corto de lesbiana andando delante de mí.

—Hola, Romi.

—¡Aless! Por Terry, qué susto me has dado.

No me hizo falta preguntarle a dónde iba. No había otra explicación posible.

Bajamos la calle hablando de su difunto marido y entramos en el Arizon's con determinación. El lugar estaba repleto de caras desconocidas con expresión atónita, una cucharada de susto y una pizca de recelo. Encontramos las cosas un poco cambiadas de sitio. La barra estaba irreconocible. De hecho... ¿dónde estaba la barra?

El cabecilla de los desconocidos se levantó de la silla y se acercó a nosotros con cara de perro.

—¡Eh! ¿Quiénes sois vosotras? ¿Os creéis que esto es un negocio o qué? —Alzó el dedo índice como un resorte y señaló la salida—. Vamos, ¡fuera de mi casa!

Romina y yo nos miramos con desconcierto. Oh. Ahora todo tenía sentido. Caminamos por el pasillo de la vivienda mientras el dueño nos seguía como una avispa rabiosa, hasta acabar de nuevo en el exterior. ¿Cómo habíamos podido equivocarnos de local? El hombre cerró la puerta de su casa con violencia. Nos inclinamos hacia atrás para observar el letrero de la parte superior, pero no había letrero. De lo que no había duda era de que aquella era la calle del Arizon's, el número del Arizon's y la alcantarilla del Arizon's. Entonces... ¿dónde estaba el Arizon's?

—¡Hombre, Schrödinger! ¿Qué haces aquí? —exclamó Romina muy contenta.

—No me llames así. Y menos en un momento tan lamentable como este.

Estaba sentado en medio de la acera, con cara de bochorno y el llavero dando vueltas alrededor de un dedo.

—He perdido mi bar —dijo con voz desinflada—. ¿Crees que alguien es capaz de decir una frase así en toda su vida? ¿Que ha perdido su bar?

—¿Lo has vendido? Qué rápido. Pero si ayer estaba aquí.

—¡No he hecho nada! —se quejó—. He venido esta mañana para abrir como cualquier día y he encontrado esta fachada tan ignota, este timbre tan trivial, estas ventanas tan profanas. ¡Encima están llenas de mugre! ¿Dónde están mis ventanas limpias como la patena? ¿Y mi puerta querida, con su picaporte formando un perfecto ángulo recto con la vertical? ¿A dónde ha ido mi bar?

Romina hizo una pedorreta de hilaridad con la boca.

—¿Cómo va a esfumarse de un día para otro? Seguro que nos hemos equivocado de calle.

—Te aseguro que sé dónde he fundado mi condenada taberna, Romina. —Nos señaló—. ¡Y vosotras! Pero si lleváis tres años viniendo aquí; la mitad de las veces medio borrachas, adormiladas o colocadas por los porros.

—¿Te acuerdas? Qué tarde más divertida. Debió serlo, pero yo me quedé dormida a los dos minutos.

—Romina... —empecé a decir—. ¿Te das cuenta de la gravedad de la situación? Oveja Rosa es la única que ha podido causar un suceso tan extraordinario. Dios mío. Debe de estar enfadada con nosotros.

—¿Crees que se ha enterado de lo que sabemos y nos ha dado un aviso?

—No sabría decirte; no la he visto personalmente desde que dejé de tomar Zyprexa. Pensé que estaba funcionando... —murmuré apenada. ¿Es que nunca me cansaría de equivocarme?

—¡Ay, general Arizon, que has vuelto a dejarme solo! —gimoteó el hombretón—. Estúpida alpaca demoníaca... ¿Cómo ha podido cambiar mi Arizon's de sitio?

—Porque es especialista en manipular realidades, y porque nosotros no somos el ejemplo más representativo de lógica humana —comprendí.

Después hice una pausa demasiado larga en la que empecé a notar una especie de burbujeo tuberculoso en los vasos sanguíneos. Me pregunté si sería eso que los sociólogos llaman indignación.

—Voy a enfrentarme a OP —anuncié finalmente, con voz relajada.

Romina sonrió con sorna.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Pues tenemos que pensar un plan. Y luego otro, para cuando el primero nos salga fatal.

—El general Arizon decía que los planes B son como los planes A pero con más palabrotas —comentó el teniente Rudy.

—Pues que así sea. Primero debemos entender la razón por el que OP está aquí —indiqué, poniendo en orden mis ideas—. Mirad. Yo no sé si esto es un problema común en la gente mentalmente enferma del mundo, o quizás todos los seres humanos lo sepan y nos lo están ocultando para dejar trabajar a OP. Yo tengo indicios de ambas posibilidades, pero sea como sea, los tres estamos dentro del mismo bando así que no podemos demostrarlo de forma fiable.

—Entonces tendremos que seguir avanzando... —indicó Romina.

—Pero es que hay algo que no lo entiendo —expliqué yo—. ¿Cuál es el motivo de que OP haga todo esto?

—¿Te refieres a qué gana OP con volver loca a la gente? —El teniente Rudy bajó la voz—. Pues mira, después de que me hayáis contado la historia entera, me ha dado tiempo a meditar lentamente la información que tenemos. He llegado a la conclusión de que mediante la actuación de Oveja Rosa, OP consigue dos cosas: crearles trastornos a las personas... y hacer que les echen del trabajo. Sé que lo segundo también es muy importante porque cuando no deriva de lo primero, los secuaces de OP le dan un empujoncito.

—¿Qué quieres decir? —indagué.

—Hablo de por qué echaron a Pot de la Universidad. Yo no creo que Pot fuera capaz de meter un perro en la lavadora. ¡Vamos! ¡Él no haría daño a una mosca! —se rio el teniente—. Su manía de lavar la ropa era demasiado inofensiva para que quedara en paro, así que OP se encargó de meter el perro y expandir el rumor.

—Tiene sentido.

—Eso me impulsa a preguntarme... ¿por qué a OP le interesa que los individuos pierdan su trabajo? ¿Se os ocurre algo?

—No sabría decir —murmuró Romina con somnolencia—. Casi todo el mundo tiene un oficio, así que eso no aporta ningún aliciente exclusivo para OP.

—¡Ah! Eso es cierto, por lo que me he tomado la molestia de analizar los trabajos que hemos perdido cada uno para buscar una relación. Y la he encontrado. —El teniente Rudy tomó aire—. Vamos a ver. ¿Vosotros sabéis quiénes son aquellos que se encargan de controlar el funcionamiento Grecia?

—¿Las mafias? —pregunté.

—Me refiero a legalmente —gruñó el teniente Rudy.

—La policía —contesté después, imitando un gesto intimidatorio.

—Las madres —añadió Romina con semblante soñador.

—No, hombre no —bufó el viejo, y alzó los dedos de su mano—. A grandes rasgos son cinco: el Jefe de Gobierno, el Jefe del Estado, el Arzobispo de Atenas, el Ejército y el Consejo de Estado Helénico. Entre todos reúnen los ámbitos legislativo, ejecutivo, militar, religioso y jurídico.

—Jesús, qué difícil —me quejé.

Romina alzó la mano con una sonrisa alegre.

—No es para tanto. Yo fui chófer del Presidente cuando Terry aún vivía.

—¡Exacto! —El teniente Rudy pegó un bote en su asiento—. Me puse a repasar los empleos que tuvimos hace años y me di cuenta de que... ¡Sorpresa! ¡Cada uno de nosotros hemos estado trabajando cerca de los altos mandos de cada uno de los ámbitos importantes!

—¿Cómo? —alcé las cejas y el nacimiento del pelo retrocedió.

—¡Sí, sí! ¡Fíjate bien! —insistió con emoción—. Romina acaba de decir que fue chófer del Presidente de la República, que es el Jefe del Estado. Winona trabajó como secretaria del partido del Primer Ministro, que es el Jefe del Gobierno. Yo era Teniente General, el tercero al mando en el ejército. Y Pot... Bueno, Pot fue profesor de física, pero miré en Internet noticias del Arzobispo de hace doce años y es verdad que mencionaba haberse llevado bien con un físico de la Universidad. —El militar se inclinó hacia atrás con orgullo—. De Kornelius no sabemos nada, pero probablemente estuviera relacionado con el eslabón que queda, el Consejo del Estado o Tribunal Supremo.

—¿Y yo? —pregunté tras un momento de meditación.

—¿Tú qué?

—Que yo no he trabajado seriamente en mi vida, jamás he conocido un alto líder y las opciones se han acabado.

Romina y el teniente se quedaron mirándome en silencio, sin saber qué decir. Yo era la única pieza que no encajaba, como había sucedido durante toda mi vida. Para no dejar al equipo en un estado de desconcierto total, formulé una duda.

—OP podría haber hecho que los propios líderes desarrollaran el trastorno.

—Eso no es viable —murmuró el teniente Rudy rascándose la barbilla—. Sería demasiado raro que los líderes del país fueran cayendo como moscas bajo enfermedades mentales. Por no hablar de que tendrían que convocar elecciones y sucesores continuamente.

Asentí con lógica.

—Así que llegados a este punto, compañeros, creo que ha quedado suficientemente claro que OP está relacionado de forma colateral con el gobierno de Grecia.

Romina y yo asentimos sin poder disfrutar del beneficio de la duda. La evidencia se rendía ante nuestros ojos; Oveja Rosa había invadido los indicios más reales que hacían a nuestro país ser lo que era.

—La pregunta que nos queda por hacernos es, ¿están con él... —el teniente clavó sus ojos en los míos—, o contra él?


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