CINCO: IRREPARABLE
Me he dado cuenta de que nunca lo he descrito físicamente, me refiero a Ariel.
En general me interesa poco la parte física de las personas, por lo menos en el ámbito de la atracción. Me gustan más los hombres interesantes que los guapos, y prefiero salir con alguien que tenga algo para conversar más que para mirar.
Ariel era atractivo, supongo. Mi madre lo describiría como apuesto. Ninguna belleza despampanante, ni sacado de una revista de modelos, simplemente de rasgos que en su totalidad resultaban agradables. Creo que nunca vi una fotografía de él de pie, así que su altura continúa siendo un misterio, a lo largo de la cama se veía como una persona de un metro ochenta, además Mario ronda esa altura. Mucha grasa no juntaba bajo su piel, mantenía dietas saludables y hacía todo el ejercicio posible, sé que era para poder moverse con mayor facilidad, pero me gustaba imaginar que formaba parte de su ser vanidoso.
Su piel era clara, ascendencia europea, creo, tenía una manchas de sol en la espalda que me llevaban a pensar que la playa, en algún momento, fue su lugar favorito para vacacionar. No creo que vaya mucho ahora, es difícil ir a la playa en silla de ruedas, es difícil ir a muchas partes en silla de ruedas.
Voy a admitir, aquí y ahora, que sus brazos dejaron mi mandíbula por los suelos la primera vez que lo vi sin polera. No era común que se desnudase frente mío, nos conocimos en invierno, mala época para las mangas cortas, así que en cuanto comenzó a necesitar más mis cuidados, a mediados de nuestro octavo mes juntos, la visión de sus músculos marcados me hipnotizó por un momento. A mi favor he de decir que recuperé la compostura rápido y sin que él notara el desliz—de no ser así hubiese sido preferible que cavara mi tumba ahí mismo—, pero secretamente disfruté de cada vez que se vio obligado a rodearme con alguno de ellos.
No voy a negar que por mis venas corre sangre caliente y soy tan humana como cualquiera. Mi afinidad por sus brazos se dio como una cosa personal y secreta, nunca me aproveché de mi posición para satisfacerla y claramente no pasó a ser nada más que una admiración silenciosa, pero hasta el día de hoy la imagen de ese par de brazos bien formados me saca un suspiro.
Soy lo peor.
El resto de su fisionomía no sorprendía de la misma forma. La masa muscular de sus piernas estaba atrofiada por siete años de desuso, convirtiéndolas en un par de palillos delgados. No tenía glúteos, pero conservaba los abdominales, no marcados, pero útiles al momento de mantener la posición erguida.
Su rostro no me causó jamás asombro. Nariz filuda, labios delgados, ojos verdes. El cabello, castaño oscuro, siempre se lo peinaba con los dedos y por lo general lo mantenía corto, así mismo la barba se la dejaba crecer por un par de días antes de cortarla, todo muy asociado a su agenda, sus reuniones y presentaciones.
No era un Adonis, pero podías acostumbrarte a la armonía que proyectaban sus rasgos juntos.
—¿Y a ti qué te pasó? ¿Algún evento importante?—los elogios de Ariel nunca eran directos, parte de la magia, supongo.
—¿Por qué?
—Estás usando ropa inusual y tu pelo se ve liso.
—Mi pelo es liso. —Lo es, pero resulta que con la humedad del invierno tiende a hincharse como un hongo. Todos los estilistas me recomiendan que lo deje crecer, pero me gusta demasiado el estilo bob como para hacer caso de lo que dicen los expertos—. Y puede ser que tenga una cita. —Sonreí coqueta, de tanto en tanto me gustaba hacer de mujer misteriosa.
—¿Con mi hermano?—Me guiñó un ojo exageradamente y me mostró su pulgar.
—¿Mario? ¡Claro que no! Con mi pololo ¿Por qué tendría una cita con Mario?
A Andrés me lo presentaron como el amigo del amigo, hubo química desde el principio y comenzamos a salir informalmente en enero. Ya para marzo nuestro pololeo era formal y a finales de agosto, cuando ocurrió esta conversación, estábamos por celebrar nuestro sexto mes juntos.
Andrés tenía casi treinta, trabajaba en servicio al cliente de ENTEL. Su rostro era tosco y muy varonil, de piel oscura y cabello negro. Me pasaba por un par de centímetros, nada muy impresionante. Prefiero a los hombres altos, pero al momento de la verdad da un poco lo mismo. Si me gusta su personalidad, lo demás queda fuera.
—¿Tu pololo? No sabía que tenías ¿Sabe mi hermano?
—Claro que sabe ¿Qué insinúas?—Achiné los ojos y apreté mis labios.
—Nada. Solo creí que ustedes de verdad tenían algo. Él parece muy encantado contigo. —Se encogió de hombros y luego se acercó para secar los platos que yo iba lavando.
—¡Somos amigos!
—Y lo creo, es solo que, no sé, se ven bien juntos. Me imaginé que él y tú...
—Él también tiene polola ¿Lo sabes no?
—Carolina es...—Cada vez que pensaba, Ariel fruncía la boca hacia el lado derecho, y cuando se veía en la obligación de contestar algo delicado, se mordía el labio inferior antes de hablar. No creo que estuviera al tanto de todas sus mímicas como yo llegué a estarlo, y supongo que si lo hubiera sabido, sus intentos por evitarlo hubiesen sido remarcables—...monotemática.
—¿Monotemática?
—Quería decir estúpida y aburrida, pero dado que a nosotros nos gusta insultar de forma bonita, creo que monotemática está bien.
—No la conozco personalmente, solo la he visto en fotos, me parece una chica muy bonita.
Ariel rio, como un resoplido, una pequeña carcajada burlona.
Nunca conocí a Carolina, de la misma forma en que Mario nunca conoció a Andrés. Extraño si pensamos que de verdad nos considerábamos buenos amigos. Presentarnos a nuestras respectivas parejas estaba prohibido, principalmente por el hecho de que ni a Andrés le gustaba Mario, ni a Carolina le gustaba yo. Deben haber pensado que nosotros teníamos algo a sus espaldas y a pesar de lo enfáticos que fuimos en la negativa, nunca nos creyeron.
—Creo que el peor insulto a una mujer es llamarla bonita.
—¿Insulto? Yo lo encuentro muy caballeroso. ¿Hay que llamarla preciosa o hermosa, o algo así?—Rodé los ojos e intenté ignorar la charla que vendría pronto, él saldría con alguna de sus estupideces y yo terminaría con el humor maniatado.
—Creo que si halagas a una mujer por su belleza, algo fuera de su alcance, algo con lo que nació y se desarrolló más allá de su propio albedrío, una característica genética tan efímera como subjetiva, la ofendes profundamente. Quieres decir que de todas las características que realmente importan como; su inteligencia, su gallardía, su templanza, su bondad, la única realmente admirable es esa por la cual no tiene ningún mérito. Llama a una mujer bonita y lo único que estarás diciendo es que no puedes ver más allá de su cara. —Guardó el servicio en la cajonera y luego me miró—. Por otro lado, llámala interesante y estarás diciendo que eso que tiene, sea lo que sea, es digno de conocerse.
No diré que aquellas palabras me fueron indiferentes, eso sería mentir, más que nada porque esa misma noche, cuando Andrés me llevó a comer y me dijo lo hermosa que me veía, simplemente no sentí ni el más mínimo ápice de felicidad. Ariel había destruido mi forma de disfrutar los halagos, y no sería lo último que destruiría.
—Imaginaré que a ti te debe ir estupendo con las mujeres—comenté.
—Sobre ruedas—respondió.
Esa anoche todo resultó terrible. Partiendo por su mención a mi belleza hasta el pago de la cuenta. Él trabajaba en atención al cliente en ENTEL y ganaba, por supuesto, muchísimo menos que yo. Así que luego de una larga noche escuchándolo quejarse por lo irrisorio que le parecía que yo trabajara con el hermano de Mario, se le ocurrió sentirse ofendido porque yo pagase la cuenta, como si mi dinero no fuese suficiente. No lo dijo, pero después de un discurso en el tono:
«No es correcto que tú pagues la cuenta, ese es mi deber. Yo trabajo para poder pagarte este tipo de salidas. Deberías guardar el tuyo para tus gastos, ya sabes, cosas de chicas».
Quedó bastante claro que mi trabajo no valía lo mismo que el suyo, ergo, mi dinero era de menor calidad, como si los billetes costaran menos solo porque eran míos y solo podían ser utilizados en compras menores de «chicas» ¿Desde cuándo la palabra «chica» es tan insultante?
No le hice una escena furiosa, independiente a lo ofendida que me sentía, no es mi estilo y no deseaba que comenzara a serlo en medio de una cena que supuestamente debía ser romántica. Pero le dejé en claro que mi trabajo, de tanta importancia como el suyo, sí era para pagar cosas de chicas como: agua, luz, gas, comida, el preuniversitario de mi hermano, una nueva lavadora, un maestro que reparara la gotera del techo, y que además de todo lo anteriormente mencionado también podía costearme salidas a restaurantes, películas o lo que se me viniera en gana, porque era una mujer independiente que no necesitaba de alguien pagándole nada. Posterior a eso dejé dinero suficiente para costear mi mitad y regresé a casa completamente cegada por la ira.
Me había tomado tiempo y esfuerzo llegar donde me encontraba, no iba a permitir que me ofendieran de esa forma. Podía ser que en su mente, Andrés pensara que aquella proposición lo dejaba como el hombre proveedor de la relación, que yo debía sentirme protegida y mimada, en mi opinión solo lo hacía parecer tarado.
Al día siguiente mi ánimo fue todo lo contrario. A pesar de querer olvidar el altercado, sus palabras resonaban en mi cabeza como un eco eterno. Andrés en algún punto había pensado en mí como una mantenida, como su mantenida, como su futura mantenida. Quizás no de una forma que él entendiera violenta, pero lo era. Marcada eternamente como débil o frágil solo por tener ovarios.
De pronto me sentía como Ariel, relegado al papel del «invalido», sujeto de compasión y requeridor permanente de ayuda, cuando en verdad eso era un papel entregado por la sociedad y no una realidad.
Ese día en particular conversamos poco, ambos metidos en nuestros problemas, ajenos a los menesteres de quien nos rodeaba. Me imagino que notó mi mal humor tarde, porque recién cuando recogíamos la mesa preguntó por mi cara larga.
—¿Qué te ha pasado?—Fue seco y duro, como preguntando por compromiso. Ahí comencé a notar que quizás algo andaba mal con él. No me importó mucho, estaba demasiado sumergida en mi propia miseria.
—No ha ido muy bien la cena—respondí escueta.
—¿Te has peleado con tu pololo?—Sentí como si él no quisiera preguntarme realmente, como si solo estuviera llenando el espacio de nuestra conversación con algún tema banal. Sé que solo se trataba de una suposición más, proveniente de los tejemanejes de mi mente rabiosa, pero mi ánimo se arrastraba por el suelo y hasta la más mínima provocación me desestabilizaba.
Siempre se me han dado muy mal las relaciones de pareja, no soy buena intimando con otros, abriéndome a otras personas. Me gusta mi soledad, mi tiempo de introspección. Detesto tener que tomar la iniciativa en nada y no deseo agrandar mi lista de contactos telefónicos. Por eso valoro tanto mi amistad con Mario, el único momento en mi vida donde deliberadamente he sido otra persona, con buenos resultados finales.
—Sí—conteste escueta. Con la voz sombría y cansada.
—Ya, que pena. Tranquila, se va a arreglar.
De nuevo sonaba como un libro de autoayuda monótono e intrascendente. Había pasado un tiempo largo desde que trabajaba para él y podía ser que de pronto preguntar por lo que me pasaba se hubiese convertido en una obligación en vez de ser una cortesía.
—O quizás no, quizás no se va a arreglar. De cualquier manera no es algo de lo que quiera hablar. —Soné hostil, lo tengo claro. Eso lo llevó a reaccionar, a contestarme, a terminar peleando como siempre.
—¿Por qué has metido la pata y no quieres asumirlo?—agregó colocando el mantel doblado sobre sus piernas mientras yo reubicaba el centro de mesa en su lugar.
—No te incumbe.
—Tienes razón—sentenció, pero sin poder guardarse su último comentario triunfal—, pero yo también, has metido la pata y no vas a asumirlo. No te sulfures, va a terminar perdonándote.
—¿Quién demonios te crees?—inquirí con rabia, con impotencia—¿Cómo te atreves a cuestionarme sin conocerme? O mejor, ¿quién ha pedido tu opinión? Sé que te gusta andar de asesor de vida en forma gratuita, pero no requiero de tus servicios, muchas gracias.
Ariel me conocía, porque en algún punto de todos esos meses los límites entre nuestra relación laboral y la amistad se habían difuminado. Ya no éramos tanto jefe-empleada como en un principio, lo que significaba por sobre todo peligro.
Tu jefe es tu jefe y podrá despedirte cuando quiera, no se debe olvidar nunca algo tan importante como eso.
Supongo que él lo pensó en ese segundo, meditó sobre el hecho de que mi posición en nuestra relación estaba supeditada a su poder, pero activamente prefirió comportarse como si fuéramos iguales. ¿Para qué haría algo así? Porque, a pesar de no parecerlo, Ariel era tan humano como yo, y todos los seres humanos tenemos malos días.
―Asesorar tu vida ni siquiera está en mi agenda de cosas misceláneas para hacer cuando nada realmente importante está sucediendo, Graciela. Pero ya que me regalas la oportunidad de hacerlo, hagámoslo, de cualquier forma no requeriré usar muchas de mis neuronas para reparar tus desastres amorosos, que imagino nacen desde esa capacidad nula tuya para demostrar que algo te remece. Supongo que tienes sentimientos, porque eres de la misma especie que yo, y yo los tengo, por consiguiente tú también, pero parece que los dejas dentro del refrigerador cuando sales de tu casa. Tu habilidad para conectar con el mundo de las emociones no supera una leve sonrisa o un ceño fruncido. Quizás no te das cuenta, pero a veces siento que no sientes nada, y eso debe pensar tu pololo. Así que deja salir la culpa que sientes, discúlpate, y arregla las cosas. Hay cosas que realmente no se pueden reparar, tu insignificante historia de amor no es una de ellas.
Un discurso así no se condice con el contexto: «mi insignificante historia de amor»; y es porque sus palabras no se trataban sobre mí, se trataban sobre él y su irreparable espina dorsal.
No puedo decir que Ariel odiara ser parapléjico, porque no era así.
Sé que suena como sí quisiera hacerles pensar que disfrutaba su silla de ruedas, pero no es eso a lo que me refiero, sino a que, a pesar de no encontrarse en el estado físico óptimo, tampoco le tenía tanto rencor a su situación.
Maldecir su suerte significaba un gasto de energía en el que no estaba dispuesto a invertir.
Así mismo, de tanto en tanto, todos sufrimos de un día de mala estrella. Espacio de veinticuatro horas donde nada parece salir como lo esperamos. Y la vida no discrimina, así que, dentro de sus reglas incluye a cualquiera, negro, inmigrante, homosexual o discapacitado.
Ariel había tenido un mal día. Un conjunto de hechos insignificantes transcurridos muy cerca uno del otro. Algún cliente descontento, un banco sin rampa, tener que esperar demasiado tiempo por el ascensor en el metro, el baño de discapacitados ocupado. Una a una, pequeñas tragedias acumulándose con el pasar de los minutos de un interminable día.
Si yo tengo un mal día, le echo la culpa a mi personalidad «mojigata», a mi crianza sumisa, a mi genética deficiente. Si Ariel tenía un mal día, le echaba la culpa a su silla.
No lo decía, claro está, pero sí miraba en menos a todos quienes compartían un mal día con él. Era como si dijera:
«Oye, puede ser que tengas un mal día, pero por lo menos no estás en una silla de ruedas».
Habrá quién justifique su actitud y quien lo desprecié por su maldad. Yo, luego de meditarlo mucho tiempo, solo pude concluir que tener una silla de ruedas―o cualquier discapacidad― no te vuelve un santo, un mártir, o un ejemplo, solo te entrega una nueva forma de ser tan persona como cualquiera.
Luego de restregarme en la cara mis defectos esenciales, se mantuvo incólume, como esperando que, en un arranque de ira, perdiera los estribos y le demostrara con pruebas que mis sentimientos eran reales y potentes.
No sucedió, a pesar de lo impactada que me encontraba por esa violación a nuestra relación de jefe-empleada. No sucedió porque, como expliqué antes, no sirvo para luchar motivada por la energía del momento. Mi cerebro lento se fue a blanco y me abandonó en el living, anulando la opción de crear una defensa ingeniosa.
Dejé el centro de mesa, que se había mantenido todo el tiempo entre mis manos, en su lugar y hui a la cocina. Mi intención no era escapar, sino más bien mostrar un punto: seguíamos siendo jefe-empleada, y debíamos respetarlo.
―¿No vas a decir nada?―preguntó mientras me seguía como una sombra, en un afán de deshacerse de su mal día a costa del mío.
―Creo que esto solo nos compete a Andrés y a mí, pero tomaré en cuenta tu consejo.
Más allá de eso no llegó la discusión, a pesar de las intenciones y acciones de Ariel para armar jaleo. Tampoco conversamos más ese día. Algo se suscitó por la tarde, por lo que él se retiró y yo me abstraje de pensar sobre mi «penosa vida amorosa» y la visión que daba a quienes me rodeaban.
Andrés y yo terminamos esa misma tarde. Me gustaría pensar que no tuvo que ver con Ariel, pero sería engañarlos. Se acabó porque toda esa charla sobre cosas que no se arreglan, me hizo entender que gastar mi tiempo en una relación así era pérdida solo para mí.
Todas las quejas sobre mi frialdad, irónicamente, solo volvieron mis nervios más de hielo, resultando en un análisis casi estadístico de mis inversiones y excedentes en el pololeo.
La conclusión se escribía en números rojos.
Y lo dejé, sin siquiera arrugarme.
También me gustaría pensar que ese día desarrollé una capacidad invaluable para todas mis relaciones amorosas futuras, la habilidad para observar desde el exterior y juzgar de forma objetiva, pero no fue así, porque la única relación amorosa que tuve después de eso me partió el corazón como nunca antes nada lo había hecho.
La siguiente conversación que tuvimos, como era de esperarse, se centró en el arrepentimiento de Ariel.
Asumió en unas cuantas horas que quizás había cruzado la raya, y luego de cruzarla hizo y deshizo del otro lado, sin preocuparse por las tradiciones más allá del límite.
Debió notarlo durante la noche, mientras trabajaba, mientras hablaba con alguno de sus compañeros de la oficina, mientras se preparaba un café en la madrugada, el mismo que encontré frio y a medio tomar sobre la mesa del comedor al otro día.
Pasó toda la noche en vela, y para cuando llegué llevaba solo unos minutos de sueño que no quise interrumpir. Durmió toda la mañana, regresando a este mundo por medio de su alarma a eso de las doce del día.
Imaginó que supo de inmediato de mi presencia, pero le tomó un par de minutos salir a enfrentarme, porque entre que cesara la alarma y nuestro primer encuentro pasaron unos generosos treinta minutos.
He aprendido con el tiempo, que entre más culpable se sienta una persona, más le toma disculparse.
Lo atribuyo al miedo, el temor contenido a descubrir que el daño hecho es irreparable, a aceptar la responsabilidad en herir y asumir que eres capaz de obrar el mal casi por descuido.
Apareció en pijama, con la frente fruncida y la mirada sombría. Yo esperé tranquila, suspendiendo mis actividades para dejarlo hablar. La disculpa no era mi fin, no la necesitaba ni la quería, solo deseaba enterarme si sus palabras dirigirían nuestra relación hacia lo estrictamente laboral o si podríamos seguir disfrutando de algo parecido a la camaradería.
―Siento lo que dije ayer, fue un arranque que no tenía que ver contigo.
―Lo sé, eso no significa que hayas mentido.
―Por favor no te lo tomes tan en serio, la mitad de las cosas que dije...
―Eran verdad, y la otra mitad también. ―Intentó excusarse, pero no se lo permití, esperaba que dejara de hablarme y eso solo lo podía lograr demostrando que no me interesaban sus explicaciones―. No siento nada, Ariel, de verdad que no. No sé de euforia, ni de ira, ni de desolación. Lo máximo que obtendrás de mí será una sonrisa ladeada, una mirada sombría, o una lágrima solitaria.
»Me encantaría contarte un montón de historias tristes que te harían llorar como un bebé sobre algún episodio de mi vida, pero no tengo nada.
»Podría justificar mi forma de ser con cualquier cosa, pero sería una mentira. He vivido una vida feliz, con una familia increíble. Algunos momentos han desafiado mis emociones, pero nada fuera de la biografía normal de una persona. Tengo amigos, y tenía una relación, pero lo que no tengo es una razón válida para mi carácter.
»Esto no es el resultado de una innumerable lista de tragedias, esto soy yo. Así que no me molesta que lo digas, porque lo sé, y hace mucho que no me preocupo si a alguien le parece insuficiente mi despliegue emocional. Lo que me molesta es que le des un tono negativo basado en tu forma de ser, la cual supones es perfecta, siendo que no es así.
»No estoy enojada, porque esas son palabras mayores, estoy molesta y con solo un poco de tiempo voy a dejar de estarlo. No le des más vueltas, ni empapes tus dichos con más dramatismo del que yo le doy, asume que has sido grosero y dame espacio.
Pocas veces dejé a Ariel sin palabras―si hago memoria podría contarlas con los dedos de una mano―, y esa ocasión fue una de ellas.
Imagino que las palabras las tenía, acumuladas todas en su cabeza, esperando hilarse y deslizarse por su lengua hasta mis oídos. Puedo oír incluso lo que hubiese dicho, intuyo sus escusas y halagos, y me molesto por su opinión sesgada. Pero no es más que un delirio, porque cualquier cosa que Ariel puedo pensar en ese momento, se lo guardó.
Lo agradezco, porque a pesar de mi tranquilidad, por dentro no me sentía capaz de aguantar su mierda.
Regresé a mi trabajo y el entró a la ducha.
Los días siguientes dejamos decantar la situación, interactuando lo justo y necesario. Por un momento creí que habíamos llegado a un punto de no retorno, pero no fue así, era cuestión de tiempo y paciencia.
Al final solo queda sacar una conclusión de ese episodio, y esa es que Ariel tenía razón: Hay cosas que realmente no se pueden reparar, pero mi insignificante historia de amor no es una de ellas.
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