5. EN

Previously on Paranoidd...

[...]

Kornelius me despertó al día siguiente con su llamada.

—¡Buenos días, Aless! Llamo desde el hospital. ¿Vas a venir a verme algún día? Tenemos que hablar.

Eran las diez de la mañana. Me había levantado con la mente serena y receptiva. Analítica.

Fuera quien fuera aquella oveja rosa, no podía hacerme ningún daño físico porque era un dibujo animado. Así que el único daño que podía hacerme era psicológico; era atentar contra la propia mente que la había creado. La medicina contra ello era algo que conocía muy bien: la apatía.

Tú puedes hacerlo, ¿a que sí, Aless? Ya eres una apática profesional. Tienes que ser aún mejor si quieres investigar sobre Oveja Rosa para hacer que se vaya.

Decidí que la mejor opción era preguntarle directamente.

—Quería hablar contigo —contesté a la nada.

¿No vas a preguntarme qué es lo que quiero?

—¿Qué es lo que quieres?

Estoy aquí para recolectar objetos de la gente. Pertenezco a una organización que se llama OP, de la cual soy líder debido a mi omnipresencia.

—¿A qué te refieres con objetos?

Objetos, ideas esenciales simbolizadas. Somos un banco de almacenamiento. Guardamos lo que las personas no deben tener —explicó con impaciencia.

—¿Qué no debemos tener? —Yo no entendía nada.

Aún es pronto para que puedas asimilarlo. Pero no te preocupes, porque pronto recibirás noticias nuestra de forma mucho más cercana. Recuerda que lo que te esté pasando a ti puede que le esté pasando a más gente.

El sol estaba ya alto cuando estaba volviendo a casa. Me encontré a Winona frente a su portal—. Yo he salido a que Rubor haga pis... y no hago más que encontrarme a gente gritando cosas raras por la calle.

De repente, una señora que iba cargada con bolsas de la compra se dobló el tobillo y perdió las naranjas por el suelo.

—¡MI HJA APROBÓ EL EXÁMEN DEL CONSERVATORIO! —gimoteó de rodillas.

El resto de transeúntes se quedaron mirando a la señora con la misma estupefacción que nosotros. Todos excepto uno, que no la miraba a ella sino que me miraba a mí.

—Oye Winona, ¿puedes ver a ese tipo? —pregunté. imaginé que la respuesta era un no.

Era un tipo de carne y hueso, parado en medio de la carretera con una camiseta rosa y una máscara de lobo.

[...]


EN:

Volví a casa sin dejar de vigilar al tipo vestido con la máscara de lobo. Era como una clase de amor recíproco, porque también él me vigilaba a mí.

Tenía nuevas cosas en las que meditar. Con Oveja Rosa pululando por ahí creía sentirme a salvo siempre y cuando pudiera evitar que manipulara mi mente, pero la aparición de un nuevo individuo corpóreo había estropeado todas las estrategias. Para empezar, Oveja me había mentido al decir que OP no existía en el mismo plano que el mío. Si aquel desconocido era uno de sus súbditos (y así lo parecía según sus advertencias) ahora había posibilidad de que OP me amenazara físicamente, me golpeara o me robara. Eso la convertía en un símbolo de desconfianza; una manera desastrosa de empezar una relación. Quien miente a una paranoica una vez, ya no le miente dos veces.

Por otra parte, la presencia del individuo enmascarado no dejaba de suponer otro reto para la sanidad de mi mente: andaba por la calle, esquivaba las cacas de perro y su ropa era removida por el viento. Eso significaba que estaba ahí, pero a la vez no lo estaba. El resto de ciudadanos parecían no inmutarse al cruzarse con él. Nunca se chocaban, ni se dirigían la palabra o la mirada. Para ellos no existía tal persona, y probablemente era cierto que no estuviera existiendo. Me inquietaba la idea de que esta vez tampoco le estuviera viendo nadie excepto yo.

Y sin embargo, aquella noche dormí de maravilla porque tantas sorpresas al final dejan de tener su efecto. Ya me había acostumbrado a caminar por la acera y sentir la mirada de alguien pegada en el cogote, por mucho que OP jugara a los fantasmas y a las persecuciones inmateriales. Antes se me ponía la carne de gallina cuando la Oveja secuestraba mi reflejo en el espejo para ocupar mi lugar, y solo conseguía relajarme un poco cuando llevaba un par de horas viviendo sin toparme con el dibujo animado.

Pero el alivio por escapar de algo solo es palpable cuando acabas de librarte de ello. Luego todo se vuelve monótono, simple y lento, como si la angustia que has pasado hace un momento fuera olvidada con la facilidad de un chasquido. Es la habilidad del ser humano para superar los sucesos desagradables. Resiliencia se llama, creo yo. Que suena a silencio porque estas cosas se superan en la intimidad.

Pero lo cierto era que el tipo seguía ahí, y no podía seguir ignorándolo. Bueno. No sé qué digo. Claro que podía. De hecho, era la única manera que se me ocurría de reaccionar ante él, porque no me atrevía a acercarme a hablar con él por si me metía un navajazo o la pilila en un callejón, que es peor.

Dejando de lado la discreta custodia del voyeurista, me preocupaba más otra clase de hechos que sucedían por la calle. Según caminaba hacia el Arizon's me iba topando con personas que se caían de la bici o que se chocaban contra la puerta de un establecimiento si el cristal estaba demasiado limpio.

¡ESTE AÑO LAS OPOSICIONES HAN SACADO DOSCIENTAS PLAZAS MÁS!, ¡EL GOBIERNO HA DICHO QUE VA A BAJAR EL IVA! y ¡HOY MI HIJO METIÓ UN GOL! eran algunas de las frases que podía escuchar. Cuando entré en el local del teniente Rudy, me senté frente a Pot y le dije claramente:

—Pot, por tu culpa ahora Áspid está llena de gente voceando. Alguien va a llamarnos la atención y no tengo ganas de verme envuelta en problemas.

—¡Lo sé! ¿No es re grosso? —Su camisa olía a detergente de lavanda—. Aless, esto es algo más que una ciudad armando quilombo, esto es un ejemplo de cómo los sucesos positivos de la vida pueden hacerse visibles y contagiaaaaaar felicidad. La gente quiere saber qué es todo esto. Está teniendo mucha onda por las redes sociales. Incluso crearon un jasstak de esos del pajarito azul...

—Se te está yendo de las manos —interrumpí—. La policía va a intervenir.

—La policía me chupa tres huevos. TRES. —Y alzó los puños con emoción—. Es cierto que quizás me zarpé un poco, ¡pero mi hipótesis hipotética está a punto de confirmarse!

—A nadie le importa tu hipótesis.

—¿Y sabes qué he comprobado después de todo? Qué curiosamente, el número de accidentes aumentó. —Hizo una pedorreta con la boca—. Parece ser que la gente ya sabe cómo comportarse en los percances, así que lleva menos cuidado y se rompe la cara más a menudo. Así que ya ves. La humanidad se va a la puta. —Se rio.

—A mí no me hace gracia.

—Reíte, Aless.

—No.

—Reíte.

—Que no.

—Bah. A vos te hace falta un corazón nuevo —espetó Pot—. Salí ahí fuera y emprendé un proyecto. Largáte a hacer pavadas. Dejáte sorprender. Dejáte emocionar y dejáte cagar de miedo por las pelotudeces de esta vida. Ardé, Aless, ardé.

Le miré como un extraterrestre miraría a otro extraterrestre. No es tan fácil, Pot. No tienes ni idea de lo que requiere levantar el culo de esta silla y plantarle cara al mundo.

La iniciativa me repele, la ilusión me parece un juego de niños. No soy dueña de mi cuerpo. Puedo abstraerme, volatilizarme, analizar cada fragmento de la realidad en un cuarto de segundo y aniquilar cualquier emoción antes de que se le ocurra afectarme. No me dejo sorprender; anticipo mi rumbo e imagino la meta, una meta pasajera y boba como las que se plantean todas las personas que no quieren morir de desaliento. Vale. Y después de ella, ¿qué? Salgo de un laberinto para meterme en otro, y así indefinidamente.

Los humanos somos tontos. Somos ratones corriendo sin parar en una rueda. ¿Cómo puede seguir viviendo aquella gente que se da cuenta de que es un ratón? ¿De que está corriendo hacia ningún sitio? ¿Cómo encuentra las ganas de seguir corriendo?

Haber comprendido ese sin sentido me hacía mantenerme al margen de él y me había vuelto una persona insípida, yerma, inhóspita, sin ganas. Cobarde me llamarían algunos, por no ser capaz de enfrentar los altibajos de esta vida. Pero es que yo no lo veo como algo que enfrentar, sino como un juego ridículo en el que no me da la gana participar.

Porque la gente que está jugando no sabe que está jugando.

Porque solo puedes elegir no hacerlo, aun con riesgo de ser criticado, si eres capaz de descubrir el juego.

El alcohol, el tabaco y las drogas de diseño te hacen un poco más ciego voluntariamente. Te dejan jugar y divertirte como un orangután patoso. Pero cuando vuelves a ver lo que siempre has visto, es incluso aún más terrorífico porque resulta que has decidido meterte ahí a propósito.

No. Yo no quería eso para mí. No quería seguir la absurdez de la mayoría. A veces me gustaba pensar que era yo oponiéndome a la innata borreguez del ser humano... pero no, realmente era yo desperdiciando todos mis años de vida.

—Y por eso dejé de fumar y beber —expliqué—. Porque quería seguir siendo yo misma. Es decir, quería seguir sin ser nadie.

—Qué pedo decís ahora.

—Nada.

Pot se encogió de hombros y se despidió. Salió del Arizon's cuando yo me estaba sentando delante de Romina. La conversación me había dado una idea. Tenía que preguntarle.

—Hola, Romi.

—Hola, Aless.

—Eh...

Pero... oh, antes sonó mi móvil. Lo saqué del bolsillo y me lo llevé a la oreja por pura inercia.

—¿Sí?

—¡Aless! ¡He descubierto el final del número Pi! ¡Tienes que venir al hospital para apuntarlo en un papel sin que se enteren!

—Uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuufffffffffffffff —colgué.

—¿Era ese caraculo otra vez?

—Sí. No deja de molestarme. ¿A vosotros también os llama todos los días?

—Algunos. Pero parece ser que prefiere hablar contigo.

Romina se acomodó en la silla; le gustaba sentarse en aquella mesa. Pero la luz entraba por la ventana del local y se reflejaba en su rostro y en su pelo corto de lesbiana; entonces entrecerraba los ojos por la molestia y le entraba sueño porque su cerebro creía que era hora de dormir. El teniente Rudy no había tapado la ventana porque así Romina le compraba más tazas de café. Todo estaba silenciosamente pactado.

—Escucha —comencé—. Tú sabes mucho de sueños, ¿verdad? Por esto de que te pasas el día dormida y eso.

—Tengo tantos sueños al día que ya no sé ni dónde vivo. —Bebió un sorbo de su café. Era el tercero que se tomaba y estaba tan negro como el ano de un cuervo—. Es que con Terry todavía estamos instalados en el piso del barrio de Kolonaki, en Atenas. Ay. Todavía me acuerdo perfectamente de sus terrazas y de sus parques, de sus tranvías, de su humedad asquerosa y de su aspecto de ciudad de playa, así que puedo recrearlo todo en sueños sin ningún fallo. El tontín me coge de la mano después de acariciar a media población de perros. Qué asco. Ah... Le encantan los animales; si es que en el fondo es como un niño. —Romina siempre hablaba de Terry en presente, como si no se hubiera muerto, pero era lógico teniendo en cuenta que soñaba con él a cualquier hora—. Ayer estuvimos paseando por la Plaza de Sintagma mientras nos bebíamos un capuccino. Le dije que quería subir a la Colina Licabeto para ver la Acrópolis, que si aprovechábamos ahora podríamos pillar la puesta de sol desde el funicular. Me dijo que ni funicular ni funiculor, que si hacía falta me llevaría en brazos como Richard Gere en Pretty Woman, pero que él no iba a pagar porque le transportaran como si fuera un cojo. ¡Ese capullo quería subir andando! ¿Todos los hombres son así de mulos? Pobre memo, está a años luz de ser Richard Gere. Quiero decir... no necesito a nadie que me recuerde para qué sirven mis piernas. ¿Voy a estar la vida entera andando como un primate de mierda y no puedo permitirme un par de monedas para subir en funicular? Pues nada. Que discutimos y él empezó a subir a pie. Y yo le seguí porque en el fondo, no soy nada sin mi capullito de alelí. Ay, Terry. ¡Cuánto te amo!

Bostezó. Debería haber bostezado yo. Me froté la frente con pesadez.

—Pero a ver, que yo no he venido para que me contéis vuestra vida. Qué manía. Por una vez tengo que hablarte sobre mí y no sobre ti...

—Oh, adelante. Si es que no dices nada, mujer. —Bebió otro sorbo.

—A ver. —Preparé mi memoria para usarla—. Pues hoy he soñado que estaba en una habitación cerrada y pequeña, sin puertas ni ventanas. No se podía entrar por ningún sitio porque era un cubo perfecto y no había ninguna diferencia entre las paredes, el techo y el suelo. Yo estaba dentro, así que no entiendo cómo he podido llegar ahí. Recuerdo sentirme un poco agobiada. El tiempo pasaba muy lento porque no tenía absolutamente nada que hacer. —Respiré hondo—. De repente, las paredes se tiñeron de rosa y desaparecieron. Me encontraba ascendiendo hacia el cielo a toda velocidad, tan rápido que enseguida empecé a percibir la redondez de la tierra. Corría el viento. El mundo era demasiado abierto y eterno para mi gusto. El contraste me abrumó de tal manera que me desperté de inmediato. Supongo que resultó insoportable; tengo un cuarto demasiado pequeño para el tamaño de mis sueños.

—Entiendo —meditó Romina—. ¿Y qué quieres, que me ponga un turbante y te haga una profecía aquí y ahora?

—No sé. Tú tienes sueños constantemente, así que he supuesto que alguna vez has investigado qué significan. ¿No puedes decirme qué quiere decir el mío?

—No, pero puedo inventármelo.

—Vale.

Romina cerró los ojos teatralmente e hizo un gesto oceánico con las manos. Me explicó lo que ella interpretaba de aquello. Cuando terminó me dejó bastante pensativa; tenía que reconocer que era muy buena divagando.

—¿Crees que tiene que ver con la nueva medicación que me estoy tomando?

—Cuando me saque el título de Freude te busco —se burló—. ¿Por qué no se lo preguntas a tu psiquiatra?

—Ni loca le digo yo al doctor Merlo que estoy viendo cosas que no existen.

—¿Ni loca? Vaya. Pues entonces no hay nada que hacer —se burló de nuevo—. A ver... ¿Ha sucedido algo desencadenante en tu vida relacionado con el color rosa?

—Uhmmm... podría ser —murmuré con recelo.

—¡No te avergüences, mujer! Son cosas que pasan. Mira, yo ayer entre Terry y Terry estuve soñando con una especie de dibujo animado con forma de oveja rosa. Me vas a tomar por chiflada pero...

—¿Qué? —Saltaron todas las alarmas—. ¡No, no! Si yo la estoy viendo también. Dice que pertenece a una organización que se llama OP, pero no sé mucho más de ella.

—Ah, así que eso te ha contado —murmuró—. Hace bastante tiempo que sueño con ella, pero estoy guardando el secreto para que no se rían mucho de mí. Bueno, y porque me gusta más hablar sobre Terry que sobre ese bicho —rio Romina. Parecía estar muy tranquila con el tema y eso me desconcertaba. Entonces apoyó la cabeza en su mano y se recostó sobre la mesa. Yo esperaba que siguiera hablando, pero en lugar de eso cerró los ojos y se quedó dormida.

Romi. Eh. Romi. La zarandeé del brazo. ¿Qué? No te duermas. Háblame de la oveja.

—La oveja... Ah, sí. La oveja. —Se frotó los ojos para espabilarse—. Tanto tiempo soñando con ella me ha dado tiempo a averiguar un par de cosas. En primer lugar, has de saber que OP sostiene una teoría: en toda persona existe un objeto, pensamiento o ideal que recoge tu esencia y que te hace ser quien eres. ¿Sabes lo que significa eso?

—¿El qué?

—Que si lo pierdes, estropeas tu propia identidad y te vuelves loco.

—¿Eso quiere decir que las personas que están locas, lo están porque anteriormente han perdido cierta cosa importante para ellos?

—Así es, Aless —afirmó—. ¿Qué te ha contado a ti Oveja Rosa?

—Que OP se dedica a guardar objetos que la gente no debería tener.

—Guardar es un sinónimo precioso de quitar —bufó—. Lo que hace OP es robar a la gente sus objetos esenciales para volverlos majaretas. OP son las siglas de Objetos Perdidos.

—¡Así que tengo problemas psicológicos porque me han quitado algo! Ya lo entiendo.

—Me alegro mucho. —Romina dio vueltas a la cucharilla del café.

—Y a ti también te falta un tornillo porque te han quitado algo. Y a Pot. Y al teniente Rudy. Y a cualquier perturbado que esté atrapado en un manicomio...

—Eh, eh, eh, eh. Te calmas —se ofendió ella—. Yo no estoy loca.

Incliné la cabeza con obviedad.

—Estás tan loca como yo o como Winona. Cualquier síndrome o desviación mental puede considerarse locura. —La señalé—. Tú tienes narcolepsia. Yo tengo trastorno de Personalidad Paranoide. Winona tiene síndrome de la Mano Extraña. Lo que hace Kornelius con los hospitales también tiene un nombre... síndrome de Munchausen o algo así. Pot y el teniente Rudy nunca fueron diagnosticados por un doctor, pero seamos sinceros, poner la lavadora tres veces al día y beberse el líquido de los pepinillos no es muy normal, que se diga.

—Muy bien. ¿Ya has resuelto tu misterio? —gruñó Romina—. Pues ahí va otro. Yo ya he hecho repaso de todos los objetos materiales que he tenido en mi vida y a mí nadie me ha quitado nada; desarrollé narcolepsia después de que Terry muriera al caerse por las escaleras. Por aquellos tiempos yo trabajaba felizmente de chófer en Atenas y no conocía a Oveja Rosa.

—¿Por qué se cayó Terry por las escaleras?

—Faltaba un escalón en las del portal.

—Ahí lo tienes —sentencié—. OP te quito el peldaño para hacerte perder a Terry, tu posesión más importante.

Romina frunció el ceño.

—Pero yo soy la única que sabe de Oveja Rosa. ¿No debería eso echar por tierra la teoría?

—No sabes si Pot y el resto la conocen pero nunca la han mencionado —sugerí.

—Pues entonces ve a preguntarles.

Asentí. Romina miró al teniente Rudy.

—Schrödinger está ahora ocupado atendiendo a los clientes, Pot se ha ido ya y Kornelius no volverá a llamarte hasta mañana. Pero puedes ir a preguntar a Winona, que por cierto, no sé por qué no ha venido hoy.

Le dije que vale y me levanté de la mesa. Después salí de Arizon's hacia la casa de Winona.

Por el camino no dejé de encontrarme con el tipo de la máscara de lobo. Nunca le veía andar; se limitaba a aparecer en los cruces de calles y a vigilarme como un pasmarote. Cuando llegué a casa de Winona llamé al telefonillo y esperé a que me abriera. Subí en el ascensor sin silbar (silbar es de gente alegre) y cuando llegué a su piso, la puerta estaba abierta.

Entré justo a tiempo para ver cómo Winona empezaba a mover, hacia delante y hacia atrás, una pequeña sierra de carpintero sobre su muñeca izquierda. Emitía unos alaridos terribles y la sangre escurría a borbotones sobre la mesa. Dios mío. Esas manchas del mantel iban a tardar milenios en salir.

—¡Winona! ¿Qué haces? ¡Deja eso! —forcejeé a toda prisa, apartando la sierra.

—No puedo, Aless, no puedo —gimoteó a moco tendido—. Tengo que cortarme esta maldita mano que va por libre. A tomar por culo. Está enferma, ¡ah! —Se miró ambas—. Espera. ¿O es la mano izquierda la que está sana? ¡¿Y si la mano enferma es la que quiere cortar la sana?! ¡Alta traición!

—Siempre ha sido la izquierda. Tú controlas la derecha —le recordé.

—Es verdad —asintió—. Mira. Es que está enfadada conmigo, pero no sé por qué. No quiere escribírmelo en un papel. No sé si es por el padrastro que me hice ayer en el pulgar, o que no le gustó la última manicura. ¡Pero es que ya sabes, soy zurda y me sale mal en la izquierda! Esta mañana ha intentado ahogarme mientras me abrochaba el collar. ¡Está loca! —susurró a voz en grito, en tono rasposo—. Es ella o yo.

Hizo ademán de empuñar la sierra de nuevo. La detuve.

—No lo hagas.

—Lo siento, Aless —lloriqueó dramáticamente—. ¡No aguanto más!

Nuestras miradas se quedaron cosidas un momento. Retiré la mano.

—Vale.

—¿Vale qué?

—No sé. Que te la cortes si es lo que quieres. —Me encogí de hombros—. Yo voy a por el betadine mientras.

—¿Qué? ¿Eres idiota? —Señaló su muñeca con obviedad—. ¡No pienso cortarme la mano! ¿En qué mundo vives?

Incliné la cabeza. Entonces lo supe. Supe que había dejado la puerta abierta para que entrara y la detuviera.

—No hay quien te entienda —gruñí.

Winona bufó como un caballo, mandó la sierra por los aires con frustración y se vendó la muñeca con la esquina del mantel. Luego me miró y puso un puchero, mientras un moco acuoso y blanco le escurría de la nariz. El rímel se le había corrido por las mejillas y le había dado aspecto de novia cuya boda salió desastrosa.

—Mi vida es una mierda —sollozó—. Yo solo quiero ser rica y famosa; en ese orden. Yo solo quiero meterme en la bañera como una diva y tomarme un tripi con champán mientras la policía intenta abrir la puerta del baño a patadas. Yo solo quiero ponerme las muelas de oro y que los paparazzis se peleen por una foto de mi culo en verano.

Desvió la vista. Era un animalillo frágil y vestido de pelajes ostentosos, de esos que imitan los colores de las bestias peligrosas para protegerse pero en el fondo siguen siendo inofensivos. Tenía las manos llenas de anillos y el pelo despeinado, era la sombra de lo que una vez fue: alguna mujer poderosa en algún cargo griego importante. Estaba perdida. Acabada. Confundida. Siempre lo estaría.

Era patética. La contemplé con cariño.

—No sé por qué aún no me he enamorado de ti —le solté de repente.

Ella se quedó un momento mirándome, y las comisuras de su boca empezaron a estirarse bizarramente. Me pregunté hasta dónde llegarían. Al final dibujó una sonrisa que provocó la aparición de todas las arrugas que había intentado ocultar con maquillaje, demasiado turbadora para ser normal.

—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca.

Su cara me daba miedo, pero al menos se había alegrado un poco. No entendía cómo había llegado a tomarse en serio mi confesión cuando ni yo misma me la creía. Me abrazó. Podía escuchar la vocecilla de Pot en algún lugar de mi atormentado cerebro diciéndome que aprovechara el momento. Eso fue todo.

Yo nunca me he enamorado. Yo nunca me he enamorado porque los humanos somos como los periquitos: cuando muere uno, la probabilidad de que muera el otro aumenta. Porque nos aturullamos, nos deprimimos, nos despistamos, nos mudamos a otro continente, nos hacemos misioneros o nos empezamos a poner los calcetines desparejados. Los humanos somos las criaturas más sensibles que existen y yo no quiero que las probabilidades de que muera aumenten.

Entonces Winona me cogió de la mano y la condujo hacia su muñeca herida. Apretó mis dedos contra aquel tajo en forma de cuña, que se abrió como un regalo en cuanto ella dobló la muñeca. Un regalo para mí. Me estaba obsequiando con su interior húmedo y palpitante. Lo sentía cálido y resbaladizo, con los bordes de la herida marcando los límites y arropando mis dedos, embadurnándolos de fluido. Ella respiraba aceleradamente y gimió de ardor cuando moví los dedos.

Se me quedó mirando como si me hubiera transmitido la esencia más importante de su vida. Quizá una enfermedad venérea, pensé yo.

—¿Me das un beso? —preguntó—. Los grandes líderes siempre tienen un acompañante con quien compartir los momentos duros.

Le di un beso en los labios, tan corto como el sonido de una gota de lluvia contra un canalón. ¿Por qué? Porque a ella le hacía ilusión y a mí me daba exactamente igual.

Fue justo de lo que se dio cuenta: de que a mí me daba exactamente igual. De que aquello había sido tan poco trascendental como rascarse un cosquilleo epidérmico cualquiera.

No hubo punto de inflexión. Winona estuvo a punto de echarse a llorar.

—Tengo que irme —dije.

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