DOS: ADAPTADO
Ariel tenía veintisiete y había quedado en silla a los veinte, en lo que cualquiera podría llamar un «accidente casual». Una mañana, como cualquier otra, despertó temprano en la casa de un compañero de universidad y decidió devolverse en micro sin esperar al resto del grupo para no despertarlos. Caminó sus últimos noventa pasos desde la puerta de su amigo hasta el paradero y aguardó la llegada del bus que lo dejaría a metros de su casa.
Fue en la parada que un conductor, medio dormido, se salió de la pista y lo impactó partiéndole la espalda cuatro trozos distintos, que a pesar de las múltiples operaciones, no hubo manera de reparar a tiempo. Quedó parapléjico, sin posibilidad de réplica, tan rápida e inesperadamente que el impacto del auto no le sorprendió tanto como la noticia de su condición.
A mí me tomó meses escuchar esa historia de su propia boca, tenía, de cierta forma, miedo de preguntar, como si se tratase de un tabú, aunque Ariel rara vez se comportara como una persona de secretos y temas prohibidos.
Nunca tendré claro hasta qué punto su libertad de expresión era genuina. En general se mostraba abierto a cualquier pregunta, contando a los cuatro vientos hasta sus intimidades más vergonzosas, pero conmigo, y en una suerte de tortura psicológica, soltaba más datos innecesarios y morbosos, acompañados de humor negro muy difícil de digerir.
Supongo que al principio lo hacía con el afán de expulsarme de su vida, pero posterior a eso, cuando logramos cierto grado de entendimiento, los comentarios se mantuvieron, convirtiéndose en parte de nuestra incómoda y poco fluida relación. Quizás ese era su yo real y solo lo mostraba conmigo, o quizás disfrutaba irritándome.
Recuerdo las primeras dos semanas con especial cariño, no porque fuesen las más amenas, todo lo contrario, se transformaron en una dura prueba para mi paciencia y me demostraron de lo que estoy hecha.
Mi horario empezaba a las nueve y treinta en la mañana y terminaba a las ocho de la noche, de lunes a viernes, podía alargarse a los sábados si mi presencia era requerida, agregando a mi sueldo una bonificación acorde a las horas extra. Me aparecía puntual cada día, preparada para afrontar cualquier solicitud inesperada, pero siempre encontraba el mismo panorama: Ariel, sentado en el balcón, leyendo digitalmente los principales diarios. Vestido, bañado, desayunado. En la cocina su loza impecable, en su cuarto la cama hecha, en el baño las toallas estiradas. El gato con la barriga llena y la caja limpia.
Y yo, completamente desocupada.
Ariel demoraba exactamente una hora en realizar las tareas matutinas de cualquier persona pero con la salvedad de no disponer de control en todo su tren inferior. Años de práctica supongo.
Su día empezaba saliendo de la cama con una serie de movimientos bien pensados y la silla junto al colchón, se sondeaba, luego desayunaba—por lo general un café, tostadas, huevos, a veces palta—lavaba lo utilizado para después meterse a la ducha y asearse sentado en una silla especial.
Vestirse y desvestirse era un reto dominado hacía demasiado tiempo, al igual que afeitarse y recortar su cabello. Antes de que despuntara el alba ya tenía todo bajo control, incluyendo a Sphynx―el gato de contextura redonda que solía mostrarte el vientre con toda confianza sin siquiera saber quién eras―al cual cambiaba arena, cepillaba y alimentaba todos los días. Por lo que mi trabajo quedaba relegado a una completa pérdida de tiempo.
Para cuando yo llegaba no quedaba nada de lo que ocuparse, dejándome tiempo libre hasta la casi las doce, momento en el que yo trataba de preparar almuerzo y él argumentaba que debía ir a trabajar.
Era creativo en una empresa de publicidad, por si se lo preguntan. Otro detalle que me tomó más de lo presupuestado descubrir y que coincidía con la sexta pregunta, según él.
No regresaba hasta pasado las siete. Ahí yo insistía en preparar once y él alegaba que no tenía apetito. Al cabo de unos cuantos minutos posteriores a su llegada retornaba a mi hogar, sin realizar ninguna acción realmente útil para la humanidad durante todo el día, sintiéndome una buena para nada y albergando la macabra pregunta si iba a ser así siempre.
Lo fue, por lo menos la primera semana. Nuestro intercambio de palabras se relegó a un par de holas y adioses parcos y lejanos, preguntas mías respondidas con monosílabos—sí, no, no sé—, y su extraña necesidad de corear «A rodar la vida» mientras se desplazaba de una habitación a otra. Uno más en su amplio repertorio de chistes que nunca me causaron gracia.
La segunda semana decidí ser más proactiva, y dado que la comunicación entre ambos era solo cortesía mía, empecé por entablar una conversación trabajadora-jefe estándar.
—Ariel ¿Estás ocupado?—Me dirigí al balcón en cuanto puse un pie en la casa, tratando de contener mi ira por encontrarlo arreglado y perfumado a pesar de estar media hora antes de mi horario de llegada habitual.
—No, dime. —Dejó de lado el tablet y colocó las manos sobre su regazo. Tuve la secreta esperanza de que podríamos llegar a un acuerdo, tierra neutral, o lo que fuera, pero era solo eso, la escuálida, ingenua y completamente ridícula esperanza.
—No sé si tú prefieres que llegue más temprano, como para asistirte mientras preparas tu día. —Intenté sonar políticamente correcta, creo que no se dio por enterado.
—No lo prefiero ¿Algo más?—Sonrió tan cínicamente que me lo imaginé cayendo con todo y silla por el balcón. Seis pisos de maravilloso recorrido.
—Quizás puedo ayudar con el aseo, aspirar, lavar ropa. —Auto-asignarme el papel de sirvienta no fue fácil, pero después de una semana mirándome el ombligo era menester darle un sentido a mi existencia—. Podría limpiar los baños.
—Hay una chica que viene a asear dos veces por semana.
—Romina. Lo sé. Nos conocimos la semana pasada. Pero quizás yo puedo encargarme de eso, llenar un poco mi día ¿Te parece?
—No, no me parece ¿Eso es todo?
Volví a dibujar en mi mente su graciosa trayectoria desde el sexto piso hasta el jardín, con esa sucinta sonrisa mutando en una expresión de horror. Inspiré profundo.
—Bien, lo entiendo, no me quieres aquí, pero sabes, no tiene nada que ver con nosotros. Le prometí a tu hermano un mes y creo que es todo lo que necesita para convencerse de que irá bien tu mudanza, o por lo menos encontrar otra persona con cualidades más acordes a tus necesidades. —Tanteé terreno con un silencio prolongado, el continuó escuchándome—. Así que tratemos de que nuestra convivencia sea más agradable, yo cambiando mis labores y tú permitiéndome adquirir otras responsabilidades.
—Bueno Graciela, no sabía que te sentías así—finalizó con tonó apagado—, pero si no estás conforme con tu empleo, te sugiero renunciar. Ahora, si me permites debo terminar una presentación.
En ese momento me di cuenta de un detalle importante, estaba equivocada en la premisa básica, no era su rostro el que debía estrellarse contra las buganvilias, era el mío.
Envalentonada por mi ira contenida, y lo poco y nada que tenía para perder, decidí tomar el toro por las astas y al día siguiente me presenté en su departamento a las ocho de la mañana. Era poseedora de las llaves, por lo que esperaba sorprender al cabrón no bien se hubiese despegado de las sábanas. La sorpresa me la llevé yo, hallándolo en su escritorio, revisando mails, tan arreglado como siempre.
—Hijo de...—contuve la última palabra, solo por respeto a las madres como una institución sagrada.
—¡Graciela! Pero que sorpresa, no te esperaba hasta una hora y media más, en tu horario habitual de llegada. —Revisó descuidadamente su reloj de pulsera.
—Voy a suponer que todo está listo. —Mi voz se escapó como un suspiro resignado.
—¿Todo qué? ¿Las cosa que habitualmente hago? Pues claro, mi día empieza a las seis, a eso de las siete ya estoy sentado aquí leyendo o trabajando. Pero tranquila, si quieres te sientas frente a mí y lees algo ¿Hoy viene Romina, no?
No le creí, así de simple. Era imposible que pudiera llevar a cabo todo en una hora. Ni siquiera yo, con mis extremidades en pleno funcionamiento, era capaz de levantarme y salir de la casa en aquel lapso de tiempo. Había solo una respuesta, mentía. O no se bañaba, o no comía, o no dormía bajo las sábanas, o existía alguien que a media noche se escabullía para prepararlo todo y tocarme los nervios a la mañana siguiente. Fuera como fuera, me encontraba completamente superada.
Hice lo que cualquier mujer a mi edad y con mis habilidades haría: bajé los brazos y me rendí. Ariel había ganado, no en la práctica, sino en la teoría ¿Qué importaba si llegaba más temprano? Él encontraría la forma de destruir mi estrategia, además ¿Cómo podía pensar en competir con una persona en silla de ruedas? La vida ya lo había golpeado lo suficiente, debía dejarlo hacer lo que quisiera, si no podía caminar tenía el derecho implícito de obtener otros beneficios.
Hasta el jueves simplemente me presenté a la hora indicada en mi contrato y maté el tiempo rellenando crucigramas y completando el sudoku de la sección de entretenimiento del «Hoy x Hoy», nada demasiado estimulante. Romina se volvió mi única conexión humana durante mis nada extenuantes jornadas de trabajo, así que solo para no aburrirme le echaba una mano con la cocina o el baño. Fue durante esos episodios que pude observar de verdad lo que significaba que la casa se encontrara adaptada a Ariel.
De partida todo me llegaba a la cadera, muebles, cocina, microondas, lavamanos, mesa, escritorio, interruptores. Nada fuera del alcance de una persona sentada. Así mismo dentro del departamento se distribuía una serie de barandas estratégicamente instaladas para hacer posible la transferencia de Ariel a la taza del baño, la cama, a un sillón, la ducha, si quería podía pasar la tarde tanto en la terraza tomando el fresco como recostado en su cuarto, sin requerir asistencia de otra persona.
Las puertas median su generoso metro, los pasillos mostraban una amplitud agradable, los enchufes se alejaban del suelo y convergían a situarse a la altura de los interruptores.
El departamento había sido rediseñado por completo para su total independencia, y ahí estaba yo, la prueba viviente de que nadie lo creía capaz, errando entre sus ayudas técnicas como el fantasma de la discapacidad.
Discapacidad es un término relativo y define solo el grado de deficiencia adaptativa del entorno. Si el mundo estuviera por completo bajo el agua quienes no tuviesen branquias serían considerados discapacitados, requiriendo la asistencia de un tanque de oxígeno para sobrevivir, si el mundo se apagara por completo los ciegos dejarían de ser discapacitados y todo el resto vagaría dando tumbos a diestra y siniestra. En efecto Ariel no era un discapacitado en su propia casa mientras que yo constantemente terminaba con las caderas moradas por no fijarme en las barandas y con lumbago por la mala posición que adquiría al realizar cualquier actividad.
A eso de dos meses después de mi llegada comencé a sentarme antes de hacer algo.
El jueves de mi segunda semana decidí regresar temprano a mi casa, Ariel llamó diciendo que trabajaría hasta tarde, así que no le importaría si me largaba antes de tiempo. Tampoco le importaría si simplemente no aparecía en toda la semana, pero esa era una barrera que no estaba dispuesta a cruzar.
Al llegar lo primero que hice fue lanzarme a la cama y auto compadecerme por horas. Crecí con la premisa de que el trabajo dignifica y podía jactarme de que no se me había regalado nada en la vida, hecho que estaba por cambiar tan pronto como recibiera un jugoso cheque a final de mes, que no merecía ni por si acaso. Mucho dinero a cambio de sentarme a leer el horóscopo, buscar las siete diferencias y revisar noticias sensacionalistas del nuevo marido de Quenita Larraín.
Estar desocupada me sabía como a una lenta y dolorosa muerte, lo que al final se traducía en la dura conclusión de que debía dejar aquel trabajo, por muy buena que fuera la paga. No nací para ser un zángano, todo lo contrario, yo era una abejita trabajadora capaz de producir miel y alimentar a su familia. Renunciar era la solución, Ariel estaba en lo cierto.
—Te ves miserable. —Miguel, mi hermano pequeño, nunca duda en apuntar la verdad de la forma más cruel posible, como cualquier adolescente.
Se apoyó en el umbral de la puerta y observó mi figura desparramada sobre la cama.
—Tú te ves como una persona que debería encontrarse sumergido profundamente en el estudio para obtener puntaje nacional, pero no lo está—respondí mordaz, sin lograr amedrentarlo en lo más mínimo.
—Me tomo un descaso. Estudio treinta minutos, reposo dos días. Evito el estrés. ¿Y tú? Llegaste más temprano que de costumbre.
—Él ganó—escupí avergonzada.
—¿Quién?
—El hombre para quien trabajo.
—¿El tipo parapléjico?
—No lo llames así.
—¿Por qué? Es parapléjico.
—Sí, pero el término correcto es: persona en situación de discapacidad.
—Al final del día, sin importar como lo llame, igual está en silla de ruedas. ¿No? En casos como esos da un poco lo mismo las palabras.
El mocoso era inteligente y hábil, razón por la cual deseaba que, a diferencia mía, asistiera a la universidad y obtuviera un título. Trabajar me ayudaría a lograrlo, renunciar no.
—No es un asunto de condición, es sobre dignidad.
—Claro—se encogió de hombros y regresó a su cuarto, difícilmente mantenía su concentración en un tema el tiempo suficiente.
A mí, sin embargo, la idea de la dignificación me quedó rondando unos segundos. Mi actuar contenía una falla enorme, algo a lo que debía poner solución lo antes posible.
¿Cuánto sabía yo sobre paraplejia? Prácticamente nada ¿Cómo era posible que a dos semanas trabajando con una persona parapléjica mi único conocimiento fuera que vivía en una casa muy, muy rara? Inadmisible para alguien como yo, que se consideraba preocupada y responsable ¿Y si él era capaz de tenerlo listo todo en una hora? ¿Y si podía bañarse, vestirse y arreglarse más rápido sin ayuda que con ella, cómo cualquier persona? No tenía idea, porque no me había informado al respecto. Tan concentrada estaba en irrumpir con mi sistema que dejé de pensar en que quizás quien debía adaptarse era yo
Corrí hasta el cuarto de Miguel y me senté en el computador para recolectar algo de información. Google puede ser tu mejor amigo cuando sabes usarlo. Escribí lesión medular en L2 e ingresé a la primera página.
—¿Qué haces?
—Dejo de ser una llorona y tomo el toro por las astas... pero de verdad.
—Estás loca.
—No tienes idea cuánto.
A la mañana siguiente, cuando Ariel apareció en la cocina a las seis de la mañana, se llevó una sorpresa bastante dura de digerir.
—¿Quieres desayunar o te bañas primero?—señalé el pan recién cortado sobre el tostador apagado.
Supongo que la cara que puso se asemejaba bastante a la mía el día en que me levanté una hora más temprano, con la diferencia de que yo manejaba perfectamente mi ira, y él era un pésimo perdedor.
—Creo que esto se puede considerar allanamiento ilegal de morada.
—No si se me entregaron las llaves. —Creo, la verdad solo alardeaba—. Por cierto, me tomé la libertad de llamar a Romina y explicarle que no era necesaria su presencia en la casa. Por lo que me contó trabaja también con tu hermana y como tuvo un bebé hace poco necesita alguien que le ayude a tiempo completo, no solo tres veces por semana.
Guardaré siempre su rosto de furia contenida como un recuerdo de aquel viaje hacia los límites de su paciencia.
—De acuerdo, voy a dejártelo claro hoy. Sé que mi familia me ama, lo entiendo, y pagarte para que vengas a supervisar que no haga algo estúpido como meter los dedos en el enchufe es su forma de darme libertad pero al mismo tiempo preocuparse. Créeme, lo entiendo, yo haría lo mismo si pudiera caminar. Pero no puedo, por lo que desde mi punto de vista tu presencia es una invasión a mi independencia, ya sea esa la intención o no. No quiero que me asistas, no quiero que limpies, no quiero que me veas como un ente que requiere de cuidados «especiales», porque no lo soy ¿Me entiendes?
—Sí, lo hago. Ahora escúchame tú. Tu hermano me hizo firmar un contrato con un mes de prueba, lo que significa que, haga lo que haga, estamos atados el uno al otro por lo menos por treinta días ¿Vale?—Posé las manos en las caderas, tratando de imitar la postura de sabelotodo de mi madre—. No te veo como un «ente con requerimientos especiales», ni te ofrezco asistencia porque piense que eres incapaz, lo hago porque me pagan para eso. Percibo una cantidad no despreciable de dinero por venir todos los días y ayudarte, y pienso justificar mi paga. Nada de lo que tengo me lo han regalado y no pienso empezar a recibir caridad ahora. ¿Me entiendes tú? No voy a bañarte, no voy a vestirte, no voy a empujar tu silla ni a tratarte como un desvalido. Solo cocinaré, lavaré ropa, limpiaré un poco ¿Lo tienes?
—Puedo hacer eso solo, puedo hacer todo solo, como cualquier persona.
—¿Sabes qué otra cosa hacen las personas? Le pagan a terceros para que se encarguen de las cosas que no quieren hacer—gruñí—. Si tuviera el dinero probablemente contrataría a alguien para que me preparara el almuerzo ¡Y mis piernas funcionan perfectamente!
—Puedo encargarme...—gruñó de vuelta.
—¿Para qué quieres perder tiempo complicando tu existencia? Si dejas que me encargue de cosas como hacer tu cama, lavar tu ropa, hacer tu desayuno, podrás dedicarte a, no lo sé, trabajar, pintar, escribir un libro, plantar un árbol, tener un hijo...
—No puedo tener hijos. —Mantuvo la expresión fría y carente de emoción.
—Eso es... muy triste—mascullé, me pillaba desprevenida con su comentario.
—No, la verdad es que nunca los he querido—sonrió.
—Entonces no es tan triste—me cubrí los ojos con las manos y conté hasta diez. No fue suficiente—¡Ag! ¡Eres insufrible!
La culpa me atormentó en un principio, había insultado a un hombre en silla de ruedas justo después de invadir su vida a cambio de dinero. Segundos después me di cuenta que de paso, también mi jefe había resultado afrentado.
—Esa es una palabra muy bonita para llamarme imbécil—suspiró, retrocedió un poco y antes de desaparecer dijo—. Quiero mis huevos a la copa, con trozos de pan, sal y pimienta.
Se marchó sin decir nada más.
Ariel siempre se quedaba con la última palabra, ganara o perdiera, era su sello patentado, al igual que sus salidas dramáticas. Debí suponer que saldría de mi vida con aquel porte imponente, sin decir adiós, sin darme la satisfacción de sentirme la ganadora.
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