Beth


Todo cuanto le habían contado sobre el infierno era mentira. La carne se le había vuelto de gallina ante el descenso de la temperatura. Hacía frío, mucho frío. «Pero, ya estoy muerta —se recordó—. Es imposible morir de hipotermia». Notó una presión dentro de su oído que la transportó a sensaciones cercanas: los tubos invadiendo su orificio bucal, el constante traqueteo cerebral, la vía succionando de sus venas, el dolor repetitivo de cabeza...

No, ella nunca había estado ingresada como para atesorar tales recuerdos.

¿De eso trataba el más allá? Después de ser defenestrada hasta las puertas del mismísimo averno parecía condenada a vivir experiencias desagradables para toda la eternidad. Recordaba vagamente las visiones sobre Ruby y Magnus. «Oh Ruby, vi el pesar en tu mirada. Tú también estás sufriendo, ¿verdad?». Y su padre, solo y abandonado junto a la señora Rosa, a la espera de unas hijas que jamás regresarían. No podía dejar de maldecirse y atormentarse por sus necias acciones.

No obstante, contra todo pronóstico, su cuerpo decidió que era hora de enfrentarse a la cruda realidad. Sus ojos se abrieron como empujados por una fuerza fantasmal.

Lo primero que vio fue el techo: cemento de un nítido grisáceo abrazado por vigas entrecruzadas, con el cielo borrascoso mostrándose en diversos cuadrados. «Es un edificio a medio hacer» reflexionó. Estaba tan anonadada que tardó en percatarse de la compañía de otra persona.

No, aquello no era un ser humano.

Su memoria vagó difusa, buscando recolectar las piezas perdidas entre la bahía cerebral. Ya había visto ese par de ojos con anterioridad, de un azul brillante y oscuro, similar a las joyas que lucían las estrellas en las revistas de moda. La dueña de la vivaz mirada poseía una expresión cándida que, difícilmente, Beth podría haber asociado con uno de los lacayos de Satán. Sin embargo, por mucho que emanara cordialidad, sus características físicas se aproximaban más a una criatura del inframundo que a un ser celestial.

Era hembra, el matiz de su voz y las formas femeninas la delataban. Menuda, posiblemente de la estatura de su hermana Ruby. Delgada, con pequeños bultos sobresaliendo bajo su holgado top blanco y unas delicadas caderas que se enfatizaban en sus pantalones bombachos de color caqui, de los cuales asomaba una juguetona cola. Entre las dos telas exhibía un vientre plano y blanquecino, recubierto de una pelusilla del mismo color que, conforme se expandía hacia los laterales, se tornaban más grisácea. Mismo juego de colores se repetía en su rostro, cuya tez blanca parecía oscurecerse conforme se expandía hacia el nacimiento de su pelo. Una única y pequeña trenza albina, en paralelo con el nacimiento de sus cejas, tensaba las raíces de su centro cabelludo, mientras, el resto de la lacia cabellera la llevaba suelta, cuyas tonalidades iban oscureciéndose, de grises claros al azabache de las puntas desiguales que caían sobre los hombros. En otras circunstancias, podría haber pasado por una extraña humana, si no fuera por las orejas puntiagudas y velludas sobre su cabeza y la naricita negra y alargada propia de un animal.

—¡Has despertado! —Beth se sobrecogió al escuchar a la fiera hablar y más en su propio idioma. Ésta se acercó, levantando su mano en dirección hacia Beth. Sus dedos eran alargados y finos, como los de cualquier humano, salvo por la pelusilla blanquecina que recubría su piel y las finas uñas acabadas en punta. Quiso rehuir el contacto, pero su cuerpo no respondió— Te incorporaré a la cama para que puedas comer, ¿te duele?

Beth no respondió, incapaz, mientras contenía el aliento al tiempo que la «cosa» alzaba su tronco para sentarla sobre el colchón, colocándole varias almohadas a su espalda para asegurarle la comodidad. Había leído sobre ello en una terrorífica novela. «¿La isla del Doctor Moreau?». Sí, definitivamente ese era el título. Una historia narrada por H.G Wells donde un científico perturbado experimentaba con animales, creando vidas de carácter antropomórfico. Le enturbiaba imaginarse a alguien infringiendo idéntico padecimiento de la novela a la criatura que tenía delante con el mero objetivo de crearla. ¿O era una humana a la que habían cruzado con otro animal? También, recordaba una película visionada en su adolescencia sobre un hombre que intercambiaba su cabeza con una mosca por los avances tecnológicos.

Cualquiera de las dos opciones era factible e igualmente aterradora.

—No sé cuál es tu alimentación, así que he traído un poco de todo. ¡Vaya! —arrimó esos ojos azulados y curiosos hasta el rostro de Beth— ¿Los originales tenéis este aspecto? No sois tan diferentes de las otras especies... aun así, me emociona tanto conocer a una humana pura. ¡Oh, perdona! —se golpeó la frente— ¡No tengo consideración y me he dejado llevar por el entusiasmo! Te traigo agua; mira, esto de aquí es una pajita, puedes succionar a través de ella para ingerir líquidos. Vamos, te ayudaré —hizo el amago de volver a tocarla, pero Beth salió de su estado de shock.

—¡AHHHHHHHHHHHHHH!

—¡AY! —chilló la criatura con las manos sobre las orejas— Oh no... el agua... —oteó apenada cómo ésta se derramaba sobre el suelo.

—¡¿Dónde estoy?! ¡¿Qué clase de infierno es éste?! ¡RUBY! ¡MARCUS!

—No, no, no, no. ¡No grites! Tranquila, tranquila, yo te lo explicaré. Pero si armas alboroto, nos impedirán hablar...

—¡SOCORRO! —trató de huir, pero sus músculos no hicieron ni el amago de obedecerla, inmóviles, como ramas mustias caídas sobre la tierra— ¡¿Por qué no puedo moverme?! ¡¿Qué le habéis hecho a mi cuerpo?! ¡POR FAVOR, QUE ALGUIEN ME AYUDE!

—¡Shhh! ¡Shhh! De verdad —miró hacia atrás con nerviosismo—, es mejor que sea yo quien te atienda y para ello necesito que te calmes. Te lo explicaré todo.

Beth continuó ignorándola mientras aclamaba auxilio sin cesar.

—¡Oh por el Arca! ¿Quieres sedarla de una vez? Ése es tu cometido, ¿no?

—Roxy... ¿qué haces aquí?

—¿Se-se-se-dar?

Por primera vez, Beth prestó atención a su entorno.

La voz provenía de una figura masculina posicionada al fondo, con las manos apoyadas sobre barrotes. No se había dado cuenta de que se encontraba en una celda hasta ese momento. Se trataba de una estancia pequeña definida en un cubo, ventilada por un techo inacabado entre vigas y hormigón, situada en un lugar poco iluminado y únicamente acompañado por la cama y una mesita de noche. ¿Y si no estaba muerta? ¿Y si los cerdos del Estado la habían llevado hasta algún tipo de lugar clandestino donde realizaban experimentos? No era la primera vez que jugaban con la vida del pueblo afroamericano. Estaba al tanto de la inclinación hacia la tortura de los blancos. Y si su cuerpo no le respondía, todo indicaba que sus deducciones eran correctas.

—¡¿Qué queréis de mí?! ¡¿Es por haber estado con las Panteras Negras?! ¡¿Qué habéis hecho con el resto de miembros?! ¡¿Y mi hermana?! ¡¿Y mi novio?! ¡Dejadme ir, por favor! ¡Tengo un padre enfermo! ¡Soltadme! ¡Soltadme! ¡POR FAVOR!

La bestia rebuscó en una bolsa depositada en el suelo hasta extraer una jeringuilla. Beth comenzó a chillar el nombre de su hermana desesperada. Las manos de su captora la apuntaban temblando como un flan.

—L-lo siento, no me dejas otra opción —al aproximarse, Beth gritó con un llanto desgarrador y la susodicha titubeó—. Roxy... ¿y si le hago daño?

Incluso sumergida en la ansiedad y, con la visión emborronada por el chubasco emocional, alcanzó a escuchar una especie de risita gutural seguida de un suspiro de desaprobación. Acto seguido, la figura masculina se encontraba sobre Beth con la aguja en dirección al cuello de ésta.

—¡NO! —se oyó gritar a sí misma. Notó el líquido entrando en su cuerpo y apoderándose de éste.

—Hija de Noé —le escupió el varón muy cerca de su oído con una rabia nada disimulada—, cállate de una vez.

Era extraño. Percibía un sabor amargo, amustiando su paladar. Pero, pronto comenzó a sentirse más tranquila. Podría decirse que incluso aliviada. Flotaba. Puede que físicamente no lo hiciera, pero estaba segura de que flotaba.

Clavó su mirada en la joven fiera que tenía delante. Lo primero que distinguió fue una mirada ambarina. A diferencia de la fémina, quien poseía unos grandes ojos, los de éste eran redondos y pequeños, rebosantes de una ferocidad de la que su compañera carecía. Reconoció la mirada de un soldado, un ardor compartido por muchos de los integrantes del grupo clandestino de Beth.

Al igual que la hembra, también poseía una nariz negra y redondeada, aunque el perfil de su rostro era más alargado que el de ésta. De la misma manera, mostraba unas orejas peludas, grandes y redondas, una de ellas con un par de aros plateados adornándola. Eran separadas por una cresta puntiaguda de rebelde cabellera negra. Su constitución le recordaba, en cierta manera, a Marcus, ya que rondaba el metro setenta y cinco y tenía una anatomía delgada, pero consistente, con delicados músculos asomándose sobre una piel moteada por manchas oscuras dispersadas sobre una superficie de marrones claros. Iba vestido de manera similar a su acompañante, con una holgada camiseta de tirantes, en este caso en negro, y unos pantalones caídos gris oscuro. Ahora que estaba sentada y mucho más sosegada, pudo comprobar que ambos portaban botas militares, detalle que incrementaba la humanidad de éstos a la par que confundía a Beth.

Con una extraña sensación de bienestar les escuchó a hablar en silencio, adaptándose a su nuevo estado y luchando por no ceder ante sus párpados pesados.

—¿Me has preguntado qué hago aquí? —le increpó el chico— Pues, precisamente por esto, Yita. No se te puede dejar sola con cargos de responsabilidad —le pellizco la nariz—. Una niñita como tú necesita supervisión continua. En ausencia de Kova, he decidido convertirme en tu sombra.

—¡No soy una cría, Roxy!

—¿Quién os ha hecho esto?

No supo si la pregunta le sorprendía más a ella o a sus captores. Ella la miró con cautela; él con recelo. Sus preocupaciones anteriores se habían disipado. Como una hoja afilada amputando una extremidad necesaria.

—¿A qué te refieres? —indagó la chica.

—A... —se sentía aletargada, le costaba hallar las palabras adecuadas— a esto. Vuestro cuerpo. Vuestro aspecto. Vuestro... ser. Han tenido que experimentar con vosotros para haceros así.

—¡Ah! —la joven abrió los labios, desde donde asomaron unos incisivos ligeramente más desarrollados, entre medio camino de la dentadura humana y la cánida— No, no. Nada de eso. Nosotros nacemos así, somos arcanos —añadió con una jovial sonrisa— Es nuestra especie.

—¿Arcanos?

—Exacto —interrumpió el chico, mirando de soslayo y con los brazos cruzados sobre el pecho—, y tú una Hija de Noé. Una sucia traidora.

—¡Roxy, basta! ¡No tiene idea de lo que dices!

—¿Cómo lo sabes? —le reprochó él— Podría haber recuperado sus recuerdos. No sé por qué tuviste que traerla contigo.

La muchacha se aproximó hasta él, como si pretendiera evitar que Beth se alterase con la conversación. Algo totalmente impensable, pues se hallaba en un estado de paz total mientras observaba la disputa.

—¡Lo hice porqué estaban... —le agarró de una de sus orejas, forzándole a posicionarse a su altura para susurrarle— ...con ella!

—¿Y qué? ¿Crees qué es profesional liarla así en tu primera misión, por una asquerosa humana de la que no sabes nada?

—¡Un pueblo unido, un pueblo fuerte! Ese es el lema de Les Germanies. No creo que en el concepto «unión» haya cabida para la exclusión.

—Dénia tenía razón —siguió él, ignorándola por completo—. Kova no tendría que haberte elegido para la misión. No estás lista. ¡Oh, joder! —se pasó la mano por la cara— ¿Cómo vas a estarlo si ni siquiera has sido capaz de meter a nadie en tu cama? Todavía eres una cría.

—¡¿Cuántas veces he de repetir qué mi valía no depende de mi ganas de intercambiar fluidos?! He demostrado poseer muchas capacidades ayudando a Ettané en el laboratorio. Además —le dio un empujón que no le movió ni un centímetro—, os guste o no, ya he entrado en edad adulta. Y si no... copulo con nadie es porque no me despertáis interés. Perfectamente podría demostrártelo y... y... ¡entrar en tu cama esta noche! P-pero no vales la pena —le dio la espalda y se dispuso a coger la bandeja de comida que había preparado para Beth.

—Oh, ¿y quién lo vale? ¿Kova, quizás?

—¡Deja en paz a mi mentor! —acompañó la exclamación con un lanzamiento de lo que parecía una fruta.

—Pero, ¿qué haces? —lo esquivó sin reparos— ¿Eso no es para alimentar a tu humana?

Beth los contemplaba esforzándose para no dormirse. Sacudida por una avalancha de recuerdos evocando las adicciones del final de una época. Se sentía como todas esas ocasiones en las que salía de las reuniones mareada tras la inhalación continuada de marihuana. Jamás había consumido, pero no le hacía falta. Al igual que por aquel entonces, encontró cierta gracia a la situación. Esa pareja le recordaba a un par de escolares con mucha tensión mutua acumulada.

 —¿Sois adolescentes? —las palabras la convirtieron en el foco de atención. Sonrió. No sabía que todavía era capaz de hacerlo, pero le reconfortó que la musculatura facial todavía le perteneciera.

—¿Adolesqué? —cuestionaron al unísono.

—Ya sabéis... —le costaba un esfuerzo sobrehumano vocalizar. Cerró los ojos sin darse cuenta— Esa edad que se encuentra entre la niñez y la madurez...

—No, ¡qué va! —aclaró la chica, negando a su vez con ambas manos. Levantó pecho y mentón en señal de orgullo— Tengo ya quince años y Roxy —le señaló con la cabeza, a lo que éste respondió con un rugido dirigido a Beth— diecisiete.

Beth ladeó la cabeza. Era la única parte de su cuerpo que parecía responderle. Había conocido personas que, tras la guerra mundial, perdían total movilidad de cuello para abajo. Fuera ese su caso o no, parecía un problema muy lejano. Su nerviosismo se había aplacado por completo, y eso que se encontraba desubicada, incapacitada y con un par de individuos en edad juvenil que discutían, entre otras cosas, sobre la importancia del fornicio.

Casi podía escuchar su carcajada interna.

—Yita. Roxy. ¿Os llamáis así? ¿Dónde estamos? ¿Seguimos en Detroit? —inhaló pausadamente una bocanada de aire. Nada de aquello olía como su ciudad— Habláis mi idioma perfectamente, así que... —rio— puedo descartar una invasión soviética. Aunque confío menos en los americanos...

La chica negó con la cabeza, volvió a recoger la bandeja de comida, llenó el vaso de agua colocando una pajita y se sentó junto a Beth.

—Mi nombre es Alaya, Yita es como Roxy me llama.

—Si vas a pronunciar mi nombre, mejor Roxynita. Las abreviaciones las reservo para íntimos, humana —espetó de mala gana el aludido.

—No le hagas caso. Toma, bebe —Beth absorbió con fuerza el agua hasta vaciar el vaso. No recordaba la última vez que había estado tan sedienta—. Sobre lo de poder comunicarnos, lo cierto es que te he colocado un traductor simultáneo en tu oído, tal y como Dénia me pidió. Nosotros también tenemos uno, sin embargo, no he entendido muchas de las palabras que has dicho, supongo que debería haber traído a Alfred conmigo... De momento, puedo aclararte que no, no estamos donde se supone que estabas antes de llegar a aquí. Pero, no te preocupes por eso ahora. Lo importante es recuperar fuerzas. ¿Qué te apetece comer? —le mostró varias piezas de lo que parecía frutas, tiras similares a la carne y un cuenco con arroz y legumbres. Escogió lo único que había sido capaz de identificar —Dime —colocó con cuidado pequeñas cucharadas a los labios de Beth—, ¿cuál es tu nombre?

—Beth, Elisabeth, en realidad —respondió con la comida cubriendo su paladar—. ¿Qué has querido decir con todo eso?

—¡Qué bonito! —exclamó, ignorando por completo su duda— ¿Cuál es su significado?

Beth oteó el movimiento jubiloso de su cola, se notaba que estaba emocionada. Por el contrario, Roxynita les daba la espalda y asestaba toques con la punta de su pie derecho sobre el suelo. Él no parecía conforme con la presencia de Beth, pero tal como había mencionado, se mantuvo a la sombra de su compañera.

—¿Es necesario un significado?

—Para mi pueblo sí. Por ejemplo, Alaya es el nombre conocido para la constelación que guío a los arcanos del pasado en su travesía en alta mar tras... una serie de desdichas. Y el sufijo «nita» de Roxynita es muy común en los arcanos, ya que quiere decir abuelo u abuela y...

—¡Yita! ¡No compartas con esta humana mis intimidades! —se quejó el susodicho— Y habla con propiedad, las «desdichas» son consecuencia de la traición de Noé.

—¡Eso solo son cuentos de eras antiguas! —le respondió enrabietada— ¡Deja de molestarla con tu... con tu... ¡con tu especismo rancio!

Antes de que iniciaran otra trifulca incoherente, Beth se les adelantó, deseosa de saber más. Al parecer, la inyección le había calmado los nervios a la vez que despertaba su sed de conocimiento.

—Hija de Noé... me has llamado así varias veces. ¿Tiene qué ver con el cristianismo? Porque Dios... —rememoró las llamas envolviendo a la figura de Ruby en aquel paraje aterrador— Dios... Dios nos ha abandonado —percibió una caricia sutil tras su rostro y se sobresaltó—. ¿Qué es esto que siento? ¿Qué le sucede a mi cara? Oh... ¿la estoy perdiendo como mi cuerpo...?

Alaya rozó con ternura las mejillas de Beth. Era extraño, una niña cuidando de una adulta. Le sonrió y entrelazó la mano con la suya. Le hubiera gustado conocer el tacto de esos dedos recubiertos de una ligera pelusilla. No sintió nada. Puede que sus nervios jamás volviesen a reaccionar. Debería estar histérica, no obstante, no abandonaba ese ridículo estado de paz.

—Son solo lágrimas. No le pasa nada a tu cara. Y tranquila, recuperarás la movilidad de tu cuerpo. Yo me encargaré de eso, puedo diseñarte unas prótesis adecuadas y Ettané es muy habiloso con la rehabilitación y...

—Yita, para —le frenó Roxynita—. Ni si quiera sabes qué quieren hacer con ella. Imagínatelo, le das falsas esperanzas y esta noche se la cargan.

—¡Roxy, basta! ¡No seas ruin! ¿No ves que está sufriendo?

—Ya. No lo estaría si no hubieses decidido arrastrarla contigo.

Tanto Alaya como Beth abrieron la boca. Pero la primera se tensó, cerrándola de golpe. Beth comprobó que, al igual que Roxynita, movió una de sus orejas en dirección a la puerta. Se levantó, presa del instinto. Beth prefería continuar la charla, mas sintió atracción instantánea por la curiosa reacción de los seres llamados arcanos.

Se escucharon unos pasos aproximándose hasta ellos. Fue entonces cuando Beth se percató que el cambio de comportamiento se debía a la arribada de alguien. Reconoció el sonido de unas botas de tacón bajo, cuyo portador marcaba un ritmo conciso y decidido. Oteó la espalda de Roxynita definiéndose en una línea recta, tensa y erguida. También, vislumbró las orejas puntiagudas de Alaya crecer en torno a un centímetro, animadas por el sonido cercano.

Finalmente, una silueta femenina paró frente a los barrotes, insertando una llave en la cerradura e introduciéndose en la celda.

Beth experimentó una sensación atípica. El sosiego interno vaciló; recobrando cierta tirantez. Le llegaron como esbozos emborronados a la memoria. Reconoció a Alaya discutiendo con otra mujer en una lengua desconocida. La extraña señalaba a Beth, parecía recriminar a la arcana la presencia de ésta. Llevaba una indumentaria que ocultaba sus facciones, con un grueso pañuelo plateado envolviéndole el rostro, dejando a la luz tan solo aquellos ojos dispares.

En Detroit se había topado con otras etnias que mantenían a sus mujeres ocultas bajo el yugo de la fe, pero jamás había interactuado con ninguna. La recién llegada observó a Beth, quien yacía aposentada sobre el mullido colchón. Al menos, desde esa perspectiva, parecía alta, ajustada en un mono azul metálico que dejaba entrever su esbelta y fortificada figura. Unas greñas lacias y azuladas le caían de un costado, bajo el extremo derecho del pañuelo.

Beth rememoró su encuentro previo cuando irrumpió en la celda. Mantenía ese fulgor desequilibrado en sus ojos: el derecho mostraba un iris pálido, lechoso y carente de vida; el izquierdo se dividía por una fina línea que separaba la esfera por la mitad, una de las porciones dibujada en un claro ahumado idéntico a su ojo ciego, y el otro de un azul zafiro muy intenso. Algo en su mirada le produjo cierta inquietud, como si un simple vistazo de la desconocida pudiese obligarle a revelar todos sus pensamientos.

Se hallaba tan embrujada con la presencia de ésta que no se había percatado de los gestos reverenciales proferidos por Roxynita, quien inclinaba el cuerpo en señal de respeto.

—Roxynita —le habló la mujer. Su voz era seca, casi rozando la aspereza—, levántate, sabes que no me gustan los protocolos clasistas.

—Perdona, general —Beth se sorprendió al escuchar un tono sumiso en el joven que apenas unos minutos antes la trataba con desprecio—. Ahora que ya he ascendido he creído conveniente que... —la susodicha lo levantó, sujetándole del mentón. Pese a hacerlo con cuidado, demostró poseer una fuerza admirable.

—Familia es familia, Rox —le acarició las mejillas, un gesto que no pegaba nada con su serio tono de voz—. Te eduqué para ser un líder, no un perro. En tus venas fluye la sangre de tus ancestros, los licaones. Y de millones de arcanos portadores de cadenas. No vuelvas a colocar un grillete sobre tu cuello —le dio unos toques bajó el mentón—. La barbilla alta, siempre. Que tu postura hable por sí sola y sea símbolo de orgullo para tu pueblo.

«Grilletes» meditó Beth. ¿Compartía con esas criaturas el padecimiento del pueblo afroamericano? Vio a Roxynita asentir en silencio, absorto en los movimientos de la recién llegada, contemplándole con una mirada rebosante de admiración. Observó la cola de Alaya moverse despacio, como las olas jugueteando con la arena.

—Alaya —la extraña clavó sus ojos en Beth—, imagino que ya nos comprende. ¿La has sedado como te pedí? —la aludida titubeó.

—Así es. Lo ha hecho —interceptó Roxynita. Alaya lo oteó de soslayo y bajó la mirada con las mejillas sonrojadas de vergüenza. La general pasó inadvertido dicho detalle y se dirigió a Beth.

—¿Cómo prefieres que te llame, humana?

—Mi nombre es Beth —achicó los ojos, como intentando adivinar los rasgos escondidos bajo el pañuelo—. ¿Humana? ¿Acaso no eres como yo? —la susodicha dejó escapar un sonido, que tras la tela pareció una risa ahogada.

—Los dioses me libren. Soy Dénia, general del cuerpo mestizo del Campamento de la Tercera División del grupo revolucionario Les Germanies. Desconozco de qué época crees ser, pero la Era Humana se quedó estancada en su año 2020, cuando el Sello se rompió y las criaturas de Pangea regresamos hace ya unos 150 años. Soy consciente de que esos conceptos te suenan a ideas abstractas y carentes de sentido, mas no voy a engañarte: lo que entiendas y lo que no, es insignificante. Mañana se realizará un juicio donde serás condenada a muerte.

 —¡¿QUÉ?! ¡NI HABLAR! —la interrumpió Alaya.

Dénia deslizó la mano sobre el aire. Con la velocidad del movimiento y los guantes plateados, bien podría haberle asestado con una daga, más solo se trataba de un sutil gesto exigiendo silencio. Roxynita sujetaba a Alaya de un brazo para bloquearla, pero no hizo falta. La muchacha dibujó una expresión horrorizada, y pareció contenerse mientras apretaba los puños con fuerza. Dénia la observaba con una mirada de desaprobación constante. Pese a no ir dirigida a Beth, lograba helarle la sangre.

—Siento ser tan tajante, deduzco que es desconcertante para ti. Pero, si te clavan un cuchillo, por experiencia sé que es mejor sacarlo del tirón que hacerlo con parsimonia. Como general y responsable directa de Alaya, me veo en la obligación de darte la noticia de antemano. Así como ofrecerte la oportunidad de saber por qué te encuentras en dicha situación.

—Las Panteras Negras... —susurró Beth. Continuaba embrujada por el efecto de la inyección— Eso es lo que me ha llevado hasta aquí. ¿Qué pasará con mi hermana? ¿Y con Marcus? Dejadles al menos ir, mi padre...

Dénia se plantó delante de Beth con los brazos cruzados. Sin pretenderlo, los ojos se le fueron hasta las manos. No encontró pelusa en éstos, pues estaban ocultos bajo unos guantes del mismo color que el pañuelo. Se preguntó si bajo la tela eran como los de Alaya, si ella también era una arcana.

—No te preocupes por ellos. ¿Quieres saberlo o no? —Beth no supo bien por qué, pero asintió. Dénia rebuscó en uno de sus bolsillos laterales, colocados sobre la cadera y extrajo lo que parecía una semilla con diminutas raíces flotando, naciendo de uno de sus costados redondeados— Esto es una semilla del Naofacrann, una deidad arbórea nómada y rara vez perceptible a la vista. Un guardián de la memoria del planeta; todo cuanto ha sucedido desde el origen de Pangea, de nuestra existencia a la humana, queda grabado en su ser. Para ello, Naofacrann realiza una travesía sin descanso a lo largo y ancho del globo terráqueo, en cuyo viaje experimenta un proceso particular: va dejando semillas de recuerdos esparcidas por el mundo. En montañas, ríos, lagos, alcantarillados, cuevas, océanos... en cualquier rincón puedes hallar un pedazo de él. Un regalo, por decirlo de alguna manera. O una pérdida, según se mire.

»Hace unos años descubrimos una criatura —miró con atención a la arcana—, Alaya le llama Alfred, y tiene todo el derecho a ponerle un nombre puesto que ella logró que regresara a la vida. El cuerpo del animal pertenece a una especie extinta en la Era Humana que fue modificado con los tejidos de otros animales, agrandando su estructura ósea y su masa corporal. Aun así, aquél no fue el descubrimiento más asombroso: cuando quisimos inspeccionar su cráneo y ahondar en su tejido cerebral... no fue un cerebro lo que encontramos, sino un pedazo del corazón de Naofacrann. Sin duda, la descripción encajaba con los estudios del pasado que pudimos analizar. Y si por si todavía nos suscitaba dudas un hallazgo tan importante, cuando Alaya lo despertó, Alfred era capaz de trasmitir información... digamos privilegiada. De otros tiempos, de otros seres fallecidos mucho tiempo atrás. En definitiva, él mismo posee gran parte de los recuerdos del planeta.

»Alfred —Dénia se inclinó, como buscando posicionarse a la misma altura que Beth, postrada ésta en la cama—, es nuestro aliado más preciado, cuya existencia solo compartiría con alguien condenado a visitar el purgatorio.

Beth no supo la razón, pero contuvo el aliento. La presencia de Dénia le intimidaba. Se había pasado la vida acongojada por el poder que los blancos ejercían sobre los afroamericanos. Nada comparable al malestar que le despertaba una mujer capaz de atravesarle con su fugaz mirada. Aun cuando de la susodicha solo había recibido palabras.

—Hallamos la semilla —la fémina continuo su explicación, sujetando el grano con cuidado entre los dedos— incrustada en tu cabeza. Por tanto...

—¡NO! —Alaya volvió a participar en la conversación— ¡No se lo digas así, por favor!

Dénia esbozó una expresión indescifrable, a caballo entre el interés y la cólera.

—¿Y cómo se supone que debe revelarse algo así, Alaya? Alúmbranos con tu sabiduría, que al parecer está por encima de cualquier dogma.

—¿Decirme qué...? —preguntó Beth confundida, cada vez le costaba más seguir el hilo de la conversación.

—Yo... Beth —sus ojos lagrimearon y comenzó a sollozar— lo siento mucho...

—¿Y ya está? ¿Así pretendes informarle? ¿Crees que el llanto lo arregla todo? ¿Qué mágicamente tus errores desaparecerán pidiendo perdón y lamentándote?

—No...

—¿No has aprendido nada de mis enseñanzas? —Dénia se levantó y se colocó frente a Alaya, incrementando su poder gracias a la gran diferencia de altura entre ambas— Las acciones conllevan consecuencias. ¿Qué decisión pensabas que tomaría el Consejo?

—¡Lo hice porque estaba sufriendo! ¡Tú no la viste Dénia! —el inicio del lagrimeo evolucionó en un sonoro llanto. Señaló a Beth— ¡La estaban torturando con todos esos cables, esos tubos, esos...! ¡Sufría! —reiteró.

—¿Quién me estaba torturando? —indagó la joven humana.

—¿Y ahora no? —sentenció Dénia, ignorando por completo a Beth. Suspiró, frotando su entrecejo— Kova no debería haber confiado en ti para la misión, se lo dije. Todavía eres una niña y te queda mucho por aprender.

—¡No soy una niña! —bordeó a Dénia hasta llegar a la humana— Beth, lo siento mucho, todo esto es culpa mía. Lo solucionaré, lo juro.

—Alaya —Dénia la agarró del hombro.

—¡No! ¡Suéltame! Beth escucha—le cogió de la mano—: voy a sacarte de esta. El error es mío —le apretó la mano, como si fuera capaz de sentir contacto alguno—, pero yo lo solucionaré. No dejaré que te hagan daño.

—Basta —la amonestó Dénia—. Roxynita, llévatela. Está complicando las cosas.

—¡NO! —gritó Alaya.

El joven titubeó, pero agachó la cabeza y rodeó con sus manos la delgada cintura de Alaya. La arcana intentó desasirse, zarandeó su tronco, pataleó, se sujetó a Beth y chilló.

—¡NO POR FAVOR, NO LE HAGÁIS DAÑO! —gritó mientras Roxynita la arrancaba de su posición como lo haría con la hierba de un jardín, cargándola cual saco de patatas sobre sus hombros— ¡Beth, perdóname! ¡Perdóname! —exclamó al tiempo que se esfumaba de su campo de visión— ¡Solo quería salvarla, Dénia!

Cuando desapareció de su vista todavía escuchaba el llanto desgarrador en la lejanía. Para sorpresa de Beth, no halló triunfo en los ojos de Dénia. Por el contrario, su cuerpo se volvió rígido, como si contuviese el aliento. Daba la impresión de que acallaba un sofoco lastimero, guardado muy en el fondo de su pecho.

—Pero la has condenado —musitó Dénia en un tono casi imperceptible.

Volvió a clavar su vista en Beth. Era curioso cómo era capaz de trasmitir diversas emociones con solo mostrar un pequeño ápice de su rostro. En ese momento, daba la sensación de haberse maquillado con una máscara disciplinada para ejercer un rol militar. Metódica y alejada de la vena emocional.

—Lamento que hayas tenido que presenciar tal espectáculo —murmuró formalmente—. Continuando por dónde íbamos y sin más rodeos: ningún recuerdo que albergues en tu memoria sobre tu vida es real.

—¿De qué estás hablando? —puede que la droga le hubiese afectado el entendimiento.

—Mira, es simple —suspiró—. Somos rebeldes, asaltamos una de las sedes de nuestros enemigos durante una misión, resulta que en su interior había ciertos experimentos. Y tú eres uno de ellos. Te colocaron una semilla por algún motivo que desconocemos, pero eso te ha obligado a vivir toda una vida de recuerdos falsos.

—Eso no es posible —quería chillar, quería hacerlo. ¿Por qué su garganta no le proporcionaba tal gusto?

—¿No? ¿Entonces cómo explicas que tu cuerpo no sea más que una masa de carne inservible? —Beth sintió una punzada en el pecho ante la crueldad de sus palabras.

—Eso es porqué me habéis hecho algo. De la misma manera que se lo habéis hecho a mi hermana y a Marcus.

—Despierta —dejó escapar una risa amarga—. Las personas que añoras no existen. Tus experiencias, tus emociones, tus sentimientos... nada es real.

—¿Y me lo dices así? ¿Acaso disfrutas hiriéndome? Solo alguien que desconoce el sufrimiento se regodearía con el mal ajeno.

Beth no supo dónde halló la fuerza para soltar tales palabras. Temía a Dénia, pero sentía rabia por la indiferencia con que comentaba un hecho tan atroz. ¿Cómo podía afirmar que su existencia era una banal mentira con un tono tan anodino? Puede que la sustancia que le habían suministrado la aletargara, pero no mitigaba sus creencias.

Dénia no había respondido a su chanza, la observaba impasible, con el cuello estirado y la mano derecha frotando la izquierda, como un acto instintivo. De pronto, la máscara cayó. Se sentó en el borde de la cama de Beth. El muro de su regio porte se derribó, mostrando a una mujer de mirada vulnerable.

—Dices que no conozco el sufrimiento. Muy bien —dio varias vueltas al pañuelo que cubría su rostro, el mismo movimiento repetitivo usado para quitar vendajes, hasta dejar su rostro al descubierto. Beth contuvo el aliento y abrió los labios en un gesto sobrecogedor—. En circunstancias normales no me mostraría de este modo, pero, no puedo evitar empatizar contigo. Al fin y al cabo, yo también tuve que renegar de mi pasado y comenzar de cero.

Varias cicatrices profundas decoraban su rostro, partiéndole el labio por la mitad y atravesando el puente de su nariz. Antaño fueron tajos, realizados por un arma blanca. La atrocidad de la parte inferior de la cara contrastaba con la luminosidad de sus ojos, incluso de aquel que se veía completamente ciego; así, como la larga cascada que caía sobre sus hombros, esbozada en una paleta de azules, cuyas hebras oscilaban entre los más claros a los más oscuros, todas ellas entrelazándose en una curiosa armonía visual. Su tez era de porcelana mate, de un blanco tan puro que parecía decolorado. Y el sello distintivo lo marcaba la oreja alargada y puntiaguda de su derecha. Solo una, pues la izquierda no era más que un orificio resecado y amputado.

—No quería... yo no... —ninguna palabra era suficiente para una disculpa en condiciones.

—¿Herir mis sentimientos? —rio amargamente, y al hacerlo mostró una dentadura impoluta— Esto no fue más que una advertencia. Un regalo de mi padre; no le gustó que deshonrase a la familia.

—Eso es horrible...

—Nacemos, ergo sufrimos. Es nuestro sino —abrió la boca, pero pareció cambiar de parecer al retomar la palabra—. No disfruto con tu situación, yo misma sé lo duro que es... aceptar que ciertas realidades no fueron más que una fantasía lúcida. Sin embargo, creo que lo justo es conocer la verdad. Como mínimo, todo el mundo la merece antes de morir. Nada se alimenta mejor de nuestras entrañas que las mentiras.

—¿Y si te creo? ¿Y si lo hiciera? ¿De qué me serviría saber que he vivido una falsa? ¿Qué no he tenido... amor en mi vida?

—Piensa en la libertad como tu consuelo. Escoger quién quieres ser en tus últimas horas. Es más valioso de lo que crees —se cubrió de nuevo el rostro—. Intenta descansar, el sedante todavía te hará efecto unas horas. Duerme, libre por una vez. Sin que nadie ni nada controle tus pensamientos. Volverán a por ti mañana.

Beth la contempló marcharse. Esa mujer tampoco era humana. Y eso la aterrorizaba. Su mensaje desprendía una ácida crueldad. No obstante, había destapado su vulnerabilidad ante ella. Pese al orgullo que manifestaba su porte.

Puede que fuera la habitación vacía. El techo medio abierto. Los barrotes.

La incertidumbre.

El miedo.

La soledad.

Pero, cerró los pesados párpados y se dejó arrastrar por la marea de sueños.

Antes de llegar a ese horrible lugar descansaba sin interrupciones oníricas. Las noches encarnaban la nada. 



Dénia tenía razón. Necesitaba descansar. Volvió a soñar con Ruby, en esta ocasión, la visión era borrosa, casi como pintada por acuarelas diluidas con un exceso de agua. Lo único que alcanzó a identificar con claridad fueron las garras de sus manos y sus ojos fundidos en ámbar. Castaños, los de Ruby eran castaños. Trató de atesorarlo para que el sueño no perturbara su recuerdo. El lienzo donde se dibujaban sus sueños fue engullido por llamas. Otra vez el fuego vinculado a su hermana. Ruby gritó y la tierra retumbó. Se esfumó mientras su cuerpo se convertía en cenizas.

Beth gritó desesperada mientras despertaba ahogada entre llantos, repitiendo el nombre de su hermana en vano. «No va a venir» se dijo atormentada.

—Estoy aquí.

Sintió una presión subiéndole por la tripa y comprimiendo su pecho. Notó la mano aposentada sobre su pecho. Su cuerpo reaccionaba, al fin. Oteó el claro de luna iluminando la oscura piel. La cabellera frondosa, abultada, rizada. Los ojos. Castaños, castaños como siempre.

—Ruby... —murmuró esperanzada.

Entonces lo vio. Esa expresión ansiosa, casi perdida entre anhelos inalcanzables. Esa postura elegante. Tan poco acorde, tan discordante.

—Tienes su aspecto y hablas con su voz, pero no eres ella. ¿Quién...? —una sacudida interna la guió hasta una predicción— ¿Eres la muerte?

La impostora rio, el canto sutil de su carcajada era melódico. Casi excepcional.

—A veces me han llamado así, pero no me identifico con ese nombre.

—¿Entonces? ¿Lucifer? ¿Al fin has venido a por mí?

—No, Beth. No he venido a oscurecer todavía más tu camino.

—¿Cómo sabes mi nombre? —inquirió con recelo.

—Tus lágrimas. ¡Oh, querida! El pesar no guarda bien los secretos —el ser que imitaba a Ruby parecía flotar, deslizando su menudo cuerpo como la cola de una sirena bajo el mar—. La tristeza es la enemiga natural de la mentira, revelamos nuestra verdad ante la vulnerabilidad. Es un proceso que alberga cierta belleza, aunque muy pocos son capaces de verla, ¿no crees?

—No entiendo... ¿has venido a ayudarme o...? He tenido un día horrible. Y yo solo quiero volver a casa... saber que todo es real.

 —¡Oh, no! Pobre niña, cuán equivocada estás. Cuanto te han relatado es verídico, pero lo comprendo. Es mucho más gratificante aferrarse a una fantasía que recuperar la memoria —dio una vuelta sobre sí misma, como un ente fantasmal danzando sobre el aire—. Tooooda una vida postrada en una cama, un animalito utilizado para los avances de la civilización... —aspiró el aire, con un deje triunfante— Huele tanto a... desesperación. Pero tranquila, yo te respaldo, pues conozco esa sensación.

—Estás con ellos. Si no lo estuvieras no dirías cosas tan horribles. Se acabó, estoy muerta. Definitivamente, estoy en el infierno. Me niego a escucharte. Márchate, espectro.

Cerró los ojos con fuerza, deseando que la visitante la abandonase de inmediato. Era un delirio, una simple alucinación producida por su mente trastornada con los recientes acontecimientos. Intentó abstraerse, borrar ese mensaje de su cabeza. Pero, aunque bloqueara su visión, sus oídos seguían intactos con sus inútiles manos incapaces de cubrirlos. La escuchó reír.

—¡No seas tonta! Yo he estado en ese lugar que llamas infierno y no se parece en nada a esta celda.

—Entonces he perdido la cordura. Déjame.

—Nada de eso. Mírame —se acercó hasta depositar los ojos a la altura de los de Beth. Los iris de ésta bailaban sobre un mar en calma—, escúchame. Nada es más certero que la belleza. El amor nos muestra el camino cuando perdemos la fe. La apariencia de quiénes amamos nos otorga fuerza.

—El... amor —repitió Beth, hipnotizada.

—Así es. Quiéreme, como amas a tu hermana —acercó sus carnosos labios a la oreja de Beth, susurrándole con esa voz que plasmaba tan bien el tono de Ruby—. Yo puedo devolvértela, a cambio de algo tan banal. Solo te pido un trato.

—¿Un trato? ¿Qué... —se sintió como si la droga la acechara de nuevo— qué es lo que quieres?

Ruby sonrió. Ya no le parecía una impostora. Era ella. Con una sonrisa nueva. Diferente a las de siempre. Pero, ella. Su hermana. Juntas de nuevo.

—Algo insignificante, meramente... transitorio. ¡Oh, Beth! Podría darte todo cuanto anhelas, si tan solo accedieras a prestarme tu cuerpo...

—¿Mi... cuerpo? —Ruby asintió. Su hermana le necesitaba. ¿Acaso alguna vez le había negado algo? De haberlo hecho, ya no lo recordaba— Yo...

De pronto, Beth despertó de su letargo. La Ruby falsa dejó de mirarle y clavó su vista en el techo nocturno, de donde llegaban sonidos. Su rostro mutó, dando paso a diversas facciones de mujeres: rubias, pelirrojas, con pelos de colores vivos, de rostros más suaves y otros más rudos, ojos de diferentes formas y colores. Su expresión ya no era cándida, sino encolerizada.

—¡Dajhke! —pronunció. El traductor que le había colocado Alaya no funcionó con esa palabra.

Desde arriba una sombra impactó sobre el suelo. La bandeja de cristal con la que Alaya había traído la comida se hizo añicos y la Ruby impostora desapareció. Beth quedó aturdida, liberada de la sensación del embrujo reciente. Abrió bien los ojos, Alaya la observaba con un gesto triunfante.

—¡Rápido! —le comentó, como si Beth fuera capaz de mover un pie. Se acercó hasta ella, le rodeó la muñeca, pintándola de azul de un extremo a otro con una especie de pintalabios líquido. Acto seguido, la cubrió con la sábana— No puedo sacarte ahora, pero con esto jugaremos nuestra última baza. Mañana haré cuanto pueda por salvarte, te lo juro.

Se escuchó un barullo fuera de la celda, unos pasos acelerados se acercaban hasta ellas. Irrumpieron un par de varones con musculatura marcada e indumentaria bélica. Beth no alcanzó a distinguirlos, pero también parecían poseer rasgos animales. Interrogaron a Alaya, la colocaron contra la pared y la revisaron, repasaron la habitación mientras Beth los contemplaba en abrupto silencio, intentando controlar la respiración acelerada de su pecho. La cogieron y se la llevaron a la fuerza, Alaya no puso mucha resistencia.

Sus ojos azulados se clavaban en Beth. Dibujaba una sonrisa triunfante en el rostro.  



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