5.- Premonición
Esa misma noche, luego de cenar, Susy subió a su habitación y se encerró. Ahora más que nunca deseaba estar sola. Se tiró sobre la cama y se cubrió el rostro con la almohada. El encuentro con el alma atormentada de Jenny la llevó a recordar el día en que percibió el olor a manzana y canela que desprendía su amiga, tres días antes de la tragedia. El miedo y la culpa que sintió al olerlo fueron tan fuertes que prefirió guardar silencio. ¿Acaso había hecho mal al hacerlo?
Al borde de las lágrimas, Susy abrazó al peluche de pingüino contra su pecho. Había comenzado a sentirse como un monstruo desde hacía tiempo, luego de haber detectado el olor a manzana y canela en un compañero de trabajo de su padre, quien fue a visitarlos casualmente tres días antes de fallecer. Susy jamás entendió lo que le había sucedido, pero Víctor le dijo que tuvo un problema con su corazón.
Si bien al principio Víctor intentó convencerla de que no era más que una simple coincidencia, cuando las predicciones de Susy se siguieron repitiendo, no tuvo más remedio que aceptar la verdad: la muerte olía a manzana y canela. Sin embargo, Susy no lograba entender la razón por la que solo ella lograba detectar ese olor, aun cuando su hermano también era especial.
Sin encontrar una mejor explicación, Susy empezó a creer que ella era un monstruo que había sido enviado para hacerles daño a las personas. Como en el cuento de Hansel y Gretel, el olor en las personas eran las migajas en el suelo, y ella era la muerte que las encontraba, ya que no había palomas que se comieran el rastro.
Pensar que todo era su culpa la hizo sentir muy triste. Por ese entonces, estuvo resguardada en su habitación por días, incluso, sin ganas de comer. Preocupados por el comportamiento de la niña, sus padres intentaron llevarla con el doctor. Cuando Susy comenzó a llorar y a suplicar que la dejaran tranquila, Víctor decidió intervenir.
«Tú no eres un monstruo», le había dicho el muchacho a su hermanita una vez que ambos estuvieron a solas. «Eres un ángel».
«Pero yo hago que pasen cosas malas», masculló la niña con la voz quebrada y, por su edad, de forma apenas entendible.
«Tú no haces que sucedan». Víctor acarició el cabello de la niña y le llevó un mechón detrás de la oreja. «Es posible que si tú te enteras de las cosas malas que van a pasar, nosotros podamos evitar que sucedan. Es posible que seas un ángel guardián».
Las palabras de su hermano la habían hecho sonreír, a pesar de que el miedo jamás se apartó de su corazón. Se sintió feliz de saber que Víctor siempre estaba ahí para ella, para comprenderla y amarla. Sin embargo, la idea de que ella era un monstruo permanecía y daba vueltas en su cabeza de vez en cuando. Ahora que Jenny había fallecido y su espíritu era atormentado, la idea cobraba más fuerza.
Susy, con lágrimas en los ojos, se preguntó por qué algunas almas debían enfrentarse a un dolor tan grande, bajo torturas que las volvían pedazos incluso después de morir. No entendía cómo el amor, que existía para llenar de paz el alma, podía convertirse en un arma infalible que podía lastimar a alguien en lo más profundo.
Cuando Víctor y ella vieron el alma de Jenny, Susy no tuvo la fuerza suficiente para contarle a su hermano la manera aterrada y desesperada en la que su amiga imploraba piedad, sumergida en el llanto, y que a gritos suplicaba que el insoportable dolor de sentirse devorada por la maldad se detuviera.
Durante el trance, Susy también tuvo una visión en la que Jenny observaba el modo en que su alma era desmembrada fibra a fibra, mientras estaba atrapada entre cadenas de aceite negro y viscoso. Era obligada a mirar cómo una criatura oscura la forzaba a convertirse en algo que anhelaba hacerles daño a los demás.
Tras limpiarse las lágrimas, Susy inhaló profundo y soltó un gran suspiro de resignación, agobiada por los pensamientos que la invadían. Al hacerlo, se percató de ese horrible olor a manzana y canela que tanto odiaba.
Se levantó de golpe de la cama y miró con atención a su alrededor. Estaba sola, mas ese fastidioso aroma se encontraba ahí. Se olfateó las manos, no era ella. Asustada, bajó de la cama y empezó a revisar la habitación.
Sin duda, era el olor que brotó de su abuelo paterno tres días antes de que falleciera, luego de permanecer varias semanas hospitalizado; el mismo que salió del compañero de su padre; el mismo que había emanado de Jenny.
Pero ¿de dónde provenía?
***
Las hojas de los árboles ondearon, lacónicas, al recibir una caricia del viento que arrastró a algunas en el suelo. Con su cantar, los grillos seducían a la luna, brindaron una sensación tranquila que incluso Óscar disfrutó.
—Gracias, dulces criaturas —pronunció Óscar con voz fresca—, solo ustedes pueden hacer posible lo imposible.
Luego de hablar, el hombre desvió la mirada de la ventana de la habitación de Susy y formó una enorme sonrisa. Cerró los ojos, lleno de dicha. Saber que estaba más cerca de tener a Jenny por completo a su lado, una vez más, lo extasiaba. Ansioso de abrazarla, de acariciarla, de contarle historias que espantaran su miedo a las tormentas a la hora de dormir; Óscar se estremeció.
Jenny era el regalo más hermoso que su esposa le había dado antes de marcharse, era todo lo que él tenía en el mundo: el pequeño amor de su vida. No estaba dispuesto a perderla solo por un maldito capricho del destino. Jenny se quedaría con él, así Dios no lo quisiera.
Óscar admitía con gran pesar que no había sido el mejor padre para Jenny, pero estaba dispuesto a aprovechar al máximo esta segunda oportunidad. Le daría a su nena la vida que se merecía, lejos del dolor y del caos.
La fría presencia de la criatura en que Jenny se había convertido erizó los vellos de Óscar; regresaba de dar una vuelta por la casa de la familia Darnell. La criatura estaba de pie justo a su lado, estática, con la cabeza gacha y el cabello sobre la cara. Chorreaba alquitrán negro por las cuencas vacías de sus ojos que, al tocar el suelo, lo volvía viscoso.
Óscar se acercó a la criatura y le acarició la cabeza; ignoró los gusanos que se removieron bajo sus dedos al hacerlo. Se había vuelto incapaz de notar el cambio en los rasgos faciales de la niña, ni siquiera le importaba que ahora se hiciese llamar «Ana». Revivir traería cambios para ella y él estaba dispuesto a aceptarlos. Las voces en su cabeza y el dolor en su corazón habían terminado de romperlo.
Óscar emitió un suspiro de satisfacción antes de hablar.
—Todo será como antes. Muy pronto, mi princesa. —Ana no respondió—. Escucha: una vez que logres acercarte a Susana y estén a solas, debes alimentarte. Mordida a mordida, ella te dará su semilla de vida y este cuerpo putrefacto que te encadena desaparecerá. Eso nos dará nuestra segunda oportunidad. Podrás crecer, fortalecerte.
De nuevo, Ana guardó silencio. Óscar alzó una ceja. No era el silencio de antes que nacía de la perfecta conexión que su amor había desarrollado, sino un silencio de rebeldía. Lo ignoraba. Más confundido que molesto, el hombre se inclinó con el afán de mirarla a los ojos, sin embargo, apenas levantó la mano e intentó tocarla en el hombro, Ana empezó reírse a carcajadas y arrojó la cabeza hacia atrás.
Desveló un rostro desfigurado con dos grandes agujeros negros que parecían atravesar toda su cabeza, mismos que el hombre le había hecho días atrás. Ardían en sus mejillas las marcas de sangre que brotaron de sus ojos en forma de lágrimas. Tenía labio leporino bilateral y latía al mostrar la sonrisa. Ana abrió la boca y un quejido de Jenny emergió, débil y lloroso.
Cuando Ana ladeó la cabeza y el negro de sus cuencas brilló con perversión, Óscar notó en ellas el gozo de haberse mofado de él. Un escalofrío recorrió cada fibra de su ser hasta la médula. Entendió en un parpadeo fugaz de cordura que él, en su enajenada obsesión, había convertido lo que más amaba en un horrible ser demoníaco hambriento de poder. No solo había condenado a su hija a la oscuridad, también había condenado a una familia inocente.
—Lo único que quería era que volvieras —murmuró Óscar con la voz hecha trizas.
El sonido húmedo y crujiente de su piel, y sus huesos al romperse, fue lo último que pudo escuchar. La mano de Ana atravesaba su pecho y salía por su espalda: el corazón de Óscar palpitó por última vez entre los dedos ensangrentados de la criatura.
—No te preocupes, papi, estoy de regreso. —La voz de Ana era una mezcla de dos: una aguda e infantil que transmitía dolor, y otra madura y femenina llena de satisfacción.
***
—Hermano —susurró Susy al ver que Víctor, quien acababa de abrir la puerta, la miraba confundido.
—¿Estás bien? Toqué la puerta y no respondiste —preguntó el muchacho, su voz temblaba con ligereza.
La niña guardó silencio por unos segundos antes de responder.
—Sí, es que buscaba un juguete.
Susy observó a Víctor, había algo extraño en él que no podía identificar. Agachó la cabeza y desvió la mirada. Por su parte, Víctor enarcó una ceja, luego se encogió de hombros y le restó importancia.
—Oye, quería pedirte un favor. ¿Me darías a tu pingüino? —dijo el muchacho de forma traviesa luego de emitir un suspiro.
En silencio, y algo desconcertada por lo recién acontecido, la niña caminó hasta la cama, tomó al peluche y lo extendió a su hermano. Víctor, luego de examinar el juguete mientras tronaba la boca en señal de negación, pidió a Susy que la esperara ahí mientras salía de la habitación.
—¡Disculpe! —llamó Víctor. Susy escuchó la voz de su hermano afuera de la ventana, así que se asomó para mirar.
El muchacho se acercó a un indigente que era acompañado por dos niñas pequeñas. En brazos, la niña más grande sostenía un sucio y remendado peluche de oso color café; la más pequeña de las dos se frotaba los ojos y lloraba. Susy ladeó la cabeza sin entender lo que sucedía.
De pronto, Víctor se arrodilló frente a la niña más pequeña y le entregó al pingüino. Eufórica, la niña lo abrazó con todas sus fuerzas y se lo mostró a su hermana, quien comenzó a dar saltitos de alegría. Víctor sonrió. Momentos atrás las había visto pelearse por ese osito que seguramente era su único juguete, sintió compasión y decidió hacerles un donativo. El muchacho también les entregó una bolsa de pan que el hombre agradeció con lágrimas en los ojos, luego, continuaron su camino.
Cuando Víctor se giró hacia la ventana y vio que Susy estaba a punto de llorar, borró la sonrisa de sus labios. Aunque para él ese pingüino daba más miedo que llegar tarde a casa y encontrar a su madre despierta, para su hermanita era un objeto muy preciado. Sin embargo, él necesitaba deshacerse del peluche porque era un obstáculo en sus planes.
El muchacho regresó a la habitación de Susy y la abrazó.
—No llores, muñequita —dijo con dulzura—, acabamos de hacer algo muy bueno. Tú puedes tener todos los juguetes que quieras, ellas no. Y te prometo que te compraré uno más bonito.
Susy se pasó una mano por el rostro para secarse las lágrimas, luego se aferró a Víctor y se dejó invadir por el olor maravilloso que su alma despedía y que, en más de una ocasión, la había ayudado a dormir. Al tenerlo así de cerca, se vio atacada por el deseo incontrolable de no soltarlo jamás. Temía que se fuera, que la dejara sola.
No obstante, fue como recibir un baño de agua fría detectar que el olor de Víctor se mezclaba con otro, tenue, pero para ella muy grotesco. Tragó saliva y se alejó de él con una expresión aterrada. De nuevo, se cristalizaron sus ojos.
—Tú... hueles a canela. ¡Hueles a manzana y canela! —La voz de Susy temblaba, estaba rota y se desgarraba con cada palabra que salía de su garganta. Aunque luchaba por gritar, no podía emitir más que débiles susurros rasposos—. ¡No quiero que huelas así! ¡Me vas a dejar!
El primer grito de Susy, antes de que su voz se quebrara, atrajo corriendo a sus padres. Apenas llegaron a la habitación y contemplaron la extraña escena, ambos se desconcertaron. Susy estaba descompuesta y parecía enfrentarse a la peor tragedia de su vida, hablaba sobre un aroma que ninguno de ellos era capaz de detectar.
Valeria tuvo la certeza de que sus hijos escondían algo importante, mas no tuvo el valor para enfrentarlos.
—Muñequita, por favor, cálmate —pidió Víctor. Avanzó al frente para tocarla, acto que ella rechazó al hacerse hacia atrás. El muchacho la vio temblar; supo que si no conseguía tranquilizarla, tendría un colapso nervioso.
—¡Hueles a canela y me vas a dejar! —continuó la niña con voz trémula. Gimoteaba al hablar—. Juraste que tú no me dejarías y ahora... tú... tú vas a... —El llanto evitó que Susy terminara la oración.
—Déjame explicarte, no es lo que estás pensando.
Una excusa. Víctor necesitaba una excusa lo suficientemente buena como para sacarle esa idea de la cabeza o, al menos, para distraerla de pensar en eso hasta que él mismo consiguiera procesar el hecho de que, sin saberlo, ella acababa de confirmar la teoría que él tenía después de lo sucedido en la cocina hacía unos minutos.
—Pero hermanito...
—N-no te asustes, esto solo es... ¿c-cómo se llama? —titubeó el joven; necesitaba una buena explicación. Se giró hacia sus padres en busca de cualquier tipo de ayuda, pero solo vio desconcierto en sus rostros—. Una crema —soltó de pronto y regresó la vista a su hermana—. Es una crema con olor, ¡mira, te la mostraré!
Víctor se levantó del suelo y salió de la habitación de Susy como una gacela. Entró a su cuarto y comenzó a revolver todo lo que había en el tocador: las botellas plásticas de lociones, el cepillo y los demás objetos de aseo personal volaron por el lugar cuando el muchacho arrojó los artículos con desesperación. Necesitaba encontrar ese frasquito sin etiqueta que tenía guardado: era una muestra gratuita de una nueva marca de cremas aromáticas.
Regresó a la habitación de al lado, botella en mano, y la extendió hacia Susy. La niña se había abrazado de Valeria, quien la mecía con el afán de calmarla. Al verlo regresar, Alan se cruzó de brazos y lo contempló. Su padre tenía el ceño fruncido y una mirada que le advirtió que, apenas Susy se controlara, hablarían muy seriamente.
—Es esta. —Víctor destapó el frasco de plástico y lo deslizó por debajo de su propia nariz, tenía un olor dulce y discreto que, si bien no era igual al de la manzana y canela, bien podría hacerse pasar por eso en caso de que Susy le pidiera olerlo—. ¿Ves? Solo es una crema, tranquila.
Susy miró a sus padres. Tenía el rostro empapado de lágrimas y los ojos enrojecidos. Se sorbió la nariz antes de hablar, esta vez con un puchero en los labios.
—Mami, no me mientan. ¿Ustedes también lo huelen? —preguntó en medio de gimoteos.
Antes de que Alan consiguiera hablar, Valeria se adelantó.
—Claro que sí, bebé. Es de esas cremas que tengo en mi tocador, pero de otra marca; te las he mostrado. —Al ver que las facciones de Susy se tranquilizaban, Valeria tuvo la certeza de que había tomado la decisión correcta al apoyar a Víctor, aun si ella no lograba entender el origen del problema.
—¿Por qué la compraste? —Susy se sonó la nariz, todavía abrazada a su madre; se rehusaba a soltarla—. Sabes que es un olor feo. Lo odio.
—Es que Jess las vende —mintió—. Dijo que necesitaba un poco más de dinero, así que está vendiendo estas cremas que hacen en la escuela para ayudarse. Y la estoy usando porque... ya sabes, debo quedar bien ante ella —aseguró el muchacho con una media sonrisa que pretendía ser coqueta y natural.
Susy sabía que Víctor estaba enamorado de Jess; la mentira tenía sentido. Más tarde, cuando fuese al supermercado, se encargaría de contarle a Jess y a Greyson parte de lo sucedido. Necesitaba que no lo desmintieran en caso de que Susy preguntara al respecto.
—¿Te sientes mejor, bebé?
Susy asintió a la pregunta de su madre, luego se alejó de ella y abrazó a Víctor. El muchacho le acarició la cabeza antes de hundir el rostro en su cabello, tenía el corazón hecho pedazos. No sabía qué, de todo lo sucedido, le dolía más: saber que la muerte tocaría a su puerta en tres días, o que la siguiente vez que Susy lloraría, sería por culpa de él.
—Dejaré de usar la crema, si tú quieres —murmuró Víctor. Ni Alan ni Valeria consiguieron escucharlo.
—No, está bien. Pero prométeme que no me estás mintiendo —expresó Susy de igual manera.
Víctor no respondió de inmediato, tenía un nudo en su garganta que le impedía hablar. Tuvo que tragar en seco y reunir todas sus fuerzas para poder prometerlo apenas con un dejo de seguridad. En ese instante, para Víctor, el calor que emanaba del cuerpecito de Susy era un perfecto recordatorio de por qué hacía lo que hacía.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top