Frida

 —Te amo.

La mirada se le llenó de una capa purpúrea que identificó como deseo. Magrette era su favorita, de piel lustrosa y ondas bermellones. Frida colocó una mano sobre la espalda de ésta, justo donde se desabrochaba el vestido. La tela se le resbaló entre los dedos, advirtiendo la calidez de la carne.

—Mentirosilla —le contestó divertida—. Amas la posición aventajada frente a tus hermanas —se encontraban recostadas en la cama; unos mechones caían sobre la frente de la pelirroja y Frida se los apartó tras las orejas puntiagudas—. Adoras el privilegio que te otorga mi compañía, mas no a mí.

—Conoces mi franqueza. Mírame a los ojos. ¿Cuál es su color?

«Violeta». Como su familia, su hogar. Como sí misma. De todos los dryadalis, la subespecie iwin era su favorita. Caracterizados por un género cambiante y unos irises que mutaban según el estado de ánimo.

Extrajo de la cómoda el presente que había encargado para Magrette: una tiara con una rosa multicolor en su centro, cuyo pigmento variaba según la iluminación. Los ojos de ésta brillaron complacientes.

—Del mismo tono que cuando admiras mis regalos —contestó Frida.

—¿Ah? —murmuró ensimismada.

Demasiado tarde. Magrette se encontraba sentada ante el espejo, ideando peinados que resaltasen su nuevo adorno. Con el mentón alzado, posaba con mayor gracia que muchas damas de buena cuna. Su mirada había pasado del rubor de las flores al oro fundido. «Vanidad», reconoció. Lejos de disgustarle, su osadía la encandilaba. Magrette era de las pocas iwins en cautiverio con ambiciones. Una criatura de un estrato inferior que se comportaba con la arrogancia de una princesa.

Digno de admiración. Y orgullo. Alguien con tales atributos se hallaba bajo su dominio, a su entera merced para ser amaestrada en el arte de las intrigas.

Las mujeres de personalidad marcada se habían convertido en su talón de Aquiles. Aunque, si era honesta consigo misma, todas la enloquecían. Desde hacía algunos años, cuando se encaprichaba de alguna de las prostitutas que ejercían en los dominios compartidos con su hermano, las invitaba a formar parte de su club, un pequeño grupo selecto que había creado con la intención de instruirlas en distintas áreas educativas y culturales. Aquéllas que destacaban pasaban a formar parte del gineceo, una estancia personal dispersada en diversas salas de entretenimiento. Donde, por supuesto, no forzaba sus encuentros sexuales. Detestaba que las féminas se entregaran como si pagase por ellas. Si alguna se ofrecía a las caricias entre sábanas, era estrictamente porque así lo deseaban. De hecho, entre su gineceo se encontraban algunas que jamás habían yacido con ella. Pero, ¿por qué engañarse? Sus favoritas siempre compartían su lecho. La propia Magrette la había seducido, lanzándose a sus brazos en busca de deleite. Para agradecerles su cálida compañía, les ofrecía cobijo y protección, alejándolas del oficio.

Dejó que Magrette jugueteara más ante el espejo y gateó hasta posicionarse tras ella, apartándole el anaranjado cabello de la espalda. Frida le acarició el hombro, apreciando la suavidad de la piel desnuda.

—¿Qué se siente cuando ostentas poder? —cuestionó la iwin con una sonrisa pletórica.

Frida dejó caer la tira del vestido de Magrette y desabrochó la cremallera trasera; disfrutaba creando expectativas antes de darle una respuesta.

—Imagina... —arrastró las palabras, susurrándole al oído mientras la desvestía— la sensación más placentera que hayas experimentado en tu vida... —le tiró del cuello hacia atrás, posando besos en su extensión— ¿Eres capaz? —ella asintió, al tiempo que se dejaba besar por Frida. Ésta se separó para mirarle a los ojos. Compartían la misma tonalidad; de nuevo, eran semejantes— Pues nada probado con anterioridad se le parece.

Los senos de Magrette se mostraban al descubierto. Grandes, redondos, cediendo a la gravedad, pero, tan llenos de vida y hermosura como todo su ser. Le agradaba el lunar que se aposentaba cerca de su aureola, como una gota de pintura sobre un lienzo en blanco. Virgen e impoluto, preparado para esbozar sobre él. Siguió las líneas de su cuerpo, notando las marcas de las estrías sobre los caderas, los hoyuelos que se incrementaban sobre los muslos cuando la piel chocaba contra el colchón...

Esa anatomía imperfecta que se volvía arte cuando se dejaba abrazar.

Cuando la tumbó sobre la cama y apreció su entera desnudez, advirtió cierto matiz en su acalorado rostro. Magrette ya conocía el poder. Lo ejercía sobre Frida, a sabiendas de lo mucho que apreciaba su dulce compañía.

—Cuando dominas el mundo, cualquier detalle te sabe a poco. El poder es esclavo de la ambición. Siempre queremos más y nunca estamos satisfechos. ¿Eso quieres sentir?

Magrette le abrazó de tal manera que la obligó a tumbarse sobre ella. Siempre le entraba la risa floja antes de hacerlo. Frida notó los muslos de la pelirroja rodeándole.

—Solo si es junto a ti.

Otro embuste. Nunca se cansaba de escucharlos. Se dejó arrastrar por las adulaciones, hundiéndose en su regazo, ignorando sus pretensiones. De todos modos, Magrette nunca le traicionaría.

De pronto, llamaron a la habitación. El dormitorio poseía un extenso pasillo que lo separaba de las zonas comunes del edificio. Sirvientes y esclavos se comunicaban desde la entrada de éste mediante un aparato que funcionaba con tecnomagia. Uno de los lenos que trabajaban en la sede apareció en una pantalla demandando su atención.

—Lady Frida —inició con voz trémula—, lamento interrumpirle en sus quehaceres personales, pero...

—¡Silencio! —exigió, enfurecida.

«Criaturas patéticas» pensó. Los lenos eran fallos evolutivos de la especie nounat, los descendientes de los humanos originarios. Como miembros del gobierno mundial, los ofrecían como sirvientes que se distinguían de los esclavos por la simple denominación y, aun así, denotaban cierta arrogancia frente a éstos. Como si los suyos no los repudiaran hasta el punto de desentenderse por completo.

—P-p-pero s-señorita...

Magrette gimoteó cuando Frida le hincó los dientes más de la cuenta sin pretenderlo. La sheut se encaró al aparato de malos modos.

—¡¿QUÉ?!

—S-s-su hermano e-está aquí...

Leonardo. ¿Qué hacía ese indeseable allí? Por un instante, pensó en Shea, la nimfâ rebelde que había liberado de su castigo. Pero no, era imposible que su mellizo descubriese su artimaña. Shea se encontraba en el gineceo, donde Leonardo jamás se adentraría. Tampoco inspeccionaba los prostíbulos, así que no advertiría su ausencia.

—Pues que espere —respondió al grotesco sirviente. Se volvió hacia Magrette, recolocando la tiara sobre su cabello—. ¿Por dónde íbamos, princesa de las flores?

La melódica risa de Magrette fue sustituida por una expresión de horror que observaba más allá de Frida.

—Largo —espetó una gélida voz.

Un perfume a malva invadió la sala. Su hermano había entrado sin su consentimiento. El dichoso leno pagaría su incompetencia. Cogió la mano de Magrette, quien agachaba la cabeza y se cubría con las sábanas.

—Ni se te ocurra —le ordenó. La pelirroja le pertenecía a ella, no al mediocre de su hermano.

La iwin titubeó, observó de soslayo al intruso y se sobresaltó. Frida también le prestó atención, sorprendida. Leonardo detestaba su verdadero rostro y lo evitaba a toda costa. Sin embargo, su boca se ensanchó en una enorme sonrisa decorada por una fila de dientes afilados cual agujas. Bastó ese gesto para que Magrette partiera acongojada, abandonando su vestido.

—¡No tenías derecho! ¿Cómo te atreves a... —la bofetada que le dio su hermano finalizó la frase por ella.

Frida resbaló sobre el colchón debido al impacto. La mejilla le ardió. El sheut le había golpeado con una mano decorada por anillos. Sin pensárselo dos veces, cerró el puño y le atizó con los nudillos en la nariz. Leonardo aulló, frenando las gotas negras que emanaban de sus orificios nasales.

—Pero, ¿qué? ¡Me has pegado! ¿Cómo has podido? —reprochó.

—¡Mira quién habla! —exclamó— Has sido tú quien ha entrado sin mi permiso, echando a mi amante, cruzándome la cara...

—Pero yo soy un hombre y tu hermano. Y es una falta de respeto descomunal hacer esperar a un miembro de la familia.

—¿Perdona? —rio con sorna. Tales acusaciones le recordaban a una comedia barata— ¿Desde cuándo en nuestra familia importa el género? Creo que pasas demasiado tiempo con ese... ¿cómo llamarlo? ¿Futuro monarca de un reino desintegrado? ¿Príncipe amanerado? ¡Ah, sí! Ya recuerdo su título —deslizó la mano por el aire como proyectando un cartel imaginario—: el Muerdeplumas. ¿Cómo era esa canción que cantaban cuando te capturaron los rebel... —Leonardo la agarró del cuello, obligándola a cerrar el pico.

—No vuelvas a nombrar ese acontecimiento —murmuró con voz gutural. Su rostro retomaba su aspecto monstruoso, matiz que enfatizaba la amenaza. Frida rio ahogada, fruto del estrangulamiento.

Una vez recuperada, observó a su mellizo. Iba tan bien vestido y acicalado como siempre, con su larga trenza decorada con alambre real, una ornamentación propia de la familia Silverone, regalo, seguramente, de su amante. Frida pensó en mofarse, ya que la mayoría de su cabellera la formaban extensiones, pues le habían rapado su adorado pelo en el cautiverio y todavía no le había crecido por completo.

—De cualquier modo —tosió—, has de recordar que descendemos de la mismísima Nut, divinidad primordial de nuestro mundo. Diosa venerada y repudiada, amada y odiada, imitada por diversas culturas. Incluso, los humanos originarios la asimilaron con uno de sus falsos cultos, apodándola «madre de demonios». Una deidad femenina —recalcó la última palabra— que me otorgó a mí, la primogénita de nuestros padres, un don excepcional —besó a su hermano en la mejilla, percibiendo el golpe que anteriormente le había dado y frenando la hemorragia de su nariz. Lo contempló con soberbia—. ¿Qué te ofreció a ti, a parte de la innegable habilidad de mangonear al príncipe de una especie inferior?

Esperó la furia, el descontrol emergiendo de sus instintos más profundos. No obstante, Leonardo le dedicó una mirada difícil de descifrar. Finalmente, soltó un gemido similar a una risita jocosa y extrajo de su chaleco una carta marcada por el sello de su madre. Se la ofreció, pero antes de soltarla de los dedos, anunció:

—Muy a mi pesar te doy la razón. Somos distintos. Mientras yo me rodeo de nobleza, tú acostumbras a yacer con rameras —se aproximó a su oído—. Edgallan posee tanto poder que no requiere de mi presencia para engrandecerse, se basta consigo mismo. Sin embargo, ¿podrían decir lo mismo las putas que te rodean? Al menos, nuestro amor no se compra con promesas vacías. Pues fuertes son los cimientos de nuestra relación —depositó la misiva en las manos de Frida—. Espero que disfrutes del contenido. En ocasiones, hermana mía, nacer la primera supone una desventaja.

Frida contuvo las ganas de contestarle, pues no quería alargar su visita. Auguraba un mal presagio, e impaciente, deseaba leerla. No en su presencia, cosa que él sabía, pues se había dirigido hacia la salida. Antes de irse, añadió:

—Por cierto, Frida. Sin contar nuestras diferencias, también poseemos rasgos en común. Nos une la sangre, la carne, la familia y, por supuesto, el corazón. Nuestro vínculo es eterno, nos guste o no.

A solas en la habitación, inquieta, esperó unos minutos. Abrió el sobre con sus largas uñas. Le sorprendió ver la letra de su madre y no la de un sirviente cualquiera. Abrió mucho los ojos al descubrir su contenido, la hoja se le deslizó y chocó contra el suelo. De haber sido una copa, se hubiese destruido en miles de fragmentos.

Chilló, con la mayor rabia que obtuvo de su interior.

Había paliado su descontento dedicándole un largo tiempo a su armario. Se había perfumado, maquillado, peinado el corto cabello en un glamuroso tupé y escogido sus mejores galas. Enfundada en un body ceñido de color negro, con encajes y transparencias, se había colocado por encima una falda que lucía corta por delante —por nada del mundo iba a ocultar sus espectaculares piernas— y larga por la parte trasera. El toque de color lo aportaba la chaqueta tipo «toreador» de terciopelo, con un agradable tono vino que conjuntaba con los tacones de aguja.

Frida no iba a consentir que una mala noticia estropeara su apariencia divina.

Pisó fuerte, como indicando al suelo quién mandaba allí. Entró en el portal y se desvaneció hasta transportarse a la Fortaleza Estrellada. Se encontraba en el vestíbulo de los sheut, donde un grupo de esclavos se aproximaron para servirla. Los despachó de inmediato. Su objetivo principal era ascender hasta la parte más alta de la torre principal de su familia, donde se hallaban los aposentos de sus progenitores. Ignoró las reverencias de cuantos encontró en su camino y ascendió a paso ligero. Una vez ante la puerta, no se lo pensó dos veces y entró sin llamar si quiera.

—¿Matrimonio? ¿Qué demonios quiere decir esta carta? —la sacudió delante de su madre, como deseando borrar con ella la expresión apática de la mujer.

Oparah descendía directamente de la diosa Nut. Milenios atrás, la diosa quiso engendrar por cuenta propia a una criatura que escapase de la maldición que recaía sobre sus hijas. Anteriormente, Mythos y Logos habían creado sin necesidad de procrear a unos seres a los que llamaron hijos. Nut quiso imitarles, dando a luz a Oparah y, días más tarde, trayendo al mundo a su hermano Muluneh. Las malas lenguas afirmaban que para su creación realizó un sacrificio divino, precisando del corazón de Logos para darles vida. Obviamente, se trataba de un embuste fruto de la envidia.

No existían seres tan extraordinarios como los sheut. Su perfección, poderes y vida eterna se debía únicamente a la sangre de Nut corriendo por sus venas.

Y el porte de Oparah verificaba tal realidad. De nariz recta, frente despejada, ojos felinos y labios en forma de corazón. Mantenía la melena violeta tan larga que acariciaba sus redondeadas caderas, las hebras caían en recto, muy distintas a las ondas características de su progenitor desaparecido. Habría valorado con mayor énfasis la belleza de su madre, destacada por el hermoso vestido perlado que resaltaba su figura, si no fuera porque su expresión impertérrita la desquiciaba.

—Madre, ¿no vas a contestarme? Como primogénita, no puedo consentir que se me trate de este modo. Hicimos un trato, ¿recuerdas?

Oparah esbozó una mueca, soltó la taza que sostenía entre las manos y se levantó de su asiento.

—Llegas a la fortaleza sin cita previa, irrumpes en mi dormitorio sin permiso alguno y pretendes que cambie de parecer argumentándome una primogenitura. Cuéntame, hija mía, ¿qué tiene de especial el orden de nacimiento? Os he parido a todos por igual, no creo que nacer antes te otorgue privilegios frente a tus hermanos.

—Hicimos un pacto —insistió—. Cuando padre se encontraba a nuestro lado —recordó con saña. La mención de éste siempre hería a su madre—. Podríamos escapar de los enlaces matrimoniales siempre y cuando desarrollásemos un don.

—La sanación es una aptitud tirando a mediocre cuando nuestra piel se regenera de manera natural. Que mi primogénita —recalcó la palabra con énfasis— pueda curar las heridas ajenas no me produce satisfacción alguna.

—No se reduce a eso —murmuró entre dientes—. También, puedo ver cómo han sido causados los daños.

—Ya —hizo un gesto invitándola a salir de la estancia—. Suena enternecedor, pero será mejor que te marches. Hablaremos en la reunión familiar de este fin de semana.

—¡No me pienso ir hasta que revoques tu decisión! Al menos, dime con quién tienes pensado casarme. ¿Es uno de esos humanos desarrollados? ¿Un apestoso nounat? ¿O vas a casarme con otra florecilla descarriada como hiciste con Siddal?

Los labios de su madre se ensancharon en una cruel sonrisa que estremeció a Frida. Cuando Oparah sonreía, algo malo aguardaba.

—¿No es evidente? La sangre llama a la sangre, hija mía. Leonardo será tu futuro esposo.

No. ¿Su hermano? ¿Su estúpido y mediocre mellizo? Su madre había perdido la cabeza por completo. Ni por todas las mujeres del mundo contraería nupcias con ese cretino. La idea le resultó tan disparatada que comenzó a reír como una desquiciada.

—¿Es una broma? —carcajeó— ¿Os habéis confabulado para reíros de mí? —buscó alrededor— ¿Está por aquí, verdad? ¡Leonardo! ¡Leo!

Su madre negó con la cabeza, acercándose a su hija. Frida sintió ganas de vomitar, abofetearla y salir corriendo al mismo tiempo. La comedia de mal gusto no era de su agrado.

—A decir verdad —se explicó Oparah—, todavía no le he dado la nueva al completo. Tu hermano cree que va a casarse con alguna noble a quien rascar el dinero —rodó los ojos—. Suposiciones de las suyas sin fundamento alguno. Había planeado informaros con todo lujo de detalles en la reunión pero —se encogió de hombros—, ya que estás aquí...

—No puedes hablar en serio, madre —la agarró del brazo con insistencia.

—Suéltame Frida.

—Por nada del mundo me casaré con mi hermano —la noticia le impactó tanto que no advirtió el enfado de su progenitora—. Y él opinará lo mismo —le apretó con más fuerza—, por una vez, coincidiremos.

—Frida...

—No puedes obliga...

El grito que arrancó le rasgó la garganta. Cayó de rodillas al suelo, sujetando como pudo el brazo que su madre acababa de romperle. Se sintió muy mediocre llorando como una niña, después de destrozarle los huesos como si fuera una tela barata. De pronto, oteó las brillantes pupilas de su progenitora y supo que iba a ejercer su poder sobre ella.

Notó como las vértebras de su columna se tensaban y la obligaban a levantarse, perdiendo todo dominio de su cuerpo.

—Escúchame bien porque solo te lo diré una vez —inició—. Eres mi hija, eso significa que me perteneces. Si lo deseo —con un leve movimiento de cabeza rompió las rodillas de Frida, obligándola a caer, sujetándose como pudo con su única mano sana—, puedo arrebataros esa vida que creéis inmortal. Puede que los rumores hablen de la pérdida de nuestra posición, pero —reventó por dentro el único brazo que sostenía el malherido cuerpo de la fémina. Ésta se desparramó en el suelo gimoteando de dolor—, querida, ha llegado la hora de demostrar que sigo ostentando poder.

Frida quería retorcerse de dolor, pero su cuerpo no respondía. Se encontraba abatida, con los huesos asomando a través de la carne, recomponiéndose lentamente. Regenerarse a gran escala resultaba bastante doloroso, el movimiento de tendones, músculos, huesos y tejidos producía un sufrimiento equivalente a la propia fractura. Se mordió el labio con tanto ahínco que se lo partió. Aguantó las lágrimas con tal de no satisfacer a su madre.

Oparah la observaba con desdén, pegando un sorbo de su taza como si no hubiera sucedido nada.

—He meditado durante largo tiempo mi decisión, valorando todos los posibles resultados. Pronto se cumplirán dos años desde que tu padre desapareció, por mucho que me niegue a aceptarlo, las otras naciones han de notar su ausencia. De nada sirven mis embustes respecto a su paradero, ni la infinidad de rumores que he lanzado sobre misiones secretas. Siendo realistas, no puedo abarcar todos los medios de comunicación y la charlatanería se escapa de mi control.

—Padre no desapareció, se marchó...

Su madre se acercó y posó la punta de su tacón sobre el cuello de Frida. No apretó, pero su gestó indicó que así lo haría si la enfurecía más de la cuenta.

—Te recomiendo silencio, hija —comentó entre dientes—. Como iba diciendo, la fortuna no nos ha bendecido en los últimos años. Vuestro padre ausente, Leonardo capturado por los rebeldes... Y aunque los negocios con la realeza voone son fructíferos, casar a mi hija con ese pretencioso no me complace lo suficiente. Sí, carecemos de tierras fértiles para alimentar a nuestro ejército de «chuchos» y sus recolectas nos vienen de maravilla. Pero, no puedo evitar pensar que han salido beneficiados en nuestro acuerdo. ¿Sabes cómo apodan a tu hermana en su reino? «La deseada» —rio—. La flacucha insulsa de mi hija convertida en un tesoro nacional, menuda memez. Y eso que no les ha dado el heredero que ese monarca, con un pie metido en la morgue, tanto desea para su Edgallan.

»Paradójicamente, la opinión pública de su reino ha mejorado mucho desde la llegada de Siddal. Sin embargo, los sheut vamos en capa caída —apartó el tacón del pescuezo de Frida, se agachó y le tiró de la cabeza hacia atrás cogiéndole de los pelos—. ¿Sabes por qué? Porqué nos ven débiles.

La soltó y paseó por la sala. El cuerpo de Frida casi se había recuperado por completo. Permaneció tirada en el suelo; prefería no tentar más a la suerte.

—He intentado que mis hijos ejercieran cargos de poder. Tassi ostenta la más alta representación dentro de la Inquisición, Vincent y Monet destacan como inquisidores, las investigaciones de Dante son valoradas por la comunidad científica. Y tú y Leonardo custodiáis la ciudad donde habita nuestro ejército. Mis dos primogénitos controlan la fuerza de trabajo principal de nuestro pueblo, ¿y cómo me agradecéis tal privilegio? Leonardo se deja capturar y humillar por una panda de rebeldes, además de ser conocido por todos como el amante de un príncipe voone. Y no, querida, no hace falta que sonrías cuando todo el mundo te llama «Lady ramera» gracias al burdel que te has montado en mi ciudad.

»Sois la vergüenza de la familia. Ni la loca de tu hermana Gentil me produce tanta repulsión como el hecho de haberos parido. Me revuelve las entrañas saber que os he tenido dentro y os he permitido vivir.

—¡Pues deshazte de nosotros! —espetó, desesperada. Estaba cansada de escuchar las estupideces de su madre— No seríamos los primeros que te quitas del medio.

—¡No me tientes! —la sujetó del cuello y apretó con fuerza. Frida contuvo las ganas de escupirle en la cara. En su lugar, sonrió con sorna.

—A este paso madre, serás la causa de la extinción de los sheut.

Por supuesto, dicho comentario también hacia referencia a su padre. Obviamente, se había largado con tal de no soportar a Oparah. Vio en los ojos de ésta las ansias por destrozarla, pero, en su lugar, la soltó.

—No voy a caer en tus provocaciones. Os necesito vivos a los dos. Sois mi baza para demostrarle al mundo que todavía conservo autoridad sobre mis hijos, que no ha menguado mi poder. Vuestras riñas, traiciones y puñaladas son comentadas por toda la alta sociedad. Todo el mundo conoce vuestra animadversión y la falta de seriedad en vuestras labores. Mi primer pensamiento fue casaros con otros nobles, afianzar alianzas con vuestros matrimonios. Pero, no deseo que otras naciones se beneficien de una futura unión con mis vástagos. Ni tampoco quiero que especulen sobre nuestra debilidad. Vuestro matrimonio será público, por todo lo alto. Y demostrará dos cosas: que los sheut no necesitamos de otros para engrandecernos y que mi autoridad prevalece a los deseos de mis hijos.

Antes de que Frida pudiera contrariarla, Oparah la lanzó fuera de su habitación. Rodó por el suelo hasta chocar contra la pared. Las heridas recién curadas se resintieron. Uno de los dos guardias de su madre se aproximó hasta ella para auxiliarla, pero Frida se sintió tan humillada que le partió el cuello de pura rabia. El otro guardia se le quedó mirando consternado.

—¡Deshazte de él! —exigió— ¡Y ni una palabra a nadie!

—S-sí, se-señora —titubeó.

La sheut le dio la espalda. Se marchó a paso lento, engullendo el amargo sabor de la derrota. En silencio, para que su madre no pudiera regodearse más de ella. El camino de vuelta se le hizo más extenso que su larga existencia.

Una vez en su habitación se dejó caer sobre el diván, mezclando la sangre que almacenaba con altas dosis de alcohol. Como de costumbre, Magrette acudió nada más supo de su llegada. Entró regalándole los oídos, pero Frida no estaba de humor.

—Márchate —le instó.

Permaneció a su lado, cada vez más próxima. Se sentó y palpó con delicadeza la tela desgarrada y manchada de Frida.

—Cariño, ¿qué ha ocurrido? —tiró de un hilillo de la chaquetilla— ¿Quieres que cosa y lave tus prendas? —le colocó la mano sobre el muslo— Puedo hacer que te sientas mejor.

—He dicho que te marches —respondió sin siquiera mirarla.

—Pero...

Frida le mostró sus afilados dientes y Magrette retrocedió aterrorizada. Lo último que vislumbró antes de que saliera corriendo fue sus irises bañándose en un blanco que los volvió invisibles. Miedo, identificó. Maldición, la había cagado con la única persona que podía consolarla. Lanzó de mala gana la copa, volviéndola pedazos de cristal esparcidos al azar.

Los sheut eran los seres más antiguos que poblaban Pangea. Aunque el resto de especies existieran previamente, ninguno de los habitantes actuales habían vivido la época previa al Sello. Se teorizaba que los humanos primitivos habían logrado sellar al resto de criaturas mágicas y mandarlos a una dimensión paralela donde permanecerían en letargo. Frida siempre había dudado sobre la veracidad del asunto, pues no creía a los antepasados de los nounats tan inteligentes. Sospechaba que otras fuerzas habían intervenido en proceso, pero se guardaba sus suposiciones para sí misma. Especular sin fundamento carecía de sentido. Al final, habían regresado. Eso era lo único que importaba.

Nut los creó con la esperanza de librarlos de la maldición que recaía sobre sus descendientes. Al hacerlo sola, los dotó de mayores dones, otorgándoles una vida prácticamente eterna. Sus padres poseyeron el poder infinito de los dioses y dominaron el mundo. Nadie osaba enfrentarse a su dominio y pronto los relatos sobre espectros nocturnos invadieron las distintas naciones. Hablaban de monstruos fantasmagóricos, diablillos seductores y vampiros sedientos de sangre. Incluso tras el Sello, su legado siguió vivo en la cultura humana. Los nombraron de mil maneras y los caracterizaron con infinidad de defectos y virtudes. Pero, ellos eran los sheut. Oscuridad de noche y seres sangrantes de día. Tan solo la luz solar debilitaba sus habilidades e impedía que su cuerpo se metamorfosearan en sombras imposibles de dañar.

Pese a la inmortalidad, la diosa que les dio la vida falló en su cometido. Los sheut arrastraban también su propia maldición. En primer lugar, su sistema digestivo solamente toleraba la carne y la sangre de las crías de otras especies, alimentarse de otra cosa, incluso si se trataba de la vida de un adulto, los enfermaba. Asimismo, solo las creaciones originales, Oparah y Muluneh, lograron reproducirse, mas la supervivencia inicial se complicó, ya que los sheut crecían muy lentamente y en sus primeros años se alimentaban de su madre. Por alguna razón, todos sus partos fueron múltiples, con una pareja de mellizos para cada generación. Y cada uno de ellos, con una particularidad: nacían con un corazón compartido que los vinculaba para el resto de su existencia. De esta manera y por mucho que lo detestara, Frida permanecería por siempre asociada a su mellizo Leonardo. Si él perecía, ella le seguiría detrás.

Y solo una pareja de cada mellizo había sido bendecido por un don. A quien Nut, allá donde estuviese, favorecía con la fortuna.

En segundo lugar, y por el contrario a lo dictado en los mitos humanos, el sol no le impedía salir al exterior, pero sus poderes menguaban bajo su presencia. En la nocturnidad, su sangre negra se evaporaba hasta tomar forma gaseosa, rasgo que los dotaba de ligereza y los volvía invulnerables. Por el contrario, en horas diurnas sangraban como cualquier mortal, sus dones perdían eficacia o validez total y su regeneración se ralentizaba o desaparecía hasta la noche. En ese sentido, existían diferencias entre ellos, pues no todos habían desarrollado control sobre sus poderes.

Por ejemplo, sus hermanas predilectas, Gentil y Siddal, se consideraban parte del eslabón débil de los sheut.

Incluso con la gloria de saberse los seres más supremos de todo el universo, Oparah siempre estaría por encima. Siendo la primera hija de Nut, nacida directamente de sus entrañas, poseía la supremacía absoluta. De doce hijos que había parido, se había deshecho de dos. Ella era la única que conocía la manera de exterminarlos. Y, de la misma manera, ejercía el dominio total sobre sus descendientes hasta el punto de poder manejarlos como muñecos. Una habilidad similar atesoraba su hermano Tassi, apodado como Titiritero, aunque su madre únicamente podía ejercerlo sobre sus vástagos.

Si Frida conociese algún modo para bloquear tales habilidades no dudaría en usarlos. Detestaba sentirse inferior ante cualquiera.

«Ojalá hallase la manera de destruirla.» Encendió unas llamas para sentir calidez e imaginar a su progenitora ardiendo entre el fulgor anaranjado. 

Llegó el día de la reunión y Frida se encaminó hacia la Fortaleza Estrellada. Para la ocasión se había decantado por un atuendo de traje de chaqueta y pantalón oscuro, con una americana abierta que mostraba una blusa color perla con un escote de pico que le alcanzaba por encima del ombligo. Por supuesto, también llevaba sus zapatos de tacón negro. Se había maquillado con mayor sutileza de la acostumbrada, un eyeliner sencillo y unos labios borgoña. Para el cabello se había decantado por potingues que enfatizaban su escaso volumen.

Apareció mucho antes de la hora indicada con la intención de visitar a su hermana Gentil, pues hacía meses que no la veía y se sentía culpable de no haberse pasado la velada anterior.

Gentil era la sexta hija de Oparah y Muluneh, nacida unos días después de Tassi. Tras un parto complicado, fue el primer indicio de debilidad de su especie, pues se creyó que nacería ciega y endeble, sin el vigor que caracterizaba a los suyos. Por aquel entonces, el resto de dioses ya había desaparecido y de nada les servía rezarles a Nut. Afortunadamente, la chiquilla se recuperó y mostró —aunque con claras deficiencias— las capacidades propias de su especie. Sin embargo, pronto destacó por sus berrinches inestables, dejando en clara evidencia su fragilidad mental. Su estado de ánimo era impreciso y cambiante, así que se recluyó por propia voluntad para dedicarse a la pintura a perpetuidad. Un tiempo después de que los dioses desaparecieran, las criaturas mágicas cayeron en el embrujo del Sello. Cuando éste se rompió, Gentil no reclamó ningún cargo para el nuevo orden mundial, conformándose con un espacio individual en la torre de su familia donde dedicarse a la lectura y la pintura.

Frida la visitaba de vez en cuando. Unas veces se deleitaba con la calma que le aportaba verla en acción con sus pinceles, otras se contentaban con parlotear en su presencia a sabiendas de que jamás delataría sus confesiones. No es que fuera muda, a veces, ella también participaba. Pero Frida valoraba en demasía su capacidad para escuchar.

Adoraba a su hermanita de la misma manera que admiraba la humildad y generosidad de la pequeña Siddal. El resto de sus hermanas se le antojaban como unas caprichosas obsesionadas con hacerle sombra. Así que ni dudaba sobre la inclinación hacia sus favoritas.

En el pasillo no encontró guardas custodiando la zona. Se colocó ante la puerta e hizo el amago de llamar, pero algo la frenó de golpe. Dentro se escuchaban golpes, como si algo hubiera caído al suelo. Murmullos que sonaban amenazadores y cierta alteración en la voz de su hermana.

Abrió sin pensárselo y pestañeó sorprendida. Cualquiera hubiera dicho que Gentil se encontraba en peligro. En realidad, su hermano Tassi se encontraba al lado de ésta, sujetándole el brazo. Como líder de la Inquisición, portaba su indumentaria de trabajo, con la gabardina de corte militar de color azul marino. Era el mellizo de Gentil y, aunque los dos compartían la nariz aguileña de su padre y las ondas sutiles en la cabellera, se diferenciaban bastante. Tassi representaba un ideal de belleza masculino que triunfaba entre las féminas, con un rostro cuadrado, de mandíbula y pómulos marcados, rizos cayéndole ligeramente sobre la nuca, altura considerable y cuerpo escultural. Sus ojos se rasgaban ligeramente, en contraposición a los ojillos saltones de Gentil.

La sorpresa de encontrarlo allí la paralizó durante un instante, pero recobró la compostura cuando observó a su hermana escondiéndose tras las greñas de su flequillo.

—¿Qué está pasando aquí? —de pronto, Tassi soltó a su melliza.

—Nada —afirmó y miró a Gentil—. Una discordancia de opiniones sobre cierto encargo, pero ya me iba.

Pasó por delante de su hermana mayor y le sonrió con sutileza. 

Frida se acercó a Gentil, quien permanecía conmocionada. Tardó un par de minutos en tomar consciencia de la presencia de la otra sheut.

—¿Estás bien? —asintió, pero no separó la vista de la caja donde guardaba sus pinturas. Frida desvió la atención hacia el mural de la pared de fondo. Silvó— Es una maravilla. ¿Cuánto has tardado en... —se calló. Lo cierto es que hacía demasiado que no la visitaba. Se dirigió a ella— Siento haberte tenido tan abandonada, yo... he estado ocupada, ¿vale? Intentaré compensártelo, lo prometo —viendo que no reaccionaba insistió con la obra—. ¿Ya tiene nombre?

Gentil alzó la vista y la clavó en Frida. Tenía unos ojos grandes y tristones, con unas pestañas largas y rizadas. Aun así, siempre le resultaban serenos, como si todo cuanto la envolviese trasmitiese sosiego.

—Depende de quién lo visualice. He pensado... —titubeó— que ahora le sienta bien «El rapto de las flores».

Frida asintió en silencio. Le sonaba de algo, pero no caía. Desvió la mirada mientras reflexionaba hacia el panel. Había claramente tres escenarios, cada uno con una narrativa distinta que en conjunto te contaban una historia. La primera era un rapto, de eso no había duda. La segunda parecía más alegre, con grupos de personas conversando y disfrutando entre comensales. La tercera mostraba un trono vacío, siendo la única que representaba el interior de un edificio sin un solo protagonista que representase la obra.

De pronto, aquello que le resultaba hermoso le provocó ansiedad. La angustia y el miedo dominaron sus sentidos. La tristeza de la última imagen se apoderó de ella y anheló con todas sus fuerzas un trono igual de vacío para su madre. 

La sala de reuniones se situaba en la primera planta de la torre de su familia en la Fortaleza Estrellada. Durante su trayectoria, Frida se desahogó con su hermana, expresándole todas sus inquietudes respecto a su futuro matrimonio. La joven le escuchó con atención, sin interrumpirle ni una sola vez. No sabía cuánto valoraba una compañía tan grata después de unos días tan deprimentes.

Dentro de la sala se encontraba su otra favorita: Siddal, quien parloteaba con Kovsky y Dante. El primero era el mellizo de la joven, con quien rara vez coincidían, ya que se dedicaba a viajar por el mundo propagando su fe. Le parecía divertido que él y Siddal fueran los más devotos de su especie. ¿Qué necesidad había de contentar a los dioses cuando ellos mismos los encarnaban?

Por su parte, Dante se había integrado en la sociedad nounat, pues residía en Nuevo Imperio, la sede principal de su nación, donde se dedicaba a la investigación científica. Frida no interactuaba mucho con ninguno de los dos, pero no le resultaban desagradables. Más bien indiferentes.

A Siddal se le iluminó el rostro cuando las vio. Frida abrió sus brazos agradecida y la pequeña sheut corrió hacia ella. Olía bien y, aunque los ropajes típicos de la futura reina le horrorizaban, la encontró tan bonita como de costumbre. Normal que los voone se rindieran a sus pies. Después de ella misma, Siddal era lo más hermoso que había parido Oparah.

Frida no tardó en contarle sus penas a su hermanita y ésta parecía satisfecha con su mera presencia. Al poco entró Tassi, seguido de Leonardo. El energúmeno se aproximó, besando con cortesía la mano de Siddal y dirigiéndose a Frida.

—Se rumorea que visitaste a madre —se regodeó—. ¿Qué tal fue?

—Leonardo —gruñó entre dientes—, te aconsejo que aprendas a indagar con mayor profundidad antes de pavonearte ante mi presencia. La burla te costará cara, créeme.

Iba a reprocharle, pero la estancia se llenó de barullo con la entrada de Monet y Vincent, los pequeños de la familia, inquisidores rasos, nacidos tras el Sello y los únicos que mantenían la costumbre incestuosa de sus progenitores. Frida los oteó con incredulidad, se adoraban tanto que habían rapado un lado de la cabeza a juego.

—Como iba diciendo... —Leonardo dejó las palabras al aire en cuanto el último miembro fraternal se unió al grupo.

Edith, la octava de sus hermanas, siempre había sido una apasionada de las artes, pero no fue hasta su vuelta a la dimensión de Pangea que decidió empaparse de la cultura pop de los humanos y encaminar su carrera hacia una dirección similar. De tal manera que llevaba años dedicándose al mundo del espectáculo como cantante y actriz de producciones que ella misma había fomentado. En los últimos años había anunciado su retiro, promocionando un último proyecto centrado en una especie de reality show que mostraba su día a día. Embutida en un largo y escotado vestido rojo, con peluca a juego, pestañas postizas y las dos morcillas que se había puesto por labios, entró sin titubear con una cámara voladora de diseño retro.

—¡Bueno, bueno, bueno! —exclamó mirando a la cámara, pestañeando con exageración para lucir las perlas de las puntas de sus pestañas— ¡Una reunión de mi familia en exclusiva! ¿Quién habría dicho hace un año que gozaríamos de este privilegio?

—Apaga esa maldita cosa, Edith —reprochó Tassi con los brazos cruzados sobre el pecho—. Y espero que no estés grabando en directo.

Edith negó con la mano como espantando moscas.

—No le hagáis caso —se acercó a la cámara con la mano junto a la boca como si contara un secreto—. Es un poco rudo, pero sé que os gusta.

—En serio, es una reunión privada. Y vas a cabrear a madre.

—Didi —Dante intervino en la conversación acercándose a su melliza. Didi era el apelativo cariñoso que gastaba para ella—, nuestro hermano tiene razón. Seguro que se te ocurre otro tipo de contenido para más tarde.

—Calmaos, tontitos —se excusó—. No estamos en directo, luego recortaré lo innecesario —suspiró—. Quería compartir mi trabajo con vosotros y aprovechar para entrevistar a mis hermanitos.

—¡Una entrevista! ¡Me encanta la idea! ¡Me apunto! —exclamó Monet.

—¡Por supuesto! —Edith se mostró entusiasmada— Supongo que todo el mundo los conoce porque sus hazañas como defensores del equilibrio social son famosísimas. Pero, hoy quiero presentaros a los pequeños de la familia: Vincent y Monet.

—Ya basta —Tassi se acercó al sonoro trío. Frida disimuló una risita. La situación le superaba.

—Aunque no soy partidaria de las relaciones incestuosas —Edith se alejó con disimulo empujando a sus hermanos, la cámara les seguía mientras Tassi se acercaba con calma. Obviamente, sabía que iba a ganar ese pulso—, apoyo al cien por cien a mis hermanitos. Están muy unidos y enamorados. ¿Y quiénes somos los demás para juzgar el amor?

—Así es, Edith. Y en primicia me gustaría informar sobre mi embarazo —miró a su media naranja con un brillo especial en los ojos—. Nuestro primer hijo.

El único sonido que se escuchó fueron los pedazos de la cámara resquebrajándose entre los dedos de Tassi. Edith se tiró al suelo, lloriqueando algo sobre un objeto vintage. Por lo demás, nadie pronunció ni una sola palabra. La pareja de la exclusiva los miraba a todos sonrientes, esperando las felicitaciones. Para sorpresa de todos, quien rompió el hielo fue Siddal.

—P-pero no p-podéis. Los inquisidores... los inquisidores lo tienen prohibido.

—¿Y a ti qué te importa? Ya lo hemos planeado todo con madre y Tassi. Anunciaremos una misión secreta durante los meses de gestación y cuando dé a luz, madre se encargará de la criatura.

—¿Te reconcome la envidia, Siddal? —Vincent salió en defensa de su pareja— Deja en paz a mi Monet y céntrate en darle un heredero a tu marido.

Frida no daba crédito. ¿Por qué su hermano Tassi conocía un detalle tan relevante antes que ella? Vale que fuera el superior jerárquico de la pareja, pero ni siquiera era el tercer descendiente de los sheut. Vigée y Everett iban por delante, pero madre los había matado hacía eones.

—No seáis tan duros con Siddal —Leonardo defendió a la pequeña. «¡Mierda! Debería ser yo quién se pusiera de su lado.» reflexionó Frida. El pedante de su hermano se le había adelantado. ¡Si hasta sujetaba con falsa ternura la mano de la joven!—. Estoy convencido de que Ed pronto la bendecirá con un bebé.

—En realidad —Dante participó en la conversación aportando su visión científica—, técnicamente no es del todo posible.

Ah no, eso sí que era el colmo. Oteó a su hermana Gentil en busca de algún atisbo que indicara su conocimiento al respecto. Solo faltaba que hasta ella estuviera al tanto. Sin embargo, lo único que encontró fue su mirada perdida. Harta de sentirse menospreciada, se pronunció al respecto.

—¿Acaso soy la única que no estaba enterada?

—¿Enterada de qué?

Su madre los observaba desde la puerta. Los ojeó uno a uno de arriba a abajo con cara de repugnancia. Edith se levantó del suelo y dejó de lloriquear, Tassi se arrimó a su progenitora, pero incluso a éste lo repudió.

—Así que habéis empezado sin mí... —Tassi intentó explicarse, pero Oparah cerró el puño como una alusión para que cerrara la boca. Dante salió en su auxilio.

—Iba a explicarles sobre los descubrimientos que hice... que hicimos y-y-y....

—Pues vamos —se sentó en el único trono de la estancia—, adelante.

—D-decía que... Bueno, supongo que es fruto de nuestra maldición, aunque eso es solo una teoría y desconozco si se nos aplica a todos, así que...

—Lo que vuestro hermano trata de deciros —Oparah suspiró, hastiada de los titubeos de su hijo— es que nuestra genética no es compatible con la de otras especies. Y más que maldición —fulminó a Dante con la mirada—, atañe a nuestra naturaleza divina. Los dioses jamás se han reproducido con mortales. Hemos pecado de humildes, pero pronto corregiremos nuestros errores.

Si el matrimonio ya le olía fatal, el rumbo del discurso apestaba todavía más. Frida contuvo el aliento y apretó los puños. Su madre no podía estar insinuando lo que creía.

—Desde que regresamos no he dejado de reclamar textos antiguos con los que anticiparme al futuro. Sabéis que muchas interpretaciones auguran el regreso de los dioses y la relación de éstos con la magia primigenia. Su vuelta conllevará la guerra y Nut nos requerirá para que la respaldemos. Es menester que incrementemos y fortifiquemos nuestra familia. En consecuencia, desde hoy decreto la obligación de reproduciros. Me es indiferente si lo hacéis por medio de la inseminación o si organizáis una orgía. Pero, quiero nietos. Y más vale que no os demoréis. ¿Queda claro?

—¿Y los inquisidores? —estalló Frida— Ordenas tal obligación porque quieres localizar la magia primigenia, pero para eso trabajan. El gobierno Senk se queda tranquilo con una institución que controla la magia y tú la utilizas de tapadera para buscarla. ¿Por qué deberíamos de formar nuestras propias familias si ya dispones de un recurso que cumple tal función?

Oparah se dirigió al resto de los presentes con una sonrisa presuntuosa.

—Decirme niños, ¿qué está haciendo vuestra hermana?

—¡Oh, ya sé, ya sé! —Monet levantó la mano con impaciencia— ¡Cuestionar!

Oparah alzó el mentón, pletórica.

—¿Y qué hacemos con los que cuestionan? —varias voces murmuraron «destruir» y la matriarca asintió complacida. Sus gélidos ojos viraron hacia Frida— Como ya he comentado, la humildad nos ha cegado, pues es evidente que ningún mortal, por muy poderoso que sea, puede albergar la magia primigenia en su interior. Nosotros somos sus portadores y en nuestra sangre resurgirá.

»Huelga decir —se dirigió a Siddal—, que la nación voone ha de creer en la legitimidad de tus hijos. Nadie, salvo nuestra familia, conocerá la verdad. Nuestra unión con éstos todavía nos beneficia. Del mismo modo, espero que guardéis el secreto de Monet. Para cuando nazca el niño, yo misma lo reclamaré como mío. En cuanto a vosotros —se dirigió a Frida y su mellizo— imagino que tu hermana ya te habrá puesto al corriente sobre vuestro futuro enlace.

Su hermano palideció, pero fingió la más falsa de las sonrisas y anunció el orgullo experimentado de compartir toda una vida al lado de su melliza. «Cínico» meditó Frida con los puños apretados. Oparah dio por finalizada la reunión no sin antes establecer unos calendarios. A continuación, dio paso a un grupo de esclavos que les sirvieron cócteles y manjares típicos de las reuniones familiares.

Frida intentó comunicarse con Gentil, pero su hermana mantenía la mirada perdida. Le asaltó Edith, a quien vanaglorió con suma hipocresía, e iniciaron una breve charla sobre sus progresos personales. Al rato, Gentil recobró la compostura, aunque miraba de un lado a otro en lugar de centrarse en el discurso de su hermana mayor. Aun así, no tendría mejor oportunidad para despotricar sobre Leonardo. Se sentía cómoda expresando sus inquietudes cuando Gentil la sorprendió con una temática inusual.

—¿Cuándo se ha marchado Siddal? —Frida frunció el ceño, confundida. Gentil farfulló— Tassi no está.

Partió de la sala con paso atropellado. Frida siguió sus pasos sin comprender nada. Vale, no destacaba por su cordura. Pero, salir pitando sin dar explicación tampoco la representaba. Aclamó su atención, exigiéndola como oyente de sus penurias, pero Gentil la ignoró recorriendo los pasillos con suma celeridad. Rodaba la cabeza de un lado a otro, inspeccionando. Como si recordase alguna cosa, emprendió una carrera en dirección a la lavandería. Frida corrió tras ella hasta que Gentil paró en seco ante la puerta. Cual fue su sorpresa cuando tras ésta apareció Tassi, subiéndose la bragueta. La engulló con la mirada como si sus ojos hablaran. El rostro de Gentil dibujaba un horror escalofriante.

Su hermana pequeña aguardó hasta que se marchó. Respiró hondo y giró el pomo de la puerta. Frida la acompañó, temerosa de lo que podía encontrar en el interior.

Una lluvia de cardenales decoraba la delgada espalda de Siddal, al descubierto mientras se vestía. Giró el rostro, aturdida, los finos pómulos recubiertos de manchurrones propios del llanto. Los ojos se le llenaron de terror, dolor y culpa. Gentil se aproximó con cautela y Siddal tembló.

—Puedo explicarlo... Yo —tiritó— necesito un heredero. Tassi se ofreció voluntario...

Puede que Gentil se apiadara de su hermana. Puede que los brazos que alargara fueran para arroparla. Pero, Frida no iba a consentirlo. Su hermanita pequeña, cándida y gloriosa, avergonzando a su extirpe. Tiró del brazo de Siddal con una rabia incontrolada.

—¿Se puede saber qué haces? —le gritó— Una diosa jamás se humilla. Nut nunca contempló la idea de yacer con su hermano Mythos por mucho que le insistiera porque su naturaleza la hacía superior. Aceptas las órdenes de nuestra madre y ¿para qué? —la sujetó con más fuerza— Para contentar los deseos de un arrogante mortal.

—No lo entiendes —sollozó—. No deseo complacerle, solo... solo vivir en paz durante un tiempo.

Para su sorpresa, los reproches de Frida murieron en su lengua cuando Gentil la achantó.

—¡CÁLLATE! —le dio tal empujón que la separó de la pequeña. Frida la observó con incredulidad.

—¿Perdona? —no daba crédito al comportamiento de su hermana. Sin duda, había perdido del todo la chaveta— ¿Cómo te atreves a gritarme?

—Por una vez, olvida tu egolatría. Siddal está sufriendo —le miró a los ojos con determinación—. Y siempre presumes de que somos tus favoritas, ¿no?

Frida estuvo a punto de responder. Algo en su interior la obligó a contenerse y presenciar con frustración la interacción entre sus hermanas. Siddal no dejaba de lloriquear como una niña pequeña, mientras Gentil le frotaba la espalda y enjugaba las lágrimas. Le preguntó si los moratones de su piel los había provocado Tassi y la pequeña explicó que ya venían de la noche anterior. La regeneración paulatina de Siddal manifestaba su acusada debilidad.

—Escúchame bien —susurró con ternura—, Dante acude a mi habitación con frecuencia para compartir sus problemas. Muchos lo hacen porque les relaja verme pintar. Puedo hablar con él, concertar una cita para la inseminación artificial. Lo guardará en secreto, confía en mí. Pero, mantente alerta con la mayoría de nuestros hermanos. Aléjate de ellos, en especial de Tassi.

—No podré venir —lamentó—. Edgallan nunca me lo permitiría sin un motivo de peso. Supervisa toda mi documentación para concretar mis salidas.

—Dile que voy a pintarte. Un retrato oficial de una corte a otra. Los voone valoran los regalos materiales. Además, por cortesía no negará un presente. Lo haremos en mi dormitorio.

Siddal asintió, ya sin lágrimas en los ojos.

—Le diré a Leonardo que me ayude a convencerlo.

—No —la negación sorprendió a Frida—. Él tampoco es de fiar.

—Pero...

—Sabe lo que estás viviendo y aun así no hace nada para cambiarlo, ¿verdad? —Siddal asintió apenada— Entonces no es de fiar. Siento informarte Siddal —le acarició la mejilla—, pero casi nadie lo es. A efectos prácticos, hasta yo podría traicionarte. La única persona que jamás te fallará eres tú misma. No obstante, quiero ayudarte. Aunque solo sirva para una paz efímera.

—Gracias —la abrazó con un ímpetu que despertó la envidia en Frida.

—Puedes venir a visitarme cuando lo necesites. No estás sola —la estrujó mientras observaba a Frida desafiante—. Ya no.

Siddal mutó su expresión. Ya no resultaba tan cargada e incluso se atrevió a sonreír. Los demonios se apoderaron de Frida, celosa e iracunda. Gentil la invitó a seguirla hasta sus aposentos cuando la hermana menor se marchó. Comentó que hablarían de lo sucedido una vez a solas. La mayor de los sheut lo deseaba con ahínco. Gentil se había sobrepasado con sus malos modales y le debía una disculpa.

Una vez en la habitación, la menor la interpeló:

—Afirmas que somos tus favoritas. ¿Alguna vez te has preguntado por qué? —Frida la contempló estupefacta, sin comprender la motivación de la pregunta— ¿No? Te explicaré entonces la razón. Lo que te gusta es cómo te reflejas a nuestro lado. Gentil la loca, Siddal la frágil. Frida la poderosa. Aunque hay rasgos que no te diferencian de nosotras. Vapuleada por tus hermanos, motivo de mofa para tu madre. Ser la primogénita no te ha otorgado los privilegios que esperabas. Aun así, te ha posicionado por encima de nosotras. Y nuestra presencia te hace sentir superior. No valoras nuestra compañía, sino nuestra debilidad. Es la baza que te ensalza. Por eso «rescatas» jóvenes prostitutas para educarlas. La finalidad no es otra que crear una relación de poder frente a ellas, para emular lo que experimentas junto a tus hermanitas.

—¿Eso piensas de mí? —la cólera y la pena se fusionaban en su interior.

—No te lo tomes tan a pecho. Incluso entre privilegiados existe una jerarquía de poder. Los sheut dominamos el mundo, pero dentro de nuestra familia hay diferencias de trato. Aunque, no te he traído hasta mi dormitorio para soltarte una regañina.

—Entonces, ¿para qué? —respondió mordaz.

—Para ofrecerte un cambio de equilibrio.

Frida la observó con escepticismo y Gentil colocó varias velas en sus respectivos recipientes sobre la mesa y las encendió una a una. Se asemejaba a algún tipo de ritual que se escapaba de su entendimiento.

—No quiero que me malinterpretes —prosiguió—. No te guardo rencor por vivir en mejores condiciones. Ni mucho menos pretendía hablarte mal. Se me ha ido la lengua cuando he encontrado a Siddal en tal situación y lo lamento —le miró a los ojos y Frida asintió—. Tampoco me molesta tu presencia, vienes, me cuentas tus problemas y te marchas. Muchos de nuestros hermanos imitan tal procedimiento. Y al menos tú no intentas dañarme...

Suspendió las palabras durante un segundo con la vista clavada en las pequeñas llamas. Frida experimentó un escalofrío con la última revelación e intuyó lo peor, pero Gentil se negó a explicarse. De alguna manera, el enfado había sido sustituido por la curiosidad. Su hermana parecía otra persona, una totalmente impredecible.

—Veras Frida, que cuestionen tu cordura esconde ciertas ventajas. La gente habla, en ocasiones, más de la cuenta. En otras, las palabras no son necesarias. ¿Conoces la leyenda del Rapto de las Flores? —Frida negó y Gentil desvió la atención hacia el mural de su pared— Se trata de un acontecimiento en la historia de los dryadalis que supuso una mancha oscura para la hegemonía de los voone. Se sitúa en el tiempo donde las tres especies dryadalis vivían en naciones separadas. La nación de los voone, tras una gran epidemia necesitaba repoblarse, aprovechando su etapa expansiva, capturó a varias mujeres de sus dos naciones colindantes. Como se trataban de pueblos pacíficos les resultó bastante sencillo.

»Aquéllos fueron los primeros indicios de esclavitud para las iwins y las nimfäs. Existen muchas hipótesis sobre los sucesos acaecidos a continuación, en parte, porque los propios voone se han ocupado de borrar la historia —señaló la segunda pintura del mural—. Dime, ¿qué ves aquí?

—Una sala llena de mujeres engatusando a hombres. ¿Por qué? —su hermana señaló la tercera y última pintura— Un trono vacío. ¿A qué viene esto?

Gentil acercó la mesa con las velas hasta el mural y apagó las luces. Parecía una desquiciada. Por mucho que la curiosidad le atrajera, quedarse le resultaba de locos.

—¿Y ahora qué ves?

Hastiada de sus extravagancias rodó los ojos en dirección a la obra. Se sobresaltó. Como un organismo repleto de vida, los colores comenzaron a brotar modificando las imágenes. En la escena embaucadora, las mujeres ya no susurraban a los hombres sino que se bañaban en el carmín de la masacre, junto a extremidades desmembradas y expresiones horrorizadas. La escena del trono coronaba a una monarca sanguinaria, con las cabezas de sus enemigos bajo sus pies y la cabellera de plata envuelta en carmín.

—¿Cómo...?

—Pigmento fatuo, reacciona ante el fuego. Un obsequio de nuestro hermano Dante —ignoró la reacción de Frida para continuar con su relato—. Aunque no he plasmado los hechos al pie de la letra, he querido realizar una interpretación de los sucesos. Veras, por aquel entonces las iwins y nimfäs no contaban con un ejército rebelde como en la actualidad, ni acostumbraban a entrenar su cuerpo con fines bélicos. En consecuencia, se encontraba en desigualdad frente a sus captores. Pero, la nación voone no era tan indestructible como aparentaba, ya que se habían enfrentado en diversas guerras civiles. A excepción de los humanos, son la especie con más conflictos internos a lo largo de su historia.

»Las esclavas pronto se beneficiaron de dicha información y aprovecharon para incrementar tales conflictos. Las consideraban débiles, pero ganaron con la guerra de los susurros. Pronto, los voone desviaron la atención sobre ellas, iniciando guerras que los debilitaron. Destruyeron al enemigo desde dentro y cuando lo vieron oportuno, Mavis la Blanca tomó el trono. Una nimfâ, la más insignificante rama de los dryadalis. Nunca fue una guerrera, pero comprendió que no todas las batallas se ganan con armas. A veces, es tan simple como distraer a tu enemigo.

—Interesante historia... —Gentil siempre había sentido predilección por los libros y textos antiguos, aunque a Frida le resultaban insulsos. Su hermana le miró de soslayo. Le brillaban los ojos gracias al fuego. La mayor dio la vuelta para irse de una vez.

—Padre nunca se ha marchado de la torre —la revelación captó la atención de la sheut, quien la ojeó sorprendida—. Madre lo esconde en sus aposentos. Se está pudriendo. Y ella también. Tarde o temprano morirán. De ahí su obsesión con la magia primigenia. Es el último recurso para recuperar su poder.

—¿Qué dices?

—No tengo ninguna razón para mentirte. Pero sí para buscar una alianza. El odio que sientes por madre o Leonardo no es comparable al que lleva consumiéndome eones. No podemos permitir que logre sus objetivos, necesitamos tiempo. Y a cambio de esta información te pido que me ayudes a conseguirlo.

—¿Puedes demostrármelo? —Gentil negó ante su respuesta. Frida deseaba creerla, pero la fragilidad mental de su hermana la precedía. De pronto, se le iluminó la mirada.

—¿Recuerdas cuando madre podía doblegarnos a todos a la vez? ¿Cuándo fue la última vez que lo presenciaste? —Frida rumió; fue en presencia de su padre— Desde el Despertar, los poderes de ambos han menguado. Sus dones eran extraordinarios por condición divina, porque Nut se originaba de la magia primigenia. La debilitación de éstos viene a significar su mayor temor: el ciclo de dicha magia se ha reactivado. Y su portador no se encuentra entre nosotros.

Independientemente de que su hermana estuviera en lo cierto, sus padres habían mostrado mayor vulnerabilidad desde unos siglos atrás. Claro que Frida no pensaba que un ser inferior pudiese albergar una magia tan antigua y poderosa en su interior, pero no negaba de la creciente debilidad de sus progenitores. Además, eso explicaba la ausencia de su padre en los últimos tiempos y la obsesión de su madre.

—Está bien —inició—. Digamos que te creo, ¿que propones?

—Una distracción —enfatizó—. Una ventaja para nuestros enemigos. Me refiero a los rebeldes. Si los Senk se encuentran amenazados, todas las naciones tendremos que rendir cuentas. Por mucho peso que tenga madre en el Consejo, nos tocará combatir si así lo deciden.

—Respecto a eso... —Frida confesó a su hermana su plan con la general rebelde en su posesión y sus intenciones de humillar a su hermano Leonardo— su liberación reforzará las líneas de los rebeldes. No era mi idea principal, pero puedo facilitarle el camino de regreso.

Gentil se quedó pensativa. A Frida le sorprendía esta faceta desconocida de su hermana. Siempre la había visto como un a mujer sin habilidades más allá de la pintura.

—Es una buena idea —afirmó—. Pero, ¿por qué conformarte con una rebelde cuando podrías tener un ejército entero? —Frida alzó la ceja, como exigiendo explicaciones— Quiero decir... la fuerza principal de nuestra familia es el adiestramiento de wölfmmas criados en cautiverio. Son nuestro poder militar, nuestro pueblo le ha dotado de una falsa libertad, esclavizándoles, obligándoles a vivir dentro de una sociedad ficticia. Imagina las consecuencias de destapar la verdad tras el telón. ¿Qué crees que sucedería?

—Que los rebeldes ganarían.

—Sí. Y nosotras también. 

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