Beth
Durante las últimas horas había percibido el tiempo de manera inconstante. A veces, recordaba esos relojes de arena con granos deslizándose lentamente, enfatizando una insoportable sensación de soledad. En otras ocasiones, los minutos se precipitaban cual tornado, golpeándola sin piedad ante su total impotencia e inutilidad.
Tras una lucha constante por la búsqueda de la estabilidad, ésta se manifestaba a través de la apaciguadora caricia de los sedantes que la sumergían en un mar en calma. Por supuesto, se trataba de su organismo reaccionando a los efectos de una droga.
Nadie en su sano juicio gozaría de dicha situación. Su cuerpo no le respondía, había sido encarcelada, separada de sus seres queridos, rodeada por criaturas de otro mundo que afirmaban que sus vivencias no eran más que ilusiones ópticas. Si en algún rincón bajo sus huesos era capaz de reír, Beth se aferró a las carcajadas internas. Ni las sustancias psicotrópicas con las que coqueteaban en su entorno se aproximaba a la aventura psicodélica experimentada.
Al parecer, la esperpéntica situación no había hecho más que comenzar.
La criatura llamada Alaya había desencadenado una ola de confusión. «Si ellos no comprenden lo ocurrido, imagínate yo» divagó en su fuero interno. Intuyó que no se trataba de nada bueno, pues toda la sala circular se había levantado de sus asientos.
Divisó la franja marina que rodeaba su muñeca. El delineado presentaba cierta irritación. Imaginó las sensaciones de dolor, pues había comprobado con sus propios ojos la expresión de horror de la arcana tras pronunciar una especie de conjuro. De nuevo, la había llamado Hija de Noé, mencionando cierto parentesco con ella.
Un vínculo entre ambas.
Recordó vagamente los rumores sobre ciertas habitantes de su barrio.
Las prácticas vudús se habían trasmitido desde el corazón africano, evolucionando de manera diversa en suelo americano. Algunas vecinas practicaban la fe original, aquélla considerada propia, alejada de la imposición colonial. Beth, quien había crecido en el seno de una familia cristiana, lo concebía como un mecanismo para asustar a los niños o un símbolo de rebeldía ante la religión imperante.
No obstante, acababa de experimentar en su propia carne el uso de la magia.
Qué mentalidad tan absurda aquélla aferrada al catolicismo, despreciando el poder de otras creencias igual de válidas. Cuán necia había sido, obcecada en su cuadriculada concepción.
Prestó atención a su entorno. De pronto, el juicio realizado sobre su persona se centraba en Alaya. Beth quiso preguntarle sobre lo ocurrido, suplicarle que no se sacrificara por ella. No importaba. Pues algo en su interior, una voz muy diminuta e intrascendente, le susurraba lo que más detestaba escuchar: tenían razón.
Sí, por disparatado que fuese, conforme transcurrían los segundos más se afianzaba la nueva realidad, esa en la que su pasado pertenecía a lo irreal. Desconocía el motivo de su abrupta convicción, puede que se tratase de otro efecto del sedante. Daba igual. Beth refutaba por completo la expectativa de sobrevivir en ese mundo desconocido. La repudiaban; con eso podía mediar. Lo había hecho durante toda su vida. Mas se negaba a vivir en una piel dependiente como la de su padre.
Fijó sus almendrados ojos en Alaya, dispuesta a solicitar una anulación. La muchacha seguía en el suelo, con ojos jubilosos. Beth experimentó una punzada de dolor ante su dicha. Agradecía su benévola intención, pero era innecesario. Si ese era su destino, prefería morir.
Sin embargo, las palabras se le atragantaron en la garganta, convirtiéndola en un mudo testimonio de los acontecimientos. «De cuerpo inerte y lengua muerta» se recriminó.
Alaya se tambaleó al levantarse. Cuando realizó el amago de acudir hasta Beth, los adultos de su lado la frenaron. La sala, que hasta el momento se había mantenido en silencio absoluto, se inundó de comentarios ininteligibles que se sobreponían entre sí. Todos deseaban hacerse oír.
—¡Mantened la calma! ¡Mantened la calma! —instó insistente uno de los generales anteriormente presentado. No recordaba su nombre, se trataba del grandote con corona de astas sobre la sien. «Un arcano —pensó Beth—. Una especie de hombre gacela, fusionado con un culturista».
Se ubicaba frente a la más alta jerarquía del campamento: la gran mesa sobre un podio de madera donde los cinco generales las escudriñaban con atención, alternando la visión de Alaya a Beth y viceversa, como si de una partida de pin pon se tratase. Todos habían despegado los traseros de su asiento, a excepción del hombre anciano que le recordaba a un nativo americano.
—¡Se ha vinculado a la humana! —gritó una voz en el público.
—¡No puede ser, los arcanos no poseen habilidades mágicas! —exclamó otra.
—¿Y ahora qué? ¡No podemos eliminar a uno de los nuestros!
—¡La humana la habrá hechizado! ¡Actuemos cuanto antes! ¡Matadlas!
—¡Ni hablar! ¡Una arcana bendecida con el don de la magia puede ser una señal del Dios Leñador! ¡Hay que protegerla!
Los conductos auditivos de Beth se inundaron como el agua, riachuelos de palabras con oraciones contrapuestas. Sonaban embravecidas, superponiéndose unos mensajes con otros y confundiéndose entre tanto alboroto. Pese a todo, pudo adivinar el contenido de tanta palabrería. La sala se dividida: un sector abogaba por la ejecución de ambas; otro reclamaba una protección inmediata. Que Alaya hubiese sido capaz de efectuar un hechizo la transformaba en una anomalía. Y Beth sabía muy bien que todo cuanto se saliese de la norma no era bienvenido, ni en este mundo ni en otro.
La arcana aprovechó el desconcierto para desasirse de la sujeción de los guardias. La dejaron hacer, seguramente, distraídos por el mutismo de sus superiores. Se acercó hasta Beth, temblorosa, con el pecho ascendiendo en cortas respiraciones. Posó la mano sobre el hombro de la humana; alguien vomitó la palabra «traidora». Alaya la recibió encogiéndose, como si en lugar de fonemas, la sacudiesen con un látigo.
—Tranquila —la mirada azulada de la arcana la contradecía, mostrando una actitud nerviosa—, nadie nos lastimará.
Para su sorpresa, una de las generales subió encima de la mesa. No le extrañó tanto cuando comprobó su pequeñez, pues apenas alcanzaba el metro cincuenta. Su hermana Ruby, menuda también, siempre buscaba proyectar su sombra sobre los demás. Dedujo que ostentar un cargo superior se dificultaba para alguien de proporciones tan pequeñas, debiendo demostrar su valía constantemente.
Beth la estudió con detalle; su belleza recordaba a las esculturas, con la piel libre de impurezas, tersa y bronceada en un bonito moreno con matices dorados. Portaba unas mallas marrones, ligeramente por encima de los tobillos, mostrando unos pies desnudos decorados con un par de anillos en cada uno de ellos. En la parte superior, vestía un abrigo sin mangas, corto en la parte delantera y largo en su parte trasera, acabado en una cola puntiaguda, abotonado desde el cuello, de color canela y textura esponjosa, muy similar a la lana. La mujer gesticuló de forma exagerada, como uno de esos charlatanes circenses. Beth vislumbró el brazalete rodeando su brazo: musgo serpenteante enroscándose en su piel cual serpiente venenosa.
Aramis habló. De ella si atesoraba el nombre, puesto que lo compartía con uno de sus mosqueteros favoritos de las novelas de Alexandre Dumas.
—Silencio, silencio —su voz era tan hipnótica como sus movimientos. Su mirada recayó sobre Beth; dos piedras grises bañadas por un claro de luna—. Como general, me responsabilizo de atender vuestras demandas. Nos hallamos ante una situación inaudita y el deber de todo Consejo es llegar a un acuerdo. Sin embargo, las deliberaciones ya finalizaron. Los hechos no anulan el veredicto dictado.
Todo transcurrió demasiado deprisa como para que Beth pudiera descifrar el orden de los acontecimientos.
Percibió una ligera ventisca, energía arrancada de un brusco movimiento. De pronto, Dènia se ubicaba delante suya con una guadaña sujeta entre sus manos. Toda vestida de negro a excepción de su inmaculado pañuelo y en posición combativa, evocó a las representaciones del Ángel de la Muerte. Aramis seguía de pie sobre la mesa, aunque su cuerpo se inclinaba hacia adelante con una mano extendida. Beth ignoraba que hubiese realizado movimiento alguno, pero en el suelo había oído caerse un elemento punzante.
Ante el silencio expectante de la sala, Dènia tomó la palabra. Sonaba realmente enfurecida.
—Por muy decepcionada que esté —oteó de perfil hacia Alaya—, para acercaros si quiera a la sombra de ambas, antes deberéis deshaceros de mí. Y advierto que soy hueso duro de roer.
—Tus palabras son osadas, Dènia —Aramis extrajo de su perfecta coleta una gruesa aguja en forma de puñal. Al hacerlo, la mestiza se tensó, agarrando con fuerza su aparatosa guadaña—. ¿Pretendes iniciar una guerra? Nunca has sido estúpida, tu pupila ha violado unas cuantas leyes en un período demasiado escueto.
—El precio de los errores es más alto que el oro —respondió—. Aun así, pagaré encantada cada pieza a cambio de sus vidas.
—Y si eso no es suficiente —otra voz se unió a la conversa. Roxynita sorprendió a Beth colocándose en su costado mientras Dènia se mantenía firme ante Alaya. El joven jugueteaba con sus dedos con tres grandes esferas asidas a una cuerda—, cuenta conmigo en el frente —se inclinó levemente hacia su superior para dirigirse a ella—. Siento no haber demandado permiso para hablar, mi general.
Oteó el perfil de Dènia clavado por un instante en el joven arcano, sin abandonar la postura en alerta. Beth imaginó que, bajo las telas, la superficie rugosa que tenía como boca se transformó en una sonrisa orgullosa. Incluso la humana, cuyos presentes no eran más que desconocidos, se sentía conmocionada ante los hechos.
En algún momento, Alaya había entrelazado sus dedos con los de Beth. La vio flexionándolos con fuerza, mas no experimentó caricia alguna. Un rugido a su espalda la alertó.
—Alfred —murmuró la joven vulpina—, ¿tú también?
Por el rabillo del ojo, Beth divisó una especie de cánido gigantesco, del tamaño idóneo para la montura. Protegía la retaguardia de las chicas, uniéndose al grupo de defensa formado por aquel trío peculiar.
Para su asombro, Aramis arrugó la nariz como cualquiera efectuaría al oler un baño de heces, bajó de un salto hasta el suelo y clavó el puñal sobre la mesa. Beth no captó su comportamiento hasta escuchar el movimiento tras ella, comprendiendo que sus defensores alcanzaban una cifra superior a la triada.
Alguien gritó desde los asientos laterales. Otra de las llamadas arcanas, esta vez, una joven de rasgos felinos cuyo atuendo y peinado recordaba a sus ancestros africanos.
—¡Roxynita, sucio traidor! ¡Se supone que eres de los nuestros! ¿Qué haces apoyándolas?
El muchacho le respondió tensando la mandíbula. Parecía deseoso de contestar a sus provocaciones, pero se contuvo. En su lugar, quien habló fue el general representante de los arcanos, el de prominentes cuernos. Su voz sonó más ruda que cuando se había pronunciado para aclamar silencio.
—¡Jaspe! No recuerdo haberte dado permiso para hablar. Los generales respondemos por las acciones de nuestra especie, a cambio, vosotros nos honráis con vuestro respeto. Los protocolos existen para mantener un orden. Y no emplees palabras a la ligera, nunca sabes cuándo pueden volverse en tu contra.
—Pero...
La chica llamada Jaspe fue interrumpida por una mujer más alta que ella, de largas rastas achocolatadas. No necesitó más que un gesto sutil de su mano para achantarla. El acto carecía de agresividad, al contrario, manifestaba prudencia. El hombre de oscura piel asintió, una acción que parecía concederle permiso. Ella corroboró la suposición de Beth cuando emprendió la conversación.
—Mis chicas mantendrán las formas como es debido y no volverán a interrumpir sin tu consentimiento. Niñas, Circón es nuestro líder —pese a hablarles a sus allegadas mantenía la esmeralda mirada fija en su superior. Aunque educado, Beth percibió cierta acidez en su tono—. Así seguirá siéndolo mientras represente los deseos de su pueblo, por tanto, hemos de acatar sus órdenes. Tal y como juramos, cuando fue elegido por unanimidad de los clanes. Aquéllos que, como nosotras, anhelan conocer la decisión de nuestro general ante la insólita situación.
El aludido apretó los labios contrariado. Desvió la mirada hacia los rebeldes de Dènia, como si la decisión fuera más complicada que tragarse una montaña de cristales rotos.
—Actuaré conforme el Consejo decida. Su última palabra será la mía.
Aramis se cruzó de brazos, inclinándose en su asiento hacia su derecha en dirección al joven de piel aceitunada y cabellos cerúleos. El varón se había mantenido tan silencioso como el general más anciano.
—Todos sabemos lo que Kova escogería —habló alto, seguramente con la intención de que toda la sala la oyera—, estando en juego su ojito derecho, la pupila de Dènia. Pero, como su sustituto, me pregunto en qué bando deseas jugar —miró a la general del frente mestizo, desafiante—. En el de los renegados —volvió a observar a su compañero con gesto adulador. Beth advirtió las orejas puntiagudas que ambos compartían—, o en el de la sangre, hermano dryadalis.
—Yo... —su respuesta titubeante fue interrumpida por una risotada inesperada.
La tensión se paralizó cuando el anciano de entre los generales lanzó una carcajada. Beth se cuestionó si el incidente se debía a su avanzada edad, pues no había abierto la boca ni para interactuar con la pareja que le acompañaba cual sombra a su espalda.
Algo en su presencia le resultó ciertamente adorable. Sus ojos se escondían bajo las arrugas, la trenza canosa reposaba en uno de sus costados, su espalda se arqueaba hacia adelante, como si su cuerpo deseara escapar en cualquier momento. Quizá, no podía evitar pensar en su padre. «Los recuerdos serán falsos —meditó—. Los sentimientos no».
Cuando habló, la voz sonó débil, carente de aire.
—Señores, señoras —esbozó una cordial sonrisa—, no existe motivo para tanta acritud. La niña ha errado en sus métodos, pero no le falta razón. Las riñas internas son leña para el fuego del enemigo. Unimos nuestras diferencias para derrocar su poder. Muchacha arcana, humana —respiró estrepitosamente, como si el discurso que acababa de lanzar le hubiera costado un pulmón—, ¿haríais el favor de acercaros? Deseo inspeccionar con mis propias manos el resultado del ritual. Acudiría con gusto, pero si este viejo lobo levanta el trasero de aquí, nos alcanzará la noche.
Como sucedía en muchos escenarios, la presencia de un anciano funcionaba como figura de autoridad para el resto. Era como si un hilo invisible los hubiera dominado a todos, paliando la discordancia que pudiera haber entre los presentes. Casi se respiraba un halo templado que apaciguó los nervios exacerbados.
Tras asentir, Alaya se dirigió hacia ella:
—Otso quiere vernos —le susurró, como si Beth no lo hubiera escuchado por sí misma.
La aludida aceptó con un ademán de cabeza y los ojos bien abiertos, probablemente, con las pupilas súper dilatadas. Cuando la arcana se dispuso a empujar la silla de ruedas de la humana, Dènia se le adelantó, ofreciéndose para acompañarlas. Se colocó tras Beth, con la guadaña de vuelta sujeta a su espalda. Las tres mujeres se encaminaron hasta el estrado, donde el líder de los arcanos les ayudó a subir a Beth. Ésta contempló sus ojos oscuros como el carbón, casi imperceptible la división entre iris y pupilas. Advirtió cierto lamento camuflado, como si realmente le apenara la situación de Beth. Pese a su tono encolerizado de antes y la magnitud de sus proporciones, le despertó simpatía.
El señor mayor, de nombre Otso, las recibió mostrando su dentadura en una amplia sonrisa. A Beth le sorprendió descubrir en primer plano las piezas perladas asomando bajo los labios, imaginándose que se trataba de una dentadura. Alargó una mano temblorosa en dirección a la mujer que lo acompañaba, quien le ayudó a levantarse.
La humana la evaluó con detenimiento, perfectamente podría ser cualquier afroamericana de mediana edad del barrio, si no fuera por esa expresión salvaje y los tatuajes escarlatas delineando su faz y alcanzando el escote al descubierto. No entendió la diferencia entre ella y ese par, ya que no hallaba en su fisionomía rasgos atípicos que los pudiera alejar del concepto «humano». Entonces, distinguió sus ojos redondos y pequeños, dos esferas tintadas por un ardiente bermellón. También divisó al varón junto a ésta, de largos cabellos albinos y ojos dibujados en un azul intenso, casi fluorescente. Él también portaba tatuajes en el rostro que se extendían, al menos, en los musculados brazos desnudos. Beth se percató de la tonalidad de la tinta delineando su piel; bajó los ojos hacia la marca que yacía en su muñeca. «Es de un idéntico azul» reflexionó.
Otso se acercó con cuidado, el chal de colores sobre su cuerpo delgado se ondeó sobre sus huesos marcados, dibujando un arcoíris titilante. Colocó una mano en cada una de las interesadas, Alaya realizó el amago de hablarle, silenciándose ipso facto. El anciano rodeaba cada una de las muñecas sobre la línea marina, con el pulgar frotando como si rascara la piel.
—La Ligature —aunque ciego, inclinó ligeramente el rostro en dirección a la vulpina— es un rito de unión originalmente asociado al matrimonio. Aunque hoy en día, su uso se ha expandido a otros horizontes. Se debe a que, a diferencia de las prácticas polígamas de los arcanos, los wölfmmas nos reservamos para una sola persona —dibujó una sonrisa dulzona—. Muchos son los que han detestado a Nut porque sus pasiones consolidaron los cimientos de una guerra, olvidando que también los lobos nacimos de un romance prohibido. Nuestros padres fueron maldecidos a vivir por separado: Dag, como el Diurno, guardián del sol y portador de luz y Lúa, la Nocturna y madre de todas las constelaciones. Condenados a permanecer en su propia prisión, se mantuvieron unidos gracias a la magia de vinculación.
»Nos crearon a su imagen y semejanza: seres de calidez y frío, de luz y oscuridad. Inculcaron su sabiduría a través de la fe, manifestada por sus numerosas ceremonias. La Ligature es un ritual sumamente complicado que requiere de un gran potencial y el beneplácito de los dioses —dio unas palmaditas a las chicas antes de levantarse—. Enhorabuena chiquilla, tu ejecución ha sido impecable. Dime, ¿a quién pintaste primero?
—A Beth...
—Lo suponía —asintió sereno.
Se alzó con cuidado, la mujer que lo auxiliaba colocó las manos ante su figura con intención de sostenerlo si era preciso. Él la despachó con un movimiento sutil de sus dedos y se dirigió al público del salón con las palmas en alto cual orador religioso.
—Les Germanies, es mi deber informaros que el ritual se ha efectuado correctamente: los corazones de ambas laten al unísono. Me temo que su unión es perpetua y solo la muerte separará sus almas —el jaleo volvió a ser protagonista en la sala, pero Otso exigió silencio con su característica ecuanimidad—. No obstante, existe una alternativa, pues toda ceremonia permite cierta flexibilidad —Beth divisó por el rabillo del ojo a Alaya pronunciando un marcado «no» en un susurro casi inaudible—. El primero de los vínculos de la Ligature debe realizarse nada más entrada la noche, para proseguirse el segundo ante el primer rayo de sol. Las energías de los dioses son imprescindibles para afianzarlo. Al haber sido la humana la primera en vincularse, de noche, el segundo sujeto puede reemplazarse, siempre y cuando, el cambio se efectúe dentro del mismo ciclo. Es decir, antes del próximo anochecer, pues una vez nos visite Lúa, su unión será irrevocable.
—Así pues —indagó Dènia ante la mirada horrorizada de Alaya—, ¿solo necesitamos otro sujeto para romper el hechizo?
—Sustituirlo, más bien. Pero sí, a eso me refiero. Por desgracia, restan pocas horas para la marcha del sol.
Los ojos del Consejo viraron hacia una misma dirección. Jaspe, la arcana que anteriormente había insultado a Roxynita levantaba la mano insistente. A Beth le recordó esas niñas sabiondas que siempre eran las primeras en contestar las cuestiones de la profesora. Circón, el general de los arcanos, dio su aprobación para que intercediera.
—Han avistado los últimos días a Doncellas de Luz sobrevolando los cielos. El clan de las felinas puede inspeccionar el territorio e intentar cazar a alguna de esas dagveryas antes de que nos descubran. Así, matamos dos pájaros de un tiro —ojeó a la mujer de su lado, esa que parecía estar al cargo de las felinas. La fémina mantenía los verdes ojos clavados cual cuchillos en el rostro de Circón. Jaspe cambió la posición de su cuerpo a una fingida sumisión, arrodillándose—. Siempre que nuestro general nos dé el visto bueno, por supuesto.
Beth no pudo apartar la mirada de la mujer de largas rastas, quien alzaba el mentón con porte glorioso, como si en lugar de esperar la respuesta de un superior divisara un horizonte plagado de súbditos postrados a sus pies. La contestación de Circón le dibujó una sonrisa complaciente. Una totalmente opuesta al sonido desgarrador que emitió Alaya.
—Sí, claro, marchaos cuanto antes. Confío en vuestra efectividad.
Varias arcanas de diferentes rasgos felinos desfilaron armadas, profiriendo un ronroneo vibrante, como un murmullo similar a un grito de guerra. Tras su partida, Otso acordó con los generales posponer el veredicto final hasta el ocaso, disolviendo momentáneamente la reunión. Se determinó que Beth siguiera en compañía de la arcana, supuso que la medida se dirigía a la protección de la ésta y no a un cambio de parecer sobre la humana. La estancia se despejó tras un sonoro alboroto y comentaron algo sobre una sala de descanso, según le pareció oír, cada especie contaba con un compartimento privado en el edificio. Dènia le pidió a Alaya que acudiera allí con Beth, escoltada por Roxynita y el cánido llamado Alfred. La arcana no reaccionó, con la blanca tez más pálida de lo habitual. «Demasiadas emociones —meditó Beth, casi liberada del yugo de los sentimientos—. Quizá, también le vendría bien un sedante».
Antes de salir, Aramis inició lo que parecía un monólogo en voz alta.
—No dejo de darle vueltas a la cabeza y siento que me va a estallar. ¿Cómo ha sido capaz una arcana de realizar una ceremonia exclusiva de otra especie?
Otso, quien ya estaba preparado para marchar se dirigió a la mujer menuda.
—Según la narración mitológica, Dag y Lúa yacieron juntos gracias a la intervención divina de Logos, quien encubrió su romance. Fue su magia la que permitió sus encuentros, debido a esta intromisión en las energías de ambos dioses se considera que existen probabilidades de concepción entre wölfmmas y descendientes de Logos, véase los arcanos y los humanos. Aunque dicho mestizaje se ha considerado durante siglos una anomalía más común en la narrativa que en la práctica, lo cierto es que existen varios documentos que certifican su existencia en el pasado. Aunque todos compartían un rasgo común: la infertilidad, en consecuencia, la improbabilidad de constituir un legado. En ausencia de un grupo mestizo, reclamaría mi potestad sobre la criatura, pues imagino que mis deducciones son certeras y por sus venas corre la sangre de los lobos. Sin embargo, considero que se encuentra en el lugar idóneo, bajo la supervisión que le corresponde.
Aramis apoyó los codos sobre la mesa y jugueteó con el puñal que había clavado sobre la madera. Era la única del Consejo que permanecía sentada, así que se inclinó hacia adelante y fijo sus ojos en la líder de los mestizos.
—Cuéntanos, Dènia. ¿Por qué has ocultado la naturaleza de tu pupila? El campamento es abierto respecto al origen de sus integrantes —Beth arrugó el ceño, incrédula—. ¿O acaso hay algo más que quieras compartir?
La postura de la aludida se tensó, como un gancho anclado a la superficie terrestre. Alaya la observaba interesada. Su respuesta sonó áspera y cortante.
—Cualquier cosa que implique a mi familia no es de tu incumbencia. De nadie, en realidad —añadió en voz alta para que todos sus compañeros se enterasen.
—Pero Dènia... —musitó Alaya con un tono muy débil.
—¡He dicho nadie! —matizó— Marchaos, ya. Has hecho suficiente por hoy.
Alaya agachó las orejas; tenía los ojos llorosos. Beth quería sentir pena por ella, pero era incapaz de notar nada. Se convirtió en un consuelo invisible e inservible. Tanto, como lo era la masa de carne abrazando sus huesos.
La sala de descanso no poseía ninguna peculiaridad destacable. Al menos, la perteneciente al grupo mestizo se componía de un espacio abierto y poco amueblado. Desconocía si su pobreza era exclusiva o compartida por las estancias de las otras especies. Beth se inclinaba por la segunda opción; por propia experiencia conocía el alcance de la discriminación racial.
El ambiente tampoco ayudaba a sobrellevarlo de mejor modo, puesto que su compañía se mostraba reticente al diálogo. Beth observó en silencio los rostros de los presentes: Alaya a su lado, sentada en el suelo y mordiéndose las uñas; Roxynita, con los brazos cruzados y la espalda sobre la pared dibujando una silueta despreocupada; Alfred, el gigantesco perro descansando con expresión taciturna y la cabeza desparramada sobre el suelo como un flan derramado.
La puerta se abrió permitiendo la entrada de una furibunda Dènia. Circón seguía sus pasos con pausada cautela. Acelerada, arremetió contra Alaya, sujetando la blusa de tirantes de la arcana y exigiendo una petición incomprensible.
—Muéstrame el cuarzo Alaya —intentó introducir sus dedos en el interior de la camisa de la joven, pero ésta la rehuyó—. ¡Muéstramelo!
—¡Para Dènia, van a verme los pechos! —contorsionó el cuerpo para deshacerse de su agarre.
—Dènia... —Circón llegó hasta ellas y tiró del hombro de la mestiza con fuerza.
La mujer la soltó, pero se mantuvo a su lado con unos ojos que brillaban de cólera.
—Se ha fragmentado —aclaró Alaya; aunque Beth no entendía nada—. Pero no pasa nada.
El arcano de largas astas rozó la piel de la muchacha en un gesto pacificador. Ésta se apartó con desprecio.
—¡No me toques! —le giró la cara, evitando el contacto visual— ¿Por qué no vas a cazar con tus felinas para justificar el asesinato de Beth?
—Alaya, necesitábamos tiempo para idear... —la arcana le giró la cara, mostrando su lado más infantil.
El general arcano se silenció. Era evidente que el gesto le había dolido, no obstante, lo recibió con una entereza envidiable. Intentó convencer a Dènia de abandonar la sala juntos, pero ella se mantuvo obstinada, como si la rabia fuera un perro moribundo muy hambriento y Alaya fuera su plato principal.
—No pasa nada, no pasa nada —largó, retomando la conversación—. ¿Cuándo vas a dejar de hacerte la heroína? ¿Es que no ves en qué punto nos encontramos? ¿Hasta dónde llegarás para salirte con la tuya?
—¡Dijiste que me apoyarías!
—Y eso he hecho. Arriesgando la integridad y la seguridad de todos nuestros miembros. Para salvarte el pellejo —desvió la mirada hacia Beth—; para salvarla a ella. ¿Le has preguntado acaso si desea vivir? ¿Te has planteado el tipo de vida que le espera con su incapacidad? Aquí, en un mundo en constante guerra.
La arcana vaciló. Beth tragó saliva; la notó deslizarse por su garganta despacio y pegarse a sus conductos cual cemento. Por primera vez en toda la mañana, advirtió una emoción alejada de la indiferencia. Dènia había dado en el clavo. Puede que esa renuencia a apenarse por la vulpina fuera una reacción instintiva derivada de la frustración, pues Beth no le había pedido que luchara por su vida. Ella misma había abandonado toda intención de proseguir, mas, ahora se hallaba vinculada a la arcana.
Era un ser ruin y miserable. Una niña se estaba rebelando contra todo su mundo para salvarle la vida. A ella; una completa desconocida. Y, aun así, Beth no lograba agradecérselo. Y lo deseaba, lo deseaba tanto...
Alaya la contemplaba con ojos temblorosos, como si realmente las dudas se le atascaran en la garganta. En su lugar, combatió la posición de su superior.
—Diseñaré prótesis, Ettané me ayudará. Ya lo hemos hecho con anterioridad, Beth volverá a caminar.
—Ni si quiera sabes si lo ha hecho alguna vez en su vida —increpó—. Podría no ser posible; podría salir mal. Vivir para siempre empotrada en una silla, frágil, como un suelo de cristal.
—¡Pues le ayudaremos! —insistió.
—¿Ayudar? ¿Y cuándo no estemos? ¿Conoces acaso su esperanza de vida o las expectativas de sobrevivir que tenemos? En cuanto desaparezcamos la dejaran a su suerte. La mayoría de individuos solo ayuda a quién les es útil. En cuanto alguien deja de parecer un beneficio futuro, pierden el interés en él. Así de simple es el mundo, Alaya.
—Entonces, ¿cuál es el fin de Les Germanies? ¿Qué sentido tiene asociarnos diversas especies para combatir el Gobierno? —Alaya parecía confusa, su parla se aceleraba a cada palabra que dictaba— Si lo único que nos une es un enemigo común, ¿por qué existimos?
—Porqué fuimos el bando perdedor.
El mensaje impactó como una visita de la parca, proyectando en los presentes una tez macilenta. Incluso Beth se atragantó con una frase tan amarga, dejando un regusto de bilis de su garganta. El desaliento era evidente. Roxynita ya no descansaba con fingida despreocupación con la espalda fijada a la pared; su columna se tensaba, con los puños apretados a cada lado de sus caderas y las orejas tiesas. Alfred, mostraba su cola en vertical, erizada en un palpable desagrado. Alaya centraba la vista en el suelo, con las esferas azuladas bien abiertas en un indudable estado de shock.
Pero la expresión que más le sorprendió fue de la adulta mestiza. Sus ojos dispares y nublados esbozaban una tormenta inmediata. Era como si estuviera hecha de agua y se hubiese vaciado por dentro, lentamente, a partir de una brecha imposible de salvar. Realizó un sonido lastimero, como un sollozo estrangulado que Beth jamás habría imaginado de una mujer tan intimidante como aquélla. Abandonó la sala sin echar la vista atrás; Circón murmuró su nombre y marchó tras ella.
—Dènia... —Roxynita habló en voz baja, tragando saliva— Ella... ¿ella estaba...? Nunca antes había...
«Llorado» concluyó Beth. Sí, ella también lo había identificado. Un hecho inaudito en una mujer reacia a mostrar su vulnerabilidad en público.
A esas alturas, Alaya había dado un paso al frente en dirección a la salida, dando la espalda a los demás. Plantada, como una rama perdiendo su fuerza vital.
—¿Es cierto? —la voz de la arcana sonaba muy diferente de lo habitual, carente de entusiasmo— Dènia —desvió el rostro hacia atrás, en dirección de la humana. Lo justo para apreciar su naricilla animal—, ¿tiene razón? Tú... ¿deseas vivir, Beth?
La pregunta agujereó su pecho. Probablemente, porque la dosis del sedante menguaba en su organismo. Era lógico. A esas horas, ya debería estar muerta y la inyección no estaba programada para sobrepasar el tiempo acordado.
Alaya y sus congéneres formaban una incógnita para la humana. Lo desconocía todo, de ellos y del mundo. No podía evitar verse a sí misma de pequeña, tratando de recomponer junto a su hermana las piezas fragmentadas de aquel bonito jarrón de su abuela. Ninguna encajaba, porque al volverse añicos, muchos fragmentos se habían dispersado hasta perderse entre los rincones de la casa. Como las partículas imprescindibles para arreglar su fallo y esconder su crimen, precisaba de elementos que le ayudasen a empatizar con su nuevo entorno.
Los arcanos, los mestizos y todos esos seres de impronunciable nomenclatura, existían. Poseían emociones y se encontraban ante ella. Beth se negaba a cerrar los ojos, los mantenía bien abiertos para atisbar cualquier detalle que, efectivamente, autentificara que todo cuanto la rodeaba era real.
No quería equivocarse de nuevo. Amar o detestar a seres de humo.
Sabía que Alaya esperaba ansiosa una respuesta. Había arriesgado hasta límites inverosímiles para salvarla, mientras Beth demostraba apatía. Ella no era una persona tan resentida, quería sosegarla, abrazarla con palabras.
Ignorar ese furor absurdo dirigido a la única persona afable que ese nuevo mundo le aportaba.
Lo necesitaba.
En su lugar, sus pensamientos la arrastraron hasta ese falso padre que tanto había amado. Su escuálido cuerpo partiéndose como una hoja otoñal, cuyo aspecto quebradizo se enfatizaba con el transcurso de los años ante la frívola creencia de tornarse una marioneta astillada, anclada a la benevolencia de unas hijas entregadas.
Rememoró a esa señora del cuarto piso, la que cuidaba de una hija dependiente de mente y espíritu. Su mensaje resonaba claro, como agua dentro de un recipiente cristalino: «De volver atrás, abortaría —repitió para sus adentros, aunque la voz provenía de la vecina cuyo nombre no recordaba—. No por no amar a mi hija, sino porque la quiero demasiado como para condenarla a una existencia tan miserable. Dios me libre por pensar de ese modo. Pero, pocas cosas duelen más que escuchar el lamento de una hija e ignorar su origen, a sabiendas de que jamás pronunciará palabra alguna con la que alentar nuestro tormento.»
Por supuesto, la situación era incomparable. Al menos, Beth mantenía su raciocinio intacto. Su único lamento se reducía a la falta de potestad para dominar su cuerpo.
Pese a los esfuerzos de Alaya, la impotencia se construía en su interior como una muralla donde la compasión no tenía cabida. Quiso consolar a la vulpina. De verdad que lo quiso.
La pregunta regresó a una velocidad instantánea. ¿Deseaba vivir? La respuesta era tan clara como ambigua.
—Yo... no lo sé.
Salvo un quejido quedo, Alaya no pronunció palabra alguna. Sonó como si se hubiera roto algo. «El jarrón —recordó Beth—. El jarrón, otra vez». Acto seguido, la arcana se derrumbó hacia el suelo, como empujada por el efecto dominó. Se hizo un ovillo con su propia piel y lloró.
De nuevo, se localizaba en la sala circular, con los mismos individuos ordenados en idéntica manera. La diferencia es que ahora admiraba la cúpula cristalina del techo, un grueso cristal de diversos colores que cortaba el cielo. El ocaso se aproximaba a su final, así pues, los generales invitaron a las arcanas cazadoras a hablar.
—Hemos fracasado en la misión.
La vulpina oteó de soslayo a la humana, con un deje de preocupación. Pasara lo que pasara, ya no había cabida para el triunfo en su mirada. Beth forzó la comisura de sus labios para materializar un intento de sonrisa. La dureza se había suavizado tras ver a la chiquilla sollozar desconsolada. Aunque seguía ligeramente enojada por obligarla a una vida no deseada.
La sala volvió a llenarse de ecos con opiniones contrariadas. Puesto que carecían de sustituto, la disputa se centró en la decisión de mantenerlas a salvo o eliminarlas. Algunas voces exigían la aplicación de la sentencia anteriormente dictada, con la consecuente ejecución de Alaya. Los generales clamaron silencio, erradicando por completo las ideas de exterminio.
—Las discusiones banales solo ralentizan el devenir de los acontecimientos. Si no actuamos con celeridad, los efectos del vínculo serán irrevocables —reafirmó Otso, determinante—. Sea como sea, no soy partidario de que una arcana tan valiosa entregue su vida al destino de la humana. Les Germanies requieren de individuos como ella para avanzar en nuestra lucha. De no ser porque un hechizo de tal envergadura a mi edad podría matarme, yo mismo me ofrecería para sustituirla. De cualquier modo, mi decisión es irrefutable: me opongo rotundamente a la ejecución de ambas. Quién sabe qué destino han escrito los dioses para la muchacha. Antes de deliberar sobre la aplicación o no de la sentencia, deberíamos barajar la idea de cambiar el vínculo de la niña arcana por alguno de los presentes.
—Lo que faltaba —soltó colérica Aramis—, que alguno de nosotros se jugase su integridad por este deshecho humano. Reitero mi posición, muerte a la prisionera y a quienes incumplen la ley.
—Respecto a lo que mencionas, Otso —inició Dènia—, tras meditarlo he tomado una decisión. Como general y responsable de Alaya yo...
La mestiza acalló sus palabras. Todo el Consejo se centró en un punto concreto donde alguien reclamaba la atención. Desde la posición donde se encontraba, Beth no pudo girarse lo suficiente como para averiguar su identidad, pero descubrió una expresión de desconcierto en la vulpina que estaba a su lado.
—Adelante Rox —recitó Dènia en tono neutral—, te concedo la palabra. Como tu representante, cuanto digas será como si saliera de mis labios y respaldaré cada una de tus propuestas.
—Siento interrumpir las votaciones —carraspeó, dejando entrever una faceta insegura que Beth desconocía—. Es un honor para mí haberme ganado el derecho a participar en el Consejo, siendo esta la primera vez que acudo con pleno derecho como miembro con asignación específica. Durante... en todos estos... —se silenció; Beth lo imaginó tragando saliva como si ésta fuera un elixir para aplacar los nervios—. Alaya es de los primeros recuerdos que atesoro en este mundo, ambos hemos vivido con Dènia desde... siempre. Si hay alguien en quien confío por muy... ilógicas que puedan ser sus... idas de olla. Perdón, ideas excéntricas, es ella. Si Alaya cree firmemente que la Hija de Noé es inofensiva, yo también.
La sala se alborotó a unos niveles insoportables para los sentidos auditivos. Su discurso no agradaba a la mayoría. Como mínimo, los arcanos se mostraron exasperados. Ante el asombro de Beth, el joven no se achantó y lejos de rendirse, alzó la voz con determinación.
—De mi mentora he aprendido que toda acción conlleva consecuencias —la voz se envalentonó conforme avanzó en su discurso—. También, que nuestros actos han de coordinarse con nuestros principios. Soy lo que creo y defiendo —rio, más para sí que para el público—. Nadie materializa ese espíritu como mi amiga Alaya. Por eso mismo, comparto las palabras de nuestro Gran Lobo, Otso: necesitamos gente valiosa para mantener viva la revolución.
»Me ofrezco voluntario para convertirme en la sombra de la humana, vigilarla de cerca y ejecutarla si compruebo un atisbo de traición hacia nuestra confianza depositada en ella. Al fin y al cabo, yo mismo deseo tomar el relevo de Alaya y ser quien se vincule a la Hija de Noé. Con la debida aprobación del Consejo, claro.
Beth no daba crédito a sus palabras. Ojeó la estupefacción de Alaya y no era para menos. Una criatura que le detestaba con fervor se ofrecía a unirse a ella con la finalidad de salvar a su amiga. La vulpina negó horrorizada, con la respiración contenida, como hundida en las profundidades del océano.
El griterío de la estancia se descontroló, las palabras brotaban como llamaradas ardientes y se escampaban con la misma facilidad. Al Consejo le costó acallar el jaleo más que en ocasiones anteriores. Una vez recuperada cierta tranquilidad, Otso fue el primero en pronunciarse.
—Un honorable miembro digno de mi respeto, que Dag y Lúa te bendigan, joven soldado. Por supuesto que los wölfmmas aprobamos tu genuina idea.
—¡Ja! —continuó Aramis— ¡Qué disparatado giro de acontecimientos! Confieso que tengo sentimientos encontrados... Por otro lado —rodó los ojos hacia Dènia, con una sonrisa sardónica—, resulta divertido, ¿no crees? —señaló a Roxynita— Me apunto.
—Yo también concuerdo —afirmó el varón de puntiagudas orejas que se sentaba a su lado.
Las miradas recayeron sobre los dos únicos que no habían dictado veredicto. Los arcanos se mostraban ansiosos ante la respuesta de Circón, como si su decisión pudiera determinar el flujo de los acontecimientos. Beth no comprendía dicha presión, ya que, de cinco generales, tres habían concedido su beneplácito al arcano. No obstante, observó al general dirigirse al banco designado para su especie con un visible nudo en la garganta.
—La mayoría ha hablado —corroboró con voz queda—. No seré yo quien muestre su disconformidad. Adelante, Rox, confío en tu criterio.
Un ligero siseó resonó entre sus filas, muestra de la animadversión generada por la sentencia dictada. Si ya había advertido cierto clima antagónico entre el general y su especie, la aceptación de la oferta de Roxynita no lo favorecía. Incluso así, su posición en el campamento no parecía su mayor preocupación. Las esferas de carbón que poseía por ojos se centraban en Alaya y Roxynita con actitud culpable y dolida.
Solo quedaba Dènia. Petrificada, taciturna, absorta en sus propios pensamientos. La mayoría de veces, su ceguera casi completa parecía atravesar a las personas, indagando en el interior hasta los huesos. Por el contrario, la mirada inalterable sobre Roxynita se cernía sobre él como un rascacielos de la gran manzana despeñándose al vacío. Carecía de la seguridad que la caracterizaba.
Su voz sonó robótica, como un autómata controlada por una entidad superior.
—Corroborando mis propias palabras, yo... —titubeó, solo por un segundo— escucho y respaldo tu deseo.
Beth percibió un claro «no» desprenderse de los labios de Alaya. Seguido de una negación de cabeza con toques intermitentes, seguramente, influenciados por el temblor de sus extremidades. Ella tampoco era capaz de asimilar lo acontecido, perpleja ante una situación que se le escapaba del entendimiento. Por las murmuraciones tras de sí, imaginó que la sensación se extendía por toda la sala.
De nuevo, el señor mayor se pronunció con un alegre tono cantarín. Puede que, de todos los presentes, él fuese el más satisfecho con el resultado. Señaló a los cielos y engulló el aire por su gruesa nariz, como si el aroma le indicara la hora exacta, exigió celeridad a los presentes. De su manto extrajo un recipiente que guardaba en un bolsillo oculto, lo deslizó sobre la mesa en dirección a Alaya.
—Vamos, muchacha. Lúa desea bañarse en el mar celestial con su manto de estrellas. Cógelo —añadió, refiriéndose al recipiente—, y realiza el ritual antes de que sea tarde.
La duda sacudió los rasgos faciales de la vulpina e imaginó que barajaba refutar la orden y aferrarse a sus convicciones. Todavía renuente, se aproximó hasta la pequeña cazuela y viró hacía su amigo con gesto desalentado. La forma que tenía de mirar al joven le recordó al amor hacia sus seres queridos. Roxynita se acercó hasta ella con paso decidido. Alaya repasó su muñeca, con dedos temblorosos. Dictaminó las palabras con un susurro vacilante.
Las mismas ondas de energía de antes sacudieron toda la estancia como un aleteo invisible. Roxynita gritó, dejando caer las rodillas al suelo, mientras apretaba el tatuaje atravesándole la piel.
Sobre el techo, la tostada iluminación solar lanzaba tímidos destellos augurando una inmediata despedida.
—¿Por qué lo has hecho?
La reunión se había disuelto, Beth era arrastrada por la joven arcana en un campo abierto dividido por sectores y numerosos edificios de baja calidad. Los dos arcanos jóvenes caminaban arrastrando las ruedas de la silla de la humana, ignorando los cuchicheos a su paso. Siendo su responsabilidad directa, habían acordado que Beth dormiría en el distrito de los mestizos, compartiendo cama con Alaya hasta adquirir un colchón para ella. La muchacha le había comentado lo diminuto que era su dormitorio, esperanzada de que en el futuro pudieran preparar un espacio habilitado para ella. Salvo ese escueto comentario, había evitado interactuar con Beth. En ese preciso momento, se dirigía a su amigo Roxynita con urgencia.
—Lo he explicado en público.
—No —el traqueteó hizo bailar a Beth sobre su carro—. Quiero la verdad.
Él suspiró, hastiado de la conversa. Parecía mucho más mayor que unas horas atrás.
—No soy un sucio traidor, ¿vale? —comentó, como aludiendo a una riña anterior— Siempre he sido fiel a mis seres queridos, aunque jamás consideraré como tal a una Hija de Noé. ¿Me oyes, despreciable humana? —se dirigió a Beth— Unidos, pero no revueltos.
—¡Roxy, para!
—No —demandó la aludida—, déjale.
—Beth —la arcana suspiró—, lo siento. Por todo, yo...
—Alaya todavía no te he dado las gracias... —la interrumpió, aunque dejó que las palabras se escapasen con el viento.
Reflexionó sobre todo lo ocurrido. La contrariedad dominando su mente, enturbiando las buenas acciones y transformándolas en odio indiscriminado.
No estaba siendo justa.
Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, abriendo la veda hacia un nuevo mundo. Si sus vivencias no habían sido más que papel mojado, el presente le ofrecía una segunda oportunidad. Sin la intervención de Alaya, seguiría bajo el influjo de las mentiras. Si no hubiese luchado por ella, yacería bajo tierra.
La frustración la había encolerizado. Aun no se sentía preparada para afrontarlo con buena cara. No obstante, creyó que era el momento de anclar el hacha de guerra, hacer las paces con sus propios demonios e iniciar un nuevo proyecto de vida. Y, quizá, con el tiempo aprendería a perdonar.
—En realidad, comprendo a Roxynita —cuando supo que éste le escuchaba soltó todo lo que aguardaba—. Los humanos somos unas criaturas curiosas, dispuestas a sacarnos los ojos y arrancarnos la piel entre nosotros. Solo porque así demostramos que podemos hacerlo; que somos capaces de ejercer un poder sobre otros. Y, en mi mundo, créeme, siempre había un «otro» al que machacar. Incluso dentro de mi pueblo nos discriminábamos entre nosotros. Nací mestiza, un agujero en la cadena de producción. Nunca he encajado, ni en un bando, ni en otro. Cuando me uní con mi hermana en la lucha contra la opresión, siempre mantuve la voz baja, a sabiendas de que, si llamaba mucho la atención, repararían en las diferencias que nos distanciaban. Soy heredera de cadenas, siglos y siglos de explotación, maltrato y genocidio. Si existe alguien que entienda sobre la traición humana, esa soy yo.
»Así pues, tu odio me pertenece, tanto como el mío a ti. Lo único que nos diferencia es que yo he temido aceptarlo, mientras que tú lo has exteriorizado. Puede que no seamos tan diferentes, puede que solo lo hayamos expresado de manera distinta.
—Yo no soy como tú. No nos parecemos en nada —espetó. Aunque al hacerlo, Beth percibió cierta duda en su entonación.
—Puede que sí. Puede que no. Supongo que en nuestra mano está averiguarlo.
Deambularon en silencio hasta los dormitorios del grupo mestizo. Una verdad era incuestionable: por primera vez en su vida, se hallaba en el lugar que le correspondía.
Bueno, pues aquí finaliza la primera introducción de una de las tramas principales de la novela. Los siguientes seis capítulos mostrarán las otras dos tramas principales, divididos en bloques de tres y tres.
Espero que no se haya hecho pesado, cualquier error agradecería que se me informara ^^
En el anexo y fichas de personajes está la información necesaria para entender los conceptos aparecidos hasta el momento. Sé que hay otros conceptos que todavía no he explicado, pero tranquilidad, eso irá surgiendo a medida que avanza la historia ^^
Muchas gracias por leer ^^
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