Shea


Desconocía el tiempo transcurrido desde la primera vez que había oído la gota caer y chocar contra la rugosa superficie. Contemplaba su travesía a través de su ojo izquierdo, ese que todavía podía abrir. Se imaginaba el reflejo de la misma dibujado en el orbe oscuro de su iris. En ambas realidades, la gota era prisionera de un destino perpetuo. Aunque lo creía imposible, tenía la sensación de que se trataba de la misma que, tras estrellarse contra el suelo, se alzaba milagrosa hasta el techo para volver a descender una, y otra, y otra vez. «Lo producen los temblores de la tierra. Está despertando». De nuevo, le susurraba sandeces aquella voz en su cabeza que sonaba igual que ella. Estaba enloqueciendo; abducida por una sucesión de gotas que, convencidas de la singularidad de su existencia, se fusionaban con un vacío estremecedor.

Segundo tras segundo, reafirmaba su sentencia de muerte. Quizás, en la laguna de sus delirios, Shea había abandonado el tenebroso mundo que la envolvía y se encontraba a la deriva en el otro lado. Incluso si dicha dimensión no era más que un reflejo de su prisión, lo prefería ante cualquier otro universo. Elegía la solitaria compañía de una gota antes que revivir en sus carnes la tortura y la vergüenza.

Ella no había nacido para ser esclava. Aunque, ésa era precisamente su naturaleza. 

El estatus quo dictado para Shea y sus congéneres. Siempre había vivido en el Lecho de la Carne, un espacio reservado en la ciudad para las de su especie. 

Los dryadalis descendían de la Arbórea Trinidad formada por la divinidad tricéfala, Dry, Ada y Lis, así como del mismísimo Mythos, rey de todos los dioses. Pese a compartir útero, se consideraba que cada una de las hermanas había engendrado a una de las subespecies de los dryadalis: Dry, calificada como la más poderosa, parió a los voone, posicionándolos en la cima jerárquica mantenida hasta la actualidad; la coqueta Ada alumbró a los iwins, heredando de su madre su gracia embaucadora; por último, la ermitaña Lis dio vida a las nimfâs y los donyets, destinados a formar parte del eslabón más bajo de la estructura social.

Aunque en el Lecho de la Carne, los iwins también ejercían la prostitución, se rumoreaba que algunos de ellos se libraban siendo destinados a otros quehaceres. En el caso de las nimfâs, se decía que su existencia se reducía exclusivamente al placer ajeno. Desde pequeñas les inculcaban la importancia de complacer, domesticándolas hasta convertirlas en meras marionetas sometidas a sus amos. Como todas sus hermanas, Shea no era más que un cuerpo provisto de agujeros que empalar.

En su caso, carecían de alternativa.

Quienes llegaban a la madurez insistían en un famoso dicho que Shea consideraba repulsivo: «nacer nimfă significa hacerlo con las piernas abiertas». Por supuesto algunos de sus hermanos donyets también ejercían, pues los gustos de los poderosos eran variopintos. No obstante, en su mayoría se había criado rodeada de féminas de su misma calaña y aunque la única sangre compartida era la de los dioses, se llamaban entre todas hermanas. Con el tiempo, algunas desaparecían. Los rumores hablaban de asesinatos derivados de la pasión carnal o fruto de alguna trifulca banal. Estaban tan expuestas que las convertían en carne de cañón para los arrebatos coléricos. Aunque eso no parecía importar a los mandamases, ya que las bajas se sustituían con celeridad. A menudo, se preguntaba cómo ejecutaban unos reemplazos tan efectivos, aportando nuevas acólitas de la nada.

Pese a todo, nada la irritaba tanto como la aceptación generalizada de sus hermanas. En lugar de enfrentarse al sistema, dirigían sus frustraciones contra ella, renegándola, exigiéndole lealtad hacia las normas. «Te pasas semanas enteras en la Cueva debido a tu actitud descarada —le había increpado una de ellas—. Tu comportamiento nos acarreará problemas.» «Ojalá mueras antes de que lo paguen con nosotras» enfatizaba otra. Casi oía las canciones de júbilo tras su muerte. 

Puede que de haberlas obedecido no se encontrase ante dicha situación.

Sin embargo, su corazón palpitaba en una dirección distinta a la estipulada, ignorando las demandas por aplacar sus impulsos más salvajes. Su fuero interno se oponía; del mismo modo que la vocecilla que vibraba en su cabeza la instaba a vivir. «Sobrevive» reiteraba, anclándola a una existencia tormentosa.

Absurdo. ¿Quién en su sano juicio luchaba por subsistir entre penurias?

Había realizado el acto más imprudente de todos cuando intentó sacarle los ojos a ese príncipe pretencioso. Cualquiera de sus hermanas se arrepentiría. Ella, lo único que se reprochaba era no haber sido lo bastante ágil como para rebanarle la garganta. Conocía el castigo, su interior podía instarle a proseguir, mas ella no deseaba vivir. Por eso había planeado marcharse a lo grande.

Lamentablemente, había fracasado en su hazaña. Ese voone había estado a punto de matarla, mientras ella apenas había esbozado unos pocos rasguños en su altanero rostro.

Ahora ya no podía escapar de su sino. Sólo existían dos opciones: dejarla morir de hambre o ejecutarla. Había asumido que tarde o temprano ocurriría, su fama de ramera belicosa atraía más que el exotismo de sus rasgos atípicos. «Mejor morir de frío y hambre que padecer de nuevo las dolencias de la carne». Esta vez era ella, no la voz encaprichada por perpetuar su tormento.

En ese preciso momento, todo posible diálogo interno se vio interrumpido por la entrada de una brecha de luz.

—Esclava, en pie. Reclaman tu presencia.

De haber podido, se habría reído de la chanza. En su lugar, simplemente gimoteó. Le resultaba absurdo exigirle una postura erguida tras un tiempo indefinido recluida, con más de una fractura en su menudo cuerpo.

—¿No me has oído, nymp? —insistió. Shea arrugó el ceño y las heridas del rostro le ardieron. El término nymp se usaba de manera despectiva para referirse a su especie— Levántate, y no me hagas perder el tiempo.

De nuevo, su sangre danzaba exaltada, abrazándola cual fuego. Cuando la enervaban —cosa que ocurría con bastante frecuencia—, el calor avivaba su interior como si tuviera una caldera en ebullición. Caviló lanzarle las heces que formaban su mugriento lecho e, incluso, abalanzarse contra él, con la única pretensión de albergar fuerzas suficientes como para despedazarle con sus manos desnudas. Llevarse una vida maldita antes de que le arrebatasen la suya.

Sonaba de maravilla.

Por desgracia, no albergaba fuerzas suficientes, así que contuvo la furia y se levantó conforme pudo. Se contentó con dedicarle una expresión iracunda al carcelero con el único ojo que le quedaba sano. Engulló con la mirada a ese hombrecito raquítico que se las daba de fiera, pero que tremoló en cuanto Shea mutó su gesto.

Un leno no era más que una criatura de segunda que había logrado ascender gracias a la presunta benevolencia de su especie, pues se consideraban las ilegítimas malformaciones de los nounats, otro de los gobiernos imperantes en los Senk junto a los voone. A su parecer, tan sólo era un parásito que se apegaba a sus amos, cuya posición de poder se mantenía mientras los contentaran. Shea no se dejaba amedrentar por un ser tan insignificante como aquel. Aunque no llevara grilletes, era tan esclavo como ella.

Alzarse le costó horrores. Sus piernas entumecidas tardaron en responder, y cuando reaccionaron, su estabilidad se bamboleó al compás del temblor de sus muslos. Cayó un par de veces antes de levantarse, salpicando con sus rodillas la pasta formada de heces y orina. Se aferró con la mano a las paredes rocosas que la envolvían y, una vez recuperada la compostura, el dolor se intensificó en el costado inflamado y ennegrecido, tirando de su piel y dificultando la respiración. Los grandes surcos que delineaban su espalda se tensaron obstruyendo el movimiento. Quiso abrazar las heridas producidas por latigazos, pero le temblaron los brazos cuando intentó alzarlos con el peso de los grilletes. Sus dedos adormecidos apenas percibían el charco hediondo del suelo empapando sus pies. Aun así, logró dar pequeños pasos siguiendo el reguero viscoso que dejaba el leno a su marcha.

—¡Vamos, no te hagas de rogar!

—A la muerte... —escupió sangre y respiró con dificultad— no creo que le importe esperar.

El leno expulsó un sonido por la boca. Quizá una risita; tal vez un gruñido. Shea lo siguió como pudo y salieron de la fosa dirigiéndose hacia los Caminos de Arena, las calles centrales que conectaban todas las vías de la ciudad. Cojeando, la impura de la planta de sus pies debía dejar una oración muy distinta en las pisadas de sus huellas. Todas las esclavas de la carne eran marcadas con hierro hundido en brasas candentes, de modo que cuando caminaban siempre dibujaban en el suelo un concepto. Muchas de sus hermanas aseguraban que ponía «sígueme», una especie de código creado para cuando las reclamaban en el Laberinto, un bosque artificial donde los clientes gozaban de fetichismos sexuales a la vez que buscaban a su «presa». Shea recordaba el día que la intentaron marcar como si fuese el presente, pues su sangre, más caliente de lo común, parecía oponerse al «adorno», por lo que tuvieron que escarificarlo.

En el exterior, su ojo sano se cerró de golpe ante el impacto luminoso. No notó murmullos a su alrededor, hecho que la extrañó. Cuando una nimfă era condenada y, en consecuencia, la paseaban desnuda, susurros era lo mínimo que esperaba encontrar. Abrió el ojo con cuidado, adaptándose a la nueva gama de colores alejados de la opacidad de las tinieblas. Para su asombro, no se dirigía a ningún lugar conocido.

—¿Adónde...? —susurró.

—Lady Frida te reclama.

—Va a... ¿ejecutarme ella misma?

—¡Nadie te ha dado permiso para hacer preguntas! —rumió para sí mismo—: Y lo que haga la lady con sus rameras no es de nuestra incumbencia. No, no lo volveremos a preguntar...

Comenzó a musitar como un majara. Imaginó que en algún momento había sido castigado por preguntar más de la cuenta. ¿A eso se dirigía? ¿A otro de sus castigos? Shea nunca había visto a una sheut. Lo más cerca que había estado de un Senk era cuando atacó al príncipe voone. Le parecía extraño que alguien tan importante perdiese su tiempo con una esclava. Una princesa heredera de los cinco gobiernos sólo podía reclamarla para infringirle mayor tortura antes de su ejecución.

De cualquier modo, la fama cruenta de su especie les precedía.

Entraron por un pasillo de algún material similar al acero, que conforme avanzaba se oscurecía. Bajo sus pies la arena había sido sustituida por un corredor compuesto por triángulos de cerámica decorados con motivos abstractos, único halo de luz que contrastaba con la opacidad de las paredes y los techos. Daba la sensación de que el recorrido se ovalaba, pero no sabía si era real, un juego óptico o cosa de su percepción dañada. Llegaron hasta una enorme puerta bañada en barniz, donde el hombrecillo alargó sus dedos verdosos y tecleó una serie de números en una pantalla invisible para Shea. Ante ellos, la puerta se transformó en una cortina de color borgoña moteada con estrellas doradas.

—Mi señora, la traigo con vos, tal como ordenó —anunció alzando la voz.

La tela se abrió grácilmente invitándola a entrar, dejando escapar un suave aroma afrutado; dentro se oían risitas y música instrumental. El leno le indicó con la cabeza que entrara y Shea obedeció abstraída, embriagada por el aroma a comida invadiendo sus orificios nasales. Salivó como una bestia; el corazón le palpitó fuerte, pequeñas llamas meciéndose en su interior.

Se adentró hasta el fondo sin pensar.

Las tripas le rugieron. No recordaba la última vez que había probado bocado.

Era una sala mucho más grande de lo que aparentaba desde fuera, con la majestuosidad de la última habitación donde había sido llevada para yacer con el príncipe voone. A diferencia de ésta, la luz no entraba de forma natural a través de grandes ventanales, sino que a lo ancho de la estancia se dispersaban varias lámparas medae, fabricadas con medusas doradas fosilizadas y siempre iluminadas. Aportaban a la estancia equilibrio cromático, en sintonía con los tonos cálidos del inmobiliario. Su vista se centró en las delicias culinarias que se aposentaban sobre bandejas de plata, depositadas en mesas bañadas en oro y cuyas patas lucían diminutas incrustaciones de diamantes. Con el hambre llamando en sus entrañas, casi evadió el lecho, separado del salón principal por un telar carmesí, desde donde tres sombras femeninas jugueteaban divertidas.

Como si hubieran nublado su juicio, ignoró a las desconocidas tras la tela, volviéndose hacia los manjares presentes. En sus años como esclava rara vez accedía a mayores alimentos que las gachas, alguna hogaza de pan, patatas cocidas o trozos de musgo mohoso. No tenía ni idea de lo que vislumbraba, pero, sin duda alguna, poseía un aroma embriagador. Se arrimó hasta los sillones de mármol blanco con ligeros toques dorados, cuyo contraste lo componían los cojines cobrizos de sus posaderas, y alargó los dedos ansiosa con tal de alcanzar unas esferas anaranjadas que parecían deliciosas.

—¿No te han enseñado a pedir permiso?

Shea se sobresaltó, percatándose de su necedad e imprudencia. Se esfumó el apetito y un regusto de arcada le recorrió la garganta.

Una de las tres sombras que se ocultaban tras el telar había salido a recibirla.

Era una sheut, Lady Frida, sin duda alguna. Si no fuera por la bata entre abierta que cubría a duras penas su anatomía, serían dos mujeres desnudas, casi iguales, aunque con una gran diferencia de poder entre ambas. Tenía la piel blanca, las piernas largas, fuertes y definidas, tonificadas como el resto de su cuerpo. El cabello, corto y repeinado hacia atrás, se confundía entre un violeta y un rosa claro, el mismo tono que bañaban sus irises, destacados por las rosadas pupilas exaltadas. Su belleza oscilaba entre la de un varón de rasgos suaves y una mujer de rostro tosco, otorgándole la ambivalencia de los dioses. Quizá, lo que más le sorprendió fue que su sonrisa socarrona no estuviera adornada por la dentadura con forma de sierra característica de su especie. Si tan famoso detalle no era cierto, quizá los rumores incestuosos y su apetito por la carne infantil no fueran más que habladurías.

«No, no debo confiarme. Descienden de Nut y su atroz crimen. No son de fiar».

Shea no supo cuánto tiempo estuvo analizando a la poderosa mujer que tenía por anfitriona, pero la espera fue rota con una carcajada sonora de ésta.

—Así que tú eres el famoso diablillo en boca de todos —la miró de arriba abajo, deambulando a su alrededor con la nariz arrugada debido al hedor—. Desde luego eres distinta a tus hermanas y... peligrosa, pero eso ya lo sabía. Se lo dije a ese idiota —se dio unos toquecitos en la frente—. Se empeñó; afirmando que serías como las otras —rio—. ¡Ja! ¡Iluso! Claro que... —le guiñó un ojo, divertida— ahora soy yo quién se beneficia de su error.

—No entiendo nada —espetó Shea—. ¿Los acertijos forman parte de tu tortura? —observó de reojo el destello del filo de una daga que reposaba sobre la cubertería. Le sorprendió haberla obviado, de todos modos, no poseía fuerza suficiente para alcanzarla sin antes ser ejecutada. «No importa. ¡Hazlo!» le murmuró la voz de su cabeza. Las piernas le temblaban y los dolores no menguaban, por lo que aprovechó su convalecencia— ¿Te importa si me siento?

Frida la contempló con suma cautela. No estaba segura, pero quizá había calado sus intenciones.

—Si deseas comer, sólo tienes que pedirlo. Pero antes, deberás asearte —señaló la piscina.

Junto al gran banquete, había unos escalones que desencadenaban en una planta inferior que daba a una pequeña piscina rectangular. En cuyo fondo se depositaba un mural que representaba una orgía tan sangrienta como sexual. ¿Cómo era posible haberlo ignorado? ¿Tan deteriorada estaba o se trataba de hechicería?

—¿Vas a ahogarme?

Frida arrancó una estridente carcajada. Parecía muy congratulada con las ocurrencias de la nimfâ.

—¿Por quién me tomas? —las pupilas rosadas centellearon por un instante— Si quisiera matarte hallaría un millón de métodos más poéticos que una sacudida en la bañera. Magrette, Bellamy ayudad a adecentarse a nuestra invitada.

Las dos figuras que todavía permanecían cuales sombras difusas a través de un telar salieron a la habitación principal. Jamás había coincidido con ellas, por sus rasgos las identificó como iwins. Los ojos purpúreos de la pelirroja voluptuosa cambiaron al plateado, detalle que corroboró su naturaleza. En la de piel oscura no pudo comprobar dicho cambio, pues portaba un antifaz que ocultaba su mirada, lo que si vislumbró en su espalda desnuda fueron las alas tatuadas en un dorado verdoso.

Formas cambiantes y alas inertes, características típicas de los iwins.

Ambas la cogieron de la mano con una cándida sonrisa en los labios, no sin antes liberarla de los grilletes que rodeaban sus extremidades. Le asombraba que aquel par de mujeres tan bien perfumadas y acicaladas soportase la pestilencia que trasmitía. La amabilidad con la cual la trataron al introducirla en el agua caliente, frotando la roña de su piel y desenredando su cabello, no aminoró su estado de alerta. Todo formaba parte de un plan cruel, estaba segura.

Las salinas le escocían en las heridas, pero el calor la reconfortaba. Notó el agua caliente caer sobre su labio hinchado, abrió ligeramente la boca para sentir cómo limpiaba la sangre de dentro. Bajó la vista de su ojo sano, observando la mutación del brillo cristalino al mejunje espeso y mugriento. Cuando salió de la piscina, la grotesca imagen de su interior se había borrado por completo, sustituyendo los cuerpos contorsionados de placer por grumos hediondos. Las iwins le colocaron una bata parecida a la de Frida, pero mucho más larga. O quizá se debía a que Shea medía entorno a unos veinticinco centímetros menos que su anfitriona. La sheut se acercó hasta ella. «Ha llegado el momento, ahora es cuando me ahoga entre toda mi mierda».

Aunque era una estupidez, mentalmente planeaba su defensa. Frida la cogió con fuerza; inmovilizarla con tales heridas fue muy sencillo. Para su sorpresa, en lugar de zambullirla en el agua, la besó.

Siempre intentaba que aquellos que abusaban de su poder y la compraban para unas horas no la besasen. Con ese acto llegaba a sentirse más violada que cuando la penetraban. Con Frida no fue menos. Sin embargo, pronto notó que no se trataba de un beso convencional. Dentro de su boca, sentía la larga lengua de Frida —esa que había mantenido oculta— enrollarse hasta convertirla en su prisionera. La punta era rasposa y similar a la de los lagartos, aunque seguía sin percibir los pinchos cual dientes, esa dentadura afilada capacitada para desgarrar la carne.

Shea experimentó una serie de descargas por todo su cuerpo, sentía como si sus huesos se movieran por dentro; músculos y tendones reubicándose. Por su parte, Frida emitía ligeros espasmos y se retorcía. Intentó liberarse de su cautiverio y finalmente lo logró, desplomándose en el suelo. La mujer que acababa de besarle también cayó de bruces y comenzó a toser. En ese momento, Shea alzó la cabeza para observar desde sus ojos oscuros su propia melena entremezclarse con el único mechón anaranjado que poblaba su larga cabellera. Sus largas hebras negras le caían sobre la frente.

Anonadada, se tocó la cara. Impoluta, sin magulladuras, ni inflamaciones. Frida seguía tosiendo y de su boca se escapaba un humo oscuro y denso. Era socorrida por sus iwins ante la atónita mirada de Shea, quien se levantó sin sentir ni un ápice de dolor.

—¿Me... me has curado? ¿Por qué? ¿Qué...? ¿Qué pretendes hacer conmigo?

Frida en lugar de responderle, se alzó como pudo y bebió un trago de un frasco bermellón guardado en el bolsillo de su bata.

—¡Joder! Ese Finslat se desahogó bien, eh —la miró de reojo—. No has sido la primera, ni serás la última. Mientras gobierne aquí ya le he prohibido la entrada, claro que no puedo impedírselo cuando lidere Leonardo. Mi hermano... —hizo un gesto de desprecio con la mano mientras se sentaba en uno de los sillones y la invitaba a acompañarla— Ven, siéntate aquí. Tenemos que hablar de negocios. Chicas, ¿os importa dejarnos a solas? Magrette —se dirigió a la pelirroja—, tráeme lo que te he pedido.

La joven asintió, mutando el color de sus ojos en un efímero destello violáceo. Los iwins adaptaban su irises a su estado de ánimo, al igual que cambiaban de género según les apeteciese. La lady acarició el brazo de la pelirroja antes de marcharse, susurrándole algo al oído que pareció divertir a la susodicha.

Shea persiguió con la mirada la marcha de las iwins, reticente a aproximarse a la sheut. Ésta le instó, de nuevo, para que la acompañara en lo que parecía una íntima velada, con la música de fondo, la sinuosa iluminación del habitáculo y el festín sobre la mesa. La nimfâ titubeó, hasta que al fin se aposentó en el sillón colocado junto a su anfitriona. De reojo, no podía apartar la mirada de la daga sobre la mesa. Se cuestionó si se trataba de un enredo y si la sheut la estaba poniendo a prueba. De cualquier modo, moriría y su filosofía se mantenía igual de firme que con el príncipe voone: mejor dos vidas que una.

Frida se mostraba divertida, con la soberbia delineándose en la curvatura de sus finos labios. Le ofreció un bocado de los presentes, induciéndola a tomar un aperitivo. A pesar de la hambruna, declinó la oferta, recelosa de envenenarse con la comida. Por estúpido que sonase, prefería perecer luchando.

Un sentimiento absurdo, teniendo en cuenta lo alejada que se encontraba su naturaleza del espíritu combativo.

Alternaba la vista de lady Frida a la daga, como entramando un juego silencioso entre ambas. «Cógela —le insistió la voz—. Ella es causante de tu sufrimiento. Extermínala, del mismo modo que amputan vuestra dignidad.». Los murmullos se repetían, abarrotándole el juicio, sobreponiéndose a sus propios pensamientos. Y no podía evitarlo... desviaba la atención hacia ese blanco y esbelto cuello e imaginaba la brecha carmesí acariciándolo, descendiendo la sangre cual riachuelo por la llanura de su translúcida piel.

No fue hasta que Frida le dedicó aquella arrogante sonrisa que descubrió lo sucedido.

Se hallaba a horcajadas sobre su noble anfitriona, con el filo abrazando la carne bajo la barbilla de la sheut. El corazón le bamboleaba acelerado dentro del pecho, mas el pulso no le temblaba. Frida alzó el mentón, orgullosa, sonriendo incluso con la mirada.

—Adelante —la invitó con un provocador susurro—, desgárrame.

Shea dudó, conteniendo la respiración. No advirtió rabia ni temor, emociones perceptibles en su último intento de asesinato. Por el contrario, la sheut parecía sumamente satisfecha.

—¡Vamos! —la apremió. Su voz sonó excitada, casi como un rugido de placer.

Sin cobrar consciencia plena de sus propias acciones Shea deslizó la punta de la daga. La carne del cuello se abrió como una rosa floreciendo al amanecer, dejando a su paso una brecha horizontal. En lugar de sangre, de la herida emanó una neblina oscura. «Y tras matar a su hermano, Nut se alzó sobre las sombras» le recitó la voz.

La brecha sanó con una rapidez apabullante. Frida dejó escapar una sonora y vibrante carcajada e inmovilizó la mano de Shea, ésa que sostenía el arma.

—Si llegas a intentarlo de día, me habrías cabreado. Y créeme hermosura, no te gustaría conocer esa faceta.

Shea le sostuvo la mirada entre sorprendida y ofuscada. Las pupilas rosadas de Frida estaban ligeramente dilatadas, pero su sonrisa seguía siendo complaciente.

—Lo sabías, ¿verdad? ¿Por qué no lo has impedido?

Su interlocutora deslizó los dedos sobre los mechones azabaches que descansaban junto a las caderas de la nimfâ, jugueteando con ellos. Shea se sintió violentada, pero su mano derecha seguía sujeta al agarre de la mujer.

—Quería comprobar hasta dónde eres capaz de llegar —cambió su expresión, denotando cierta curiosidad—. Veo que todavía no recuerdas nada, de lo contrario no hubieses intentado matarme. Los mortales como tú no tienen nada que hacer contra los dioses —volvió a acariciar su melena, esta vez desde la raíz hasta las puntas. La nimfâ se echó hacia atrás con desagrado—. Dime, por casualidad, ¿has experimentado pensamientos extraños en los últimos días?

Recibió la pregunta con sorpresa. Abrió los labios, tan sólo un poco, pero lo suficiente como para corroborar la teoría. ¿Podían los sheut invadir las mentes ajenas? Advirtió la rabia ascendiendo por la garganta. Su pensamiento era el único rincón libre de intrusismo. En el Lecho de la Carne podían violar su cuerpo, pero jamás adentrarse en su cabeza.

—¿Cómo...?

Frida desvió la atención hacia un foco que se encontraba a espaldas de Shea.

—Magrette... —la iwin de poblada cabellera pelirroja arribaba sosteniendo una serie de carpetas. Las depositó junto a la sheut, no sin antes dedicarle una sonrisa seductora. Frida rozó el antebrazo de la joven murmurando unas palabras desconocidas para la nimfâ— gracias, ma chérie.

Antes de marcharse, Magrette le dedicó a Shea una mirada recelosa, le pareció atisbar un brillo en los ojos de ésta, como dos bolas de fuego a juego con su frondosa cabellera. La nimfâ aprovechó la reciente liberación para separarse del cuerpo de Frida, regresando a su asiento, echando una ojeada a las carpetas sobre el sillón.

—¿Te interesan?

Shea no contestó. Observó a su anfitriona con detenimiento. Su pasividad la enervaba, con esa estúpida sonrisa sosegada tan bien estudiada para provocarle. Frida conocía de sobras la respuesta, aun así, se empeñaba en arrancarle las palabras de los labios como si fuera una muerta de sed suplicando por unas míseras gotas de agua. Ante el mutismo de la morena, la lady agarró unas de las carpetas y comenzó a ojearlas con fingido interés, a sabiendas que Shea no divisaba el contenido.

La nimfâ resopló. Notó el aire propulsarse de su nariz. Frida no la miró, pero alzó una ceja.

—¿Se te agota la paciencia? —sus blancos dientes formaban una fila de perlas perfectas asomando bajo sus labios perfilados. Shea, con la daga todavía en la mano, deseó rajarle esa pretenciosa sonrisa. La lady carcajeó con sutileza y la contempló— Está bien —lanzó el contenido de la carpeta sobre la mesa—, te dejaré ganar, por esta vez.

La nimfâ no daba crédito, tuvo que mirar varias veces para que algo despertase en su interior.

«Shea Silang, el Volcán, general de las nimfâs y los donyets de la Primera División del grupo revolucionario Les Germanies ha sido finalmente capturada. La operación se llevó a cabo gracias a la intervención del General Inquisidor Tassi, junto a la colaboración de Finslat, uno de los tenientes de su escuadrón. No obstante, según las declaraciones del General Inquisidor fue su propio hermano, Leonardo, el responsable de la captura, demostrando una vez más la valía del sheut frente a la lucha contra el ejército rebelde.»

No debería comprender la escritura pues, como todas las nacidas en el Lecho de la Carne, era analfabeta. Al igual que otras nimfâs, había memorizado las formas de algunas letras con la finalidad de identificarlas. Pero reconocerlas no implicaba descifrarlas. Sin embargo, encontraba las palabras claras como el agua.

También, reconoció el nombre de Finslat. Así había llamado la sheut al arrogante príncipe que la había reclamado en el Lecho de la Carne. De pronto, la rabia que experimentó al verle no le supo ajena, sino muy muy cercana.

Sobre el texto había una imagen. Desconocida y próxima a partes iguales. Una foto desteñida, pelo lacio y negro, salvo por un mechón lleno de luz a su derecha, un rostro de tez morena con unos ojos rasgados y oscuros. La mujer de la imagen la contemplaba desafiante, dibujando destellos llameantes en sus pupilas.

Era ella.

Con el mismo fulgor que inquietaba a sus hermanas.

Mientras la analizaba, la voz de su cabeza acallaba para mostrarle, en su lugar, fragmentos significativos.

Montaba a lomos de un equino bañado en ocre. Vestida con sus colores: el negro de la noche y el naranja de las llamas del infierno, reposando en cada una de sus caderas sus dos puñales predilectos. Centenares de rostros la observaban expectantes, preparados para reaccionar a sus órdenes. Bajo su mandato se encontraba un grupo heterogéneo: reconoció a los iwins con sus alas floreciendo como los campos inundando de color la primavera; oteó las figuras fantasmales de los wölfmmas en su máximo esplendor, blandiendo sus energías entre danzas celestes y carmesíes arrasando a su paso; vislumbró los clanes arcanos profiriendo alaridos animales, un cántico personal de sus batallas.

Entre el gentío visionó a los suyos, armados y protegidos, se dispersaban por campo abierto. De todos ellos, sus ojos se clavaban en una figura menuda. Todos miraban hacia donde se encontraba Shea, mas ella no podía apartar la mirada del chiquillo. Compartía con él la dualidad en la cabellera, aunque su división abarcaba mayor dimensión, pues lucía la mitad de sus rizos en negro y la otra mitad en naranja. Su piel mostraba cierto matiz rojizo, que en Shea se volvía dorado, pero sus ojos eran igual de oscuros, ribeteados por pequeñas llamas casi imperceptibles.

«Solangelo», recordó. Y el nombre de su hermano pequeño le hirió más que cualquier atrocidad vivida en el Lecho de Carne.

A su izquierda alguien se movió. El general de los mestizos apuntaba con su lanza la cabeza de un prisionero. Cadenas de mytheros rodeaban su cuerpo, formando un amarre serpenteante. Un material empleado para enfrentar a los hijos de Nut, letal para sus descendientes. Salvo para los sheut, quienes sólo hallaban un tremendo dolor ante su contacto.

La Shea del pasado trotó hasta posicionarse ante el hombre. Bajo la luz del sol, su pálida piel le recordaba al cristal. La camisa de seda hecha jirones dejaba entrever la carne magullada, con heridas salpicadas de una sangre negra y espesa. Su melena siempre perfumada y acicalada descendía cual cascada sobre su rostro, entremezclándose con la mugrienta arena. Alzó la mirada, dibujando una expresión frustrada. Los irises del color de la malva, imitando las hebras de su melena, y las pupilas encendidas por un intenso magenta.

«Leonardo». Y percibió un burbujeo constante emergiendo de su ser, advirtiendo su propia furia bullendo como si entrase en erupción.

Lanzó de mala gana la exclusiva del periódico. En algún momento lo había atesorado contra su pecho, como si impregnándose del papel pudiese recuperar algo extraviado. Dirigió una mirada irritada hacia la dueña de la habitación.

—¡¿Qué es todo esto?! ¡¿Qué me estás haciendo?!

Frida la analizó con parsimonia, deleitándose con el momento. Pasó los dedos sobre sus esmaltadas uñas, desinteresada.

—¿Por qué? ¿Te trae recuerdos?

Hastiada, Shea levantó su cuerpo, apuntando con la daga a su interlocutora.

—¡No juegues conmigo! —la furia la carcomió cuando Frida ahogó una risita estrangulada.

—Siéntate —le ordenó. La nimfâ se mantuvo firme en su posición—. Hazlo, y te lo contaré.

Cansada de tanta tontería se rindió a su demanda. Frida se tomó su tiempo en reanudar la cháchara, mientras Shea aceleraba el insistente traqueteó de sus pies desnudos contra el suelo.

—La semilla de Naofacrann... —la oteó de reojo— ¿Conoces al dios arbóreo? —Shea asintió sin mucha convicción, pues en realidad no lo recordaba. Sus memorias se entremezclaban como telarañas a medio tejer. Frida se encogió de hombros— Toda semilla necesita ser regada para prosperar. La suya también —la nimfâ estuvo a punto de interrumpirla, harta de que se fuera por las ramas. Frida, quien parecía adelantarse a sus acontecimientos, prosiguió con su monólogo—. Hace un tiempo que las estudian en los laboratorios del gobierno, bajo la dirección de los nuevos humanos, los nounats. Cuando te capturaron, quisieron usarte para revelar los secretos de Les Germanies. Pero mi hermano se les adelantó y puede que los cabrease un poco por saltarse los planes del Estado. Él quería que pagaras por cada ofensa infringida hacia su persona. Y los nounats siempre necesitan sujetos para avanzar en sus investigaciones. El resto... —se achantó, visionándola con interés— Bueno, qué más da. Lo viviste en primera persona, así que imagino que podrás contármelo con mayor detalle en cuanto recuperes la memoria.

El exceso de información le aturdió el cerebro. Había sido arrastrada de la Cueva creyendo dirigirse hacia su muerte, pero en su lugar se encontraba en los aposentos de la primogénita de los sheut, con extrañas imágenes enroscándose en su cráneo, sustituyendo a la voz insistente de días pasados, empujándola a creer una realidad que se le antojaba demasiado cercana como para rechazarla.

—Explícame... —ni ella misma reconocía qué ansiaba descubrir primero— lo de la semilla del dios.

—La semilla alberga recuerdos de una vida ya perdida. En las últimas experimentaciones han descubierto que pueden alterar las vivencias de un individuo al insertársela en el cerebro. Tus recuerdos pertenecen a una prostituta cuyo cadáver se pudre bajo tierra. Pero —se aproximó más a la nimfâ—, para mantener esa farsa es menester alimentar la semilla con el néctar de Naofacrann. Una vez dejas de hacerlo el sujeto recupera poco a poco sus recuerdos o yo qué sé, ¿muere? No soy científica, ni me interesa. 

La frialdad de su tono provocó un escalofrío en su columna. Se refería a la nimfâ como un mero experimento, cuya vida importaba menos que la suela de un zapato. La invadió la ira, deseando asesinarla allí mismo.

—Así que es eso —largó enfurruñada—. Una revelación a las puertas de mi muerte, con tal de incrementar mi padecimiento final.

Frida rio y por primera vez, le resultó verdaderamente honesta.

—¡Oh, querida mía! No —posó su mano sobre la de Shea, pero ésta la apartó—. ¿Por qué demonios iba a deshacerme de ti? —recuperó la mano de la morena, asiéndola con fuerza— Confío en tu fortaleza y te quiero de vuelta. Despertando como el volcán que habita en tu interior, hija de la lava. Además —mostró sus dientes en una amplia sonrisa—, siento fascinación por las mujeres como tú.

Shea logró escapar de su agarre. No se fiaba de la sheut y aunque su relato le resultaba certero, se negaba a mostrarse a su merced.

—¿Cómo puedo certificar la autenticidad de los documentos? ¿Cómo saber si lo que me cuentas es cierto?

—Dímelo tú. ¿Qué dice tu subconsciente al respecto? O mejor dicho: ¿qué verdad escoges? ¿No son todas las realidades hasta cierto punto certeras? Si yo fuera tú, me inclinaría por una alternativa diferente a tan patética existencia. ¿Por qué iba a decantarme por la esclavitud pudiendo comandar ejércitos?

«Sabías que no pertenecías a este mundo. Lo sabías» la voz regresó con fuerza, matizando lo que Shea ya intuía.

—Cállate —le exigió a la voz. Frida la oteó con rigidez—. No hablaba contigo —enfatizó—. Pongamos que te creo, ¿por qué compartes información conmigo?

Frida sonrió de tal manera que le sacudió el interior. Sus labios mostraban un mensaje claro: ahora hablaban un mismo idioma.

—Deseo realizar un pacto de sangre contigo —respondió.

—¿Un pacto? —indagó, anonadada— ¿Con qué fin?

—Forjar una alianza. Ya sabes, un intercambio de favores.

—¿De qué tipo?

Frida suspiró. El interés de Shea parecía sacarla de ese estado de aparente letargo que tanto incordiaba a la nimfâ. Hecho que le congratulaba en demasía.

—Lo que te planteé carece de importancia —espetó de forma seca—. Lo ciertamente relevante es la recompensa. ¿No te gustaría conocerla? Quizá se convierta en un aliciente para volverte más participativa.

—Depende, ¿qué me ofreces?

—Libertad. ¿La rechazas?

—Yo no he dicho eso —clavó sus oscuros ojos con determinación sobre su anfitriona—. ¿Qué truco se esconde detrás de tus artimañas?

La lady resopló, esta vez, traqueteaba sin descanso las uñas sobre la superficie del sillón. Su espléndida sonrisa comenzaba a desvanecerse, sustituyéndose por un gesto más sombrío.

—Querida, ese tema no te incumbe —respondió con rudeza.

Shea se irguió en el sillón, una postura que parecía pertenecer a su pasado. Supo que había llegado el momento de tomar las riendas de la conversación. Cuando habló, procuró que su voz sonara segura, como imaginó que la Shea de antaño empleaba para dirigirse a sus soldados.

—Todo lo contrario, me repercute en el momento en el que me usas como a una marioneta para tus jueguecitos ocultos.

—Yo no estoy usando a nadie —rio—. Solo somos dos mujeres realizando un trato, un pequeño intercambio, si así lo prefieres.

—No —la respuesta tajante oscureció los purpúreos ojos de su acompañante—. Un trato es un acto entre dos personas en igualdad de condiciones. Una esclava jamás ostentará la misma posición de poder que su ama. Que menos que saber qué estoy aceptando y a qué precio.

—Tu libertad, ¿te parece poco? —chasqueó la lengua con fingido desdén— Qué lástima, buscaré a otra entonces...

—No lo harás —la afirmación llamó la atención de Frida, quien alzó su ceja interesada—. Has delatado tu interés en mí al ilustrarme mi pasado. No soy un número remplazable, significo alguien ahí fuera. Tengo un nombre, un estatus. Por ende, mi presencia aquí me convierte en una valiosa rehén. Quieres que sea yo la ejecutora de tu plan y no niego que mi recompensa es altamente apetecible, pero no actuaré sin conocimiento. Incluso si la alternativa es la tortura y la muerte.

—No estás en posición de exigir.

—Creía que estábamos en igualdad de condiciones.

Por primera vez, Shea sintió que Frida la miraba de verdad. No enfocando los ojos con una fingida complacencia, sino advirtiendo la presencia de la menuda mujer en su totalidad. Las nimfâs eran pequeñas, Shea no superaba el metro cuarenta y cinco, pero eso no menguaba su capacidad para imponerse sobre otras criaturas mucho más grandes. Frida no sería la excepción.

Touché —soltó una sonora carcajada, acompañada de un suspiro más propio de una dama soñadora que de una mujer aterradora—. Tu fama te precede, diablillo. Incluso desmemoriada te haces de rogar. Has sido una esclava difícil de controlar, indómita... tan diferente a tus sumisas hermanas. Y tienes razón. Pero, también podría matarte aquí mismo y planearlo de otra manera.

—¿Y lo harás?

—Por fortuna para ti me gustas demasiado. Yo también soy esclava, aunque de mis pasiones. Y el tiempo vuela... Así que supongo que tú ganas —suspiró—. Mi hermano Leonardo y yo gobernamos la ciudad, seis ciclos lunares bajo su gobierno y seis bajo el mío. Supe desde un principio que su decisión de traerte aquí era absurda, demasiado arriesgada. Se lo hice saber, pero, como siempre, me ignoró. Por supuesto, yo tenía razón: casi te cargas a un Teniente Inquisidor que, además, es un príncipe de la dinastía Silverone de los voone.

—¿Vas a liberarme por una chanza familiar? —la idea le sonaba tan absurda que tuvo que contener la risa.

—No me interrumpas —la cínica candidez de Frida se esfumó en cuanto mostró un porte gélido que alteró la sangre de Shea. La cólera se disipó brevemente en cuanto reanudó la coquetería—. Querida, soy una narcisista y adoro ser escuchada. Más, cuando mi público es una mujer hermosa e inteligente —se apartó uno de los mechones cortos de la frente con elegancia—. ¿Sabes? No eres la única que vive subyugada al poder de otro. Cada individuo tiene un amo al que rendir cuentas y todos somos esclavos a nuestra manera. ¿Quieres saber qué gano con nuestra alianza? Un peldaño más hacía mi propia liberación. Ayúdame a hundir a Leonardo y te concederé la libertad.

El último verso repicó en su cabeza como los ecos resonando en las paredes de la Cueva. No había recobrado sus recuerdos íntegros, pero albergaba los suficientes como para concebir a Frida como una enemiga. De igual modo, seguía sin comprender de qué manera podía usarla para enfrentarse a Leonardo. Muchos eran los detalles que se le escapaban para tomar una decisión. Aun así, retomada parte de su conciencia, estaba decidida a salir de allí. Jamás regresaría al Lecho de la Carne. Su lugar estaba con los rebeldes. Estaba lista para regresar.

—¿Cómo?

La pregunta era escueta, pero sabía que la lady captaría el mensaje. Sólo necesitaba un empujoncito para decantarse por la oferta de la sheut. Si la mujer estaba tan majara de obsequiarle con la libertad a cambio de machacar a su hermano, lo haría de buen agrado. Aunque antes necesitaba precisar los detalles.

Y si no era otro más de los jueguecitos rocambolescos que caracterizaban a su especie, lo prefería mil veces a pudrirse entre sábanas impregnadas de sudor y sangre. Porque Shea sabía que, de no aceptarlo, reanudaría su tortura. Era tan sencillo como volver a alimentar la semilla y hacerla olvidar.

Los ojos de Frida relampagueaban con destellos rosados. Eran sus pupilas dilatadas que mostraban la jubilosa excitación del triunfo.

—Cada vez que uno de los dos regresa para tomar el relevo de su cargo se realizan una serie de juegos para rendirnos homenaje. Hace sólo dos semanas que volví, mismo tiempo que has pasado castigada en la Cueva —Shea le dedicó una mirada de odio al recordárselo que, por supuesto, Frida ignoró—. Por tanto, queda suficiente tiempo para ultimar los detalles. Mi idea es que escapes al inicio de la conmemoración de su persona. Para ello, durante todo este período te entrenaré, te mostraré los accesos y las claves, así como planificaremos cada minucioso detalle. Ese día, deberás escapar sola, pues yo te esperaré en el otro lado.

Shea aglutinó la información en su cerebro, hallando en ella un aliciente mucho más fuerte que la libertad.

—Una vez salga de aquí —comenzó—, ¿eres consciente de que todo cuanto me proporciones me beneficiará en el futuro? Cuando despierte no tendré piedad, ni me compadeceré de ti por mucha ayuda que me ofrezcas. Voy a tener siempre presente lo que soy para ti: una herramienta para tus planes. Si cuanto relatas es cierto, recuperados mis recuerdos y mi posición en Les Germanies, serás mi enemiga. En ese caso, si encuentro el modo de eliminarte, lo haré sin pestañear.

—Como primogénita de mi especie espero reinar para entonces. Si he de morir, «su majestad» queda mejor en un epitafio ¿no crees?

Shea esperó un momento. No halló la voz de su cabeza ofreciéndole indicaciones. Lo recibió como una señal de aprobación al respecto.

—De acuerdo —sentenció—. Acepto, pero quiero imponer mis propias condiciones.

—Adelante, suelta por esa deliciosa boquita. Aunque no prometo acceder a todos tus requisitos.

—Entonces no firmaré nada —aclaró.

—¿Firmar? —rio— Qué mona. Venga, expón tus deseos y te confirmaré si puedo concederlos o no.

Respiró hondo, decidida a hacerse oír. Aún estaba a tiempo de cambiar de opinión y claramente así sería si la lady declinaba sus demandas.

—No me obligarás a permanecer en el Lecho de la Carne ni un día más. Estaré bajo tu protección, tal y como pareces tener a tus... iwins. Pero, sin relación carnal de por medio. Quiero mi intimidad, mis propios aposentos. Y vivir en calma hasta el día en el que salga de aquí. Ah —dirigió la mirada hacia el festín— y comida en condiciones.

—Vale, no me parecen peticiones exageradas. Aunque —se le arrimó con coquetería—, es una pena que no quieras... confraternizar conmigo. Te haría olvidar a los hombres y el dolor que te han causado —se relamió los labios, mostrando esa lengua fina y bífida con pequeñas volutas rasposas—. Bien, hora de sellar el pacto —la sonrisa de Frida mostró su rostro real: su boca se ensanchó en horizontal a lo largo de la cara, mientras una fila de numerosos y afilados dientes asomaban amenazantes. Sus pupilas rosadas brillaron, exaltadas de placer.

Se colocó de pie ante Shea, quien retrocedió en su asiento, repudiando el contacto con una criatura de aspecto tan aterrador. Por su parte, Frida le tendió la mano. Demostrando su coraje la aceptó, levantándose a su lado. Apretó los dedos que sujetaban todavía la daga y se sorprendió cuando la sheut lo agudizó ensartando también su propia mano en la de ella. Frida acercó la daga hasta su propio pecho, guiando los movimientos de la joven. Hundió la hoja hasta levantar la carne dibujando un corte seco.

—Repite tus demandas y jura que cumplirás mis exigencias —Shea flaqueó por un instante, para nada se imaginaba un pacto de sangre tan literal. No obstante, cumplió con su parte. El denso humo negro se escapaba de la herida formando una neblina oscura—. Y ahora, sáciate de mí. Bebe, hija de la lava.

Arrimó los labios hasta la pálida clavícula y, más que beber, absorbió las sombras que emanaban de su ser. El regusto era amargo y desagradable, tanto como aliarse con una Senk. Sus rugientes tripas se acallaron, mutando en una plenitud silenciosa. Shea se apartó y notó llenarse su interior de una bocanada pesada.

Llegado el turno de Frida sus palabras fueron tan rápidas que no alcanzó a comprenderlas. Sin dejarle apenas un suspiro, la inclinó hacia atrás con el mismo esfuerzo que cualquiera dedicaría para partir una rama. Su dentadura afilada centelleaba y su boca se ensanchó como si se la hubiesen rajado de lado a lado. Lo último que vislumbró antes de clavarle los dientes sobre su pecho fue ese brillo intermitente en sus pupilas rosadas.

Trató de desasirse, pero la hincada le proporcionó una sorprendente sensación placentera. La llevó al éxtasis y Frida bebió de ella. Bebió hasta sentirse plena. 

¡Hi! Quería comenzar con la parte de Shea seguida de la de Beth, ya que ambas comparten una modificación de recuerdos, proceso que será tratado de manera diferente, ya que si bien Shea desea recobrarlos, Beth era más feliz con sus recuerdos falsos. Cuando decidí el orden de los capítulos, tenía claro que mostraría sus historias seguidas por el vínculo y la diferencia entre ambas. 

Los siguientes dos capítulos son desde la perspectiva de dos Senk (los líderes del Gobierno Mundial): Edgallan y Frida

Ya advierto que el siguiente tiene bastantes cosas desagradables, pero me gusta mostrar protagonistas variados y no todos tienen porque ser buenos (?) 

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