ONCE: INOPORTUNA
El tiempo, cuando no estás con la mente en la tierra, se vuelve relativo con suprema frecuencia.
Un segundo estás en tu cuarto, sacando la ropa que te pondrás ese día, revisando si has dejado tus documentos en el bolso y si alcanzas a tomar desayuno, luego pestañeas y te ves a ti misma sentada en el metro, sin saber cuánto tiempo ha pasado, ni qué hora es.
Recuerdas haber hecho todo lo que está entremedio. Te ves regulando el agua caliente, sacando una manzana del refrigerador, revisando el saldo de la tarjeta Bip, organizando las bolsas entre tus piernas para que nadie se tropiece al caminar por el vagón. Pero nunca estuviste ahí.
Tu mente vaga en otra parte.
En los recuerdos de lo que hacías hasta hace unos días a esa misma hora. En que son dos cucharadas de café y diez gotas de endulzante. En mimar a Sphynx por quince minutos antes de cocinar. En que tengas cuidado con el borde de la mesa y tu cadera. En que los martes almuerzas sola, y los jueves desayunan juntos. En que excelso da muchos puntos, pero no tantos como exquisito.
Ya ni te acuerdas del beso, porque no es lo más importante, porque tienes una gama de recuerdos tan diversos y ricos, que puedes desaparecer entre ellos, hundirte y dejarte cobijar por las memorias más cálidas.
Y tu mente vuelve, porque es doloroso quedarte en ese mundo que no importa ahora, y te desorientas, porque quieres regresar a ese estado etéreo de rememoración vívida.
Pero estás de vuelta. Vienes y vas durante las semanas.
Todos te preguntan qué sucede, sin interesarse en realidad. O quizás solo eres tú quien los desmotiva con una sonrisa que no sientes, agregando un bien ensayado: «Nada, ¿por qué lo dices?».
Hasta te ríes, y te avergüenza aquello, ya que hasta antes de conocerlo no usabas esa estúpida palabra: «nada».
Si algo sucedía, sucedía. Eras clara, no te dabas vueltas, no fingías bienestar.
No gritabas ni reclamabas, pero tampoco asumías con la cabeza gacha que el sentirse abatido era una procesión personal.
Pero quizás lo haces porque en definitiva no pasa nada, no sientes nada, no te alegras, no te entristeces. Lloras la primera noche, un poco la segunda, y ya después no le encuentras sentido. ¿Qué ganas llorando? ¿Qué ganas quejándote? ¿Qué ganas gritándole a los cuatro vientos que no entiendes qué sucede, que no sabes si es tu culpa o de él? Ni los vientos, ni quienes te rodean saben la respuesta.
Tampoco tú la sabes.
Así que no te pasa nada, en su estado más puro, más profundo.
Pero, de tanto en tanto, te pierdes.
Tu mente se escapa en un detalle, un libro, una canción, un disco, un vino, un gato siamés, una rampa, una silla de ruedas, la sonrisa de Mario que tanto se le asemeja. Y no regresas, a veces segundos, a veces horas.
―Graciela.
Mario toca mi hombro y aquello me despega de la vitrina de la tienda de discos en el barrio Lastarria. Hemos ido a ver una película en El biógrafo, que apenas recuerdo, y rememoro de forma superficial que de eso hablábamos antes de que el disco de Jorge Drexler apareciera frente a mis ojos.
El color azul y el faro me atrajeron, como se supone hacen los faros. 12 segundos de oscuridad se reprodujo en mi cabeza, y con él la voz de Ariel cantando Inoportuna.
―Lo siento, me quedé pegada.
―Andas como en otro mundo―comenta con esa preocupación tácita. Sabe que me pasa algo, pero no me obligará a decirlo. Imagino que conoce como era yo antes, y espera que nazca de mí la confesión, la solicitud de ayuda.
―Disculpa, tengo mucho en la cabeza. ¿Me decías?
―Te decía que me deja un sentimiento encontrado la película, es hermosa, pero deprimente. Buscar la belleza en la miseria tiene cierto sabor amargo.
Me gustaría decirle que no he entendido lo que hemos visto, porque si bien mi cuerpo estaba ahí, mi mente lo acompañaba solo a veces. No deseo preocuparlo, así que concuerdo con él, y no le extraña mi complacencia.
Apenas conectamos esta tarde, e ignoro el hecho de que no soy solo yo quien parece en otra parte, hasta que ya no hay retorno.
Mario se detiene. Toma uno de mis brazos para detenerme también. Quedamos a mitad de cuadra, resguardados por los árboles cuyas hojas brotan tímidas con el término del invierno.
―Hay algo que tengo que decirte.
Por un momento me alegro, suponiendo que es sobre Ariel. No hay ninguna señal de que lo sea, ni razón para hablar de él. Su nombre jamás volvió a aparecer en nuestras conversaciones, por lo que solo quedó como una anécdota en el pasado.
Yo tampoco me esforcé en escarbar, entre asustada y dolida. Si no era él capaz de decirme las cosas a la cara, ¿para qué perseguirlo?
―¿Qué?―preguntó sonriendo.
Él sonríe también. Mira sus zapatos. Suspira.
―Me gustas, no como amiga.―Mi cara muta, y siento ganas de escapar, de desaparecer, de desintegrarme. Él lo nota así que apura sus palabras antes de que yo encuentre una forma de huir.―Lo hago desde hace mucho tiempo. Y sé que no es correspondido, porque tú nunca traicionarías mi amistad de esa forma. Otra razón más para quererte. Por eso te lo pido, Graciela, considérame. ¿De acuerdo? Sé que no soy perfecto, pero tengo una gama de cualidades bastante amplia e impresionante.
―Yo no...
―Lo tengo claro, ni siquiera se te pasó por la cabeza. Por eso decidí decírtelo, para que se te pase por la cabeza y quizás te des cuenta que soy... perfecto, para ti.
Entonces, justo antes de que la confusión nuble mis sentidos, una teoría imposible rellena los vacíos de la trama, y se revela toda la historia, como el misterio al final del libro.
―¿Sé lo dijiste a Ariel?
No me tomo el tiempo de pensar que quizás Mario no quiere escuchar sobre terceros en este momento, su momento. Hasta me siento algo culpable. Pero no le afecta y rueda los ojos.
―Dime que no lo hizo―rezonga―. Se lo comenté como un secreto de hermanos, pero si te hostigó al respecto...
―¿Cuándo?
Y de nuevo pasa inadvertida mi real intención, porque responde rápido y sin incomodidad.
―Un poco antes de que terminara con Carolina. Nunca te lo dije, pero tú fuiste la razón. Y por favor no te sientas mal, ella me pidió que no te viera más, y yo me di cuenta de que no era capaz de sacrificar aquello.
Y me voy, de nuevo, mi cabeza se pierde en todas aquellas veces que él recomendó a Mario como una opción de pareja. Todas las veces que insistió lo bien que nos veíamos juntos.
Y recuerdo su «Soy un cobarde».
Por primera vez en semanas algo tiene sentido en mi cabeza. La furia se apodera de mí. La nada se desvanece, reemplazada por profunda rabia.
Para cuando regreso de mi estado ya estoy en casa. La idea de que me despedí de Mario excusando necesitar algo de tiempo y espacio para pensar, tranquiliza mi conciencia, pero no eclipsa el hecho que desata mi ira. Por lo que antes de abrir la puerta decido que ha sido demasiado tiempo de divague, de alucinación, de insustancial retiro.
Pido un taxi hasta su casa, y al no encontrarlo lo redirijo hasta su oficina. El hombre se muestra deleitado mientras el taxímetro sube y sube. Yo trato de mantenerme en esta tierra, ignorando todo estimulo que me distraiga.
Llego cuando ya es de noche. Hablo con el guardia del edificio, él llama hasta el piso donde trabaja, me deja subir.
Sé que estoy en desventaja, porque le he dado doce pisos para que piense sus palabras. Perdí el factor sorpresa, pero no me preocupa tanto, porque puedo asegurar que él lo ocuparía mejor que yo, por completo en mi contra.
Se abren las puertas y solo unas cuantas personas se pasean por los pasillos. Me desoriento, obligada a pedir indicaciones, para terminar un minuto más tarde frente a su puerta de vidrio.
Lo veo, y me devuelve la mirada. No sé qué decir, no sé.
Pero abro la puerta, pues no seré dueña de las palabras, pero no soy cobarde tampoco.
―¡Graciela! Tanto tiempo. Siento no haberme despedido la última vez. ¿Pasa algo? ¿Problemas con el finiquito?
Su indiferencia me remece, me apena, me confunde. Impido que me abata, sabiendo que nunca pierde la compostura.
―Eres un cobarde―sentencio, sin dejarme llevar por la emoción―, no has sido capaz de dar la cara.
―De verdad lo siento, no había avión.
―¿Y después? ¿Y el día siguiente? ¿Y las semanas que le siguieron a esa? ¿Y hoy cuando tu hermano me pidió que pensara en él como pienso en ti?
Calla. Yo tampoco tengo más cosas que decir. Deseo increparlo hasta cansarme, pero sería siempre en relación a la misma idea ya expuesta: Te quiero, pero has preferido correr a esconderte, porque es más fácil que rechazarme.
―Es imposible, Graciela.
―Lo sé, lo tenía claro desde antes de que me despidieras. Pensaba renunciar, pero pensaba hacerlo frente a frente, no a través de terceros.
―Era más fácil de esta forma.
―¿Para quién?
―Para ambos.
―Creo que eres el único beneficiado hasta el momento, así que no entiendo cómo esto me ayuda.
―Porque yo siento lo mismo, ¿de acuerdo? Y prefería que pensaras que no te quiero a verte conformada con un imposible.
Se enoja él también, lo que me produce cierta satisfacción. Me alegra que su rostro impasible se tense y tiña con molestia, así estaremos en igualdad de condiciones. Ambos seremos públicamente miserables.
―Lo hubiera entendido, no soy de las que piensan en la veracidad de los cuentos de hadas. Sé que crees que Mario es mejor para mí pero...
―¿Mario? ¿Mejor Mario?―inquiere burlándose―. Mario no se daría cuenta de lo que tiene frente a su nariz ni aunque se lo restregara en la cara. Él sabe que te quiere, no se lo explica, pero lo sabe. ¿Yo? Yo te veo y no puedo evitar quedarme anonadado por lo maravillosa que eres. No llevas una bandera de tus principios, pero los defiendes con solo respirar. No necesitas que alguien reafirme tu autoestima, te sabes capaz y brillas por eso. No te rindes, no te dejas ganar. Tu autenticidad es tan apabullante que a veces me hacías sentir falso y vacío. Ni siquiera sé cómo describirte, o cómo elogiarte, los adjetivos quedan pequeños, y te vuelves constantemente inefable. Interesante es una palabra inútil a tu lado, y asombrosa no termina de englobarte.
»Si se lo digo, Mario me encontrará razón, pero jamás podría descubrirlo por sí solo. Yo lo hice, yo podría hacerlo el resto de mi vida, yo soy la mejor opción, yo y nadie más que conozca.―Me mira como creí que solo se miran las personas en las películas. Me mira y siento como la ira se desvanece. Me mira, solo porque sabe que va a rechazarme. Habla calmado:― Pero tú eres inoportuna y Mario es mi hermano. Ha sacrificado tantas cosas por mí, cosas que le importan de verdad, que no podría mirarlo a la cara si no doy un paso al costado por él. Por eso voy a dejarte fácil el panorama y saldré de la ecuación. Si tienes que escoger: escógelo a él. Yo seré mejor, pero él es el correcto.
Me quedo muda. No porque le encuentre razón, sino porque no sé rebatir.
Deseo detener el tiempo, ir a mi casa, tomar un té y dedicarle interminables horas a pensar en sus palabras. Ordenar los argumentos a usar en su contra, ganar una batalla que sé puedo ganar.
Mas no puedo.
Si he de decir algo, es en este momento, no hay otro.
Estoy en blanco, y mientras busco desesperada algo que decir, los minutos me declaran perdedora.
Mi silencio le otorga la victoria, logrando que por primera vez odie esa incapacidad de explotar en emociones, de volverme incoherente, de perder noción de mis acciones y simplemente exigir que mis órdenes sean obedecidas solo porque sí.
Él me pide que me vaya.
Yo lo hago.
Así termina, así vuelvo a ser yo, así me deshago de la Graciela que se formó a su lado.
Ahí mismo me echo a llorar.
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